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Vacaciones

en Hetero: General

Unas vacaciones me vendrían de perlas, así que, ni corta ni perezosa, hice la maleta y me fui unos días a la playa, al piso que mis tíos tenían alquilado todo aquel verano. Aproveché que esos días no habría nadie, a excepción de mi primo Lorenzo, que aparecería para pasar aquel fin de semana. Por supuesto, ya le había echado el ojo a mi  primo, con sus dieciocho años recién cumplidos, y cada vez que pensaba en él me daban unas enormes ganas de tirármelo. Pero había algo en mí que me echaba para atrás. Está bien desvirgar jovencitos cuando éstos son desconocidos, pero la familia es otra cosa. Me prometí a mí misma que dejaría a Lorenzo en paz, lo cual sólo sería posible si lograba calmar mis ansias sexuales con otras personas. Es decir, que cuando llegué al apartamento, lo hice con la intención de follar a saco con el primer niñato que se presentara.

Bueno, quizás he exagerado un poco. Antes de empezar me gusta seleccionar mi objetivo cuidadosamente, recrearme en la visión de ese cuerpo al que me voy a entregar y que a la vez va a ser mío. Por eso me gusta la playa, porque tienes la oportunidad de apreciar lo que realmente deseas, sin tener que imaginar cómo será el tío que tienes delante una vez se haya quitado toda la ropa que lleva encima –creedme, muchas veces la ropa hace unas promesas que luego la realidad del desnudo se encarga de desmentir–. No soy una exhibicionista, en el sentido de que no me pone que me vean desnuda –otra cosa es verme deseada por el tío al que yo deseo–. Pero entiendo que para atraer a los tíos hay que hacer que se pongan a tono, de forma que me puse un bikini negro muy ceñido bajo el vestido y salí directa a la playa. No a pasar el día, a tomar el sol, a bañarme: salía de caza.

Eran las diez de la mañana y el sol pegaba de lo lindo. Eché un vistazo a la playa, ya con bastante gente, y no vi nada que me llamase la atención. Esperé unos minutos sentada en un banco del paseo, hasta que por fin llegaron los que estaba esperando. Se trataba de un grupo de cuatro muchachos, entre quince y dieciocho años, que entraron en la arena sin percatarse de que yo iba detrás de ellos. Cuando encontraron un sitio en que dejar sus cosas, me coloqué a su lado y comencé a preparar el sitio. Extendí la toalla y me quité el vestido, quedándome tan sólo con el bikini, tan pequeño que podría decirse que me faltaba poco para quedarme completamente desnuda. La parte de arriba constaba de dos pequeños triángulos que servían para taparme los pezones, dejando a la vista el volumen y la forma de mis senos, lo suficientemente grandes para que el contraste con lo pequeño del bikini hiciera su efecto. La parte de abajo no era mucho mayor, un tanga que apenas lograba cubrir mi rajita hasta que, ya por la parte de atrás, se transformaba en una pequeña tira que quedaba oculta entre mis glúteos.

Cuando me hube quitado el vestido y me quedé con tan poca tela cubriéndome, eché un vistazo a aquéllos a quienes iba dirigido el espectáculo. Algunos se habían quitado la camiseta y estaban a punto de seguir desnudándose, pero la visión que tenían al lado los había dejado inmóviles y boquiabiertos. No podían creérselo. Yo estaba segura de que las cuatro pollas se habían endurecido rápidamente, y para continuar mi tarea de acoso y derribo me llevé las manos a las tetas, haciendo como que me las colocaba mejor dentro del sujetador. Seguidamente, dirigí una de mis manos a mi ombligo y bajé hacia el tanga. Rápidamente, metí un dedo bajo el bikini y lo volví a sacar. Nadie más se dio cuenta, pero los cuatro chicos a los que iba dirigida esta señal lo vieron perfectamente.

"Bueno, ya he echado el anzuelo", me dije. "Ahora vamos a bajar un poco el ritmo, que tampoco es cosa de convertir la playa en un club de strip tease". Tampoco quería que me considerasen una chica fácil y que pensasen que me iba a abrir de piernas de un momento a otro para recibirlos a los cuatro. Personalmente, no me va mucho ese tipo de juegos. Prefiero el uno contra uno. Escondida tras mis gafas de sol, podía estudiar el grupo hasta que llegase el momento de decidir quién sería el afortunado. Me tumbé en la toalla y comencé a extender la crema solar sobre mi cuerpo.

El grupo despertó entonces de su estupefacción. No sabían muy bien qué hacer, pero al comprobar que yo ya no les dirigía ninguna mirada o gesto, comenzaron a quitarse el resto de la ropa. Cuchicheaban entre ellos y movían la cabeza en dirección mía. Yo estaba anhelante, pues empezaban por entonces a quitarse los pantalones. Y entonces vi algo que me puso furiosa.

Comprenderéis que me llevase un buen chasco cuando vi que el primero de aquellos gañanes –Quique, le llamaban– llevaba un bañador que le llegaba a las rodillas. Y lo mismo ocurría con sus compañeros. Todos enfundados en bermudas que nada tenían que ver con mis más húmedos sueños. Aquella prenda era el mejor antídoto contra la lujuria. ¿Para eso les había ofrecido yo el espectáculo de mi cuerpo, para eso había hecho nacer en ellos el deseo? ¿Para que luego me respondiesen inhibiendo el que yo debería haber sentido hacia ellos?

No era justo. Estuve a punto de coger mis cosas y marcharme a otro punto de la playa. Los chicos, una vez se hubieron despojado de camisetas y vaqueros para quedarse con aquellas estúpidas prendas, comenzaron a meter bulla y a hacer el ganso, intentando llamar mi atención dando saltos en la arena o haciendo el pino para andar con las manos: el típico comportamiento del machito que quiere pavonearse ante las chicas. Pero a mí todas esas cosas me impresionan poco. Bastante tenía con el cabreo que había cogido conmigo misma. No dejaba de repetirme: "quien se acuesta con críos, mojado se levanta", aunque hasta entonces yo había dado a aquella frase un sentido más placentero –al fin y al cabo, me acostaba con jóvenes para que terminasen mojándome por dentro y por fuera–. Mi experiencia no había contado con la posibilidad de que estos adolescentes adoptaran comportamientos tan infantiles.

Estaba, como ya he dicho, a punto de levantarme e irme con el rabo entre las piernas –o sin él, si queremos ser literales– cuando llegó un quinto componente del grupo al que los demás saludaron llamándole Manuel. No sé por qué, me quedé a mirar cómo se desnudaba. Intuición, probablemente. Tampoco es que el muchacho estuviese para tirar cohetes. Demasiado flaco, con algunos granos en la cara, la piel, más que blanca, estaba rosada. En fin, no tenía nada que ver con mis anteriores amantes, que eran chicos de probada belleza. Pero todo eso quedó al margen cuando vi que, al quitarse los pantalones, dejaba al descubierto unas piernas –algo peludas y blancuzcas– que, lejos de quedar ocultas por la tela de unas bermudas, quedaban gozosamente a la vista debajo de un minúsculo bañador de color azul. Ya os digo, Manuel no era físicamente nada del otro jueves, pero su bañador me cautivó, porque tenía la cualidad de mostrarlo todo al tiempo que ocultaba la promesa más deliciosa que una mujer pudiera imaginar. Por fin tenía ante mí a un chico que se atrevía a dejarse ver, aunque fuera de forma inconsciente.

En realidad, se dejaba ver demasiado, porque al darse cuenta de mi presencia, el bulto que ocultaba su bañador empezó a crecer de forma desmesurada. Ya antes de que aquello ocurriera, sus amigos habían estallado en carcajadas: se burlaban de él sin la menor misericordia, a causa de lo pequeño del bañador, y cuando tuvo lugar la erección, todavía fueron más ruidosas las risas. Manuel se sonrojó por completo. Estaba bastante cabreado con sus amigos, y sin decir nada se tumbó en la toalla mirando al suelo, ocultando avergonzado la tienda de campaña que acababa de montar. Para entonces, yo ya lo había decidido. Lo justo era que Manuel tuviese suerte aquel día y que sus cuatro amigos se quedaran con dos palmos de narices cada uno. Por otra parte, al tumbarse pude ver su culo enfundado en el bañador azul, y debo de confesar que aquello acabó de derretirme. Le dediqué mi mejor sonrisa, a lo que respondió ruborizándose todavía más. Los otros se mosquearon un poco.

–¿Qué pasa, tía? –me espetó uno de ellos–. ¿No quieres probar lo que tengo para ti?

–No veo nada que me apetezca –le respondí.

Me levanté y lancé un gesto de complicidad hacia Manuel.

–Me apetece dar un paseo –le dije–. ¿Vienes?

Dudó unos instantes, pero las burlas teñidas de envidia de sus amigos le decidieron a aceptar, a pesar de que su erección seguía siendo bien visible. Sus amigos se situaron junto a mí, dispuestos a venir con nosotros, pero me quité las gafas y les lancé una mirada asesina.

–Prefiero que vayamos solos Manuel y yo.

Sus caras reflejaron la decepción que sentían. Me sentí poderosa, como una diosa que ejerciera su crueldad sin remordimientos.

–¿Y qué quieres que hagamos? –preguntó uno.

–Cambiaros de bañador –contesté alejándome con Manuel.

Nos dimos la mano. Fue entonces cuando supo –según me confesó más tarde– que íbamos a follar. Curiosamente, la certeza de que iba a suceder lo que él más deseaba sirvió para que se relajara. Me gustó que de repente nos pusiéramos románticos. Pero noté que algunos de los que había allí nos miraban. No parecía muy adecuado acaramelarse con un jovencito.

–¿Sabes de algún sitio donde podamos estar solos?

–Hay una cala bastante solitaria –respondió tímidamente– a veinte kilómetros de aquí.

–Tengo el coche aquí al lado –dije guiñándole un ojo.

Un cuarto de hora después habíamos llegado allí. No había nadie, de modo que pasamos directamente a la acción. Mi mano se posó ávida en su paquete mientras nos dábamos un beso apasionado. Sus manos cogieron mis nalgas y se dedicaron a sobarlas hacia arriba y abajo. Después de estar magreándonos un rato, me quité la parte de arriba del bikini y empecé a darle piquitos en los hombros, en el pecho, en el estómago, en el ombligo, en el vientre, en el pubis. Me detuve allí bastante rato, mientras Manuel posaba su mano en mi cabeza. Bajé el bañador hasta sus tobillos y seguí dando besos a sus genitales. La polla se extendía hacia delante, dura como una roca, dispuesta a taladrar todo lo que se le pusiera por delante. Pero yo estaba mucho más caliente, me apetecía hacer una travesura, así que levanté sus piernas para quitarle el traje de baño que, en realidad, era el responsable de todo. Me lo llevé a la cara y aspiré su aroma. Olía a su pene, y había unas pequeñas manchas de humedad que todavía me excitaron más y que intenté tomar con la punta de mi lengua. Era delicioso. Volví a aspirar con voluptuosidad el olor que su sexo había dejado en el bañador. Entonces me desabroché el tanga y se lo tendí para que disfrutara de igual forma que había hecho yo.

Manuel entendió mis intenciones a la primera y repitió mis movimientos, gozando del penetrante olor de mi bikini, lo que acabó por excitarme aún más. Me tumbé en la arena y abrí las piernas. Manuel se situó delicadamente encima de mi cuerpo y dejó que su pene se introdujera suavemente en mi vagina, guiándolo con la mano mientras se abría paso en el ávido hueco que tenía entre mis piernas. Sentí la plenitud de mi coño penetrado por su miembro viril. La naturaleza le guiaba. Movía el culo con toda la pasión de su virginidad recién perdida. Nos fundimos en un largo beso que me llevó al éxtasis rápidamente. Mientras nuestras lenguas se retorcían una contra la otra, sentí cómo el placer se concentraba en mi sexo hasta que estallé en un orgasmo que se escapó en un prolongado suspiro de pura lujuria. Manuel se movía dentro de mí sabiamente. Llegó un orgasmo más intenso que el anterior cuyo grito ahogaron los ávidos labios de mi amante. Un segundo después, sentí su semen deslizándose por mi interior mientras Manuel emitía un gemido y entrecerraba los ojos. Yo estaba en la gloria.

Nos separamos con la misma suavidad con que nos habíamos unido y estuvimos un rato abrazados sin decir nada. No sé cuánto tiempo pasó, pero volví en mí cuando otra pareja apareció en la cala. Yo quería más, y Manuel estaba de nuevo a punto. Nos levantamos y nos pusimos nuestros trajes de baño.

–Vámonos a mi casa –propuse.

Sin decir nada más, montamos en el coche y nos marchamos. El bañador de Manuel volvía a mostrar ese bulto tan sugerente que tanto me atraía. En cuanto llegamos a casa, volví a meterle mano, subyugada por la suavidad de la tela bajo la que latía su miembro endurecido, caliente, presto a estallar de nuevo en el placer. Su mano tampoco estaba quieta, y se introducía en mi tanga para repasar con sus dedos la raja de mi coño, acariciando una y otra vez mi vello púbico. Hice lo mismo, y metí mi mano dentro del bañador, sintiendo el calor de su piel excitada, la suavidad de su vello negro y rizado. Nos despojamos cada uno de nuestro traje de baño y nos tumbamos en la cama para hacer el amor con la misma aplicación con la que lo habíamos hecho la primera vez. Jadeábamos al unísono, mezclando el placer que ambos sentíamos en estertores de voluptuosidad. Estuvimos un buen rato follando, acariciando los rincones más secretos de nuestros cuerpos.

–Salte –le dije, y enseguida me situé sobre él, colocando mi coño ante su cara para que me lo lamiera a conciencia, mientras yo tomaba su polla y me la introducía voluptuosamente en mi boca, encantada ante mis propios jugos. La felicidad llamó varias veces a mi puerta, y cada vez que me corría dejaba de chuparle el rabo y hundía mi vulva en su boca dejando que mis gritos de éxtasis llenasen la habitación. Inmediatamente volvía a meterme su pene en la boca, hasta que también él se abandonó al placer al derramar en su interior otra buena cantidad de esperma. Sacudió su pelvis tres veces mientras salían abundantes chorros de semen que se estrellaban contra mi paladar:

–¡ME VOY! ¡ME VOOOOOOOOOY!

Me tragué aquel líquido espeso y caliente como si fuera la miel más deliciosa, y después me tumbé junto a él para quedarnos otro rato en silencio. Volvimos a la playa, donde habíamos dejado nuestras cosas. Quedamos en volvernos a ver esa misma noche, para volver a la cala que había sido testigo de nuestro primer encuentro y bañarnos desnudos a la luz de la luna. Fuimos novios durante una semana, pero un buen día llegó mi primo Lorenzo: una tentación demasiado fuerte para no caer en ella, a pesar de mis buenos propósitos.