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Las Perversiones De Penélope: Seduciendo como puta

en Hetero: Infidelidad

La abuela materna de Andrés, mi marido, había sufrido un infarto desde hacía una semana, tras un espectacular episodio donde la vieja amarga había visto cómo Joan Carlo, hermano de mi marido, y yo protagonizábamos una escena sexual digna de una película de brazzers justo al otro lado de su cama, donde yacía postrada, la habían llevado a parar al hospital. 

El temor de que la vieja despertara un día y le revelara a mi marido lo que había visto esa noche me tenía con más terror del que le tenía Donald Trump a los inmigrantes. Yo no podía estar tranquila y cada vez que Andrés me llamaba por teléfono temía que su asunto se debiera a que se había enterado de mi infidelidad con mi cuñado. Andrés era un hombre de armas tomar, y tenía el mismo carácter mezquino de su abuela, por lo que sabía que él sería capaz de cortarle los huevos a su hermano Joan Carlo y a mí de empalarme con un garrote puntiagudo en todo lo profundo de mi vagina si descubría que fornicábamos en sus espaldas.

Nunca tuve tanto miedo como cuando me anunciaron que la abuela había despertado. La buena noticia es que estaba sin habla, inmovilizada, y que sólo podía parpadear. ¿Cuánto tiempo iba a permanecer así? ¿Cuánto tiempo faltaba para que mi vida se derrumbara si a la vieja mezquina se le ocurría abrir la boca?

—Has estado demasiado callada en estos últimos días, Penélope —me dijo Andrés cuando se ajustaba el nudo de la corbata en el cuello. Se estaba preparando para ir a trabajar—. Si es porque no hemos podido tener sexo en estos días quiero que recuerdes que la abuela Conchi está hospitalizada, y que, a diferencia del pendejo de mi hermanito, yo sí me preocupo por su salud. Así que no me reclames que te tenga tan abandonada, por favor.

—Yo no te estoy reclamando nada, Andrés —le respondí mientras me preparaba para meterme a la ducha—. Y deja de hablar de tu hermano como si de verdad le fuera indiferente la salud de la abuela Conchi. Simplemente él reacciona de otra manera a las preocupaciones.

—Sí, claro, reacciona tirándose a sus putas.

—¿Qué? —Sentí que me atragantaba con mi propia saliva.

—¿Sabes que cuando le llamé al muy cabrón para avisarle sobre el infarto de la abuela, él se estaba follando a una puta? Y tuvo el descaro de decirme que esa tipa tenía marido y lo estaba haciendo cornudo. ¡Estaba follando con ella mientras yo le daba la terrible noticia! Es un puto degenerado. Si la abuela muere, estaré feliz de que no le deje ni un jodido duro en la herencia.

Sentí que el corazón se me saldría por el culo. ¡Esa mujer con la que Joan Carlo había estado cogiendo mientras Andrés le llamaba por teléfono era yo! Dios Santo, si Andrés lo hubiera sabido me habría matado en ese mismo rato.

Comencé a toser y a ponerme nerviosa. Me quité el sostén, me bajé mis calzones y me dirigí a la ducha, mientras le decía;

—¿Así que eso es lo que te preocupa de verdad, Andrés, que si tu abuela se muere no le deje nada a tu hermano? Mucha ética no tienes, al parecer.

—¿Y desde cuándo eres tú la abogada del cabrón de Joan Carlo, Penélope? —me gritoneó con furia.

Me apuré a encerrarme en el baño para poder contestarle. Cuando se ponía así me daba miedo de verdad.

—¡Sabes bien que siempre he sido imparcial con los asuntos de tu familia, Andrés, y no me parece justo lo que le están haciendo a Joan Carlo!

—Ese cabrón se puede ir mucho a la mierda, ¿oíste Penélope? A la mierda. Yo me voy a encargar de que no reciba ni un solo peso cuando la abuela muera.

—¿Entonces eso es lo que estás esperando, Andrés, que la abuela Conchi se muera de una vez para echarle en cara a tu hermano que no le dejó ni siquiera uno de sus viejos pelos púbicos?

Pero Andrés no respondió. Antes de abrirle a la regadera le oí bufar, aventar las cosas sobre el tocador y a patalear como si fuera un niño de cinco años. Mientras el agua tibia recorría con armonía cada centímetro de mi piel desnuda, mis redondos senos, mis pezones erectos, mi pelvis, los finos vellos de mi vagina, y el arco frondoso de mis nalgas, reflexioné sobre si de verdad yo prefería que la vieja se muriera ya antes de que pudiera hablar y le dijera a mi marido el secreto que mi cuñado y yo intentamos guardar con creciente celo.    

—Me voy a la oficina —me anunció Andrés.

—Y yo me reuniré con Sofía, la esposa de Federico, que cada día que pasa el cáncer lo consume más.

—¿Que irás con Sofía? No me digas que sigues con esa tonta idea de asociarte con ella para poner una agencia de organización de fiestas, por dios, mujer.

—¡Ya hemos organizado diversos eventos antes, Andrés! Lo único que haremos ahora es formalizar la agencia. Sofía está sufriendo ver morir a su marido poco a poco, y nuestro emprendimiento es un distractor para ella. Además a mí me gusta mi oficio.

—¡Pero a ninguna de las dos les hace falta trabajar! Federico es un hombre rico, yo soy un hombre con recursos, ¡no me hagas pasar la vergüenza de que el mundo sepa que mi esposa trabaja organizando fiestecillas!

—¡No son “fiestecillas” Andrés! Deja tus estúpidos estándares machistas para otro momento, que yo soy una mujer que estudió en una agencia para desarrollo de eventos sociales, y justo ahora quiero ponerme a ello. ¡No me puedes prohibir hacer algo que me gusta! ¡No me puedes impedir que me desarrolle como mujer!

—¡Estás casada, Penélope, tienes un hijo que requiere tus cuidados! Es ahí donde podrás desarrollarte como mujer.

—¡Pues no! No voy a dejar que me arruines mis proyectos. Soy una mujer empoderada, ya lo verás.

—¿Me estás desautorizando?

—¡Ya no estamos en el siglo XX, donde las mujeres nos debíamos de someter a la voluntad del marido! Te recuerdo que tú eres mi esposo, no mi jefe ni mi dueño, y te guste o no, voy a ir con Sofía para ultimar detalles de nuestra agencia de eventos. Ahora, si me disculpas, quiero te salgas del cuarto porque me quiero cambiar.

—Ay, por favor, Penélope, no seas ridícula. ¿Desde cuándo te sabe mal que yo, tu marido, te vea desnuda? Te conozco cada lunar en tu hermoso cuerpo, mujer.

—¡Que te salgas, dije! —exclamé furiosa.

Andrés me observó con aversión cuando salí de la ducha y se marchó de la habitación dando un portazo a la puerta.

—¡Pues me largo! —le oí decir mientras daba zancadas en el pasillo—. Pero por mi cuenta corre que no progrese tu tonta idea de querer poner esa ridícula agencia.

—¿Y cómo lo impedirás? ¿Amarrándome aquí en la casa? —grité alto para que me escuchara.

—¡Soy capaz de cancelar el capital que te tengo destinado en el banco! —me sentenció cuando bajaba las escaleras.

—¡Ni siquiera te atrevas, Andrés, ni siquiera te atrevas, maldito! —grité llorando de impotencia.

¿Cómo se atrevía? ¡¿Cómo?!

—A ver, Penny, cielo.—Me consoló mi amante cuando le conté por teléfono la discusión que había tenido con Andrés—.  Sabes bien que con mis cuadros no gano mucho, pero yo te ayudaré a poner el capital que te haga falta para que montes tu proyecto con Sofía. Tú eres una mujer empoderada y con muchas agallas. No te dejes someter por las amenazas que te ha hecho el cabrón cornudo de mi hermano, yo te ayudaré a sobresalir.

—Ay, Joan Carlo… mil gracias por apoyarme siempre.

—En cuanto nos sea posible me cobraré comiéndome tu jugoso coñito, cariño, ya lo sabes.

—¡No sabes cuánto querría tener tu cabeza encajada en medio de mis piernas justo ahora! —le dije.

—No olvides cuidar de mi apartamento mientras me voy este fin de semana a presentarme a la galería a los Ángeles.

—Como sepa que te vas de putas, cuñadito, te juro que monto una orgía en tu apartamento —lo amenacé con una sonrisa.

—Si la montas no olvides invitarme —me respondió como final.

Al mediodía fui con Sofía, pero no la encontré sola;  la acompañaba un hermoso hombre llamado Aníbal que al verme me recorrió con la mirada de arriba abajo y luego, tras despedirse con verdadera efusividad, se marchó. No quería ser indiscreta, pero estaba segura de que mientras el marido de Sofía estaba agonizante, ella no perdía oportunidad de saciar sus bajos instintos con aquél hombre que se acababa de retirar. Estuvimos solo un momento platicando ella y yo, porque al cabo de unos minutos recibía una llamada que me inquietó. Era el doctor Sergio Medrano, esposo de Susana, mi prima, un cardiólogo cuarentón que tenía toda la facha de ser soso en la cama.  Pero era rubito, y su pinta de seriecito me encantaba. Su único defecto era que amaba demasiado a Susana para poder caer en cualquier clase de tentación.

—Disculpa un momento, Sofía —le dije a mi nueva socia—. Me está llamando el doctor Medrano. Será que nos quiere contratar otra vez para organizar el evento de su esposa este año.

—Anda, mujer, ve, y agenta cita —me animó Sofía con una sonrisa de entusiasmo.

Me levanté del sillón y le contesté.

—Qué tal, Sergio, ¿cómo te va?

—Buenas tardes, Penny. Te llamo para decirte algo bastante serio.

—Dime, ¿de qué se trata?

—De la señora Concepción.

Por un momento tuve un ataque de ansiedad. ¿Cómo había podido olvidar que Sergio era el cardiólogo de la inmunda vieja esa, la abuela del diablo?

—¿Qué pasa con la abuela Conchi, Sergio? —le dije fingiendo un hilo en mi voz de mortificación—. ¿Ya se murió, la pobre mujer? Era tan buena y tan…

—No, no… —me cortó en seguida—. Hace un momento tuvo un instante de lucidez, y me dijo algo que me dejó un poco pasmado.

—¿Cómo? ¿Ella habló? ¿Ella…? ¿Qué… te dijo…?

—Que tú eras la responsable de que ella estuviera así. Que te denunciara porque tú le habías provocado el infarto. Y luego volvió a caer en coma.

—¡Pero…! Sergio, yo… ¿te dijo algo más? Tú no puedes creer cosa semejante, ¿verdad? Sabes que ella me odia. Eres parte de nuestra familia. Tú y Susana saben que…

—Sí, sí. Tranquila, Penélope, sé que la señora Concepción nunca tuvo un buen concepto de ti. Por eso me preocupa que ella me haya dicho eso.

—Estará delirando —intenté justificar su acusación—. Está diciendo cualquier cosa. En su estado debe de ser normal que…

—El problema es si debo contarle esto a tu marido… o me lo debo de reservar —me lo dijo como un desafío.  

En ese momento sentí que un burro me golpeaba con su enorme falo sobre la cabeza. Comencé a tartamudear sin poder decir una palabra cuerda. 

—Tenemos que vernos, para hablar, Sergio, por favor. Y solo entonces decidirás si le cuentas a Andrés lo que te dijo la abuela Conchi… o no.

—Por supuesto, Penélope. Lo que menos quiero es causarte problemas con Andrés. ¿Cuándo y dónde nos vemos?

—Esta noche, a las diez, en el apartamento de Joan Carlo.

—¿En casa de …?

—Él no estará este fin de semana, y me ha dejado sus llaves para que de vez en cuando vaya a echarle un ojo a su casa. Ahí podremos hablar sin que nadie nos moleste.

Hubo un silencio del otro lado de la bocina, hasta que por fin Sergio pudo contestar;

—Pero… ¿es necesario tanto secretismo, Penny? ¿No es mejor quedar en un café o en un restaurante, como las personas normales? Conozco uno que acaban de inaugurar por La condesa. Es que vernos en un apartamento, a solas. No sé, Penny. La gente podría pensar mal.

—No, no, por favor, Sergio —insistí asustadísima. Sentía que las piernas me temblaban—. Me sabe mal que me vean salir con otro hombre que no es mi marido. No me gusta exponerme así públicamente. Soy una mujer respetable y prefiero que las cosas sean como te digo.

—Pero… ¿quién podría pensar mal de nosotros? Tú eres la prima de mi mujer, y yo soy el mejor amigo de tu marido. ¿No crees que la gente vería mucho más mal si saben que nos encontraremos a solas en un apartamento vacío?

—¡Tampoco es como si nos fuésemos a encontrar en un motel de paso, por favor Sergio!

—Lo sé, pero…

—Pero nada. Nadie verá mal nada, porque nadie se enterará. Deja de tratarme como si te estuviera citando para… otra cosa. Por favor, respétame, que tus simples insinuaciones me incomodan —le dije de inmediato, simulando indignación y una reputación de esposa abnegada que francamente no tenía.

—Sí, sí. Perdona, Penélope, en verdad. No era mi intención. Entonces será cómo tú digas. Me inventaré cualquier excusa a Susana para no preocuparla y le diré que llegaré más tarde. La que tendrá que inventarse algo más serás tú. No es normal que una mujer casada salga de su casa a las diez de la noche. Y mucho menos si tenemos en cuenta que el marido es el férreo de Andrés.

—Déjamelo todo a mí. Te espero a las diez, querido —le dije y colgué—. ¡Maldito hijo de puta! —exclamé.

—¿Pasa algo, Penélope? —me preguntó Sofía cuando me oyó maldecir.

Me acerqué a la sala de estar donde ella me esperaba y le dije;

—Pasa que ando metida en un lío muy grueso, querida, y necesitaré que me devuelvas el favor que algunas veces te he hecho.

—¿Qué favor, Penny? Me asustas.

—Verás, Sofía. Quiero que a las ocho de la noche hables a mi casa y me digas que quieres que te acompañe al hospital porque tu marido se ha puesto mal. Pondré el altavoz para que Andrés te escuche.

Sofía hizo un gesto parecido al que yo solía hacer cuando una sorpresa se dibujaba en mi rostro. Ella era una mujer muy guapa, menos voluptuosa que yo, pero igual de hermosa. Su cabello era largo y negro, igual que el mío, solo que ella lo tenía rizado y yo liso.

—¿A dónde irás en realidad, Penny, si no es mucha indiscreción? —quiso saber la chismocita mirándome con picardía.

—A dónde tú te has ido cuando le has dicho a tu marido que te quedas conmigo —le dije con una sonrisa de complicidad.

Ella se echó a reír y me hizo una seña para que hablara más bajito, pues el lisiado de su marido (que estaba postrado en la primera habitación), nos podría escuchar.

—No creas que no me he dado cuenta que estás liada con ese hombrezote que salió hace rato, querida.

—Ya te contaré, amiga, ya te contaré —me dijo como una promesa—. Cuenta con ello. A las ocho te hablaré.

Y así me fui a mi casa, donde tuve que tomarme toda la tarde para hacer un elaborado plan que incluía hacer unas compras en un centro comercial que quedaba cerca de mi casa. A las ocho de la noche muy puntual, mientras cenábamos, Sofía, mi cómplice, hizo su parte del plan y me habló. Para entonces Andrés tenía cara de pocos amigos por la discusión que habíamos tenido esa mañana, sin embargo no dudó en inmutarse cuando escuchó que Federico había recaído y que Sofía necesitaba de mi compañía.

—¿Crees que te podrás hacer cargo de Carlitos esta noche, Andrés, o le hablo a la niñera?

—No, no, de ninguna manera. Yo me hago cargo del niño. A menos que sea necesario que vaya a lo de Federico. Quiero saber que…

Ay, este arruinándome el plan.

—¡No!¡No! Ya bastante has tenido con la pena de la abuela Conchi como para que también tengas que cargar ahora con la mortificación de saber a Federico tan mal. Además tampoco es como si lo conocieras demasiado. Bueno, gruñón, me iré a casa de Sofía. Te mantendré informada para si necesito que me alistes mi vestido negro en caso de que el lisiado se muera.

Andrés medio sonrió con mi humor negro y me dejó partir, diciendo;

—Eres demasiado malvada, mujer.

Estacioné en el aparcadero del edificio con rapidez y saqué una bolsa con mis cosas que previamente había guardado en la cajuela de mi auto antes de que Andrés se apareciera. Subí como alma que lleva el diablo y preparé con sumo detalle cada parte de mi plan.

Sergio Medrano recibió la ubicación de mi apartamento y llegó puntualmente. Tocó el timbre y le dije que pasara, que la puerta no tenía el pestillo puesto. Lo bueno de Sergio es que era un tipo con grandes modales. Recto, respetuoso y muy devoto de la puntualidad. Era rubio, delgado, y de la estatura de mi marido. Aunque tenía bonitas facciones, le faltaba la masculinidad que tanto me prendía de un hombre. Aún así, saber que estaría a solas con un hombre prohibido e inalcanzable fue el aliciente perfecto para que mi coñito se mojara.

Lo recibí con el cabello recogido, un maquillaje bastante elaborado que consistía en pestañas postizas largas y abundantes, sombras en los ojos que profundizaban mi mirada, un delineado perfecto y enarcado en mis cejas que daba cierta seducción a mi semblante, y un color de rojo intenso en los labios que, estuve segura, no lo dejaría indiferente. Además tenía puesto un abrigo de piel negro que me cubría desde el cuello hasta los talones de mis pies. Y tampoco pude olvidar rosearme en mi perfecto cuello un poco de perfume de EVO Coco Mademoiselle De Chanel , para que mi aroma despertara su lascivia.

Sergio entró a trompicones, cerró la puerta con pestillo, se tomó de un solo trago una copa de champagne que le di a beber y se dejó conducir a la sala de estar, donde se sentó con las piernas cruzadas mientras yo permanecía parada frente a él.  Se le veía nervioso, demasiado nervioso, así que estuve segura que no tardaría mucho en caer rendido a mis pies.  

—¿Y bien, Penny? —me dijo con su suave voz el rubicundo. Sus ojos azul pálido no dejaban de mirar mi rostro de reojo—. Ya me tienes aquí. ¿Para qué querías que nos reuniéramos en este sitio?

Y entonces saqué de mi abrigo una peluca negra y corta que me llegaba a la mandíbula, misma que me encajé con abundantes pasadores sobre la cabeza;  y luego un antifaz de zorra blanca que aseguré entre mis orejas, antes de decirle.

—Me preguntaba si no te hacía falta una enfermera que te asista en tu consultorio —concluí empleando en mi voz la mayor sensualidad del mundo.

En ese momento me desprendí de mi abrigo negro y al doctor Sergio Medrano se le cayó la quijada al suelo cuando miró cómo estaba vestida. Vi cómo sus ojos se abrían como platos, y cómo su piel blanca se ponía más roja que el labial que llevaba pintado en mis labios.

Unas divinas medias blancas de red enfundaban mis torneadas piernas hasta mis gordos muslos, terminando con un bonito diseño de encaje que se adhería perfectamente a mi piel. Las medias me quedaban tan ajustadas y adheridas, que parecía que un espléndido pintor las había dibujado sobre mi piel.  De ahí, cinco centímetros estaban desnudos, y luego le seguía un sensual traje de enfermera que estaba tan cortísimo y tan escotado, que en cualquier movimiento que hiciera Sergio podría apreciar mi coñito depilado solamente oculto por una diminuta tanga, cuyo hilo se enterraba gloriosamente entre mis dos enormes nalgas respingadas, y en la parte superior, la mitad de mis tetas estaban al aire, pues el escote cubría únicamente mis oscuros pezones. Incluso se podían notar los contornos de mis enormes aureolas en los bordes de la tela.

El escote me quedaba tan ceñido en mi pecho, que parecía que en lugar de senos tenía dos enormes globos apachurrados uno contra el otro que estaban a punto de explotar.  

—¡Santo Dios! —exclamó Sergio sumamente desorbitado—. ¡Pero… ¿qué… significa… esto… Penélo…pe?!

Entonces comenzó a sudar a chorros, mirando desde su sitio cómo yo comenzaba a menear de un lado a otro mi cintura, como si le modelara el putitraje. Me vio hacer gestos guarros en mi cara, relamer mis labios con mi jugosa lengua, y mover mis glúteos de un lado a otro mientras oscilaba de mis caderas de forma bastante vulgar. Hice como que se me caía algo en el suelo y me giré, de manera que al agacharme él pudiera contemplar mi glorioso culo, mientras mis nalgas se separaban lentamente hasta que mi resplandeciente ano se exhibiera en medio del diminuto hilo de la tanga.

—¡Penélope….! ¡Yo…! Para….! ¡Para…!

Luego me volví a girar, y el doctor Medrano vio cómo mi dedo anular descendía y se metía debajo de mi tanga hasta esconderse dentro de mi vagina, mientras le enseñaba mi mejor cara de viciosa.

—¿Le gusta lo que ve, querido doctorcito? —le pregunté, extrayendo el dedo de mi coño para llevármelo a la boca, donde saboreé mis propios fluidos vaginales—. ¿Puede ver cómo mi tanga blanca ha transparentado mi chochito, doctor, producto de la humedad que tengo sobre mis labios vaginales? Me acercaré un poco más, para que vea a través de la tela húmeda cómo se transparentan mis labios bajos. Mírelos bien, que se han hinchado. Están listos para que su boquita los chupe.

—¡Penélope… Basta… estás loca! —seguía exclamando, pero sus ojos no podían apartarse de mi cuerpo, de mis tetas, de mi culo, de mi coñito.

—Puedo escuchar los latidos de su corazón, doctor Medrano —le dije con sensualidad, volviendo a meter ahora dos dedos en mi mojada cavidad—. ¿Sabe cuál es el colmo de un médico cardiólogo, doctor Sergio Medrano? Que el cardiólogo se muera de un infarto viendo el cuerpo desnudo de una mujer.

Y rematé con una carcajada diabólica que el pobre hombre tomó como una bofetada.

—Tranquilo, querido —continué nuevamente con mi voz candorosa—. ¿Te asusta que tu polla esté tan dura? Me parece increíble que no hayas notado que en tu bebida estaba disuelta una pastilla de sildenafilo soluble, es decir, viagra. Es evidente que a tu edad no lo necesitas, pues para ti habría sido más que suficiente mirarme vestida así para quedar tan empalmado como estás ahora.

—¡Estás… completamente loca, Penélope!

—Oh, cielos —le dije, ignorando su comentario anterior—. Mira cómo está creciendo ese bulto dentro de tu pantalón.

—¡Me largo! —dijo poniéndose de pie—. ¡No puedo creer que hayas caído tan bajo con tal de…!

—¿Te vas así, con el bulto así de gordo en tu pantalón? —le dije con una sonrisa, mordiéndome los labios, con mis dedos acariciando mi clítoris—. ¿Por qué mejor no te desabrochas la bragueta y dejas salir a tu polla? ¿Te da vergüenza que la vea? Pobrecita polla tuya, querido doctorcito, cuánto dolor debe de estar padeciendo allí apretada y dura dentro de tu pantalón.

—¡Basta, Penélope, no me toques!  —me advirtió temblando de desesperación cuando saqué mis dedos mojados de mi vagina y se los estampé en sus labios para los probara.

—Tu polla sigue creciendo, doctorcito pervertido —le dije haciendo un puchero de niña, agarrándole con fuerza el bulto de su pantalón, provocándole dolor y placer a la vez—. ¿Me tienes miedo, doctorcito cochino, de verdad me tienes miedo, a mí que soy una simple putita vestida de enfermera?

Y con fuerza lo agarré de su corbata, lo atraje hacia mí y comencé a lamerle el cuello, al tiempo que levantaba mi rodilla para acariciarle lentamente su entrepierna. Al principio Sergio Medrano intentó separarme, pero a medida que noté que la dureza de su bulto se hacía cada vez más grande y firme entendí que tenía la batalla ganada.

—¡No, no, no está bien! —me exclamaba entre suspiros—. ¡Eres… eres….!

—Una puta, dilo —le dije con sensualidad, mordisqueando su piel.

—Sí… una puta…. Una maldita puta que no le importa traicionar a su marido con su mejor amigo, y a su prima con tal de conseguir lo que quiera. ¡Eso erees…!

—Repítelo, papi, no sabes cómo de cachonda que me pone escucharte decir esas guarradas. A ti, que eres tan respetado y tan caballeroso.

—¡Puta, eres una vil puta! —me gritoneó estremeciéndose.

—¿Qué pensaría mi prima Susanita si te escuchara decir esas cochinadas, doctorcito? —lo recriminé mientras le mordía con suavidad su labio inferior—. Ella te reprendería y te lavaría la boca con aceite extra virgen. Pero como yo no soy ella, yo te voy a castigar de otra manera. Te lavaré tu boca grosera con los chorros del primer orgasmo que logres sacar cuando me chupes mi chochito. 

La erección de Sergio palpitó sobre mis manos y yo no pude sino apretarla aún más, hasta hacerlo jadear.

Mientras tanto, mi lengua recorría su aromatizado cuello lampiño, y comenzó a gemir. Estaba cediendo ante mis caricias, y yo me estaba empapando como una gatita en celo sabiéndolo sometido a mis encantos. Sintiéndose en la completa indefensión. Sergio solo atinaba a tener sus brazos lánguidos en sus costados, y sus labios entreabiertos donde solo lograba emitir jadeos.

 Continué restregándole mis senos sobre su pecho, y mi rodilla en su entrepierna, hasta que escuché sus primeros gruñidos de placer. Lo estaba disfrutando el muy cabrón. Entonces me separé unos centímetros de él y con fuerza lo tiré sobre el sillón que estaba detrás de sí, cayendo como un costal de macho hambriento.

Y entonces le vi su cara de pervertido, esa que había logrado sacar desde muy el fondo de su ser. Vi su lascivia escurriendo en sus labios, y ese ávido deseo de poseerme.

—¿Entonces te quieres ir, doctorcito pervertido? ¿Quieres irte con la odiosa de mi prima Susanita, o prefieres quedarte aquí, disfrutando a una hembra de verdad?

—¡Me quedo, me quedo, pero siéntate sobre mí, por favor, hazme tu hombre! —grito casi como una súplica.

—Así me gusta, cerdo maldito. Así. ¿No que eras tan ético y moral? Ahora verás donde me voy a meter tu ética y tu moral —le dije, dándome una nalgada en el culo.

Entonces me levanté el vestido, a fin de que quedara completamente expuesto mi culo y mi vagina, arriscándolo hasta mi cintura, y me puse a horcadas sobre sus piernas, de modo que mi sexo quedara arriba de su bulto. Así comencé a moverme mientras le quitaba el saco y luego la corbata, misma que usé para atarle las muñecas detrás de su nuca con toda la fuerza que pude implementar sobre él. Después, mientras seguía frotando mi coño sobre su bragueta circularmente, desabotoné su camisa y comencé a lamerle las tetillas hasta que él solo pudo retorcerse de placer.

Entonces le puse los pezones en la cara, y no pudo más que besarlos, pasarles su ensalivada lengua a cada uno mientras yo con mis manos las aplastaba sobre su cara.

—¡Cómemelas, cabrón, cómemelas! ¿Verdad que están más grandes y apetitosas que las de la ridícula de tu esposita? ¡Enséñate a mamarlas, estúpido, anda!

Y entre gemidos y chupeteos se las continué restregando en la cara hasta que se quedó sin saliva, hasta que estuve a punto de ahogarlo cuando se las estampaba en la nariz. Todo el tiempo hice movimientos sexuales con mi pelvis sobre su abultada bragueta, movimientos vulgares que simulaban estar fornicando sobre él, aunque la realidad es que ni siquiera le había sacado la polla del pantalón.

—Córrete, cabrón, córrete sin siquiera penetrarme. Solo sintiéndome arriba de ti, maldito, córrete, vamos, córrete sintiéndome arriba de ti. Sabiendo que esta noche no me podrás penetrar…

Y cuando emitió un sonido gutural desde su garganta, supe que el muy pervertido se había corrido.  Eso me llenó de orgullo y me comencé a carcajear.

Me levanté de sus piernas y me lo miré con desprecio.

—Ahí está el vulgar doctorcillo, ese que por poco se muere de un infarto como la abuela Conchi. Porque sí, queridito, la vieja ladina me vio fornicar con Joan Carlo, el dueño de esta casa —le confesé.

 Sergio, agitado y horrorizado, mientras intentaba quitarse las corbatas de sus muñecas, solo atinó a detonar miradas de odio sobre mi cara.

—¿Pero tú estás desquiciada, maldita loca? ¡Esto lo tiene que saber Andrés! ¡Le estás poniendo los cuernos!

—Sí, sí, con su propio hermano. Igual que ahora tú se los estás poniendo a la estúpida de mi prima y también a él. ¿Eso le irás a contar? —le pregunté mientras me ajustaba mi traje de putienfermera.

—Lo negaré todo, Penélope, lo negaré todo. Y él tendrá que creerme —dijo, cuando por fin logró desatarse.

 Entonces solté en sonoras carcajadas.

—Temí que dirías eso, doctorcito. Así que tuve que tomar mis precauciones —le dije, volviéndome a esconder las tetas debajo de mi sostén.

—¿Qué quieres decir? —me preguntó angustiado mientras se abotonaba la camisa, la cual había embarrado de rojo intencionalmente con mi labial.

—Tengo una cámara de circuito cerrado justo frente a ti, Sergio, y en su ángulo donde sólo sale mi espalda, pero donde tu rostro se ve perfectamente. Por supuesto es un video que no tendrá audio y que yo personalmente editaré, para evitar nuestras conversaciones y las partes donde salga mi rostro. Por eso traigo antifaz y esta peluca en melena. ¿Sabes? Incluso me puse un tatuaje de pega y quita en la parte baja de mi cuello para que los que vean el video no descubran mi verdadera identidad.

—¿Qué…. Qué has hecho, maldita puta? —me gritoneó con el rostro desencajado.

—¿Creíste que vine aquí solo para follar contigo, estúpido? Claro que no, mi verdadero propósito era filmarte y mostrarle el video a tu querida Susanita, para se entera de la clase de hijo de puta infiel que tiene por marido. ¡Vaya que eres ingenuo y ridículo! —me burlé de él.

—¿Qué…? ¡Pero tú estás enferma, Penélope! ¿Dónde está esa cámara? ¿Dónde….? —exclamó, recorriendo con su mirada el techo y los muros.

—No te desgastes en buscarla, Sergio, porque no la encontrarás. Pero si deseas ver tus dotes como actor porno, mañana mismo te hago llegar una copia para que recuerdes con calentura cómo agasajamos esta noche. ¿Te imaginas lo que será para Susana descubrir que eres un maldito adúltero? Ay, pobrecita de la ingenua. Y lo mejor de todo es que no hay nada que me inculpe.

—¡Eres una enferma, una maldita enferma y pervertida! ¿Me vas a chantajear? ¿Dime qué carajos es lo que quieres de mí?

—De ti nada, engreído, que lo poco que podías darme ya me lo diste. Eres demasiado soso para estar completamente contigo en la intimidad, aunque igual me pusiste cachonda. Más bien quiero que de ahora en adelante actúes con inteligencia. Una palabra tuya de lo que dijo la maldita vieja choca sobre mí a mi marido, y te destruyo la vida, ¿oíste?

Los ojos claros de aquel rubito comenzaron a lagrimar de odio y de impotencia.

—¡Está bien, me callaré y haré lo que tú me digas! Pero por favor, quiero que me des la seguridad de que ese video jamás llegará a ojos de Susana.

—Yo soy una mujer de negocios, querido doctorcito, y por tanto sé cumplir mi palabra.

—¡Me largo, me largo! —gimoteó.

—Ay, pobrecito de ti, Sergio; aún no se te baja tu erección, y tampoco te has limpiado tu corrida: mira, tu verga está tan dura como una deliciosa barra de chocolate que se esconde en tu pantalón.

—¡Deja de burlarte de mí, maldita! —me gritoneó mientras buscaba su saco e intentaba ponerle la corbata de nuevo.

—Mira que eficiente es la pastillita —le dije paseándome con sensualidad alrededor de él—. Deberías de recetarle unas cuantas a mi marido, porque no se le pone tan dura como a ti. Es que está sometido a demasiado estrés.

—Con una cualquiera como tú en casa ya sé por qué está sometido a tanto estrés.

—¿De verdad ya te vas, cariño? —le dije mientras lo veía dirigirse a la puerta.

—¿En verdad quieres que me quede para que me sigas humillando y amenazándome, Penélope?

—Más bien pensaba en cómo bajarte a mamadas tu erección.

—¡Enferma, eres una vil enferma! —me gritó.

Pero ningún hombre que se precie de serlo, puede conservar la cordura ante la jugosa boquita de una mujer perversa que sabe dar una buena felación. Lo comprobé cuando a los quince minutos me encontraba de rodillas, con su verga metida en mi boca, recibiendo una deliciosa mamada de mi parte mientras con mis manos jugueteaba con sus pálidos huevos.

Fue muy perverso que él estuviera llamando a su mujercita, mi prima Susana, para decirle que se demoraría dos horas más en llegar.

—Yo… y…o… también te amo… sus…ana… —le dijo en titubeos mientras se corría dentro de mi boca.

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Besitos húmedos para todos.