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Susana y el Vagabundo

en Sexo con maduros

Cuando salí del vagón del metro me sentía rara. Tenía la cara llena de lefa y quería limpiarme. Corrí por los pasillos vacíos del suburbano, alumbrados con luz de neón. Eran las cuatro de la tarde de un domingo del mes de mayo. La mayoría de la gente estaba en sus casas acabando de comer y haciendo como si disfrutaran en familia, pero yo no soy como la mayoría de la gente. Entré en unos aseos públicos. No había nadie. Me lavé la cara en un lavabo. Hice pipí. Después regresé al lavabo, me lavé las manos, las sequé y me retoqué la melena. Aunque soy rubia natural, me aclaro el cabello con camomila. Así me gusta más.

Al salir de los aseos, vi a un indigente, desarrapado y cargado de espaldas, que se me quedó mirando fijamente. Yo me sentía un poco aturdida y no sabía qué hacer ni a dónde ir. Me permanecí ahí de pie y lo miré también.

El pasillo de los lavabos terminaba en un muro ciego. Todas las escaleras de acceso a los andenes, así como las de salida hacia el exterior, se hallaban antes de los excusados. Dicho de otra manera, por ese corredor nunca pasaba nadie que no fuera al servicio y a aquella hora no se veía un alma.

-Hola –me saludó el indigente, y por su forma de hablar deduje que iba algo bebido.

-Hola –le contesté, y creo que mi voz sonó más aguda e infantil de lo habitual.

-No tengas miedo –me dijo.

-No tengo miedo –le respondí, intentando parecer segura de mí misma.

Como mi padre es bastante facha, pensé en lo que me diría si me viera hablando en los pasillos del metropolitano con un mendigo borracho. Aquello me hizo sonreír. El vagabundo se animó y me dijo:

-Eres muy guapa, ¿sabes? ¡Me encantan tus piernas!

Bajé los ojos, ruborizada. Mientras el mendigo se me comía con los ojos volví a pensar en mi padre. Estaba segura de que él ni habría mirado a aquel pobre hombre y mucho menos le habría hablado. Para mi padre, hombres como ése no pertenecen a su mundo. Para él, los mendigos son seres inferiores, culpables de su triste estado, y ni siquiera merecen vivir. Yo no soy como mi padre.

-¿Cómo se llama? –indagué.

El vagabundo se sorprendió de que a mí me interesara conocer su nombre. Seguramente, estaba acostumbrado a no ser nadie.

-Jeremías –contestó, sonriendo, y vi unos dientes amarillentos bajo su espeso bigote-. ¿Y tú cómo te llamas? –me preguntó.

-Susana -le contesté.

Entonces, me tendió la mano. Se la estreché, y pareció como si con ese gesto nos hiciéramos amigos. El indigente se sentó en el suelo  y me hizo señas con la mano para que lo imitara. No tuve ningún reparo en sentarme sobre una fría baldosa, junto a él, y me abracé las rodillas con las manos. El pordiosero me miró las piernas, con codicia.

-¿Le parece que mi falda es demasiado cortita? –le pregunté, con picardía.

-¡Qué va! -respondió él-. Las faldas cuanto más mini más me gustan.

-¿Hace mucho que es mendigo? –le pregunté.

Jeremías me explicó que era indigente desde hacía mucho tiempo, más de diez años, cuando su esposa lo dejó. Entonces, él se dio a la bebida y, poco a poco, perdió el control. Llegaba tarde al trabajo, hacía las cosas mal, insultaba a todo el mundo. No tardaron en despedirlo. Cuando se quedó sin blanca, dejó de pagar el alquiler y acabó en la puta calle.

-¿Cómo se vive en la calle? –le pregunté.

El vagabundo me pasó un brazo por los hombros. No sé si temía que me escapase o quería demostrarme su amistad. Me explicó que pasaba los días mendigando y bebiendo. -me confesó. Dormía en la calle o en las escaleras del metro cuando hacía buen tiempo y, cuando llovía o hacía frío, en el albergue municipal. Me contó que una noche de la primavera del año pasado, unos universitarios, muy señoritos, le dieron una paliza, rompiéndole la nariz, dejándole casi tuerto del ojo izquierdo y quebrantándole cuatro costillas. Cuando terminaron de divertirse lo abandonaron medio muerto en mitad de la acera, sobre un charco de su propia sangre.

Mientras Jeremías hablaba, yo observé sus cicatrices, sus ropas hechas andrajos, su cabello desgreñado, su barba rizada y sucia… Sentí una enorme piedad por aquel pobre hombre, además de indignación al pensar en el grupo de cobardes que le había dado la paliza. Sin darme cuenta, apoyé la cabeza sobre su hombro.

-¿Y qué haces aquí solita? –me preguntó

-Nada… -le contesté, dejando que el mendigo me estrechara contra su pecho.

-¿Cuántos años tiene usted? –pregunté, al cabo.

-Cuarenta y siete –me dijo, colocando su mano libre (la que no me abrazaba por los hombros) sobre mis manecitas.

Me quedé muy sorprendida al escuchar la edad de aquel pobre hombre, que aparentaba por lo menos veinte años más de los que tenía. Como me estaba abrazando, noté que apestaba a sudor. Sin embargo, no dije nada por temor a molestarle.

El pordiosero me soltó las manos. Me las había apretado tanto que se me habían quedado como dormidas, de modo que las sacudí en el aire a la espera de que la sangre les retornara.

Jeremías aprovechó esa circunstancia para empezar a tocarme las piernas. Su mano estaba caliente, al contrario que la baldosa, por lo que su contacto me agradó. Permití que el pordiosero acariciara mis muslos, pausadamente, de arriba abajo, muchas veces. De nuevo, pensé en mi padre: se habría puesto furioso si hubiera podido ver lo que me hacía aquel mendigo. Fantaseando con eso, abrir mis piernas.

-¿Te gusta que te meta mano? –me preguntó Jeremías, rozando ya mis braguitas con sus dedos.

-Sí… -confesé, muy mimosa.

Abandonándome a la voluntad de aquel extraño, me sentí sucia y caliente al mismo tiempo. El pordiosero estimuló mi sexo con sus dedos. Yo me humedecí en seguida. Al darse cuenta, Jeremías se puso en pie, tomándome en brazos como si fuera su bebé, y me besó en la boca. Su aliento olía tan mal que casi me desmayé. El vagabundo aprovechó mi turbación para meterme la lengua entre los labios. Mientras así me besaba, abrió con un pie la puerta de los lavabos masculinos y entró allí, conmigo en brazos.

El mendigo me condujo a la zona de las letrinas, me hizo sentarme sobre la tapa de uno de los retretes y cerró la portezuela. Luego, se quedó de pie, ante mí, se sacó el sexo y, antes de que yo pudiera decir nada, me lo metió en la boca. ¿Qué creéis que habría dicho mi papá si me hubiera visto allí, chupándole la polla a aquel mendigo?

Yo se la chupé despacio pero, al parecer, el pordiosero tenía prisa. Sujetándome la cabecita con ambas manos, Jeremías me empezó a follar la boca sin ninguna contemplación. Sentí arcadas. Rompí a toser, pero él no se detuvo. Creí que iba a vomitar. Él se movía deprisa, muy deprisa.

De pronto, salió de mí. Me tomó de la mano y me guió en volandas hasta los urinarios de los hombres. Estaban sucios, con restos de orina por todas partes. Olían a miasmas.

El vagabundo se agachó a mi espalda, me levantó la minifalda por encima de las caderas y empezó a besarme las nalgas y lo alto de los muslos, por detrás. Luego, separó mis piernas y comenzó a lamerme la vulva y el culito, con mucho arte. Aquello me gustó tanto que empecé a ronronear, como una gatita en celo. En apenas dos minutos, me licué sobre su boca.

-¡Qué zorrita más golosa! –exclamó, fuera de sí.

Entonces, el vagabundo se puso en pie, tiró de mis braguitas hacia un lado y me penetró, sin siquiera avisarme antes para que pudiera prepararme. Sentí que entraba su duro miembro dentro de mí y que empezaba a moverse a muy buen ritmo. Aunque me daba repelús, tuve que agarrarme a los bordes del más próximo de los urinarios para no caer.

Jeremías me subió el top por encima de los pechos para estrujarlos entre sus manos. Pensé que era la puta de aquel mendigo, y esa idea me excitó mucho: un pordiosero follándome en unos lavabos públicos del metro mientras las buenas familias de la ciudad hacían la sobremesa del domingo.

Jeremías se quedó quieto, muy quieto, dentro de mí. No se cansaba de tocarme las tetas, de besar mis largos cabellos, de follarme… De pronto, me mordió en la nuca. No pude evitar gritar pero, entonces, el mendigo me sujetó por las caderas y aceleró dentro de mí hasta ponerse al galope. Apenas lograba aguantar su ritmo. Él continuó su cabalgada, jadeando, cada momento más fuerte y más deprisa, con fiereza, hasta que al fin reventó dentro de mí, rompiéndose en pedazos. Sentí todas sus descargas, una a una. Conté siete. Luego, se fue apaciguando. Cada segundo se movía más despacio, más tranquilo… hasta que al fin se quedó quieto.

Cuando Jeremías salió de mí, caminé hasta el lavabo más próximo para lavarme las manos. Me las estaba secando con unas toallitas de papel cuando aquel hombre, sin recobrar el aliento todavía, me preguntó,

-¡Dame algo más, niña mía!

Yo me quité las braguitas, limpié con ellas mi sexo y me acerqué hasta el mendigo, que descansaba en el suelo, espatarrado. Él me miró, desde abajo. Dejé caer sobre su pecho mi diminuta prenda de lencería y lancé al aire un último beso de despedida. Luego, dando media vuelta, salí de allí.