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El Viejo del Metro

en Sexo con maduros

Salí de casa temprano, después de almorzar. Les dije a mis padres que iba a casa de unas amigas pero no era cierto. Sólo quería estar sola, lejos de la tensión y las discusiones de todos los días. Deseaba olvidarme de todo, tal vez conocer a alguien diferente. Bajé las escaleras del suburbano. Sentí sobre mí las miradas de varios hombres que subían hacia la calle. Estoy acostumbrada a que me miren. Después de todo, tengo quince años y soy una rubia muy guapa. Además, como hacía buen tiempo, iba vestida con una minifalda tejana, muy cortita, y un top blanco, riñonero, con un corazón rojo sobre el pecho.

Caminé por los pasillos del metro sin atender demasiado a los carteles. Me daba igual dónde ir. Sólo quería alejarme de casa. Finalmente, llegué a un andén. El tren acababa de detenerse. Subí sin saber cuál era su destino… ni tampoco el mío.

El vagón estaba vacío. Me senté de cara al pasillo en uno de los asientos alineados pintados de naranja. El tren cerró las puertas y, con un ronco sonido, abandonó la estación internándose en un túnel de negras sombras. Hacía fresco y me di unas friegas por los brazos y las piernas porque se me ponía la carne de gallina.

En la siguiente estación subió un viajero. Pese a que el vagón estaba vacío, se sentó justo enfrente de mí. Lo miré, con timidez. Era un hombre muy mayor, de por lo menos setenta años, calvo y con barba blanca. Vestía un traje oscuro, raído, arrugado y sucio. Sus zapatos eran negros pero con manchas de barro por el empeine. Me di cuenta de que el viejo no dejaba de mirarme las piernas y lo hacía sin ningún disimulo, relamiéndose de gusto. Aquello me hizo sentirme deseada y sexy, con lo que me olvidé de mis problemas.

Creyendo que aquel viejo sería inofensivo, quise jugar con él y desdoblé las piernas, que tenía cruzadas, separándolas con lentitud para que viese mis braguitas blancas, tipo tanga. Noté que el anciano se ponía tenso. Afianzó su sonrisa. La baba se le cayó por la comisura de los labios, humedeciéndole la barba. Me sentí fuerte al ver cómo me deseaba. Entonces, oí su voz ronca, pues se dirigió a mí y me dijo:

-¡Qué rica estás, niña!

Lejos de amedrentarme, le sonreí y, a continuación, me puse de pie, le di la espalda, me así al apoyabrazos metálico del asiento y me incliné hacia adelante, mostrándole mi culito.

El viejo silbó, procaz, saludando lo que veía.

-¿Por qué no te sientas conmigo? –me espetó.

Yo, sin cambiar de postura, volví el rostro hacia él.

-Quiero darte una piruleta –añadió, con intención, introduciendo una mano en el bolsillo de su chaqueta.

-Me gustan las piruletas –contesté, con mi voz casi infantil.

El viejo verde se mordió los labios y yo me volví hacia él hasta sentarme a su lado.

-¿Dónde está mi piruleta? –le pregunte, con descaro.

En ese preciso instante, el convoy se detuvo de nuevo y se abrieron todas las puertas. Dos señoras mayores, cincuentonas y muy emperifolladas, se sentaron justo enfrente de nosotros dos. Llevaban bolsas de plástico de una tienda de moda y no dejaban de hablar de trapos.

El tren reemprendió la marcha. El anciano no dejaba de mirarme. Su traje raído y viejo rozaba mi cuerpo. De pronto, sentí una mano en mis rodillas. Di un respingo, algo asustada, pero recobré la calma y, ladeando la cara, sonreí al viejo. El anciano se animó, entonces, a acariciarme los muslos, muy lentamente y de arriba abajo, muchas veces. Como tenía las piernas muy fresquitas, me gustó el tacto caliente de aquellos dedos huesudos y emití un débil gemido de placer.

Al percatarse de lo que ocurría, las dos señoras dejaron de hablar entre ellas y nos miraron, espantadas. El viejo verde continuó manoseándome y yo miré a aquellas damas, retadora.

-Pero ¿qué haces, criatura? –me censuró una de las señoras.

-¡No dejes que te toque ese hombre! –me recomendó la otra, haciendo un gesto de repugnancia.

-Es mi abuelo –les mentí-. Tenía un poco de frío y él me hace entrar en calor.

El tren hizo otra parada y las dos señoras salieron a toda prisa del vagón cacareando, indignadas.

-¿Te gusta que te acaricie tu abuelito? –me preguntó el anciano.

-¡Ajá! –le contesté yo.

El tren volvió a hundirse en una ciega oscuridad. Aprovechando nuestra recuperada soledad, separé las piernecitas y permití a aquel extraño que me tocara las bragas, y también debajo de ellas. Aquello me excitó mucho y me subí el top para enseñarle los pechos a aquel viejo. Sin dejar de tocarme entre las piernas, aquel desconocido me empezó a besar los pechos, lamiéndolos con fruición y haciendo que se erizaran mis pezoncitos. A duras penas pude arreglármelas para bajarle la cremallera del pantalón y sacarle su miembro erecto.

-Abuelito… -musité- Ahora quiero mi piruleta.

El anciano me hizo sitio. Yo me postré de rodillas en el suelo del vagón. El convoy se detuvo una vez más pero ningún pasajero nos interrumpió esta vez. Yo estaba muy cachonda, dispuesta a todo, de modo que introduje en mi boquita el sexo de aquel extraño. El viejo suspiró fuerte y yo comencé a chuparle. Tener la polla de aquel desconocido entre los dientes me hacía sentirme una niña mala, una niña libre, feliz. Se la chupé durante un par de minutos hasta que empezó a correrse en mi boquita. Entonces, me la saqué. El viejo se vació, manchándome la carita de espesa leche.

En seguida, el tren tornó a detenerse. Yo intenté recomponerme, bajándome el top y la faldita. El viejo verde se abrochó y me miró, con agradecimiento. Yo salí del vagón sin decir nada. Ni siquiera sabía en qué estación estaba.