El doctor Peralta apenas si separó la cabeza del papel para mirarlo de manera inquisitorial por el escaso hueco que quedaba entre la montura de la gafa y la ceja. Cuando Ulises le habló estaba a punto de terminar de rellenar las recetas de los medicamentos para la mamá del muchacho, y con la pluma suspendida medio centímetro sobre el papel se había quedado petrificado al escuchar a aquel joven, que más que un enfermo más, era el último de una saga de pacientes a los que el doctor Jacinto Peralta había atendido desde que se hiciera cargo del dispensario médico de Villa Torre. Por eso, porque conocía al chiquillo desde antes incluso de nacer, la petición de Ulises le había dejado tan descolocado. Como si la quietud del doctor se fuese a romper al oír su voz, el joven Ulises repitió:
- Necesito hacerme la prueba del sida-. Con lo que le había costado romper su timidez para decirlo la primera vez, repetir la frase era casi un castigo. El doctor Peralta terminó de firmar las recetas que a medio completar aguardaban su pluma, las ojeó para comprobar que todo era correcto, aparentemente ajeno a lo que Ulises le había pedido, y finalmente se dignó a levantar la cabeza y mirar el rostro nervioso que se dibujaba al otro lado del escritorio.
- ¿Quién es la muchacha?- quiso saber el médico. Ulises, sentado en el extremo delantero de la silla se balanceó un poco, movió la cabeza ligeramente, se atusó el cabello, moreno, largo, siempre tan bien peinado y hoy un tanto revuelto y sucio, bajó la cabeza y no respondió. -¿No me quiere decir?, no se apure, yo le firmo el volante y listo. Usted venga mañana para hacerle la extracción y ya le dirán-. El doctor Peralta habló con un tono bonachón, luciendo una sonrisa amplia que tal vez pretendía tranquilizar a Ulises, aunque éste apenas si levantó la mirada del piso ya cuando el doctor ponía el capuchón a la pluma y la guardaba en el bolsillo del pecho de su chaqueta.
La angustia de tres días de espera se reflejaba en el andar pesado de Ulises cuando entró en el consultorio para recoger sus análisis. La enfermera que lo atendió cuando fue a sacarse la sangre lo notó nervioso. Le preguntó si le asustaba aquello y Ulises negó con la cabeza; lo que realmente le aterraba era saber que al cabo de un par de días volvería a estar allí, esperando el veredicto en forma de papel. Cuando se acercó al mostrador y vio que era la misma enfermera que la otra vez, sintió un cierto alivio por no tener que contar a nadie más el motivo de sus visitas. Sin embargo cuando llegó su turno, la enfermera le indicó que el doctor Peralta había pedido sus análisis y se los entregaría en persona. Instintivamente Ulises giró la cabeza, y al ver cerrada la puerta del despacho del doctor, se dijo que todavía podía huir. Para su desdicha, la enfermera había actuado por él, llamando por línea interna a su jefe y amablemente le decía: puede pasar, el doctor lo está esperando.
Como un fantasma colgado del perchero, lo primero que vio Ulises fue la bata blanca del médico. Luego su mirada siguió un camino ya conocido por los títulos y diplomas que poblaban las paredes y entre los que se colaban un par de acuarelas de paisajes de campo que bien podrían ser los que se extendían por kilómetros más allá de las últimas casas de Villa Torre. Finalmente la mirada de Ulises dio con el doctor Peralta. Vestido impecablemente con camisa blanca, corbata azul marino y con la chaqueta negra colocada en el respaldo del asiento, lo miraba atentamente mientras el joven Ulises caminaba los pocos pasos que le restaban hasta ocupar su plaza al otro lado de la mesa.
- Siéntese, ¿cómo siguen sus padres?- preguntó para romper el hielo.
- Bi…bien- titubeó Ulises.
- Me alegro- dijo el doctor antes de que el silencio se instalase en la estancia. Cuando por fin el doctor hizo ademán de abrir el primero de los cajones de su escritorio, Ulises no pudo evitar seguir ansioso el recorrido de la mano. Ahí estaban, en ese sobre blanco que el doctor sostenía, con su nombre y apellido garabateados en la parte frontal, concentrados todos sus miedos y angustias. -Salió negativo- dijo el médico en un tono que no correspondía con la buena noticia. Ulises respiró y estiró el brazo para alcanzar el sobre, pero en ese momento el doctor Peralta retiró la mano en la que sujetaba los resultados del análisis. ¿Ahora sí me va a contar?- preguntó. Ulises apartó otra vez la mirada, como tantas veces. Siempre había sido un chico tímido, educado, cortés, buen estudiante, pero terriblemente tímido. No hablaba si no era estrictamente necesario, y mucho menos era proclive a contar sus intimidades, ni siquiera al doctor, ni siquiera ahora que tenía una buena noticia.
- ¿Usted sabe quién fue Hipócrates, Ulises?-
El joven niega con la cabeza todavía gacha.
- Hipócrates fue un médico de la antigua Grecia, ya ve. Uno de los primeros doctores famosos. ¿Y tampoco sabrá entonces en que consiste el juramento hipocrático, claro? Consiste en que el doctor no puede revelar información sobre sus pacientes, así que conmigo Ulises puedes estar tranquilo, tu secreto estará a salvo. Siempre lo había sospechado, no sabría decirle por qué, pero siempre lo había intuido, tal vez por sus maneras delicadas, por su apego a su mamá, siempre junto a ella. O tal vez por esos pelos que me lleva, siempre tan largos,- el doctor se había puesto en pie y caminando por el despacho había llegado al lado de Ulises- aunque dicen que ahora es la moda así, qué sé yo si soy un viejo cincuentón- dijo riendo. El joven Ulises Regueiro, al sentir la presencia del doctor junto a él y sus palabras desvelando sin preocupaciones su secreto, se había armado de valor para levantar la vista y seguir el recorrido aleatorio del doctor. – Lo ve, siempre lo he sabido y nunca me ha preocupado, ni siquiera cuando hace años su mamá vino a verme asustada, queriéndome decir pero sin atreverse a hacerlo, pero el otro día, cuando vino a pedirme lo que me pidió, me extrañó de usted. Por eso le pregunté lo de la muchacha, por si se animaba a contarme algo, aunque bien sabía yo que no era ninguna muchacha, al menos ninguna de Villa Torre. Ya ve… todos tenemos secretos, pero el suyo no lo es para mí, así que conmigo no tiene que falsear su ser. En primer lugar porque no es asunto mío, ni de nadie,- añadió- y en segundo lugar porque no pasa nada, mi hijo. Si acaso, y si me acepta un consejo- el doctor buscó la complicidad en la mirada del muchacho- búsquese uno que no sea tan salvaje- concluyó señalando con la mano los arañazos que Ulises tenía en la parte lateral izquierda del cuello y que había intentado disimular subiendo su camisa. Avergonzado e instintivamente el joven se llevó la mano para cubrir los restos de su último encuentro sexual.
No sabría determinar si habían pasado segundos o minutos, pero en un momento dado Ulises sintió la necesidad de levantarse. Lo hizo ligero y extrañamente hablador: mi mamá dice que debería ir al psiquiatra-. El doctor lucía una sonrisa limpia cuando acompañándolo a la puerta le dijo: si necesita hablar con alguien, venga a verme, acá o mejor en mi casa. Y ya me ocuparé yo de hablar con su mamá cuando se mejore.
Cuando un par de semanas después Ulises lo llamó, Jacinto Peralta lo citó directamente en su casa. Todo el mundo en Villa Torre conocía cuál era la casa del médico, de hecho era tan frecuente que las urgencias llegasen allí como al consultorio. Cuando el joven llegó, el doctor lo recibió elegantemente vestido, con un pantalón oscuro, una camisa celeste y un pañuelo de seda asomando del bolsillo de la chaqueta. Lo hizo pasar, preguntó si quería tomar algo, e insistiendo tras la primera negativa de Ulises, finalmente se dirigió a la sirvienta pidiendo que le llevaran al despacho dos aguas de limón. Por teléfono no habían hablado del motivo de la visita, ni uno se animó a confesarlo ni el otro quiso saberlo, aunque los dos sabían de qué se trataba.
- Veo que su amante se ha amansado- bromeó el doctor sobre la ausencia de arañazos en el cuello del muchacho en cuanto la puerta del despacho se cerró.
- Aquello terminó- aclaró Ulises.
- Vaya, lo siento- dijo el señor Peralta, y para aliviar algo la tensión, añadió: de todas maneras esas no eran formas de tratar a alguien tan delicado como usted-. Ambos sonrieron brevemente. Cuando se sentaron en las sillas, cada uno a su lado de la mesa, la seriedad había regresado a sus rostros. -¿De qué querías hablarme?- preguntó el doctor en el momento que llamaron a la puerta y Rosita, la criada, les llevó en una bandeja sendos vasos de agua de limón con hielos. Ulises esperó a que la puerta se volviera a cerrar de nuevo para contestar: es por lo del otro día.
- Cuénteme- dijo el doctor reclinándose en su asiento.
- Es eso, pero… no es eso- empezó a decir dubitativo el joven.
- Uy, nunca se me dieron bien las adivinanzas- relajó la situación Peralta. Ulises volvió a esbozar una sonrisa en sus labios carnosos antes de soltarse a hablar: no sé cómo lo ha sabido, con lo que me he esforzado yo todos estos años en que nadie pudiera sospechar nada, pero usted ya lo sabe, me gustan los hombres. Sólo usted y mi mamá lo saben… bueno, y él- dice Ulises y su mirada ascendente delata un viaje de la mente hacia otra parte. -El caso es que no es únicamente eso…- el joven trata de encontrar las palabras- o sí, no sé, estoy confundido. Antes de que fuera a visitarlo al consultorio yo ya… no era la primera vez, no se crea.-
- Mirá vos- le interrumpe el doctor. Ulises se toma las palabras del médico como una broma, vuelve a dejar asomar el brillo de sus dientes entre los labios y continúa: el caso es que cuando aquel hombre me hacía suyo, me sentía bien, pese al dolor y esas cosas, pero no terminaba de ser yo. Necesitaba algo más. Sólo me siento completamente yo cuando me visto de mujer, cuando me quedo solo en casa y me encierro en el cuarto de mi mamá y me pruebo sus ropas, cuando me pongo sus faldas, sus vestidos. ¿Eso ya sí es muy raro, verdad doctor? Un día que quedé con él acudí vestido de mujer y se enojó muchísimo, me insultó y me hizo las heridas que usted vio y otras que no le quise enseñar-.
El doctor Jacinto Peralta se sonríe por las confidencias de aquel muchacho que apenas está empezando a descubrir su sexualidad. Por unos instantes duda cómo abordar la situación hasta que finalmente se decide por tranquilizar al joven no dándole mayor importancia: usted pruebe, juegue, descúbrase, vístase de mujer si eso es lo que siente, pero no deje que nadie le amargue la existencia- le dice acompañándolo hacia la puerta.
- ¿Fernanda?- pregunta sorprendido el doctor.
- Fernanda- asiente el joven. Ese es el nombre con el que se refiere a la imagen vestido de mujer que le devuelve el espejo.
- Pero si es un horror, un nombre de mucama- dice alzando la voz Peralta, -eso sí que se lo voy a tener que cambiar- concluye riendo. El motivo de la nueva visita de Ulises a la casa del doctor ya no importa. Esas presencias se han hecho tan recurrentes que no es raro que el muchacho se quede a cenar con Doris y Beatriz, la esposa y la última hija del doctor, la única que permanece soltera. - ¿En serio Fernanda?- vuelve a preguntar Peralta. Ulises afirma con la cabeza, incapaz de aguantar la risa ante la cara de perplejidad del doctor. Finalmente ambos dejan explotar su complicidad en una sonora carcajada.
Aquella misma noche, tras un rato de sobremesa entre Ulises, el doctor, su esposa y la hija de estos, el joven y el señor Peralta se encierran en el despacho. A Doris le dice que esas visitas tan recurrentes, esas cenas que se alargan, y las horas muertas encerrados en el despacho son porque quiere hacer de aquel joven un hombre de provecho, que le da una mano porque el joven sirve, es inteligente y trabajador, y que con su ayuda podría ser alguien en la vida. Sin embargo en la bolsa que celosamente ha guardado el muchacho toda la velada junto a sus pies no hay libros, ni papeles con fórmulas o cálculos, sino ropas de mujer que ahora, en la soledad de aquel cuarto extrae con un gesto de felicidad y sumo cuidado, como si fueran preciadas reliquias. Es la primera vez que va a enseñar a alguien su yo más femenino. Ulises ha escogido voluntariamente situarse en un rincón, desvestirse tras el biombo del que dispone la consulta del doctor, quien, aparentemente distraído deja hacer al muchacho, no en vano lo ha visto desnudarse unas cuantas veces de igual manera en el trabajo, cuando se trataba de una enfermedad y había que auscultarlo o palparlo.
- ¿Una mujer con calzones?- el profesor Peralta no estaba tan despistado como parecía, y ha observado que entre las ropas que Ulises se iba quitando y colocaba sobre la parte alta de la pantalla no estaba la prenda interior. – Termine, que voy a ver si le puedo ayudar-.
El doctor abandonó la estancia y se dirigió hacia el cuarto de la lavandería, junto al fregadero, donde Rosita la criada se afanaba con la vajilla de la cena. El doctor se excusó, dijo que creía haber olvidado un papel importante en el bolsillo de la camisa que había dejado para lavar, eso le sirvió para rebuscar entre las ropas sucias buscando lo que necesitaba. Cuando regresó echó la llave a la puerta del despacho y al girarse encontró ya a Ulises transformado en Fernanda, con un vestido largo color verde oscuro y unos motivos marrones, tal vez flores, que parecía tener ya unos cuantos años pero no aparentaba mucho uso.
- Yo le traía esto- dijo sacando algo del bolsillo. El consultorio particular del doctor estaba tan sólo iluminado por una lámpara de mesa que dejaba en penumbra casi toda la habitación, y como lo que le enseñaba el doctor era poco más que una pelota de tela, a Ulises le costó entender que le estaba ofreciendo unas bragas. El joven estiró la mano con ilusión, nunca había tenido unas; coger prestadas las de su mamá para vestir a Fernanda le parecía demasiado. Quiso volver a esconderse detrás del biombo, pero la mano del doctor lo agarró del brazo:
- Recuerde, conmigo no hace falta que se esconda- le dijo. Ulises trató de levantar la amplia falda del vestido para quitarse los calzoncillos, pero una vez más el doctor Peralta le interrumpió: así no hombre, como las señoras. Venga que yo le ayudo. El médico caminó hasta situarse a la espalda de Ulises, este intentó seguir el recorrido, pero el ángulo y la sombra pronto le ocultaron. Sintió los dedos del doctor en la parte baja de su melena negra, junto a su nuca, y el sonido de la cremallera del cierre del vestido comenzando a bajar muy despacio. Siguió el recorrido guiándose por el roce del dorso de la mano del doctor bajando por su espalda. Cuando quiso darse cuenta, el vestido de su mamá estaba caído a sus pies. Volvió a escuchar los pasos del doctor, orbitó en torno a él y volvió a verlo aparecer hasta que se plantó frente a él. Con un gesto, sin decir nada, le hizo ver que debía terminar de desvestirse. Ulises comenzó a quitarse los calzoncillos con miedo. Volvía a quedarse desnudo ante un hombre, frente a un hombre se iba a vestir de Fernanda y el recuerdo de la dolorosa última vez que lo había hecho volvió a su mente. Su desnudez lo molestaba, enseguida se tapó sus partes con las manos, sin embargo el doctor Peralta no parecía darle importancia.
- Tiene una pija chiquita, no creo que le molesten demasiado. Son de Beatriz- le dijo tendiéndole en su mano abierta la prenda que le faltaba para que Fernanda fuera toda una mujer. Ulises actuó rápido, en apenas un par de movimientos las bragas estaban en su sitio y el vestido comenzando a subir. El doctor volvió a caminar, a situarse a su espalda; esta vez la mano del médico subió la cremallera desde la cintura hasta el cuello. En un silencio en el que Ulises casi podía oír el acelerado compás del corazón de Fernanda aguardó mientras Peralta lo miraba.
- Se ve linda- dijo por fin. Ulises/Fernanda sonrió, ni siquiera el roce en sus ingles de unas braguitas demasiado pequeñas podía molestarlo en aquel instante. – Creo que otras ropas le vendrían mejor, pero se ve linda. Algún día llevaré a Fernanda a comprar ropitas, si me permite, claro-. Ulises lucía un brillo mágico en sus ojos marrones. Hubiese abrazado al doctor, lo hubiera besado, a saber qué más le habría hecho si al doctor, claro, le hubiera gustado.
Cuando dejan atrás San Martín, Ulises gira la cabeza para ver alejarse el pueblo. Cuando después de días preguntándole cuando cumpliría lo prometido de llevarle de tiendas, se montaron en el auto, el joven supuso que no se quedarían en Villa Torre, donde los rumores vuelan y los secretos son tan difíciles de guardar, pero no imaginaba que el viaje sería tan largo. Hacía ya más de una hora que el doctor Peralta conducía su viejo Mercedes, los campos y las fincas desfilaban por las ventanillas y la marcha sólo se detuvo un instante en Casasnuevas para repostar y tomar un refresco en un puesto callejero. Para aquella salida Jacinto Peralta había pensado a lo grande, aunque no le había dicho nada a Ulises. Los ojos del joven se maravillaron cuando vieron aparecer los primeros carteles que indicaban la proximidad de la Capital Provincial. En aquellas tierras las distancias eran grandes y si no había necesidad de desplazarse, y casi nunca la había dada la tranquilidad de la vida que llevaban sus habitantes, viajar a la capital era algo que muchas gentes no hacían más que unas pocas veces a lo largo de su existencia y siempre por motivos importantes. El suyo lo era, al menos para Ulises. Acostumbrado a las casas bajas de su localidad, el muchacho miraba más tiempo hacia el cielo siguiendo la línea de los altos edificios que hacia el suelo. El doctor Peralta, más acostumbrado, tenía que apremiar a Ulises para que caminara. Delante de una enorme cristalera se detuvo; cuando Ulises llegó a su altura, sus ojos brillaron al ver los tres maniquíes que vestían aquellas ropas que le hacían fantasear. Las mujeres en Villa Torre, su madre incluida, acostumbraban a vestir vestidos largos, amplios, si acaso alguna blusa colorida y Ulises siempre había imaginado a su otro yo vestido como las mujeres que conocía. Sólo cuando veía alguna película extranjera, con aquellas mujeres sofisticadas y elegantes, se permitía soñar con otras vestimentas, aunque en su fuero interno supiera que nunca accedería a ellas. Por eso aquel día, cuando entraron en el almacén miró al doctor Peralta entre nervioso y emocionado.
Acostumbrado al trato personal de la tienda unisex de su pueblo, Ulises disfrutó paseándose por los colgadores, tocando las telas, observando colores y formas. Cuando una vendedora se les acercó, los nervios regresaron.
- ¿En qué puedo ayudarlos?- dijo la joven. Afortunadamente para Ulises, el doctor Peralta tomó las riendas de la conversación.
- Estábamos buscando algo de ropa para su hermana, que la semana que viene comienza a trabajar en un bufete de abogados- respondió el doctor con una seriedad que hizo reír a Ulises. Cuando la dependienta les hizo seguirla, el médico y el muchacho se miraron cómplices. Ya casi le daban igual las ropas, dejaba su vestimenta al antojo del profesor y de la vendedora.
- ¿Cómo secretaria?- preguntó la joven.
- Sí, sí, un despacho muy prestigioso- se apresuró a decir Peralta.
- Entonces le recomiendo una blusa blanca, satinada quizás, y una falda negra, ceñida. Aquí tienen algunas-.
- ¿Tú crees que le gustarán a Fernandita?- preguntó el doctor volviéndose hacia Ulises.
- Le encantarán- dijo él. La vendedora les indicó las distintas tallas, ellos dijeron que la hermanita tenía un tipo muy parecido al muchacho, que se apañarían, la joven les dejó solos tras decirles que si tenían cualquier problema la buscasen de nuevo. El doctor eligió el uniforme que la joven dependienta les había sugerido, superados quizás por las múltiples posibilidades de elección. Cuando a su lado pasó otra dependienta vestida con el mismo uniforme, el señor Peralta la detuvo: - discúlpeme, ¿tienen zapatos?-.
- Pa, Fernandita tiene unos pies muy grandes, capaz que aquí no tengan de su talla- interrumpió Ulises.
- Cierto- aceptó el doctor y dirigiéndose de nuevo a la vendedora, quiso saber: ¿y cosmética?-.
- Tercera planta- dijo brevemente ella.
Aquella noche era el estreno oficial de la nueva Fernanda. Habían pasado tres días desde el viaje a la Capital Provincial, tres días en los que Ulises no había dejado de aprovechar cada mínimo rato a solas para sacar del fondo de su armario las ropas nuevas y probárselas delante del espejo.
- Lástima de los zapatos- dice el doctor. Ulises/Fernanda se mira los pies. En verdad le hubiera gustado tener unos zapatitos negros, con un tacón muy fino y de entre siete y diez centímetros de altura, pero tiene unos pies particulares y no todo el calzado le sirve; probarse distintos pares en el gran almacén de la Capital hubiese significado desvelar el secreto, y además sus pies ya están hechos a los viejos zapatos que rescató de la basura de una vecina. – Por lo demás se ve divina- añade el profesor Peralta. Fernanda sonríe como sólo Ulises sabe hacerlo. Hace tan solo unos minutos que se encerraron en el despacho tras la enésima cena en casa del doctor. Se desnudó Ulises ya sin ocultarse, esperando ver por fin en el rostro de su pigmalion una pizca de deseo que le lleve a agradecerle todo lo que le está ayudando, pero Peralta parece tener prisa por ver a la nueva Fernanda. Le entrega las ropas, Ulises comienza a vestirse, primero las braguitas prestadas sin saberlo por la hija del doctor, que ya han cedido algo en holgura, después la falda; podría hacerlo él perfectamente, pero pide que sea Peralta quien suba la cremallera lateral, le gusta sentir las manos de un hombre tan cerca de sus caderas. Ulises se acerca a uno de los armarios con puerta de cristal repletos de frascos vacíos para colocarse la blusa. De repente le golpea la ausencia de pechos. Su rostro en el espejo improvisado se entristece. El doctor reacciona recogiendo los calcetines que se acaba de quitar el joven. Después abre un tirador del escritorio, rebusca, sabe que por ahí tiene que estar lo que busca.
- Ajá- su sonrisa se contagia a la de Fernanda cuando ve las vendas en la mano de Peralta. No es un sujetador de encaje pero servirá. Ulises sostiene los calcetines mientras el doctor, como si se tratara de un vulgar esguince, gira sobre su cuerpo rodeándolo con la gasa. Un corte, un esparadrapo y Fernanda tiene unos preciosos y pequeños pechos de tela. Luego se termina de abotonar la blusa blanca de satín.
Con eso sí que no puede ayudarla. El doctor, sentado cómodamente en su sillón, observa los dedos de Fernanda manejar el cepillito para las pestañas. Coloretes, pintalabios, sombra de ojos, todo estaba en el estuche que compraron en su excursión a la Capital, Ulises trajo el resto, unos pasadores para fijar el flequillo. El muchacho había adelantado parte del trabajo con una visita a la peluquería que amansara su encrespada melena. Fernanda se mira en un espejo pequeño que han colocado sobre la mesa del despacho, cerca de la única fuente de luz.
- ¿Qué tal?- pregunta Fernanda cuando termina. La respuesta del doctor es una mirada de orgullo ante su creación.
Le gustaría que el doctor la poseyera, aunque fuera como mujer, pero no se atreve a pedírselo. A cambio se sitúa a sus pies, o por mejor decir a los pies del sillón de la consulta que han sacado de detrás de la mesa y han colocado en mitad de la estancia sobre una alfombra. Permanecen en silencio, una vez completado el tránsito de Ulises a Fernanda pareciera que ya no tienen nada que decirse.
- ¿Cuál es su secreto?- pregunta inesperadamente Fernanda.
-¿Cómo?-.
- Sí, usted dijo un día que todos tenemos un secreto. Ya conoce el mío, me gustaría saber cual es el suyo- dice el muchacho levantando la vista hacia el doctor. Peralta duda, no porque no tenga secretos, sino que valora en un instante si es conveniente contarlo. Finalmente se decide.
- Beatriz-.
- ¿Cuál Beatriz, su hija?- Fernanda no comprende a que se refiere el doctor.
- Bien dices mi hija- comienza a contar Jacinto Peralta tras respirar profundamente. -Tú ya sabes que yo tengo tres hijas, Margarita, Amalia y Beatriz, pero sólo la menor es hija biológica mía-. Fernanda sigue en las ropas, pero es Ulises el que se gira, el que mira directamente al doctor tratando de adivinar de qué va aquella historia que le está contando y que no puede creer. -Margarita es hija de un compañero de trabajo, de cuando estuve destinado en La Ribera, Amalia de un viajante, creo. Podría ser de cualquier otro, aquellos tiempos no fueron buenos para mí. Ay Ulises- habla al muchacho pero la mirada la tiene perdida en algún punto de la oscuridad que envuelve el consultorio- era otra época. Cuando yo conocí a Doris, mi esposa, éramos unos niños. Nuestros respectivos padres eran amigos y siempre bromeaban diciendo que algún día nos casaríamos para unir las dos familias. Y así fue, ya ves, un poco por designación paterna. Yo creía estar enamorado, pero al llegar a la noche de bodas, entonces esas cosas se respetaban, descubrí que era incapaz de hacerle el amor. Mi cuerpo no respondía, pensé a llegar a pensar que era- hace una pausa, baja la mirada buscando la comprensión del muchacho, quien lo mira sin cerrar sus largas y maquilladas pestañas- que era, afeminado, un poco como vos, pero aunque lo probé tampoco me satisfacían los hombres. Estaba completamente perdido- dice, y su voz parece reflejar esa confusión-. Además estaba la presión, ¿para cuando los nenes? preguntaban cada dos por tres, y Doris… mi Doris. No podía hacerle eso, no podía abandonarla, desatenderla de aquella manera, por eso busqué quien lo hiciera por mí. Estanislao era un compañero del hospital, de mi misma promoción. Un joven serio, moreno, fuerte, pensé que le gustaría… A mí me encantaba verlo, cuando poseía a Dorita y ella gritaba de placer, y aquel miembro grueso, surcado por una vena tan marcada, era el hombre que yo no sabía ser. Cuando quedó embarazada interrumpimos los encuentros y al poco de nacer Margarita nos desplazamos aquí. Villa Torre es pequeño, tú lo conoces,- vuelve a mirar al joven buscando su confirmación- sabes lo difícil que es guardar un secreto, imagínate uno de este tamaño. Por eso nos desplazábamos, yo seguía sin poder y no faltaban voluntarios. Por eso te digo que no sé de quién es Amalia, mi Amalia del alma. Es mi preferida y las otras lo saben, pero no me importa…- dice divagando un poco. -No importaba quién, ni cuánto, mi única manera de disfrutar era viendo a Doris con otro hombre…-.
- ¿Le sigue gustando mirar?- pregunta interrumpiendo el relato Fernanda. El doctor Peralta se encoge de hombros.
Fernanda gira la cabeza y sonríe. En el asiento trasero Jacinto Peralta se extraña, de encontrar a Ulises travestido de buena mañana y por la calle, de verse en aquella camioneta de un azul tan gastado que parece blanca, de la presencia como conductor de un hombre, rondará los cuarenta y pico años, callado, tan callado que Peralta no recuerda si siquiera saludó al montar él, y que mira al frente como si en aquella recta interminable que se adentra en los campos fuera a encontrar de sopetón una curva. La camioneta gira a la izquierda poco después de que la señal de la radio se perdiera y se adentra en un camino de tierra compactada por la humedad de las últimas noches. Se dirigen a una granja, de eso a Peralta no le caben dudas, por aquellas tierras no hay otra cosa que granjas, pero todo lo demás son incógnitas: ¿para qué?, ¿qué hace él allí?, ¿Quién es ese hombre y porque Ulises/Fernanda se ha empeñado de aquel modo en que les acompañara?
Cuando la camioneta se detiene el motor sigue tosiendo unos segundos más, luego, cuando tiene que empujar con el hombro para que la puerta se abra, es la nada. Vacas, el ladrido de un perro y campos sin fin. Aquel hombre encabeza la marcha, Fernanda le sigue con la confianza de quien conoce el camino y Peralta cierra la marcha apresurándose para no quedar atrás. Cuando penetran en el cobertizo el doctor Peralta se extraña aún más de los dos candados que ha debido abrir el hombre en las cadenas que cerraban la puerta, allí sólo hay polvo, mierda de gallina y fotos recortadas de una revista deportiva de cuando Kempes y el piso cubierto de papelitos. Mirando a su alrededor el doctor casi se pierde cómo Fernanda se adelanta decidida y besa en los labios a aquel hombre. Después cuchichean, él no alcanza a oírlo. Ríen como enamorados trasteando. Se fija en las manos del hombre, grandes, en el momento que giran a Fernanda. Imagina que es hijo de unos granjeros, no hace falta mucho imaginar para pensar que él tiene sus secretos y que éste es el lugar donde los encierra. Sigue el movimiento de las manos levantando la falda negra de Fernanda que compraron en la Capital. Observa que lleva medias, después comprobará que las vendas de urgencia también han dado paso a un sostén real y se dice que el nuevo amante de Fernanda es generoso con su conquista. Se acerca tanto a su espalda que Fernanda da un respingo cuando siente a su hombre en su retaguardia. La manosea, Ulises gime en la voz de Fernanda y busca siempre el contacto con el bulto creciente en la entrepierna del hombre. Le hace girar la cabeza, besa su cuello, sus labios, las manos grandes del hombre se cuelan entre los botones de la blusa. Después la coge en aúpas, como si fuera un saco de pienso, juzga Peralta, pero Fernanda ríe.
Las manos de Fernanda se separan del pecho del hombre, palpan el colchón antes de que se apoye su espalda. Peralta se preocupa por la blancura de la blusa y el hombre solo piensa en dónde agarrar para desgarrar las medias. Cuando el sonido de la lycra rasgada llega a los tres, dobla las piernas de Fernanda y se deja caer sobre ella. Peralta apenas lo ve, es un escaso segundo en el que el hombre abre su bragueta y aparta las viejas braguitas de Beatriz que Ulises siempre usa, pero cree distinguir un pene que le recuerda a alguien, de cuando él también miraba.
Fernanda mira a su hombre en el momento en que la penetra, suspira y después gira su cabeza para descubrir atento a Peralta. Sabía que le seguiría gustando mirar. En cierta forma ella también es su hembra, pues ha sido el doctor quien ha hecho aflorar su lado más femenino, quien le ha animado a ser la mujer que aguardaba callada en su interior. Apenas siente crecer su polla pequeña, le gusta que sea así y que no le quiten la braguita, así no tiene siquiera que verla. Su mirada vuelve al hombre. Se acomodan recostándose en el colchón, Fernanda gira ligeramente las piernas para facilitar la tarea. El hombre vuelve a empujar, despacio, no quiere acometer con demasiada fuerza al ano de Fernanda. Peralta permanece de pie, observando. No se pregunta si le gusta o no, sólo sabe que Ulises es feliz de esa manera y eso a él le basta. Viendo caer el cuerpo de aquel hombre sobre su protegido una y otra vez, escuchando los gemidos que escapan de la boca de Fernanda, Peralta se distrae, su mente marcha por otros derroteros, quizás a otros tiempos. La respiración del hombre se hace densa, pesada, ni puede ni quiere aguantarse. Fernanda no dice nada, no lo anima a continuar ni a acabar, sólo gime con una voz aflautada y en su rostro se dibuja una ligera mueca de dolor de vez en cuando. Los movimientos del amante son un poco más intenso, Peralta aprecia que las manos sujetan con más fuerza el cuerpo de Fernanda, le observa un ligero temblequeo en las piernas que asciende hasta apoderarse de las caderas. No puede ver lo que pasa dentro del cuerpo de Ulises, pero intuye el momento. Un grito corto, grave, el cuerpo de aquel hombre se balancea dos, tres veces, luego cae sobre Fernanda, quien lo acoge gozosa. Peralta comienza a caminar hacia la salida en el momento en que el pene se vuelve flácido y un flujo de semen comienza a escapar del ano de Ulises.
- No se apure, disfruten, yo les espero en la camioneta- dijo Peralta sabiendo que su nueva hembrita, la que él ha contribuido a crear, ha conseguido encontrar lo que su falta de deseo no ha podido darle.