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Las Muñecas 13

en Grandes Relatos

XIII

 

Después de ducharnos nos preparamos para ir al hospital.

Cuando acabamos mi hermano ya no estaba en su habitación, así que mientras desayunábamos tuvimos la oportunidad de charlar un poco.

-  Aún te quedan 2 años de carrera, - dijo Silvia- no sé si seré capaz de aguantar tanto tiempo viviendo cada uno en su casa.

- No te plantees ahora eso, encontraremos la manera, somos muy jóvenes y en todo caso encontraremos como pasar el tiempo que queremos juntos.

- Lo siento si soy muy pesada - se justificó - pero nunca tuve tanta necesidad de ti como la que siento que siento en estos momentos.

- No te preocupes, yo siento lo mismo.  Es evidente que nuestra relación ha dado un giro enorme.  No adelantemos acontecimientos seguro te encontraremos soluciones, además lo más importante es que nuestro vínculo es más fuerte que nunca.

 Silvia asintió mientras me miraba una forma entregada, era evidente que su sol nacía y se ponía en mí, y yo estaba totalmente convencido de que así tenía que ser.

 Al llegar al hospital mi hermano y mi madre ya estaban allí.   Mi hermano mantenía una acalorada discusión con mi padre, qué porfiaba con la posibilidad de marcharse.

Ver que volvía a ser el mismo tozudo de siempre me pareció un síntoma evidente de su mejoría.  Tras un par de minutos mi hermano dio por cerrada la discusión diciendo a mi padre que negociará con el médico, para acto seguido borrarse de escena ofreciendo mi madre acercarla al hotel para descansar.

Cinco minutos después ambos habían marchado,   dejándonos a Silvia y a mí con aquel hombre enfadado y yaciente, qué refunfuñaba por lo bajo como si fuese la víctima de una atroz conspiración familiar.

Al poco, el enfado se fue diluyendo la mañana transcurrió entre bromas, risas y una y mil explicaciones sobre la cena del viernes, que mi familia, gracias a la teatralizada visión de Marta, había interpretado como una auténtica y genuina pedida de mano.

Era la una del mediodía cuando mi hermano y mi madre regresaron a la habitación.  Nos comentó que mi madre había accedido a volver a Coruña a descansar esa noche en casa a condición de que mañana Marta la trajese de nuevo al hospital para poder hablar con los médicos.  Por lo que me preguntó si prefería llevarla yo, o quedarme con mi padre a pasar la noche.  Elegí lo segundo, por lo que decidimos dejar el hotel a la tarde y que Silvia y mi madre marchasen con mi hermano de vuelta a Coruña,

El resto del día transcurrió entre charlas, comentarios y buen rollo familiar, y salvo el rato en el que bajamos a todos a comer, nuestro mundo fue aquella pequeña habitación de hospital.

Al llegar a la tarde, llegó también el momento de las despedidas. Mi madre, que había hecho amagos de querer quedarse con mi padre una noche más, acabó cediendo a la postura firme de sus hijos y su nuera. La convencimos de que era mejor ir a casa y estar fresca y descansada el lunes, cuando los médicos decidan que había que hacer con mi padre.  A regañadientes salió de la habitación junto con Silvia y mi hermano dejándome a mí a cargo del paciente.

Aunque era innegable que mi padre estaba mucho mejor, las emociones del día, el cansancio y la medicación acabaron derrotándolo, sumiéndolo un sueño mortecino poco después de las 10 de la noche. Quedé por lo tanto con la única compañía de la música guardada en mi móvil.  A esto de las 12 de la noche solo el teléfono.  Era Silvia.

-  Buenas noches amor, ¿Cómo está tu padre?

-  Bien -le dije - hace más de 2 horas que no da señales de vida, poco después de marcharos se quedó dormido como una piedra. ¿Qué tal el viaje con mi madre y con mi hermano?  Se me pasó por la cabeza que a lo mejor te resultó violento después de lo de ayer a la noche.

-  Yo pensé lo mismo – reconoció - pero me sentí muy cómoda.  Aún no acabo de entender todo esto, pero de alguna manera es como si fuese lo más normal del mundo.

-  Lo mejor es no darle muchas vueltas - sentencié- este es el camino que hemos encontrado, y de momento parece que las cosas funcionan bien.

-  Funcionaria mejor si estuviésemos juntos -contesto ella con voz mimosa - vuelvo a tener muchísimas ganas de ti.

-  Pues aquí me tienes, - le dije entre risas - ayer dejaste muy claro eres capaz de arreglarte tú solita.  Yo si quieres puedo acompañarte al teléfono mientras no haces.

-  Siiiiiii - respondió entusiasmada Silvia con voz infantil.  -  estoy aquí sola en mi cuarto y te echo mucho de menos.

- Pues adelante, cuéntame lo que te vayas haciendo, y así será como si estuviera contigo mirándote.

Era evidente que mi novia ya había empezado antes que te dijera esta frase, podía oír a través del auricular su respiración entrecortada, y un ruido inequívoco, que me indicaba que ya no era capaz de mantener quieto el teléfono.

- He metido mi mano en mis braguitas, y estoy acariciándome por fuera.

- ¿Qué braguitas llevas puestas?

- Mmmmm - contestó contrariada - nada espectacular, unas azules de algodón muy cómodas para dormir, la verdad no creo que te gustasen. -  mientras hablaba, su voz se hacía más y más torpe, tropezando las palabras entre gemidos.

- Seguro que sí que me gustan,   es más, quiero que te las dejes puestas todo el rato, cuando acabes límpiate con ellas, luego guárdalas en una bolsita para que pueda disfrutarlas cuando vuelva.  Si huelen a ti y saben a ti serán un regalo maravilloso.

Mis palabras funcionaron como un interruptor, encendiendo mi chica cada vez más, era evidente su excitación, y mientras peleaba por mantener el teléfono cerca de su cabeza, los sonidos que llegaban dejaban muy a las claras lo que estaba pasando en aquel cuerpo.

- Estoy tocándome el clítoris como tú sueles hacerlo, pero no eres tú.

- Sí Silvia, sí que soy yo. Ahora mismo, viendo cómo estás, buscaría la entrada a ti con mis dedos, bien adentro, acariciándote ahí donde te gusta.

El teléfono me devolvió un gemido gutural largo que me dejó bien a las claras que mi novia había hecho exactamente lo que le había dicho, a ese sonido le sucedieron durante los segundos siguientes todo un rosario de gemidos, suspiros y palabras inconexas.

- Si,...  Dios...  Te quiero...  Así… ay…

- Cuéntame Silvia ¿Qué estás haciendo ahora?

- Tengo...  Dos dedos...  Dentro...  Eres tú...  Eres tú... aaah…

Mi novia navegaba una vez más en sus orgasmos, y yo no era capaz de creerme como habían cambiado las cosas en solo unos días, escucharla así, caliente y desinhibida, en una tórrida sesión de sexo telefónico, era algo que nunca habría osado imaginar.  Solo el hecho de estar en un hospital, a los pies de la cama de mi padre, me impedía unirme a aquella fiesta y, a pesar del cansancio acumulado durante aquellos maravillosos días pegarme una tremenda paja escuchando los gemidos de mi novia.

- Me muero...  Me muero...  Dios cómo me pones.

Mi novia se corría, mientras yo la escuchaba con una erección escandalosa, nunca pensé que el simple hecho de escuchar a alguien disfrutando de sí misma podría ser una experiencia tan estimulante. Continúe en silencio de los últimos estertores de la masturbación de mi chica.  Luego cuando desaparecieron los sonidos del placer le dije.

-  Espero que hayas disfrutado y puedas dormir tranquila,   a mí me has dejado más tieso que el palo de una bandera.

Pude escuchar su risa del otro lado del auricular, era feliz, probablemente más que lo que le había sido en toda nuestra relación, eso me hacía sentir bien. Mi Don, lejos de ser una esclavitud para ella, se había convertido increíble oportunidad para nosotros, es cierto que ella no lo sabía, y que probablemente nunca llegase a saberlo, pero era feliz, indudablemente feliz, y yo también lo era.

-Silvia, quítate las braguitas, límpiate con ellas, mételas dentro de ti, y cuando te hayas secado bien, guárdamelas.  En cuanto vuelva a Coruña jugaremos con ellas.

Sentí cómo soltaba el teléfono y la oí gemir de nuevo mientras cumplía mis instrucciones, esa chica, desde luego, era insaciable. Unos segundos después se puso de nuevo al teléfono.

-Ya está. Voy a guardarlas antes de que se sequen. Hasta mañana amor.

-Buenas noches tesoro, te quiero. Le dije

A pesar de que había pasado un rato más que agradable, la sesión de tele sexo con Silvia me dejó en un estado de excitación tal que a pesar de mi pantalón vaquero saltaba a la vista una erección más que evidente. Mi padre aun dormía profundamente, cosa de la que me alegré ya que me hubiese resultado harto incomodo el que se enterase de mi conversación con Silvia. Necesitado de despejarme, decidí aprovechar el momento para acercarme a la sala de descanso a tomar algo.

La sala de descanso a esas horas estaba completamente vacía. Estaba compuesta por un par de sofás de escay con apariencia de incómodos y cuatro mesas largas de madera con unas sillas viejas a juego. Era una sala desnuda, de paredes blancas con un par de cuadros, insuficientes para llenarlas, que evidenciaban una falta de interés en hacer de aquel un espacio verdaderamente confortable. Dos ventanas sin vistas, con cristales translucidos completaban el cuadro de aquella sala cuya existencia sólo se justificaba para dar soporte a las máquinas expendedoras de comida y bebidas frías y calientes que eran, a la postre, el único toque de color de aquel sombrío rincón.

Había estado en la sala durante la tarde, y a esa hora esta tenía un flujo más o menos continuo de gente, pero a estas horas de la madrugada, con el hospital durmiendo yo era el único cliente de aquellas ruidosas máquinas.

Retiré un café con leche y un sobre con dos magdalenas, y me senté en una mesa a consumirlo mientras revisaba mis mensajes en el móvil. No llevaba allí ni tres minutos cuando una joven entró en la sala.

Vestía pijama sanitario blanco y llevaba al cuello uno de esos fonendos que llevan los médicos o las enfermeras. Era joven, yo calculé que entre veintidós o veinticuatro años, y sin ser una belleza, me pareció aceptablemente guapa.

Era pequeña, apenas si superaría los 155 centímetros, delgada y de escasas curvas. Podría decirse que era una versión reducida de mi novia, aunque, para ser justos, Silvia era muchísimo más atractiva que ella. Sus tetas parecían muy pequeñas, tanto que apenas si podía distinguirse su contorno en el flojo pijama y su trasero, simplemente inexistente. El pelo, castaño claro, largo y liso, recogido con una fina cinta dorada que simulaba una cuerda, aportaban un toque de sofisticación a lo sobrio de la vestimenta sanitaria. Completaban el conjunto unos zuecos rosa palo, más propios de la niña que parecía ser que de la mujer profesional y madura que probablemente era.

Entró en la sala y se dirigió a la máquina del café dirigiéndome una educada y bonita sonrisa. Sus ojos, de un precioso castaño claro con toques verdosos, parecían dulces y sinceros, y una naricilla, pequeña y estrecha los conectaban con unos labios tan finos y escasos como su dueña.

-Buenas noches – saludé cortésmente.

-Buenas noches, contestó ella con una voz dulce, que inspiraba paz.

Esperó mientras la maquina preparaba su café sin dirigirme más la mirada y cuando lo tuvo se encaminó a uno de los raídos sofás a tomárselo con calma.

- Si quieres tengo aquí una magdalena - le dije para facilitar un acercamiento que me diese la oportunidad de forzar lo que quería que pasase – traía dos el paquete pero yo con una estoy más que servido.

Ella se giró hacia mí y me contestó luciendo aquella misma sonrisa con la que me había saludado.

- No, gracias, a esta hora lo único que necesito es cafeína que me mantenga alerta.

-¿Eres médico aquí? – pregunté por entablar conversación con ella – No te he visto por el día.

-Soy residente, estudiante de especialidad, estoy aquí al lado, en digestivo, ¿Tú tienes a alguien aquí en la planta?

-Si, a mi padre – respondí – nos dio un susto y mañana van a hacerle pruebas, pero está bien. Estamos en la 411.

-Espero que no sea nada. Estas cosas asustan.

Volvió a su café dándome nuevamente la espalda, no queriendo finalizar ahí la conversación insistí.

-¿Seguro que no quieres la magdalena? Al final acabaré tirándola.

-De acuerdo, - contestó amigablemente – ya que insistes, ya me arrepentiré mañana, o dentro de un tiempo cuando engorde por tu culpa. – sentenció en tono jocoso y familiar

Le respondí con una risa tímida mientras me ponía en pie y armado con mi café y el bollo me acerque a ella. Me senté en el sofá dejando un espacio vacío entre ambos y le ofrecí el dulce. Ella lo tomó y dejando su café en la mesita se dispuso a retirar la base de papel de la magdalena. Ese era el momento que había estado esperando, aprovechando que la joven no tenía nada en la mano que pudiese derramarse lancé el ataque.

-Duérmete!  Ordené dulcemente.

Tal y como esperaba la joven quedó al instante completamente dormida y relajada. Sus brazos cayeron a ambos lados de su cuerpo y su cabeza quedó recostada contra el rígido respaldo del sofá. No perdí un instante y rápidamente me dirigí a la puerta de la sala de descaso. Cerré ambas hojas de la puerta de madera que, para mi fortuna, contaban con cierre con cerradura por fuera y un seguro por dentro.

A toda prisa, regresé junto a mi muñeca, sabía lo que quería, o más bien lo que necesitaba después del calentón con Silvia y no disponía de demasiado tiempo para obtenerlo. Dormida la doctora parecía todavía más dulce e inocente que despierta, con una cara placida y relajada.

Como el depredador que era, me arrodillé junto a ella, y vencido por la curiosidad acerqué mis labios a los suyos probándolos, saboreándolos lentamente con los míos e invadiendo su boca, semiabierta con mi lengua. Tenía un sabor agradable, con matices al café con leche que se estaba tomando. Mis manos buscaron sus minúsculas tetas por debajo de su pijama encontrándose con un sujetador deportivo que las escondía totalmente, como un top, pero no eran sus tetas lo que en ese momento me interesaba.

Me puse de nuevo de pie y sin esfuerzo alguno la tomé en brazos. La llevé hasta una de las mesas y la coloque tumbada en ella, boca abajo, con las piernas descendiendo inertes hasta el suelo, de manera que su trasero quedaba colgado al borde, lo suficientemente adentro como para mantenerla en equilibrio y lo suficientemente fuera como para manejarla con soltura por las caderas.

Con ambas manos le bajé con suma facilidad el pantalón de su pijama encontrándome unas bonitas y castas bragas lisas de algodón blanco escondiendo su trasero y contrastando con unas piernas muy bronceadas, probablemente de solárium.  Me deshice de ellas empujándolas hacia abajo y saludé al también bronceado trasero de la doctora, un culo pequeñito pero respingón, que daba paso a unas piernas delgadas, escasas, que no conseguían completar el hueco entre ambas caderas, dejando entre ellas una cavidad en la que emergía, ayudada por la postura, un hermoso coño adornado por una mata recortada pero espesa de vello negro que lo cubría totalmente.

En medio de aquella selva, a modo de cordilleras, los labios exteriores surcaban de norte a sur, desde el ojete de su culo hasta el pliegue donde ambos labios se encontraban alrededor de un escondido clítoris. Y entre ellos, un tenue brillo rosado mostraba el acceso a su intimidad, destacando entre la negrura como la luz de un faro atravesando la noche. Ese era mi objetivo y, si no quería ser descubierto por cualquier visita inesperada debía satisfacer mis ansias con rapidez.

Me coloqué detrás de ella y saque mi polla que estaba tiesa como un poste de teléfonos, en mi cartera encontré mi viejo preservativo, ese que todos los chicos llevamos “por si acaso” y me lo puse a toda velocidad, para ya, sin más preámbulos, buscar la entrada al sexo de mi muñeca.

Su vagina engulló mi miembro enfundado sin dificultad y agarrándome a sus caderas me puse a bombear como un loco, de adelante a atrás, entrando y saliendo de aquel culo moreno, casi étnico, que me recibía cálido y palpitante mientras ella, dormida. Gemía tímidamente presa de los primeros placeres.

Dado mi estado no creo que pasasen más de dos o tres minutos antes de que, entre espasmos de placer, llenase la bolsa del preservativo con el escaso semen que había podido producir mi cuerpo durante el día, lo hice hundiéndome en su cuerpo con sacudidas cortas y rápidas, bien enterrado en sus carnes, hasta haberme vaciado por completo.

Una vez aliviado de las ansias que Silvia me había provocado por teléfono, salí de la doctora y antes de dar por rematada a sesión me agaché y pasé mi lengua por el ahora abierto, expuesto y húmedo sexo, comprobando y disfrutando su dulce y secreto sabor. Luego, ya alarmado por los minutos transcurridos, reajusté el atuendo de mi muñeca, la deposité nuevamente en el sofá, abrí las puertas, puse la magdalena nuevamente en sus manos y la desperté con la acostumbrada orden enérgica.

Sin el más mínimo sobresalto, la doctora continuó con la tarea de pelar la magdalena para luego, con toda normalidad introducirla en su boca.

-Está rica, - me dijo – Sabe Dios lo que lleva, pero un día es un día.

Movía su culo en el asiento, probablemente intentando recolocar su sexo que, sin ella saberlo, se cerraba poco a poco tras mi visita, probablemente se notó húmeda, incluso excitada, y eso pareció incomodarla.

Se pudo en pie y probando el café lo retiró de la boca con desagrado.

-Se enfrió de todo, que raro. Bueno, se me ha ido el tiempo, tengo que volver a la unidad.

-Buenas noches - Le contesté cortésmente – un placer conocerte.

-Igualmente, espero que tu padre se mejore pronto.

-Gracias. Buenas noches doctora… - Deje la palabra en el aire a modo de pregunta.

- Llámame Silvia, total ya me has invitado a cenar – contestó pizpireta mientras devoraba el ultimo trozo de la magdalena - ¿y tú eres?

-Manuel – contesté yo todavía sorprendido por la coincidencia

-Pues buenas noches Manuel, hasta otra noche si coincidimos – y una vez dicho eso, la pequeña muñeca con el mismo nombre que mi novia, desapareció por la puerta de la sala hacia la oscuridad del pasillo.