Mi amante llegó, con las prisas de siempre, y en la hora del almuerzo.
Yo ya le esperaba con las ganas puestas y muy poca ropa. Vestida para la ocasión. Medias con liguero, y la transparencia de un breve camisón negro... Y con la mesa lista para comer...
No hicieron falta palabras. Sólo la mesa, el mantel, y esa boca suya de lengua divina. No necesitaba más.
No me quitó la ropa. Nunca lo hace. Liberó mis tetas de los tirantes, y se recreó en manosearlas, en mamarlas, en chuparme los pezones... En calentarme hasta la locura... Tenía que pedírselo.
—¡Por favor, come!
Tumbada de espaldas sobre la mesa, abierta de par en par, su cabeza entre mis manos, le ofrecí a su boca tan rico manjar. Y él, siempre goloso, se dejo llevar.
Su boca aplicada incendiando mi lujuria. Mi vulva derretida en el calor húmedo de su lengua sabia, hábil y generosa. Sus dedos cómplices entrando y saliendo de mi cavidad viscosa. Sus labios apretando mi clítoris inflamado de placer con sus mordidas. Despacio, más rápido, más suaves, más incisivas. Pura lascivia...
Me volví liquida, derretida, caliente... Su cabeza entre mis piernas, y yo en la gloria bendita.
—Cómelo todo, mi niño. Cómeme más…
Amante hábil. Amante experto. Su boca, pura delicia, estremeciendo mi cuerpo. En un vuelco placer intenso me derramé en su boca.
Y él bebió todo mi gozo. Gozándome suya. Gozándome entera.