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La subasta (primera parte)

en Lésbicos

Me acostaba con Helen durante los primeros años de la universidad sin que en ningún momento habláramos de amor ni de nada que se le pareciera. En los prolegómenos de la seducción se podía mostrar como una lesbiana sensible pero una vez satisfacía sus deseos regresaba a una zona de comfort donde era razonablemente hetero y por tanto aceptable para su familia y amigos, aunque nadie excepto yo pudiera juzgarla en la intimidad de la cama. La inmediatez con que abandonaba su lesbianismo tras follar conmigo era digna de estudio. Tenía al menos el tacto de quedarse a mi lado mirando el techo y recuperado el aliento mientras divagaba sobre que aquello era pasajero, que su máxima aspiración era casarse con alguien rico y de buena posición, a ser posible que no fuera un baboso que quisiera dejarla embarazada de inmediato. Helen olvidaba con facilidad las promesas con las que me acababa de seducir para convertirme en un objeto de obsolescencia programada. Así yo no era más que hito en su calculada vida y debía conformarme con una posición tan eventual como frágil. Al principio aquello me molestaba porque en mi subconsciente seguía entregándome por razones que no tenían nada que ver con el deseo carnal. Exigía un cierto romanticismo previo, otro poco mientras follábamos y un largo epílogo de besos y abrazos aunque fueran mero fingimiento. En lugar de una sobremesa de caricias y ternuras me encontraba con alguien que me exponía sin rubor que un día ya no estaría en su vida, tal vez como mucho formaría parte de ella como un recuerdo sonrojante.

Aquel día tras el polvo Helen parecía haber olvidado que yo seguía existiendo. Sin dejarme siquiera acurrucar a su lado alegó que tenía mucha prisa. Mientras se volvía a vestir traté de seducirla para que se quedara un poco más. La miraba con mirada lasciva, desnuda sobre la cama, frotándome el clítoris como si el observar cómo se vestía despertara en mi los pensamientos más lúbricos. El mundo al revés de la seducidad seduciendo a la seductora. Visto que no me hacía gran caso aproveché que pasaba a mi lado para agarrarla por la cintura y tumbarla en la cama mientras me sentaba a horcajadas sobre ella. Helen chilló que le iba a destrozar su blusa de Channel. Me lo tomé a risa. Yo no podía comprarme una blusa de Channel y Helen tampoco. Según me contaba su padre era conductor de autobús y su madre trabaja en una inmobiliaria así que a duras penas podian pagarle la universidad. Mucho menos una blusa de Channel. Mi coño aún no había entrado en contacto con la tela y Helen detuvo el forcejeo temerosa de que mis humedades, de seguir agitándose, dejaran una mancha indeleble en la misma. Parecía genuinamente preocupada por la ropa. Arrugué el ceño enojada. Tal vez todo lo que me había explicado sobre la triste y pobre infancia en Liverpool no era más que una de esas mentiras con las que conseguía llevarme a la cama. Le pregunté de dónde había sacado una blusa de Channel y como se mostraba remisa a contestar amenacé con restregar mi baboso coño por ella para arruinársela. Hice un movimiento de cadera y me detuvo con mirada suplicante. Accedió entonces a hablar. Me explicó que la había conseguido en la subasta y le pedí más explicaciones. No hablaba de "una" subasta, si no de "la" subasta, como si fuera un evento único. Esperaba que me hablara de alguna subasta de material robado que se hacía en un local infecto de Camdem Town pero en lugar de eso se refirió a una subasta que en efecto debía ser única porque el objeto que se ponía a la venta era su propio cuerpo. Según me explicó existía un grupo de "damas" con poder adquisitivo que se reunía para tomar el té en una exclusiva vivienda del barrio más caro de Londres. Tras beber el té y tomar las pastas la anfitriona les obsequiaba con un grupito de universitarias por las que podían pujar para obtener el favor de una de ellas. El pago que efectuaban les daba derecho a usar a la chica durante una semana, hasta que llegaba la próxima subasta o simplemente ya había circulado por todas las lesbianas adineradas de manera que el interés por ella cesaba y ya no sería bienvenida. Helen estaba a punto de convertirse en una lesbiana "vieja" a sus veinte años. Eso es al menos lo que dijo con un mohín de fastidio. Ya había pasado por las manos de todas las lesbianas adineradas y pronto la invitarían a abandonar el juego. Se acabaría el dinero, la ropa cara y las comidas en restaurantes de lujo. No supe si creer en lo que me decía. En cualquier caso la liberé y ella continuó vistiéndose a toda prisa y, como liberada también de un secreto, me continuó explicando detalles de la supuesta subasta. Pregunté cuánto pagaban y me quedé sin aliento al saber que cobraba un mínimo de trescientas libras y un máximo incalculable que dependía de cuánto pujaban por ella. Pero ese dinero era lo de menos. Según lo generosa que fuera su "protectora" podía multiplicar por diez las ganancias con los regalos recibidos aparte de otros beneficios inmateriales que se cobraban acudiendo a lugares de moda y conociendo a gente de la alta sociedad, lugares y gentes que una chica de su clase social no podía ni imaginar. Me aclaró que las protectoras no solían pedir nada sexualmente extravagante y desde luego era mucho más agradable compartir la cama con una lesbiana, aunque fuera vieja, que con un hombre maduro que solían ser mucho más pervertidos y sucios.

Le pedí participar y se negó, riéndose de una forma que me hirió. Me imaginaba siendo subastada cada semana, consiguiendo mil doscientas libras mensuales. Nunca había ganado tanto dinero. Podría salir de allí, olvidarme de compartir piso. Dejar de calcular mentalmente la suma de los productos que añadía a la cesta en el supermercado por si me excedía del ínfimo presupuesto semanal. Permitirme un taxi de vez en cuando. Por supuesto no le expuse nada de eso a Helen. Era demasiado egoísta para pensar en mi. Sabía que se negaría a ayudarme, así que apelé a su egoismo. Si era verdad que pronto nadie pujaría por ella podría dejarme ir a mi y compartiríamos las ganancias. Al oir la oferta se sentó en la cama. Parecía interesada pero luego se negó. Insistí. Le dije que era una chica latina y eso llamaba la atención a las inglesitas lesbianas. Ella sabía que era muy popular entre ellas, que adoraban mi pelo moreno y mi piel tostada. Ella misma había caído en mis brazos por la misma razón. Se mordió el labio. Había picado. Me puso mil problemas y mil condiciones. Las acepté todas, esperando no tener que cumplir ninguna de ellas.

- La mitad, recuerda. - me dijo al salir por la puerta.

Asentí con énfasis. Y al abandonar la casa le hice el corte de mangas más sonoro que jamás hubiera hecho. Tan fuerte sonó el golpe que temí que me hubiera oído.

Me abrió la puerta una mujer india de mediana edad y aspecto refinado que portaba un sari muy elegante. Me miró de arriba a abajo preguntándome si era la chica latina recomendada de Helen. Su rostro no reflejaba ni aprobación ni rechazo, solo una especie de amabilidad teñida de cansancio o incluso hastío. Le dije que sí temiendo incomodarla. Me hizo pasar al interior de la casa y luego me condujo a una pequeña habitación lateral con unas pocas sillas donde se sentaban una joven asiática con aspecto aburrido y una negrita preciosa que me miraba con sonrisa amistosa. La mujer india me pidió que esperara. Comprendí que las tres chicas éramos los objetos de la subasta. Me senté entre ellas, en la única silla libre. Antes de que pudiera entablar una conversación la puerta se volvió a abrir y la misma mujer nos pidió que la acompañáramos. Nos llevó hasta un baño del tamaño de mi apartamento. Contaba con una pequeña piscina a nivel del suelo con escalerilla romana adornada en las esquinas con estatuas que copiaban originales clásicos llenos de sensualidad. Nunca había visto tal derroche en un aseo. La mujer sonrió al ver mi rostro de asombro y luego nos pidió que nos desnudáramos totalmente. Las dos chicas que me acompañaban lo hicieron con rapidez, lanzando la ropa en una bolsa que la mujer les mostraba frente a ellas. Hice lo mismo, con cierta torpeza y ella suspiró como si le hubiera hecho perder toda la mañana. Seguidamente nos hizo colocar en línea para observarnos bien.

Yo era la única que entrelazaba las manos delante del sexo en un postrer gesto de timidez. Por vez primera empleando una brizna de dulzura separó mis manos para colocarlas a lo largo de mis caderas. Me sentía un tanto incómoda. Las otras dos chicas iban depiladas y yo en cambio, siguiendo los consejos de Helen, me había dejado crecer el vello púbico por encima de los labios hasta conseguir una mata rizada. No se por qué las chicas latinas para ser consideradas como tales debían ir con el coño sin depilar. Bajó la mano y sin dejar de mirarme a los ojos enredó los dedos entre los rizos del vello púbico con suma delicadeza. Mi pequeño bosque parecía complacerle. Fue lo único que me tocó. En cambio con la china y la negra fue mucho más explícita. La primera no tenía pecho y sus caderas eran estrechas pero pareció excitarla mucho porque abrazándola con fuerza la besó con suma pasión mientras agarraba sus nalgas con fuerza. Fue el siseo del roce de la seda del sari con el cuerpo desnudo de la asiática el que me empezó a excitar de veras. Estuve tentada a llevar mi mano a mi entrepierna pero el silencio con que todo ocurría me impedía tocarme a pesar de lo mucho que lo deseaba. Por fin se separaron y de su pasión solo quedó un hilo ténue de saliva que unió sus bocas por una milésima de segundo. No intercambiaron ni un monosílabo.

La negrita, a mi lado, empezó a respirar con ansia al intuir que sería la próxima. La mujer india, en lugar de besarla, amasó sus enormes tetas y acarició las amplias caderas con cierta brusquedad. La muchacha recibió el magreo entornando los ojos con un placer que se intensificó cuando encontró la mano de la mujer entre sus piernas. El contacto fue breve. Despertando de su propia debilidad se desprendió de ella con la misma rudeza con que la había abordado. Recompuso su hierática pose reordenando los pliegues del sari para ordenar a mis compañeras que me bañaran. Balbuceé que ya me había duchado en casa pero las risitas burlonas de las chicas me hicieron enrojecer. Comprendí que no era su primera vez y que el baño era más por protocolo que por necesidad. Que al igual que Helen buscaban nuevas postoras que compraran sus servicios y que yo no era más que una novata.

Las chicas, bajo la mirada severa de la mujer, me cogieron por los hombros y la cadera para obligarme a ponerme a cuatro patas en el centro del baño. Me sentía humillada por sus carcajadas y por la posición que me hicieron adoptar, con el culo levantado y las piernas separadas. Podía sentir los ojos de la mujer clavados en mi sexo. La chinita abrió el agua de la ducha que colgaba de techo y adelantando sus caderas dejó que el agua resbalara por su coño acercándolo a mi boca para que bebiera de él. Aparté la cara y de nuevo se adelantó para que la chupara. Un grito breve de la mujer india detuvo nuevos intentos. La asiática, enfurruñada, se puso de rodillas para enfrascarse a enjabonar mis pechos jugando con los pezones tiesos. No le prestaba atención porque detrás de mi la negrita se dedicaba a llenar de gel mis nalgas y la rajita que halagada con tantas caricias se hinchaba y mojaba no precisamente por el agua que caia del techo. Y sentía de vez en cuando sus tetas apretadas contra mi culo cuando adelantaba las manos para acabar de cubrir mi cuerpo de un líquido con olor a jazmín que por su intensidad me embriagaba. Cuando empecé a mover el culo y mostrarme aún más abierta a las caricias recibidas la mujer volvió a gritar "stop" y las chicas, obedientes, me levantaron para ponerme bajo el chorro directo de la ducha. Luego me secaron con cuidado hasta no dejar ni una gota sobre mi cuerpo. El roce de las toallas sobre mi sexo y mis pechos, las caricias recibidas mientras me tocaban fingiendo que me lavaban, me habían dispuesto a todo. Y el gran premio parecía la mujer india. Así que la miraba con los ojos húmedos y la boca entreabierta, dejando ver un poco mi lengua, deseando que me besara y luego me follara frotando mi coño con el suyo moreno y prieto. Avanzó hacia mi, turbada porque mis ojos no bajaban ante su mirada. Llevaba en la mano un pequeño frasco que inclinó para verter un poco del contenido entre sus dedos. Con ese líquido mojó mi vello púbico y luego, sin separar ni un momento su mirada de la mía, fue rizando los mechones con aquella brillantina de tonos azulados. Las chicas habían dejado de reír. Ahora podía sentir su envidía como una gelatina espesa que las hubiera dejado atrapadas en un pasado desde donde sus voces ni su imagen llegaba. La bellísima y madura india se limpió la mano con una de las toallas y cogiéndome de la mano me llevó desnuda a través de la casa hasta una habitación a nivel de la calle. Me pidió que me tendiera en la cama y sin que me lo pidiera abrí las piernas invitándola a pasar. Miré hacia abajo. La mata de vello púbico se había rizado en dos o tres crestas de oleaje de un intenso color negro azulado. Me gustaba la nueva decoración de mi coño.

Retiró entonces la tela de seda que cubría uno de sus hombros y fue deshaciendo el sari hasta quedarse en bragas y sostenes. Tenía la piel oscura y olía a maderas preciosas y perfumes orientales. La imaginaba encima mío y mis caderas se frotaban contra la cama anticipándose al placer que esperaba de aquella mujer tan exótica, acostumbrada como estaba a rosas inglesas, pálidas y exangües. Retiró el sujetador y dos hermosas tetas con pezones oscuros casi negros llenaron de agua mi coño.

Entonces me incorporé sin entender. Aquella mujer tan bella y tan femenina escondía un secreto que me hizo temblar. Las braguitas cayeron y en el lugar que debería ocupar su deseada raja encontré una polla tan grande, oscura y larga que casi alcanzaba sus rodillas. La piel era en su miembro aún más oscura y solo el glande rosado intenso que sobresalía con timidez, casi estrangulado por el prepucio, me daba una idea de la longitud en aquella habitación en semi penumbra. Ella no dejó que pensara. Con la misma brusquedad con que había tratado a la negrita se acercó a mi ordenándome que chupara. Sentí la polla penetrando mi boca antes de haber dado mi consentimiento, ahogando una primera protesta. Me alcanzó la garganta, libre el glande del todo de la piel que lo cubría, pareciendo que pugnaba por ir más allá ahogándome como si me hubiera atragantado con un trozo de carne. Aún así gran parte de la polla permanecía fuera y eso me excitó sobremanera. Paré su avance y sacándomela del fondo la chupé tratando de centrarme en la punta porque el tronco era tan grueso que casi no me cabía en la boca. La miraba fijamente, buscando en su rostro algún trazo que me hubiera podido desvelar que aquella mujer bellísima era en realidad un hombre. Palpé sus huevos pero ella llevó mi mano hasta su ano pidiéndome sin palabras que le masturbara con mi dedito por detrás. Me habló por primera vez, con una voz modulada para que sonara femenina, para solicitar que en lugar de un dedo empleara dos o tres. Solo entonces empezó a endurecerse. Quise apartarme porque temía que me ahogara con la lefa pero ella me sujetaba por la cabeza marcándome el ritmo de la mamada. Se quejaba de mis dientes rozando su polla pero no podía ir con más cuidado porque tenía la boca llena de carne. No quedaba ni un resquicio y hasta mi lengua quedaba aprisionada incapaz de moverse libremente. Solo cuando aflojaba y me dejaba que jugara con la punta y el frenillo podía respirar y retornar la mandíbula a una posición cómoda y menos dolorosa. Nunca había visto nada igual salvo en documentales de la televisión que trataban de tribus perdidas de Papua Nueva Guinea que mostraban individuos, felices salvajes, con pollas de tamaño descomunal. Jamás pensé que una transexual se sintiera cómoda con semejante miembro.

Lo peor llegó después. Aún no había conseguido que la polla se pusiera dura como una roca que con un gesto rápido me volteó para que les mostrara el culo. Hubiera sido una penetración fácil porque de mi coño brotaban cascadas. En ese momento en que agarró mis caderas para penetrarme me pregunté por primera vez qué estaba haciendo allí, la razón de estar follando con una shemale cuando se suponía que me iban a subastar ante un puñado de lesbianas viejas. Eché la mano hacia atrás y llevándola hasta su muslo detuve lo que era inminente : si iba a ser follada quería saber. Su voz era algo más ronca, como cuando el deseo atenaza nuestra garganta. Me aclaró que pagaba el peaje para poder presentarme ante las lesbianas viejas. Sonreí amargamente mientras que le mentí diciendo que yo era lesbiana y no me gustaba ser penetrada por una polla masculina. Apoyó su cuerpo sobre mi espalda, asomándose a mis ojos para que viera que sonreía.

- Yo también soy lesbiana, querida. Soy una mujer como tu.

Y a la vez que pronunciaba aquella frase me di cuenta que su polla erecta oscilaba hinchada de sangre entre mi ano y la vagina. En ese instante en que cerrando los ojos aceptaba de forma tácita que mi deseo estaba por encima de mi dignidad, como si se diera cuenta, llevó hacia delante su miembro para entrar por el orificio menos esperado. Traté de zafarme pero no pude. Y ante lo inevitable, para evitar un mayor dolor, separé mis nalgas esperando que mi esfinter se aflojara tanto que permitiera entrar a la inmensa polla y que todo aquello acabara lo antes posible. Recuerdo que lloré con fuerza. Me estaba partiendo por la mitad, sintiendo que llegaba hasta el fondo cuando sus huevos golpeaban mi culo con un chas casi ridículo. Cuando se cansó de taladrar mi culo retiró la polla para echarme la lefa por la espalda y entonces, solo entonces, me corrí con una violencia que ni ella esperaba. Me sentí como una puta. Pero no era un sentimiento feo. Sentí que me gustaba ser una puta, haber sido violada analmente, a pesar del dolor sentido. Me giré y vio mis lágrimas. Me iba a consolar pero yo le hice la cobra para lanzarme a su polla, todavía tiesa, y chuparla con frenesí para extraer todo el poco jugo que le quedaba.

Después de limpiarme un poco con una pequeña toalla que extrajo de la cómoda me dijo que me iba a dejar descansar un poco hasta la hora de la subasta. Me acurruqué en la cama desnuda y ella se vistió con ropa que también sacó del mismo mueble. Imaginé que aquella era su habitación. Se puso el sujetador y luego una braguita minúscula. Con un gesto rápido echó la polla hacia atrás hasta hacerla desaparecer y nadie hubiera dicho que aquello no era una mujer. Iba a salir por la puerta cuando regresó para darme un beso en la espalda, el único gesto de cariño que había demostrado durante toda la follada.

- Me gustabas más con el sari - le dije y su rostro se iluminó.

Hubiera podido odiar a Helen por todo lo que me había ocultado pero antes de que concretara mi venganza el sueño se apoderó de mi. Ni siquiera la oí abandonar la habitación.

Me despertó un rumor a mi espalda. La mujer y las dos chicas, ambas desnudas, miraban mi culo comentando que ya no se me veía dilatado. Me levanté como si tuviera un resorte. Me explicaron que era la hora. Me tocaron las tres mujeres. Me acariciaban las nalgas, los pechos y el clítoris. Dijeron que las compradoras gustaban sentir el olor de los coños excitados y los pezones bien tiesos. La negrita me besó con un beso sucio y lleno de lengua y la chinita lamió mi ano como si pretendiera calmar el dolor que sentía. Su saliva picaba en las pequeñas heridas del orificio como una bebida gaseosa. Me di cuenta que ambas llevaban una collar ancho de cuero alrededor del cuello del cual colgaba un pequeño anillo dorado. No hizo falta que lo preguntara. La mujer india me colocó el mío explicando que éramos unas perritas a punto de ser entregadas a las dueñas.

Recorrimos la mansión hasta desembocar en una sala grande iluminada por focos cegadores que nos deslumbraban. Al entrar se alzaron unos murmullos y unos "ohs" de admiración. La mujer india nos subió a un pequeño estrado y cuando nos acostumbramos a la luz cegadora pudimos ver que había una veintena de mujeres de mediana edad sentadas, con una taza de té en la mano, agitando el líquido con un tintineo suave de las cucharillas. Y sus ojos, que nos sonreían, con ese brillo húmedo de los que sueñan y viven solo para el sexo.

Una de ellas, desde el fondo, pidió inspeccionar y sin esperar la aprobación avanzó hacia el pequeño escenario. Besó en la mejilla a las otras chicas como si las conociera pero sin dedicarles ni un segundo. Se plantó delante mío y estuvo un rato mirándome con descaro. No me sentía incómoda desnuda frente a gente vestida y tampoco estaba dispuesta a bajar la mirada hasta el suelo. Sin mediar palabra adelantó la mano hasta agarrar mi coño como si fuera de su propiedad. Ni siquiera di un salto o me sentí como una doncella violada sorprendida por su atrevimiento. Con lentitud adelanté la mía y la coloqué sobre la ropa en el lugar que debía ocupar su coño. Me gustaba. Era delgada, elegante, morena, madura y con los ojos verdes. Me hubiera gustado ser follada por ella. Y así se lo hice saber con la mirada : que deseaba que tuviera el suficiente dinero para follarme como una perra y hacerme gritar de placer.

continuará...