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Rozando el Paraíso 1

en Dominación

1

 

En casos como aquel nunca se precipitaba, prefería que la presa escapase a capturar la inadecuada. Lo que más le había sorprendido era que, tras buscarla hasta en los lugares más extraños y recónditos, la hubiese encontrado justo frente a su casa. Recordaba perfectamente la primera vez que la había visto. Se había tomado un descanso del trabajo y degustando una taza de té, se acercó a la galería y dirigió su mirada hacia el parque que tenía debajo. La había visto llegar, pisando con cuidado en el irregular camino de grava con sus viejas bailarinas y tras mirar a su alrededor, elegir un banco solitario entre dos castaños de indias.

La observó sentarse en el lado izquierdo del banco, justo en el lugar donde las ramas, aun desnudas, permitían que solo una parte de los rayos del sol calentasen su regazo en aquella mañana clara, pero fresca. A continuación abrió el enorme y feo bolso que llevaba con ella, sacó un pañuelo y sobre él colocó algo de comida que desde allí no pudo distinguir.

Desde la distancia nada de ella llamó su atención, ni el cabello largo y ligeramente encrespado, ni el abrigo gris y barato, ni la forma torpe en que dejaba que las migas cayesen sobre su falda mientras comía, así que terminó su té y volvió al trabajo.

Era vagamente consciente de que la mujer volvía todos los días y elegía casi siempre los mismos bancos para sentarse y comer su sándwich, siempre a la misma hora, pero no volvió a reparar realmente en ella hasta que llegó la primavera y con ella la primera semana de calor.

En ese momento todo cambió. Sus movimientos seguían siendo torpes y desmañados y su postura ligeramente encorvada con la cabeza ladeada hacia un lado, como si deseara evitar mirar directamente a los viandantes con los que se cruzaba. Pero sin el abrigo pudo admirar un cuerpo hermoso con un gran potencial.

Apartando la vista de la mujer a regañadientes, se giró y rebuscó entre los cajones hasta que encontró los prismáticos. Con las luces apagadas para poder ampararse en la penumbra, se llevó los prismáticos a los ojos y observó a la mujer, esta vez con atención, de abajó arriba, como le gustaba hacer.

Ajena a su atención, la desconocida se había sentado, esta vez en la zona más sombría y de espaldas al sol del mediodía y poniendo el bolso a su lado, empezó a revolver dentro. Con un movimiento natural, el primero harmonioso que le había visto hacer, cruzó las piernas. Observó los pies de la mujer enfundados en unas bailarinas oscuras de suela muy desgastada y con placer vio como la joven jugaba con la desgastada bailarina liberando el talón del pie.

Los gemelos no eran la forma más adecuada de observar aquello. La imagen se movía ligeramente y los aumentos no eran suficientes para ver todos los detalles. Aun así, vio un pie fino con un arco pronunciado y un talón de aspecto suave. Ya que no podía hacerlo con las manos recorrió el apéndice con la vista, subiendo por una pierna larga y esbelta que desaparecía bajo el paño barato de una falda azul marino de aspecto institucional.

La prenda, a pesar de que no estaba diseñada para ello, se ceñía a las caderas de la joven modelando su cuerpo y cerrándose en una cintura, que sin ser de avispa, era lo bastante estrecha como para dar a su figura una atractiva forma de reloj de arena cuando se volvía a ensanchar en su busto. Un busto que estaba aprisionado por una camisa blanca que le quedaba un poco estrecha. Los botones que se cerraban en torno a sus pechos lo hacían con esfuerzo, formando pliegues en la tela y creando huecos por los que pudo atisbar el encaje de un sujetador color crema.

El atuendo lo completaba una chaqueta del mismo paño que la falda, con un corte aun más feo y con una insignia en la solapa que no pudo reconocer por su pequeño tamaño. Sin quedarse ahí siguió subiendo, se demoró un instante en la cadena que colgaba de su cuello y desaparecía en el interior de su escote y acarició con su mirada el largo cuello y la barbilla hasta acabar en su rostro.

La mujer era verdaderamente hermosa, cuando se quitó las vulgares gafas de sol, pudo distinguir unos ojos de color índigo, casi violeta, una frente lisa y despejada, una nariz respingona y un pelín larga y unos labios gruesos y jugosos sin un solo atisbo de carmín. Su cutis pálido contrastaba con aquella melena, atada en una descuidada coleta y hacía destacar aun más su excepcional negrura y brillantez.

Apenas apartó los prismáticos de sus ojos, nada más que para echar un par de tragos de té y la observó sacar la comida del bolso, poner el sándwich y el zumo sobre el pañuelo y empezar a comer. Masticaba y tragaba con rapidez como si no tuviese tiempo que perder. En menos de cinco minutos se comió el sándwich y apuró el zumo de un par de tragos. Al hacerlo unas gotas escaparon de sus labios y acabaron adornando su camisa.

Divertido observó como la mujer miraba contrariada la mancha y sacudiendo el pañuelo intentaba limpiarla. Al parecer el pañuelo había quedado impregnado con alguna gota de la salsa del bocadillo, con lo cual el remedio fue aun peor que la enfermedad. Las pequeñas esferas naranjas se habían convertido en un amorfo manchurrón de un color marrón verdoso nada atractivo.

Con un delicioso mohín intentó ver si cerrando la chaqueta podía camuflar aquel desastre, pero por más que apretaba la prenda en torno a su generoso busto no conseguía hacer desaparecer más de un tercio de la mancha. Finalmente la mujer se rindió y recogiendo el pañuelo volvió a hurgar en su bolsillo. Esta vez, con extremo cuidado, sacó un libro de su interior. La reverencia con la que lo manejaba contrastaba con el descuido con el que había comido. Sus dedos largos y delgados con las uñas cortadas a ras de los pulpejos pasaban las paginas con extremo cuidado, procurando no dejar ninguna huella ni mancha.

 A partir de ese momento el mundo pareció desaparecer a su alrededor, los ruidos y los escasos insectos que volaban en torno a ella dejaron de llamar su atención. Todos sus sentidos estaban sumergidos en aquel universo en blanco y negro. Forzó la rueda de los prismáticos al máximo, pero no consiguió distinguir el título del libro.

Frustrado, apartó la mirada del objeto y se concentró de nuevo en ella, escrutando su rostro y admirando aquellos labios voluptuosos que movía inconscientemente, paladeando cada letra que sus ojos leían.

Finalmente algo la sobresaltó y volvió a la realidad. Miró el reloj un instante y volvió a meter el libro en su bolso antes de abandonar el jardín casi a la carrera.

***

—¡Ya era hora, Bris! ¿Se puede saber qué estabas haciendo? —amenazó su compañera al verla aparecer— He tenido que fichar por ti y no volveré a hacerlo.

—Lo siento Mari, tuve un problema con la comida. —se disculpó consciente de que ella jamás le haría una faena así.

No hizo falta que señalase la enorme mancha que cubría la solapa izquierda de su blusa, para que su compañera se diese cuenta. La mujer inmediatamente puso los ojos en blanco al verla y suspiró.

—Mujer, eres un desastre. No sé cómo te las arreglas. Siéntate ahí a ver si puedo hacer algo con eso.

No es que fuese importante. Como encargadas de la sección de archivos y conservación de la biblioteca municipal de la ciudad, casi nunca estaban en contacto con el público. Ellas solo se dedicaban a la conservación y restauración de los miles de volúmenes que la biblioteca mantenía en depósito. Aun así, diariamente tenía que entregar alguno de los libros solicitados a las salas de lectura y al jefe no le gustaba que apareciesen desaliñadas. Con el polvo y el olor a papel rancio no se podía hacer nada, pero las manchas eran otra cosa.

—Eso te pasa por empeñarte en ir de picnic. ¿No puedes comer en la cafetería como el resto de los mortales?

—Lo siento, pero después de pasar todo el día encerrada en este sótano, necesito un poco de aire fresco. ¿No me ves? Tengo la piel tan blanca como el papel de los libros que restauro.

—Cariño, perdona que te lo diga. Pero el color de tu piel no cambiaría ni haciendo nudismo en el desierto. Además ahora ese color se lleva. Lo que deberías hacer es un poco más de vida social. Sé de uno de administración que está loquito por tus huesos.

—Déjalo, Mari. Sé perfectamente de quién hablas y si Domingo es lo único a lo que puedo aspirar prefiero la soledad.

—No es por apurarte, pero ¿Cuántos años tienes? Sé que aparentas menos, pero el tiempo pasa. Y te voy a contar un secreto: Los príncipes azules no existen.

—Ya sé que en tu época quedarse soltera era una desgracia, pero los tiempos han cambiado, Mari. No te preocupes por mí. Aun no he tirado la toalla, pero no por ello me conformaré con el primero que llegue.

Mari era una buena compañera, pero era un poco pesada y como mujer cerca ya de la jubilación tenía una visión un poco anticuada de la vida. Briseida se levantaba todas las mañanas frustrada, se veía demasiado alta, demasiado pálida, demasiado inteligente. Todas eran características que no atraían a los hombres, lo que unido a su nombre, hacía que la imagen que todo el mundo se hacía de ella era de una mujer altanera e inaccesible, nada más lejos de la realidad.

Lo que ella quería era un hombre elegante, que la guiase en aquello en lo que ella era torpe e inexperta y admirase y desease lo que ella estaba segura de poder darle. El caso era que parecía extremadamente difícil encontrar una persona así y menos aun en su entorno habitual, un mundo frío de funcionarios acomodados, cuyo único deseo era acabar el día con el menor esfuerzo posible para ir a aburrirse a casa.

Por esa razón, instintivamente había comenzado a alejarse de aquel entorno cerrado y opresivo y había empezado a salir a comer al parque. Daba igual que hiciese frío o calor, solo la lluvia y la nieve impedían que fuese a respirar un poco de aire puro mientras degustaba sus sándwiches.

Mari era un poco petarda, pero su mano con las manchas era indudable. Con un espray y un pañuelo mojado había convertido la mancha en una sombra desvaída. En cuanto su compañera se quitó las gafas la abrazó y le dio las gracias. En realidad consideraba a Mari una especie de tía cascarrabias, un poco pesada, pero siempre dispuesta a echarle una mano.

—Gracias, no sé qué haría sin ti. ¿Nunca te he dicho lo mucho que te quiero?

—Eh, para el carro, ya no tengo edad para historias de boyeras. —contestó la mujer mostrando su más que cuestionable sentido del humor.

—Vaya, me has pillado, amor. —replicó Bris dando un cachete a aquel enorme pandero y dirigiéndose a su mesa de trabajo.

En cuanto se puso los guantes de algodón y se inclinó sobre el libro todo desapareció a su alrededor. Aquel libro era una joya, uno de los mil trescientos ejemplares de la primera edición de Las Flores del Mal, la de 1851, la que contenía los seis poemas prohibidos que no se volverían a poder leer hasta bien entrado el siglo veinte.

Había sido la donación de una de las personas más ricas de la ciudad. Al parecer, revolviendo en uno de los palacetes de sus antecesores, había encontrado el libro en el fondo falso de un baúl de viaje de su abuela. Evidentemente la señora lo había escondido para sustraerlo de la atención de su marido y se había olvidado de él. El hombre había examinado las tapas y al verlo tan manoseado decidió que no tenía demasiado valor y lo había donado.

En realidad aquel libro era una joya de incalculable valor y a pesar de que la cubierta tenía una ligera mancha de humedad y el lomo se había despegado, las hojas del interior estaban milagrosamente bien conservadas, con alguna que otra mancha de moho que en esos momentos se estaba esforzando en eliminar. Todo lo torpe y desmañada que era para el resto de las facetas de su vida lo era de concienzuda y eficaz en la restauración de los libros. Aun así, ese libro estaba resultando un desafío y no porque fuese especialmente difícil, sino porque tenía que poner especial empeño en concentrarse en su trabajo, ya que a cada instante su mirada se desviaba hacía aquellos versos cargados de oscura sensualidad. En esos momentos sus conocimientos del francés estaban resultando una tortura.

El resto de la jornada se le pasó en un suspiro y cuando apartó el rostro de aquellas páginas, Mari no pudo evitar reírse de su cara ausente y su gesto abrumado mientras recogía su bolso y se largaba. Bris la dejó ir a pesar de que aun faltaba media hora. Después de todo, ella siempre la cubría cuando se le iba el santo al cielo leyendo bajo los castaños de indias. Se sentó frente al ordenador por si había alguna petición de última hora y puntualmente fichó por las dos antes de abandonar los archivos.

Esta nueva serie consta de 39 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días.

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