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El panadero nunca llamaba

en Hetero: Infidelidad

AMY ROBERTA RUCK “BERTA” (1878-1953), ESCRITORA INGLESA

“En el corazón de una mujer siempre cabe un amor más”

 

EL PANADERO NUNCA LLAMABA - CAPÍTULO 2

 

No era extraño que aquella chiquillería de la época de las cartillas de racionamiento siempre estuviesen dispuestos a ir a buscar el pan. Don Torcuato, el panadero, sabía bien que aquellos críos no comían todo lo que tenían de hambre. Él sólo podía ofrecerles un trocito delgado de unas barritas tostadas que hacía para satisfacer a aquellos imberbes, que se hubieran comido toda la panadería. Por suerte para ellos, el general Perón y su amada Evita les mandaban barcos enteros con trigo y leches en polvo, así como quesos. Las leches en polvo las repartían en las escuelas a aquellos hambrientos infelices, que tenían que llevar una bolsita con un vaso dentro. Aquellas épocas no daban para más.

El trigo que se recibía de Argentina se reenviaba a Alemania, para pagar armamento que el líder de allá, un tal Adolf (muy majete él), suministraba al amigo Paco, el del Ferrol, para que éste derrotara a los enemigos de la fe cristiana de más allá de Europa. Tanto era el agradecimiento del Paco hacia aquel Adolf que también le enviaba desde unas minas de por el sur peninsular, vagones y vagones de un mineral llamado wolframio, que allá lo utilizaban para dar consistencia a los metales que precisaban para construir cañones, carros de combate, bombas, y todo lo que fuese necesario para matar a quien fuese.

El Paco, este del Ferrol, al ser más austero, aquí en su patria los mataba de hambre y enfermedades. Él ya tenía experiencia de sus años en el norte de África, donde aún eran más austeros. Allí sencillamente les cortaban la cabeza.

Para que aquellas hambrientas criaturas y sus progenitores no sufrieran tanto por aquellas...tristes noticias, en los cines de los pueblos les proyectaban el NO-DO. En él siempre aparecía aquel Paco del Ferrol, inaugurando lo que fuese entre marchas militares, brazos levantados y banderas al viento, como debía ser. 

Lo que más gustaba a los críos aquellos era cuando este Paco - el del Ferrol, claro - desfilaba con aquel enorme coche negro descapotable, llevando detrás lo que llamaban su guardia mora, con blancos caballos y largas capas del mismo color. Aquello era tan fascinante como lo que hacían en los circos de la época. Los críos aquello lo miraban asombrados, de que en su país pudieran haber cosas tan magníficas. Después en los colegios les enseñaban a rezar por el alma de aquel gran patricio para que, sin que le temblase la mano, llevase a su patria a lo universal.

Entre todas las virtudes que tenía, que eran muchas, estaba su agradecimiento a aquellos amigos de allá, que le mandaban las armas que fuesen, y él, caballerosamente, por navidad, les enviaba las mejores naranjas, mandarinas y limones de las huertas valencianas para que pudiesen cantar los villancicos con todo el amor que atesoraban en sus corazones que también era mucho.

Don Torcuato, el panadero, llevaba ya sin ver a la mujer del alcalde varias semanas. Él, todo bondad, intuía lo peor. Algo tenía que haberle pasado, y a su hija tampoco la veía. Aquello era muy extraño. Que fuesen a comprar su pan al pueblo más cercano no encajaba, este pueblo estaba a casi 5km - demasiado lejos para comprar una o dos barras de pan.

Fue una de sus más discretas clientas la que le informó que ellas casi no salían de casa desde que el señor alcalde se fué a la capital y no volvió. El pan, según le dijeron, se lo iba a comprar una vecina.

Preocupado como estaba por ellas, ya de madrugada se acercó a la casa del alcalde y por debajo de la puerta les introdujo una nota.

Quien vino a la panadería primero fué la hija, y esperó que una clienta que había se fuese. Tan pronto como salió y quedaron solos, ésta impetuosamente se le lanzó a los brazos y lo besó en la boca. Don Torcuato, presintiendo que aquello fuese a más, se la llevó del brazo al interior. Una vez allí, la ansiosa criatura le levantó el delantal todo lleno de harina y, abriéndole la bragueta, en un santiamén le sacó su enhiesta polla, y poniéndosela en la boca se la fue chupando con ansia. Si don Torcuato esperaba alguna aclaración, se tuvo que aguantar. Aquella criatura no había venido para aclarar nada. Ella, cuando ya tuvo a punto su cipote, se subió la falda y se bajó las bragas ofreciéndole su sonrosado culo.

Apoyando su cabeza en una estantería con panes, recibió su entrada con frases entrecortadas del placer que sentía.

 

-¡¡Métemela más adentro panadero!! ¡Más...más…….MÁS! - gritó la chica

 

Después, subiéndose las bragas y bajándose las bragas, le dijo a su sorprendido panadero que aquella noche hacia las 2 fuese a su casa que la madre le explicaría lo sucedido. Y dándose la vuelta, desapareció. A aquella moza en expeditiva no la ganaba nadie.

 

Cuando la campana de la iglesia anunciaba las dos de la madrugada, el panadero entraba en casa del alcalde. Tras la puerta, como las otras veces, la mujer lo esperaba ansiosa. Poniendo sus brazos en el cuello, lo besó con una pasión descontrolada. Después, cogiéndole de la mano se lo llevó a su habitación. No era necesario perder el tiempo con explicaciones, lo que ahora tocaba era que le metiese su polla en el coño, ya. Las explicaciones vendrían después.

Don Torcuato, que igual que hacía panes, con toda dedicación, le metió la polla dentro de aquel húmedo incandescente chocho, y mientras la iba cabalgando le fué pellizcando su voluminoso culo. Él sabía lo que necesitaba aquella gozadora hembra. Y más habiendo estado varias semanas sin ser montada. Sabedores que no había ningún peligro de visitas imprevistas, ambos se lanzaron a gruñir y soltar palabrotas que aún los encendía más.

La hija, que los oía, tuvo que meterse en su chocho varios dedos de su mano, que de haber podido se la hubiese metido entera.

 

Cuando terminó aquel encendido encuentro, la mujer del alcalde le dijo que el marido se había ido a la capital, donde pensaba estar una semana y ya llevaba tres sin sin dar señales de vida.

 

-Esto no es normal, querido Torcuato - le dijo ella, sin ningún sentimiento de tristeza.

 

Sólo dos meses después, en casa del alcalde llegaba una carta diciendo que se había ido a ver mundo y que ya no le esperase, que no volvería.

Aquella historia sin demasiada relevancia circuló por el pueblo, así como por los pueblos de la comarca. Don Torcuato ya no tuvo que ir a llevar el pan a las 2 de la madrugada, ahora ya ocupaba la cama que había dejado atrás aquel enigmático alcalde. A su mujer, cuando se iba al horno ya la dejaba satisfecha. Y algunas veces, en el horno, se le presentaba la hija para que le hiciese lo que él sabía hacer con maestría: metérsela por el culo.

Si alguna cosa le faltaba para ser feliz, el consistorio del ayuntamiento quiso nombrarle alcalde. Aptitudes y consideración por parte de las gentes de la villa no le faltaban. Don Torcuato era el hombre indicado.

Como hombre educado, e inteligente como era a las entrevistas en la capital del reino mandaba al 2º alcalde.

Don Torcuato, entre hacer panes y tirarse a aquellas dos gozadoras hembras que tenia en casa ya tenía bastante, y si alguna vez tenía que hacérselo a alguna necesitada viuda, generoso como era, se lo hacía. Pero a todas las fué convenciendo de que ahora ya no podría arremangarlas.

 

Casi un año después, un viajante de tejidos que pasó por el pueblo dijo que al anterior alcalde lo vieron embarcando acompañado de la vedette más cotizada de la capital.