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“ Kenia”

 

 

El aeropuerto era un hervidero de personas corriendo. El estrés general se palpaba en cada rincón. Niños corriendo, padres histéricos, carros cargados de equipajes luchaban por llegar a los mostradores. Encargados de las compañías aéreas intentaban organizar sus filas para una mejor facturación de sus pasajeros. No entendía por qué el Sr. Kibet le había citado en salidas. Daba igual. Ya estaba allí. Estaba tan contenta que daba igual todo. Deseaba montarse en el coche y ponerse en ruta. Dio un gran sorbo de agua y se quitó el sudor de la frente. Curiosamente, esperaba que en julio, el clima fuese más pegajoso, pero al leer antes sobre su viaje, sabía que iba a contar con unas temperaturas bastante agradables y cero humedad prácticamente. Lo cual era un alivio.

 

Aliviada, ve al supuesto Sr. Kibet con su nombre en un cartel. Bien vestido, sonriente y perfumado. El encuentro es de lo más formal. El Sr. Kibet trabajaba para la agencia de viajes de lujo que había contratado para su safari. Estrecharon las manos, se presentaron y se encaminaron hacia el todo terreno. Según emprende el camino hacia el coche, Bárbara gira su cabeza hacia la portada del aeropuerto. Una sensación de agobio se desprende de la misma, pues parece un enjambre, con celdas de cemento, pequeñas y sucias. Muy gris, la verdad. En fin, ya está allí y por lo pronto, le quedan 16 kilómetros hasta llegar al centro de Nairobi. Disfrutará del paseo y del paisaje. Sin duda.

 

Para empezar, su coche era bastante amplio y cómodo. Contaba con una pequeña nevera camuflada entre dos asientos. Se sirvió un refresco con hielo (lujo absoluto), una bolsita de patatas y su servilleta. El Sr. Kibet (en adelante Ki), le ofrece poner música, lo que ella agradece sinceramente y le pide que sea música local.

 

 

¿Local? - pregunta él sorprendido.

 

Sí. Creo que no he oído antes su música y me gustaría saber cómo es. ¿Por qué le sorprende?

Porque Sra. Vázquez, ningún turista la pide.

Bueno, pues como se dice en mi tierra... Siempre hay una primera vez – y le guiña. Guiño que él ve por el retrovisor y sonrió.

 

El paisaje hasta la entrada de la ciudad no era muy especial. Amplia carretera, algunos arbustos esparcidos, tierra y, a medida que se acercaban a los suburbios, suciedad, caos y pobreza. Pero cual es su sorpresa cuando se percata del Parque Nacional y al entrar en la ciudad, la gran Avenida Kenyatta. Bordeada de árboles y flores. El bullicio, la venta ambulante, limpia zapatos, hombres trajeados y un sinfín de negocios daban la vida y ajetreo a esa avenida de la que tanto había oído hablar. Como cabía esperar, la sucursal de su agencia, se encontraba allí. Tenía que recoger una documentación para continuar su viaje, antes de ir al hotel.

 

Estaba deseando llegar, poder darse un baño, cambiarse de ropa y si su cuerpo se lo pedía, salir a deambular por esas calles tan vivas y llenas de contrastes.

 

El hotel, Sarova Panafric, cumplía sus expectativas de sobra. La suite Afro-chic era amplia, la decoración funcional y exquisita. Todo lujo de detalles y prestaciones para su estancia. Se preparó un té, mientras el agua calentita y la espuma olor a mango, llenaba una bañera amplia y maravillosa que sólo invitaba a estrenarla. Ese momento tan deseado al final de su jornada, era su mayor anhelo. Sabía que tendría que recordarlo profundamente porque a partir de esa noche, dudaba que pudiera repetir. Aunque el safari contratado era superior, una bañera llena se le hacía raro en plena selva, no imposible, pero por si acaso, se iba dejar llevar y zambullirse hasta que la piel de sus dedos dijeran basta.

 

Tumbada sobre la cama en toalla, nota como la piel descubierta es rozada por unas sábanas de algodón fino y suave. Acarician su piel. El olor a mango invadía la cama. Su piel, suave. El sol cayendo, se cuela entre las cortinas dejando que su luz rojiza anaranjada resalte los tonos tierra y africanos que decoran la amplia habitación. Y su cuerpo mimetizado en cobre, empieza a explorar sus alrededores aún húmedos. Se libera de la toalla y ahora, desnuda completamente sobre esas sábanas, empieza a tocarse. Acaricia sus muslos. Sus manos lentamente se deslizan por la parte interior llegando a su sexo. Una, se encarga magistralmente de su clítoris. La otra, lentamente sube hacia sus pechos. Cierra los ojos y deja que su imaginación baile con ella. Respira relajadamente mientras su dedo corazón hace incursión en su cueva, húmeda y caliente. Mientras sus pechos son apretados suavemente y en círculos, su dedo ya no está solo. En un orden aparentemente orquestrado, uno se encarga de estimular, el otro sigue explorando calentito, su imaginación trabaja a fotogramas y sus pechos no paran de ser acariciados. Todo a la vez, pero con pausas provocadoras de gemidos y excitación.

 

Las sábanas, esas sábanas suaves hacen el resto. Envuelven su cuerpo retorciéndose de placer, fragancia a mango y a través de ellas, los tonos rojizos ponen punto y final a su improvisado deseo sexual.

 

La música y el bullicio eran los ingredientes que ella necesitaba para disfrutar de su estancia en la capital. Iba recorriendo la gran avenida, observándolo todo. Las tiendas, los puestos de comida y los restaurantes llenos de extranjeros daban ambiente y decidió sentarse a cenar comida típica local. Mientras se deleitaba con una espectacular carne a la barbacoa, llamada Nyama Choma, notaba las miradas sobre ella. Seguramente porque no era muy común ver a una señorita cenando sola. El postre tampoco defraudó en absoluto. Unos deliciosos bollitos triangulares semi dulces llamados Maandazi, hicieron de su primera cena keniata, un acierto.

 

El cansancio empieza a hacer mella en ella y decide volver al hotel. Ha podido tomar un poco el pulso de la ciudad y al día siguiente le espera una gran aventura y un fuerte madrugón. Por consejo del maitre, coge un taxi.

04:15 suena la horrible pero deseada alarma. Como puede, empieza a abrir sus ojos, pero la excitación de todo lo que le puede venir en su viaje, hace que salte de su enorme y engülladora cama y se ponga en marcha.

 

A las 05:00 ya está en el hall saludando al Sr. Ki que, tan amablemente, carga su equipaje y empieza a comentarle el programa de viaje. Tendrá que coger dos vuelos, la esperan con un jeep del resort, su primer safari programado está listo. Su acompañante de aventura es el Sr. Diop Dunlop (¿en serio se llama así? Se preguntó ella tan contenta). Tras las explicaciones y despedida correspondiente, Bárbara da comienzo a su aventura.

 

Diop resulta ser un tremendo masai. Alto, fibroso, elegante y dulce en sus maneras. El aeropuerto (por llamarlo de alguna manera), es una pista de tierra, con señalizaciones en madera y llenos de jeeps esperando a sus turistas.

 

Al llegar al resort, una fila de masais esperan para dar la bienvenida con sus graciosos saltos acompañados de una música alegre y profunda. El lodge donde se hospedará Bárbara es precioso. Amplio, luminoso. Techo de vigas de madera, cortinas blancas adornan el espacio cubierto de alfombras, la cama con dosel, da un toque muy romántico y sexual. Todo cuanto le rodea es precioso y en armonía. Una nota encima de su almohada, le informa de la cena especial de bienvenida.

 

Cuando Bárbara llega, encuentra una escena digna de película. Velas adornan una mesa, al aire libre. Los platos típicos y bebidas, aseguran una primera noche especial. Música de fondo y varios camareros, elegantemente vestidos, le atienden. Pero lo que más le enamora y sorprende enormemente, es el cielo. Inundado de estrellas, brillantes y centelleantes, hacen un tapiz de decoración exclusivo. Parecen que se van a caer sobre ella, casi puede tocarlas. Sólo le queda, cerrar los ojos, respirar profundamente y disfrutar de ese momento. Momento único que unos pocos, pueden vivir. Agradece al universo por invitarla a cenar.

 

Pasados unos diez días, Bárbara se encontraba ya como en casa. Había podido disfrutar de excursiones maravillosas por el río Mara. Desayunado con leones, paseado con elefantes, fotografiado a familias de cebras, alimentado a bebés jirafa, se había incluso bañado (siempre bajo la supervisión de Diop) con elefantes. La experiencia estaba siendo muy enriquecedora. Esa tarde, había programado un safari un poco especial. Saldrían dos jeeps, darían una vuelta en busca de más especies y fotografías, servirían una cena tipo picnic y vuelta al lodge. Pero está claro, que todo no se puede controlar y la excursión daría un giro inesperado. Muy inesperado.

 

Los jeeps empezaban a adentrarse por la sabana, caminos paralelos, no muy alejados. En cada uno, había cinco almas. De repente, se oyen disparos, gritos, aullidos, el suelo empieza a botar y lo siguiente que ven, es una manada de cebras y leones huyendo. Diop y el conductor protegen a los tres turistas de su coche. Gritan en su idioma e intentan localizar y hablar con el otro vehículo por radio. No hay respuesta. Mientras, se siguen escuchando gritos y carreras desquiciadas de jirafas. Siguen sin contactar con el resto. El ruido es ensordecedor. Las caras de angustias y miedo es lo único que ve Bárbara.

 

-¡¡A las casetas!!¡¡A las jaulas!!- grita Diop a su compañero y coge de la mano a Bárbara y una mochila.

 

Bárbara que intenta seguir su carrera, mira hacia atrás y ve cómo los otros dos turistas saltan del coche junto con el conductor y desaparecen entre los árboles. Corre y corre sin saber hacia dónde. Sin aliento ya, obedece las instrucciones de Diop y trepa por las ramas de alto árbol donde hay una jaula. Al entrar, intenta recuperar el aliento y sus fuerzas. Él le sigue y cierra al entrar.

 

-¿Qué ha pasado?¿Qué es ésto?¿Dónde estamos?- preguntó como pudo.

 

Millones de preguntas le venían a la cabeza mientras intentaba controlar el pánico que ahora afloraba. Diop por su parte, parecía más pensativo y tranquilo. Seguramente, intentando entender lo que podía haber pasado y tranquilo al saber que se encontraban en lugar seguro.

 

-Seguramente, cazadores furtivos han sido los que han provocado la estampida. Las casetas y las jaulas, las utilizan los exploradores profesionales y reporteros gráficos para sus documentales y poder grabar a salvo. Tranquila, aquí estamos seguros. Mañana vendrán a por nosotros.

 

-¡Mañana!- responde ella. Entre desconcierto y miedo.

-Sí, tendremos que pasar la noche aquí. No te preocupes, he cogido la mochila con víveres y agua. Tenemos todo lo que necesitamos.- sonríe y sube la mochila como un trofeo.

 

Bárbara se queda muda. Confía en él ciegamente, pero no puede evitar imaginarse la noche que le espera. Y piensa: “¿No querías aventura? Pues ahí la llevas”.

 

La noche ha caído. Han comido y bebido amenizado con historias increíbles contadas por Diop. El cielo, que es un tapete bello, cuajado de estrellas y una luna llena (como una farola), parecían cenar con ellos. Las horas han pasado, pero con lo que no contaba ella, es con el frío tan intenso con el que la sabana acuna a sus fieras. Empieza a no notar sus pies helados y con sus manos, intenta darles calor. Diop, la observa.

Ella le había tratado muy bien durante su estancia. Se había mostrado cercana, afable, amable y muy alegre. Le divertía la manera en la que ella disfrutaba toda experiencia. Se reía, interiormente, cuando ella daba esos saltitos de alegría tras acariciar a un bebé león. La encontraba atractiva. Ella por su parte, y al notar a Diop observándola, no puede callar a “la traviesa”. Su mente empieza a espabilarse después de la buena cena y el buen chute de adrenalina vividos. La intenta callar, pero ahí está de nuevo “ya estoy aquíiiiii y no me podrás parar...”. De repente, Diop pega un salto, cuchillo en mano y lo clava justo detrás de su cabeza. Bárbara se asusta pero queda inmóvil por dos razones. El susto, y porque tiene a un masai, encima de ella. Cara frente a cara.

Él le indica con sus profundos ojos negros, como perfilados con kohl, que mirase detrás. Ella gira su cabeza un poquito y ve a una pitón clavada en el tronco. Su corazón se dispara, acelera enérgicamente su respiración. Se miran a los ojos, separados por apenas tres centímetros, y su miedo-agradecimiento, la empujan a besarle. El beso es una mezcla entre: adrenalina disparada, miedo controlado, protección total, deseo ocultado, pimienta y sal. Ese beso, le sabe a gloria bendita. A calor de hoguera, a rugido de rey, a antorcha encendida, a baile masai.....

Los dos se sienten, se palpan, se tocan, se besan, se exploran. La dulzura y elegancia con la que Diop cubre su cuerpo, es pasmosa. Casi un ritual. Nada de prisas. Nada de correr. Tienen horas por delante y ningún sitio al que ir.

 

Él, la acomoda y protege su espalda con sus ropas. Deja que la imagen que tiene ante sus ojos, le deslumbre. Ahí está, desnuda, con frío. La luna la baña, dando a su tez, un tono azulado y gris. Sus pezones marcan el camino hacia las estrellas que tintinean como pequeños cascabeles ahuyentadores de brujas. Sus piernas, empiezan a ser acariciadas por unas manos fuertes, grandes y seguras. Sus dedos recorren lentamente, sus rodillas. Sus muslos son explorados con tranquilidad y suavidad. Mientras él explora, acerca su boca al oído de Bárbara y empieza a decirle cosas en masai. Ella no puede creer lo que está viviendo. Su oído y todo su cuerpo, agradece esas palabras tan maravillosas que sin saber qué quieren decir, le están sonando a música celestial. Le vuelve loca que le hable al oído, en otra lengua, desconocer lo que le dice.

 

Sólo con el tacto y las caricias que está recibiendo, su excitación es brutal. Él empieza a notar a su leona caliente. Tranquilamente, acerca sus dedos a su cueva. Está húmeda, receptiva y lista. Sin prisas, acaricia las ingles, roza con un dedo los labios exteriores. Sin dejar de hablar bajito, introduce su dedo y lo recibe un calor húmedo, cálido. Se besan dejando atrás, todo miedo. Bárbara se pierde en esa boca carnosa, tierna y húmeda y en esas frases que la transportan al cielo. Y quiere más. Quiere llegar hasta la luna, tocar las estrellas y gritar al universo.

 

Él coge sus manos y, junto a las suyas, se agarran a los barrotes de la jaula. Se pone encima de ella, despacio, y con gran suavidad y excitación, se introduce en ella. Los movimientos van surgiendo instintivamente. Acompasados y al mismo ritmo, van marcando un paso lento, lento y seguro. Las envestidas se suceden cada vez más rítmicas, cada vez más fuertes y acelerando las respiraciones, el pulso, los corazones y los gemidos no tardan en salir como aullidos de placer. Ella se corre. Ha tocado la luna. Aún le quedan las estrellas...

 

Él se sienta a lo largo de la jaula y la toma. La pone encima. Con su fuerte y largo brazo, sujeta los de Bárbara hacia atrás. Con su otro brazo y mano libres, acaricia de abajo a arriba su torso. Lentamente. Acaricia su vientre, sube por su ombligo. Aprieta sus pechos, se los mete en su boca. Ella, echa su cabeza hacia atrás, dejando que el placer le inunde. Se deja abandonar. Tiene su miembro dentro. Le está acariciando su dios africano, sus palabras son magia, sus besos agua en el desierto. Siente como sus cuerpos se unen, sudan, se mueven, se retuercen de placer. Diop, aferra sus caderas y las mueve en círculo. Ella se ayuda, agarrándose a los barrotes sobre sus cabeza. El ritmo se dispara. Gimen, gritan y los dos, a su vez, tocan las estrellas que les han acompañado toda la noche.