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El mango del paraguas

en MicroRelatos

EL MANGO DEL PARAGUAS

El cielo gris plomizo de aquella tarde de mayo no auguraba nada bueno. Me dirigía de regreso a casa tras haber realizado en mi instituto uno de los exámenes finales del curso. Estaba agobiada, siempre me sucedía lo mismo en esa época del año en la que la larga lista de exámenes parecía no concluir nunca.

Necesitaba despejar mi mente y, al llegar a casa y saludar a mi madre, entré en mi habitación, solté la carpeta y me desnudé por completo: fuera blusa, fuera falda y fuera sujetador y bragas. Me puse un top deportivo rojo, unas ceñidas mallas negras y me calcé las zapatillas deportivas: estaba lista para ir al gimnasio y olvidarme por un rato de los estudios. Al abandonar la vivienda, miré al cielo y comprendí que la tormenta, ya sí, estaba a punto de desatarse, por lo que opté por ir en autobús al gimnasio en lugar de a pie como solía hacer habitualmente. Eran solo un par de paradas, un breve trayecto, pero no deseaba llegar al gym totalmente empapada por la lluvia. Mientras caminaba hacia la parada, observé la cantidad ingente de vehículos que transitaban por la carretera, todo un clásico en los días tormentosos. Me dio justo tiempo de alcanzar la parada de autobús antes de que varios truenos y relámpagos dieran paso a la lluvia, que se convirtió en descomunal a los pocos segundos. En medio del caos del tráfico y tras varios minutos apareció, por fin, el autobús. Iba casi repleto de pasajeros, por lo que tuve que subir y abrirme paso como pude. Me agarré a una de las barras de sujeción y me armé de paciencia porque sabía que aquel viaje iría para largo debido a las circunstancias.

Delante de mí, cara a cara, se encontraba un hombre de mediana edad y de baja estatura. Su rostro estaba a la altura de mis senos, cubiertos únicamente por el top de licra rojo, ya que yo no llevaba sujetador debajo. El tipo no tardó en empezar a observar mis pechos, aunque, sinceramente, no le quedaba tampoco ningún otro sitio al que mirar por la postura en la que había quedado dentro de las apreturas del bus. Mis pezones, marcados con claridad en la prenda deportiva, atrajeron la atención del individuo, que no paraba de mirarlos. Minutos más tarde y tras haber avanzado lentamente, el vehículo llegó a la primera parada. Ya solo quedaban dos más hasta el gimnasio. En cuanto el autobús retomó la marcha, noté por detrás cómo algo duro entraba en contacto con mis nalgas: al principio las rozó, luego esa dureza se quedó quieta, estampada contra mi culo y presionándolo. Giré un poco la cabeza y me percaté de que, detrás de mí, se había colocado un hombre mayor y que era el mango de su paraguas chorreante lo que yo notaba en mi trasero. Comprendí que no era intencionado y que el desconocido se agarraba como podía a la misma barra de sujeción que yo.

Entre parón y parón, el autobús continuaba avanzando y pronto sentí que mis mallas se humedecían en la zona baja de los glúteos y en el inicio de los muslos. Conforme la fina licra absorbía el agua, era la piel de mis nalgas sin bragas la que notaba los efectos de la humedad. En la siguiente parada todavía se subieron al vehículo más pasajeros hasta que el conductor tuvo que tomar la decisión de no dejar subir a nadie más porque no se cabía. Ese último incremento de viajeros tuvo como consecuencia que los dos hombres entre los que me encontraba se pegaran irremediablemente más a mí. Me encontraba prácticamente emparedada entre ellos: el de delante le echaba ya el aliento a mis tetas y los labios casi rozaban mis pezones, que parecían marcarse más gruesos y y grandes que de costumbre; el de detrás me hacía sentir el mango del paraguas metido entre la raja que separa mis nalgas. En un primer instante lo notaba de forma estática, pero después con un movimiento ascendente y descendente que estuve percibiendo justo hasta unos segundos antes de que me bajase del bus.

La lluvia había cesado y, al llegar al gimnasio y entrar en la sala de spinning, me percaté casualmente y gracias a un espejo, de que mis mallas tenían una mancha blancuzca que se extendía desde la raja del culo hasta buena parte de la nalga derecha. Palpé con un dedo aquella mancha y olí la sustancia pegajosa que había quedado impregnada en él. El aroma que penetró por mis fosas nasales era, sin duda, inconfundible: aquella mancha era semen del viejo del autobús que se habría corrido sobre mi trasero. Todo empezaba a encajar: ese movimiento de subida y bajada, que yo había atribuido al mango del paraguas, no había sido otra cosa que el pene empalmado y tieso del hombre deslizándose y resbalando sobre la fina y suave licra de las mallas hasta que el tipo eyaculó de placer. Me sorprendí al no sentir ni indignación ni repugnancia cuando comprendí lo sucedido, todo lo contrario: empezó a invadirme una enorme sensación de morbo y una gran excitación que provocó que me encaminase a uno de los baños del gimnasio, me bajase las mallas hasta las rodillas y pusiera la mano derecha sobre mi depilado sexo.

Todavía hoy me estremezco al recordar los tres orgasmos a los que llegué usando mis dedos y estimulada por la acción de aquel pervertido y osado viejo.