miprimita.com

Diario de una adicta al sexo. Capítulo 2.

en Erotismo y Amor

Con la boca…

 

 

 

Apenas llegué a casa, me metí a la ducha. Mis padres estaban extrañados, pero no deseaba que el olor salado de entre mis piernas se filtrara y lo percibieran mis padres. Para no levantar sospechas, le indiqué con señas a mi madre que era la visita mensual. Ella comprendió al instante y dejo que me fuera al baño. Posiblemente ella se encargaría de explicar a papá la situación, con el fin de que no rechistara mi conducta. Normalmente llegaba del colegio, cenábamos juntos y nos esterábamos de nuestras novedades del día. Que en vez de ello, llegara a bañarme les sería muy raro. Excepto si se trataba la regla. Eso rompía el protocolo habitual.

Ya en el baño, me desnude lentamente. La falda estaba manchada. El semen de Adrian y mi flujo vaginal estaban secos, pero podía ver las zonas donde habían caído en mi ropa. Eso era lo menos vistoso del asunto. Mis bragas estaban hechas un desastre. Ahí los líquidos no se secaron, por lo que estaban empapadas. Estaban viscosas al tacto. Estaba tentada a tirarlas, pero mis padres podrían encontrarlas en la basura. No tardarían en armar conjeturas.

Decidí enjugar mi ropa, bajo la ducha. El agua y el jabón eliminarían los rastros del delito. Esos mismos elementos eliminarían el montón de suciedad que se acumuló en mis muslos.

Al terminar, me sentía renovada.

 

Tras la cena, corrí a mi habitación. Abrí la laptop y navegué un rato. Tenía cierto miedo. Adrian no me penetró. Nadie lo había hecho. Esa tarde fue mi primer contacto con un pene real. Lo había tocado, había sentido su dureza, había palpado su cabeza blanda. Había sentido el calor de su líquido seminal y después el de su semen.

Pero también puse ese miembro entre mis muslos, corriendo entre mis labios vaginales, frotándolos. Pero sin llegar a penétrame. Yo era virgen, pero sabía que una vagina que mantiene su himen intacto tiene una o varias pequeñas perforaciones que la hacen capaz de eliminar el flujo menstrual. Y si algo podía salir, también algo podía entrar.

En aquella tarde, Adrian me llenó de sus jugos en mi hendidura. Desconocía si esos líquidos serían suficientes para entrar a través de mi himen y alcanzar la vagina. Según mis cálculos, en esos días estaría ovulando. Mi fertilidad estaba a todo lo que da. Si un montón de espermatozoides de Adrian alcanzaban mi interior, mi vida se iría al trasto.

Al revisar las páginas, encontré que era una posibilidad. Un poco de líquido entre los labios podían posibilitar la fecundación. Nada decía de una virgen que pudiera embarazarse así, porque seguramente muchas jóvenes preferirían ser penetradas, recibiendo el semen y quedando fecundadas. Mi juego fue menos invasivo, pero igualmente sucio.

Encontré información sobre cómo evitar un embarazo. Condones, el dispositivo intrauterino, hormonas, ritmo. Todos con índices de fallas. Para mi caso, estaba la pastilla del día siguiente. Solo tenía que ir a la farmacia, pedir una pastilla y dormir más tranquila.

Sencillo.

El problema era que al día siguiente tenía tanta vergüenza y miedo que no pude pisar un pie en la farmacia. Sabía que tenía que hacerlo, pero no pude. No tendría cara para presentarme frente a la dependiente y solicitar aquel medicamento. Si uno pide un analgésico era porque podría tener un dolor de cabeza, de articulaciones, un resfriado, o un golpe en una rodilla. Cualquier cosa. Si una pide una pastilla del día siguiente, era porque con toda seguridad había tenido sexo. Y tan bueno que podía quedar embarazada y por eso solicitaba aquella «ayuda». No había otra explicación. Yo no me atrevía a ver a la vendedora y saber que en su cabeza ella pensaba con seguridad: «tan pequeña y tan sucia».

Así que deje todo al azar.

No fueron días fáciles. Estaba en una angustia y con miedo. No podría soportar llegar a soportar el saberme embarazada. Mis padres me matarían. O de menos me despedirían de su hogar. Adrian no me fue de ayuda. Siguieron días donde lo único que me ofreció fue indiferencia y evasivas. Era como si el supiera de mis temores y deseara alejarse lo más posible de mi para evitar comprometerlo más. Como si eso sirviera. Si quedaba embarazada, no se libraría de su responsabilidad tan fácilmente, pensaba. Así como no rechistó al colocar su pene entre mis piernas, tampoco debería hacerlo si un hijo suyo se formaba en mi vientre.

Pasaron las semanas, y mi alegría fue enorme cuando mi hilillo de sangre fluyó por mi vagina. Estaba liberada de la ansiedad. Adoré tanto mis pantaletas manchadas de sangre. Casi las besaba.

Seguí mi vida.

Me prepararía para evitar una angustia así en el futuro.

 

 

Pasó un mes y medio después de aquel encuentro. Al principio, estaba furiosa con Adrian. Después comencé a pensar que era casi imposible que el supiera de mis temores. Él era un hombre, yo una mujer. Pensamientos diferentes. Miedos distintos. Casi podía apostar que me evadía por la pena de aquel día. El corriendo metiendo su pene en la bragueta, dejándome atrás con mis pechos al aire tratando de acomodarlos dentro de la blusa mientras un vejete nos gritaba sus reclamos. El temor lo hizo actuar ese día y eligió la respuesta de huida. Cualquier novato respondería así.

Entendí a Adrian. Entendí mi respuesta. Yo lo induje a esa situación. Él me siguió. Ambos éramos culpables, aunque yo un poco más. Y aún me gustaba mucho.

Decidí volver a buscarlo. Además, tenías que ser rápida por dos motivos. El primero, era el fin de curso. Pronto terminaría el año y Adrian, estando en tercero, pronto abandonaría la escuela. No podía terminar así. Lo más fácil hubiera sido que buscara otro hombre y dejara de lado el asunto. Pero tenía la espina. Estaba obsesionada con su miembro. Era el primero que tocaba y deseaba conocerlo mejor. Eso antes de conocer otros miembros. Muchos miembros más. El segundo punto para sanar nuestra relación lo más pronto posible es que estaba muy caliente. Si, si. Podía buscar otro hombre que me bajará ese calor sexual, pero no. Estaba obsesionada con Adrian. Ese era mi tipo. Además, algo me decía que su atractivo físico había servido para inicia pronto su vida sexual y convertirse en alguien con cierta experiencia. Eso lo necesitaba. Aunque en mi laptop tenía una carpeta que crecía a raudales cada día con información referente al sexo, era solo teoría. Necesitaba la práctica. Y Adrian podía ser mi maestro.

La suerte me sonrió cuando una tarde decidí saltarme una clase. No sé, no tenía ningún pretexto para hacerlo, pero al momento de seguir las clases decidí salir del salón, pretextando ir al baño. Bajé, recorrí un par de pasillos y pasé por el salón de deportes. A lo lejos vi una figura, sentada en la gradería. Pensé que podía ser un maestro, por lo que actúe con sigilo. El salón tenía prendidas unas pocas lámparas, por lo que las sombras caían por todos lados. Por eso, no distinguí rápidamente al dueño de aquella silueta. Avancé lentamente y al acortar la distancia unos metros, supe que ese día me había levantado con el pie derecho. Era Adrian. Me acerqué hasta quedar frente a él. Tenía los brazos apoyados en sus rodillas y la cabeza gacha. Tenía el uniforme deportivo, por lo que supuse debía haber estado entrenando.

—¡Hola! —musité con cierto miedo al rechazo.

—¡Hola! —me respondió, al momento que levantaba la vista y veía su rostro empapado en sudor. Eso me excitó sobremanera.

—¿Entrenando?

—Si… El profesor de esta hora no acudió y vine a practicar un rato.

Me sentía extrañada. Esperaba una respuesta hostil de su parte, pero me respondió con un tono de voz normal, como si nada hubiera ocurrido.

—¿Por qué no te sientas, Sofia?

—¡Oh, gracias!

Me senté a medio metro de él. Su frente estaba perlada en sudor. Me imaginé esa cara así, remojada en gotas, pero tras haber hecho otra actividad física, digamos, algo más íntima. Me saboree los labios.

—¿Cómo has estado, Sofia? —inquirió mostrando calma. No podía ver rastro alguno de enojo o pena.

—Muy bien, gracias. ¿Y tú qué tal?

—Bien. Digo, en lo que cabe.

—¿A qué te refieres?

—Bueno. La semana pasada ganamos otro partido, con una escuela al sur de la ciudad.

—¡Qué bien! —expresé con fingida alegría. No obstante, no sentí que lo haya notado—. Me alegro de verdad…

—Si… Pero me siento… vacío —expresó, con un mohín de sincera tristeza—. He tenido tantas ganas de ir corriendo hacia ti, solamente para decirte que te extraño. Ahora mi sueño se cumple y estas aquí, a mi lado. Debería sentirme alegre, pero la vergüenza me invade y no tengo cara para verte después de aquel día —se hizo un silencio. Yo estaba estupefacta. Tras casi dos meses de distanciamiento, casi apostaba que mi relación con Adrian estaba por demás sumida en una tumba. Estaba equivocada. Me alegré—. Lo siento tanto —dijo Adrian rompiendo ese silencio.

Me recorrí para acercarme a él. Tomé una de sus manos y la apreté. No sabía cómo decirle que también lo necesitaba. Que estaba obsesionada. Que la imagen de su miembro me venía cada noche antes de dormir. Y cada mañana. Y a cualquier hora. Si, sentía algo por él, pero en búsqueda de la verdad, lo que más necesitaba era explorar su cuerpo. No habían sido suficientes esos minutos en nuestro escondite donde apenas si solo frote ese duro cilindro suyo. Obviamente no podía decírselo así. Tal vez se iría, espantado por una declaración como tal. O por el contrario, lo contagiaría de mi excitación, de mis deseos, de mi obsesión y no haría más que entregarme su cuerpo en algún rincón oscuro de ese salón. ¡Vaya que sería divertido explorar nuestros cuerpos ahí!

—También te he extrañado, Adrian —contesté, sin más explicaciones.

Volteó hacia mí, sonrió y me abrazo cálidamente. Busqué sus labios con los míos y los besé. Fue un largo momento. Más pesado si tenemos en cuenta que deseaba tocarlo. A él y a su instrumento.

 

 

Siguieron días donde el incidente pasó a ser una experiencia divertida. Recordábamos ese día y reíamos incontroladamente haciéndonos parecer locos frente a nuestros amigos. Al momento de pedir explicaciones, únicamente había evasivas y gestos de complicidad. Aunque una experiencia especial, decidimos no ir nunca más a ese rincón secreto. No sabíamos si podíamos encontrar a aquel anciano y si nos podría volver a reconocer. Fin del lugar.

Durante varias noches, al salir de la escuela, recorríamos algunas calles cercanas, buscando inconscientemente un lugar íntimo para dar rienda a una pequeña porción de nuestras pasiones. Fue inútil. Tuvimos que conformarnos con algunos árboles en un pequeño parque cercano que medio ocultaban nuestros abrazos y besos. Obviamente, yo seguía ardiendo en deseo, un deseo caliente que me agobiaba y que necesitaba a toda costa liberar. Necesitaba poner en práctica un montón de cosas que había leído. No hacía más que frustrarme cada noche.

 

 

—Sábado por la tarde…

Las palabras retumbaron en mi cabeza. No sabía si había escuchado bien o era solo un espejismo creado por mi mente sedienta de placer.

—¿Cómo? —dije, esperando una confirmación de lo que había propuesto.

—Sofia. Este sábado por la tarde. Mis padres no estarán. Ven a mi casa. Diles a tus padres que tienes tarea de grupo.

—De acuerdo —hice una pausa mientras retomaba mis ideas—. ¿Y cuál es tu plan? ¿Películas? ¿Videojuegos…?

—¡Basta, Sofia! Eso lo podemos hacer otro día. Sé que quieres algo… ese día lo tendrás.

Y se fue corriendo a su clase mientras yo me quedaba ahí, sorprendida.

¿Acaso mi sed de placer era tan evidente?

 

 

Llegó el sábado. Toda la mañana me la pasé nerviosa. Hice labores del hogar, tal vez tratando de evitar que mis padres encontraran un motivo para no dejarme salir. Les manejé el pretexto de la tarea grupal, pero necesitaba reducir los riesgos a cero.

A un par de horas de la cita, me metí a la ducha. Al salir, cambié la propuesta de vestimenta a última hora. Maquillaje natural, cabello suelto, alisado. Tenía unas bragas delgadas de satín negro y sostén a juego. Me vi en el espejo y lucía muy seductora. Me puse una falda de lana gris que me llegaba un poco arriba de las rodillas y una blusa negra que me quedaba pegada a mi silueta. Hubiera querido usar unos tacones de mediana altura, pero podría resultar sospechoso para una tarea con las amigas. Me decidí por unos zapatos bajos y calcetas cortas. Con todo, lucía verdaderamente atractiva.

Salí de casa de mis padres casi corriendo. Sentía que podía darme un ataque de ansiedad si permanecía más tiempo esperando. Tomé un taxi, pues no iba a torturarme esperando otro medio de transporte más lento.

Al fin, llegué a casa de Adrian. Era de estilo victoriano, con ladrillos viejos y desnudos sosteniendo un techo de doble agua. Era pequeña, pero bastante cuidada. Adrian me recibió con camisa blanca de manga larga, pegada a su torso atlético y pantalones de vestir en color caqui. Lucía espectacular.

Pasamos a la sala. Nos sentamos en el sofá de dos plazas y comenzamos a hablar sobre cosas sin importancia. Básicamente charlábamos por el nerviosismo de estar solos, en un lugar apartado del resto del mundo y con las hormonas a tope.

—Bien, Sofia. Basta de tanto hablar. Tú no viniste a eso. Tú quieres algo más —afirmó, clavando su mirada en mi cara—. A decir verdad, tienes tiempo deseándolo…

—¿Cómo sabes…?

—No soy tonto. Puedo oler las mujeres como tú. Dentro de una cubierta de niña buena se esconde una mujer que desea experimentar, que desea sentir, que ansía conocer…

—¡No! ¡No sé a qué te refieres! —interrumpí desconcertadamente. En ese instante desconocí al Adrian respetuoso. Enfrente de mi había un sujeto que me miraba con lujuria, que movía sus ojos a mi pecho, a mis caderas y volvía a mi cara, como si estuviera sopesando mentalmente mi cuerpo.

—Sofia, Sofia. Tú no eres como el resto de las chicas. Sí, no dudo que entre tus amigas haya quien haya sido toqueteada por sus parejas. Habrá quien tenga encuentros eróticos con sus novios. Pero tú, tú lo deseas a cada instante. Tú quieres que toque tu cuerpo. Lo has deseado desde que nos conocimos. Y tú quieres tocar el mío. Sé que te excito como tú me excitas a mí. No he dado pie hasta hoy, porque deseaba que tus impulsos se acumularan, que tu ansia se concentrara, que sufrieras día a día y anhelaras descargas tus pulsiones. Sofia, hoy es el día de liberar tu carga…

—¡Adrian! No sé qué pensar de ti. Te oigo y no sé si eres tú… —expresé indignada. Indignada no por esas palabras, pues en el fondo era mi sentir. Tenía tanto deseo acumulado, tanta necesidad de placer. Desde el día que sus fluidos mancharon mis muslos y mi sexo, no dejaba de pensar en volver a sentir su miembro en mi entrepierna. Y más que eso. Siendo virgen hasta ese día, soñaba con que su pene desgarrara mi himen para así conocer el placer sexual. No. Más bien estaba indignada por saberme desenmascarada en forma tan certera, como si mi mente fuera un libro abierto que Adrian hubiera leído sin problema. Me sentía indignada por haber sido descubierta, porque Adrian sabía de mi flaqueza, de mi punto débil, de mi necesidad dictaminada por un cuerpo que lo único que deseaba era iniciarse en el arte del sexo.

Me levanté del sofá, haciendo un ademan de retirarme del lugar. Debo admitir que me vi falsa. Estaba herida por haber sido descubierta, pero en el fondo no podía irme tan fácilmente. Adrian sonrío. Era como si leyera mi mente. Odio su estúpida dentadura perfecta. Odié que adoptara una posición de mayor relajación, reclinándose más en el sofá. Odié que la posición que adoptó me permitiera ver como en su entrepierna comenzaba a crecer más su bulto. Su pantalón estaba a punto de explotar y el solo sonreía y me miraba de arriba abajo, clavando un poco más sus ojos a la altura de mis senos. Di un paso atrás, dudosa. En su entrepierna, el pantalón parecía forma una tienda de campaña.

—¡Esta bien, Sofia! Si quieres irte, hazlo. No te lo impediré. Sigue lo que dictaminé tu ser…

Realmente me quedé petrificada, de pie, a unos metros de Adrian, con la mirada clavada en su tenso bulto dibujado en su pantalón. Adrian tenía razón. Había desnudado mis intenciones, mis pasiones, mis deseos, mis ansías. Ahora con él tumbado, yo deseaba desnudarlo a él, verlo a flor de piel, y después sentir el roce de su piel con la mía. Sabía que eso iba a ocurrir esa tarde, pero había pensado que el camino sería diferente.

—¡Al diablo! —expresé mientras me acercaba presurosa a él, sentándome a su lado y palpando por encima de la ropa su erguido pene. Estaba tan duro, tan necesitado de salir. Mis manos lo masajearon, haciéndolo crecer más. Adrian estaba en una amplia sonrisa. Masajee sus muslos, suavemente. Estaban tan tonificados, producto del ejercicio diario. Acercó su rostro y sus labios besaron mi boca, delicadamente. Su mano hábil se dirigió a mi blusa, desabrochando un par de botones. El sostén que usaba permitía que mis senos se juntaran al centro y crearan una línea clara entre ellos. La mirada de Adrian ardía en deseo al ver ese espectáculo. Puso su brazo derecho sobre mis hombros y me atrajo más a él, mientras su otra mano hurgaba por debajo de mi blusa, tratando de alcanzar mi seno derecho apretujado contra el negro sostén. Por mi parte, seguí tocando aquel bulto formado en su pantalón.

—No te limites, Sofia. Sácalo y tócalo —expresó con voz sensual.

No dude ni un minuto. Bajé el cierre de su bragueta buscando desesperadamente en deseado trofeo. Ahí estaba, erguido, orgulloso, duro. La primera vez en nuestro escondite solo había echado una mirada furtiva. Ahora lo veía de primera fila. Largo, delgado, caliente. Su cabeza era suave y estaba humedecida. Mis manos temblaban, tenía una mescolanza de sentimientos. Sentía curiosidad, sentía miedo y sentía un calor que invadía mi ser. Adrian me empujo suavemente, retirándome del lugar donde estaba sentada. Me colocó de rodillas frente a él, entre sus muslos.

—Sigue explorando, pequeña —dijo mientras se dibujaba una sonrisa enorme.

No necesitaba decírmelo. Tomé aquel rígido instrumento entre mis manos, acariciándolo. Mis manos bajaban y subían por su pene, sintiendo cada rugosidad, cada vena dilatada en su superficie. Mi emoción fue tanta que comencé a hacerlo con rapidez y brusquedad. Las manos de Adrian se posaron sobre las mías y apaciguaron mis torpes movimientos.

—Tranquila, Sofia. No tienes que arrancarlo. Y si quieres mantener a tu juguete sexual erecto, no le causes dolor. Dale placer —dijo mientras sus manos posadas sobre las mías me indicaban el ritmo que debía tener—. Poco a poco puedes aumentarlo, pero no de inicio —concluyó mostrando placer.

Seguí unos minutos así. Al poco tiempo sus manos dejaron las mías, conforme con el trabajo que estaba haciendo. Yo soy una chica inteligente que aprende rápido. Incluso las artes del sexo. Adrian me veía, y en esa posición, mis senos pendían ligeramente, pronunciándose un poco más. Él estaba fascinado con la vista que tenía.

Después de unos minutos, Adrian detuvo mis movimientos. A esas alturas, conocía su pene como la palma de mi mano.

—Sofia. Me has sorprendido. Pensé que tal vez tuvieras ya conocimiento sobre el sexo. Ahora sé que eres nueva. No te avergüences. Yo no tengo mucha experiencia, pero es mayor que la que tienes. Te enseñaré. Después buscaras maestros mejores que yo. Me conformaré con ser el primero. ¿De acuerdo?

Yo estaba feliz. Solo respondí con una amplia sonrisa.

—Ahora bien. Probaras primero mi miembro, con tu boca…

Ya había leído sobre el sexo oral. Había mucha información. Pero ver su pene frente a mi cara, dispuesto a ser tragado por mí, me produjo cierto asco. Estaba tan húmedo y caliente. Tocarlo era una cosa, pero meterlo a mi boca. Además, no sabía si me cabría. Por instinto hice mi cabeza hacia atrás.

—Sofia. Vamos, no rehúyas. Después me tocara probar tus partes. Por el momento, inicias tú…

No estaba convencida de querer seguir. No era lo mismo leer sobre el tema, dominarlo en la fase teórica, y de ahí saltar a degustar aquel trozo de carne. Abrí la boca unos centímetros. Y me acerqué.

—¡Alto! —me detuvo cuando ya estaba decidida a engullir su sexo—. Necesitas abrir más la boca. Usa tu lengua, masajéalo, como si fuera otra mano. Y por lo que más quieras, cuida tus dientes. No sé si podría soportar una mordida ahí.

Abrí más la boca, a todo lo que podía. Afortunadamente su pene era delgado, por lo que no ofreció gran reto. Cerré mis labios en torno a su glande y con la lengua comencé a acariciar la punta. Sentía su orificio, pequeño, salado. Sentí como secretaba un líquido viscoso. Sentí asco en un inicio, aunque rápidamente me acostumbre y me pareció más agradable. Saqué su empapado glande de mi boca y pasé mis labios a lo largo de todo su cilindro, besándolo, succionándolo, toqueteándolo con la lengua, mojándolo. Adrian estaba reclinado hacia atrás, con una respiración acelerada intercalada con algunos gemidos. 

—¡Sofia! ¡Vaya que tienes talento natural! —expresó agradecido.

Mi lengua recorrió varias veces su pene. Percibí sus venas hinchadas, el surco por atrás del glande, su piel delicada. Adrian gemía más. Sentí hincharse mi sexo mientras comenzaba a humedecerse. Podía oler mis jugos penetrantes los cuales impregnaban la habitación. Me delataban ante mi asaltante. Delataban las intenciones de mi vagina. Deseaba ser estrenada.

Adrian se abalanzó hacia delante y con una mano suya capturó mi cabeza, enredando sus dedos entre mi cabello suelto. Yo tenía la punta de su pene en mi boca, así que el siguiente movimiento que hizo Adrian fue empujar mi cabeza hacia el miembro erguido. Lo introdujo más y más en mi boca.

—Tienes que soportar las arcadas… ¡y no intentes morder, por lo que más quieras!

Fui tragándome lentamente ese largo pedazo de carne. Sentí como rozaba mi úvula y al instante sentí muchas ganas de vomitar.

—Aguanta… respira profundo —señaló, mientras detenía la inmersión de su sexo en mi boca.

Respire profundo. Aquella punta estaba testereando lo más profundo de mi boca, produciendo arcadas. Quería sacarlo, pero la manaza de Adrian me tenía bien sujeta. Y cierto es que tampoco ofrecí demasiada fuerza física y de voluntad para liberarme de aquella tortura. Al poco tiempo el malestar cedió. Inmediatamente la mano de Adrian retomó su labor y fue empujando más y más mi cabeza. Ahora eran algunos accesos de nausea, no los suficientes para que abortara la tarea. Sin menor estrés, mi lengua comenzó a acariciar aquel instrumento de placer, mojándolo más. Al poco tiempo tenía su pene totalmente introducido en mi boca. Sentía que me ahogaba. Paradójicamente, en vez de sentir pánico, lo estaba gozando. De verdad, debía yo de tener un talento natural para esto. Eso me encanto.

Su mano me liberó y al fin me saqué su pene de entre mis labios. Tomé aire, entusiasmada. No sabía que podía llegar a meter una cosa de ese largo en boca. Debía llegar hasta la laringe. Lo intenté de nuevo, ahora con menor sensación de arcadas. Mi cuerpo también aprendía rápido. Lo que más gozaba era que llegara al fondo produciendo esa sensación de ahogo. Era una privación de aire combinada con la suave sensación de la piel de su órgano depositada en mi lengua y labios. Salivaba aún más, por el cuerpo extraño y por el hambre de sexo que tenía.

Adrian me apartó gentilmente. Se puso de pie. Yo seguía arrodillada. Dirigió su pene a mi boca y tras algunos besos a lo largo de su extensión, volví a ofrecerle mi garganta. Él tomó mi cabillo y mi cabeza en sus manos y empezó a meter y sacar el miembro viril a lo largo de mi boca, hasta la laringe. La saliva escurría por entre mis comisuras, manchando mi blusa. No sabía cómo llegaría así a casa, con las bragas impregnadas de ese olor penetrante o con la blusa salpicada de líquido seminal y saliva. A esas alturas, ya no me importaba. Solo deseaba continuar.

Hoy era todo por el todo.

 

 

Adrian se apartó bruscamente, arqueando su cuerpo en una convulsión extasiado. Había podido llevarle el ritmo de sus embestidas, produciéndome periodos cortos y rápidos de ahogamiento mientras su glande tocaba mi laringe. Con la lengua lo masajeaba y mis labios hacían un cierre hermético alrededor de su cuerpo cilíndrico, produciendo un vacío que succionaba y que invitaba a correrse dentro de mi garganta. Tan bueno fue el trabajo que en unos minutos Adrian amenazó con venirse, expresándose entre jadeos más intensos.

Al final, sentí su leche, caliente, espesa y salada inundando mi boca. Manó a borbotones. Cuando leí sobre el tema sentí repulsión ante esa acción. Pero en la práctica era delicioso. Lentamente fui tragando ese semen y con mi lengua limpié mis labios, alcanzando las últimas gotas que habían quedado fuera. No deseaba desperdiciar ninguna cantidad de aquel delicioso líquido.

Adrian se tumbó en el sofá.

Me pidió que lo esperara. Lo había dejado agobiado con el orgasmo producido por mi primer oral magistralmente orquestado.