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¿Follarse a un cura es pecado capital? Parte 2

en Fantasías Eróticas

El padre Damián llevaba un par de días nervioso, Susana, una de sus feligresas más devotas y fieles a su iglesia, hacía tiempo que no se pasaba por su confesionario. Siempre se ha dicho que el secreto mejor guardado es aquel que está a la vista de todos, así que haciendo uso de esa frase, Susana y el padre Damián sin apenas darse cuenta comenzaron un romance del que tardarían bastante en salir.

Todo empezó cuando la madre de Susana le dio por pensar que su hija no andaba con buenas compañías y que sin darse cuenta estaba tirando su futuro por la borda, pero quién le diría a aquella madre que la solución de llevarla al confesionario del padre Damián, sería la peor decisión de sus vidas.

Cada jueves, la madre de Susana mandaba a su hija a la iglesia, esta debía confesase y así librase tanto de los malos espíritus como de los pecados cometidos, pero digamos que el Padre Damián tenía una manera peculiar de expirar los pecados de sus feligreses, follándoselos más concretamente.

Era el tercer jueves del mes que Susana no aparecía por la iglesia y el Padre Damián empezaba a sospechar que algo malo podía estar pasando. Por un momento, pensó en llamar a casa de Susana como tenía la sana costumbre de hacer, pero algo en su mente y sobre todo en su conciencia le decía que no lo hiciera. Temía la idea de que una madre o peor aún, un padre histérico, le preguntase si se había follado a su hija, y como buen cura y siervo de Dios, la mentira no estaba permitida.

Ya era la quinta vuelta que aquel cura desesperado daba a la iglesia, era tal el grado de calentura, que no se sabía que estaba más dura, si la cruz de madera que portaba en el pecho o aquellos centímetros que le colgaban de la entrepierna. Hubo un momento en el que el padre Damián recordó la misa que tenía preparada a las seis de la tarde para las novicias, con un poco de suerte daría misa, recitaría el salmo y con el aburrimiento conseguiría pensar en otra cosa que no fuera el sexo.

Cuando el padre Damián llegó al convento, dos de las madres superioras salieron a su encuentro para darle la bienvenida. Una de ellas se arrodilló y tras besarle la mano le dedico un caluroso y respetuoso; buenas tardes padre. La otra, sin embargo, más anciana y con los mismos o incluso mayores aires de grandeza le dedicó la misma frase que la madre anterior pero con un tono más serio. Después de haberle enseñado las nuevas instalaciones al padre Damián, las madres superioras lo condujeron hacia el salón principal del convento.

Las manecillas del reloj cada vez estaban más cerca de marcar las seis en punto, aquella tarde la iglesia se veía preciosa; las flores en los pasillos, las velas colgadas de las paredes, los familiares de las novicias vestidos con sus mejores galas y por si fuera poco, una alfombra roja que guiaba a las muchachas desde la entrada del edificio hasta el altar, donde ya se encontraban los monaguillos. Los tronos mayores, estaban situados junto a aquellos monaguillos.

El trono de la derecha, estaba reservado para el padre Juan, agradable anciano donde los haya, nunca ha dado ningún problema como siervo del señor. El asiento de la izquierda, estaba el padre Isaías, otro trozo de pan puesto por el mismísimo Dios en las filas del cristianismo.

Y por último el asiento del centro, ocupado nada más y nada menos que por el padre Damián; este no era sino el peor ejemplo de todos los allí presentes. La vida del padre Damián era conocida por todos, y sino por una gran parte del personal religioso. No era la primera vez que los pecados de lujuria que este había cometido habían atravesado los muros de su iglesia y llegado hasta el mismísimo Vaticano. Pero el hecho de que el Papa fuese amigo desde la infancia del padre Damián le salvaba en más de una ocasión.

El tiempo fue pasando y unos cuantos murmullos comenzaron a llenar las paredes de aquel habitáculo. El padre Damián preguntó a uno de los monaguillos qué estaba sucediendo.

-Parece ser que falta una de las novicias Padre.

-Que la manden a buscar entonces dijo este.

-La han buscado por todo el convento, pero no aparece prosiguió aquel joven monaguillo.

Cansada y preocupada, toda la sala se levantó de sus asientos y comenzó a buscar a aquella novicia. El padre que no iba a ser menos, debía buscar como el que más, o por lo menos aparentarlo, así que tras remangarse la sotana, se levantó de su asiento y puso manos a la obra.

-¡Teresa!...¡Teresa!...se escuchaba una y otra vez de fondo.

En esos momentos, el padre Damián recordó sus días de juventud, en los que se escapaba del seminario para poder irse con sus amigos; unas veces jugaban al fútbol, otras robaban vino de la eucaristía y otras simplemente se escondía en el seminario y esperaban a que los buscasen los profesores solo para reírse de ellos. Por esa razón, el padre Damián llegó a la conclusión de que si quería encontrar a Teresa, debía pensar como ella.

Después de estrujarse la mente, el padre Damián recordó que detrás de la antigua capilla, había una pequeña caseta donde dormía el conserje. El padre y sus amigos solían ir allí porque el conserje les dejaba fumar y de vez en cuando les enseñaba alguna revista subida de tono.

Cuando el padre Damián llegó a la caseta, la puerta para su sorpresa estaba entreabierta. Por un momento dudó en si entrar o no, hacía años que nadie vivía allí y los monjes del convento son muy cuidadosos a la hora de tratar los materiales y sobre todo de cerrar las puertas de las celdas una vez terminada la tarea en ellas. Pero teniendo en cuenta la gravedad que suponía la desaparición de una novicia, colocó sus dedos entre el espacio que formaba aquel trozo de madera y el marco de la misma, y fue empujándola suavemente hasta que pudo introducir lo suficiente su cabeza como para poder ver qué estaba sucediendo dentro.

Sus ojos por un instante parpadearon quedando así ojipláticos, ¿Era cierto lo que estaban viendo? Frente a él se encontraba una muchacha que sollozaba frente a un espejo, al mismo tiempo que fustigaba su espalda con una especie de cuerda que se había convertido en una especie de látigo improvisado.

En ese momento, el crujido de la madera de la puerta, avisó a aquella joven de la presencia del padre Damián. Esta inmediatamente se dio la vuelta, cayendo sobre sí misma y quedando de rodillas frente al padre.

-¿Se puede saber qué haces hija mía? Por qué te castigas de esa forma.

Aquella joven que no sabía qué decir en esos momentos continuó llorando.

-Venga, sabes que puedes contármelo, no tengas miedo insistió el Padre Damián.

-Lo que me sucede padre es que no merezco el vestir el hábito de esta iglesia y mucho menos el perdón de nuestro señor Jesucristo, decía la novicia al mismo tiempo que asestaba otro golpe sobre su espalda semidesnuda.

-¿Y por qué crees que no mereces ser perdonada hija?

-He tenido pensamientos padre…

-Es normal hija, todos a veces nos salimos del buen camino, pero para eso está nuestro señor Jesucristo, que nos ayuda y nos devuelve a su rebaño con el resto de hermanos.

-Ya padre, pero esta semana he sufrido los pecados de la carne y me he dejado llevar por ellos…Me he tocado y hasta he tenido deseos de querer hacer el acto sexual.

El padre Damián se fue acercando lentamente, hasta estar lo suficientemente cerca de ella como para arrodillarse y ponerse su altura;

-Levántate hija mía, decía el padre Damián, mientras cogía a esta del brazo y hacía que se levantase. Mírate al espejo, eres preciosa, ¿De veras piensas que nuestro señor querría verte así? Prosiguió aquel cura mientras comenzaba a pasar sus asquerosas y sucias manos por el cuerpo de la novicia Teresa. Además, es imposible no caer ante una tentación tan grande como es la de tu cuerpo, finalizó al mismo tiempo que restregaba su nariz por los hombros de esta y se impregnaba de su esencia más pura.

Frente aquel espejo se encontraban aquellos seres, uno disfrazado de novicia y otro de cura. Pero estoy seguro que si ese espejo mostrase la realidad, verían a dos demonios deseosos el uno por el otro.

-Piensa que hasta los mismísimos Adán y Eva sufrieron la tentación de la carne y el pecado. Y sin culpa alguna cayeron en sus garras.

-Ya padre, pero la ira de Dios les castigó echándoles del Edén.

-Lo sé hija, lo sé dijo este resignado besando al mismo tiempo una de las mejillas de Teresa. Pero a partir de ese día ambos aprendieron la lección. Por eso la moraleja de esa historia es que debes equivocarte para aprender.

-¿Qué hace padre? Dijo Teresa mientras empezaba a notar como aquel cura clavaba ahora sus manos sobre sus senos. 

-No lo sé hermana, pero ahora mismo tengo unos deseos irremediables de recorrer su cuerpo con mis manos, es la primera vez que me sucede esto. El padre Damián como buen cura era un estratega de la palabra y sobre todo la oratoria, no era la primera mujer que tocaban sus manos y aún menos su polla, por lo que ahora mismo, sus deseos más profundos era el de desvirgar a aquella novicia antes de que alguno de los monaguillos se le adelantase.

Teresa había encontrado en el padre Damián un apoyo para su sentimiento de vacío espiritual y sobre todo de culpa por todo aquello que estaba sintiendo, así que sin pensárselo dos veces, Teresa comenzó a quitarse el hábito lentamente. Primero desabrochó uno de los botones que sujetaban su cintura, luego otro que sujetaba el peso del hábito del cuello y por último…aquella pesada tela cayó al suelo. Era lo único bueno que tenía ser un cura o una monja, que la ropa se quitaba en un abrir y cerrar de ojos, era una comodidad y más si tenías que follar, en esos momentos no tienes tiempo de perderlo bajando una bragueta, desabrochando un cinturón o mucho peor…un sujetador.

La primera mujer a la que el padre Damián le quitó un sujetador casi se quedó dormida con todo lo que tardó en hacerlo, por eso, desde aquel día, se prometió a sí mismo que nunca más volvería follar, aunque parece ser que del dicho al hecho hay un trecho, y en este caso…un coño virgen.

Teresa se encontraba desnuda, de rodillas con la cabeza erguida junto al padre Damián. Esta empezó a rezar, cada vez más fuerte a medida que escuchaba como se iba desabrochando una a una las polleras de la sotana del padre Damián.

-Padre nuestro que estás en los cielos santifica…fue entonces cuando la túnica del padre Damián cayó al suelo frente a sus ojos y con ella, el pene del padre Damián, el cual impactó sobre la cara de Teresa haciendo que esta no pudiese seguir con su oración.

Era la primera vez que Teresa veía un pene, sus ojos no podrían haberse fijado en otra cosa aunque hubiese querido. Los testículos del padre Damián eran de un tamaño asombroso, pero su pene todavía lo era más. Ambos parecieron mirarse por un momento, el pene miraba a Teresa y esta le devolvía la mirada.

Cogiendo su sexo con una de las manos, el padre Damián comenzó a pasar suavemente el capullo por la boca de Teresa, el propio roce de este con los labios y el olor que desprendían aquellos 26 centímetros de carne erecta, parecieron descifrar la contraseña que tenía la boca de aquella novicia, la cual se abrió de par en par.

El padre Damián fue introduciendo lentamente su miembro, pero fueron las ganas desmedidas de Teresa la que la abalanzaron sobre su sexo. Sin saber cómo, aquella niña comenzó a felar el miembro del padre Damián como muy pocas mujeres se lo habían hecho. La lengua de Teresa recorría todos y cada uno de los centímetros que conformaban aquel pene. Era impresionante no solo la rapidez con la que lo hacía, sino la facilidad con la que succionaba los testículos del padre Damián al mismo tiempo que le miraba a los ojos para saber si estaba haciendo bien su misión. 

Cuando el cirio pascual del padre Damián estuvo lo suficientemente duro, este puso a Teresa de espaldas a él mirando hacia el espejo. Así que estando los dos contemplando el reflejo del otro, el padre Damián se escupió en la punta de los dedos y tras restregarlos repetidamente por la punta de su sexo, levantó sutilmente una de las nalgas de Teresa y sin apartar la mirada de aquel espejo, comenzó a follársela como nunca antes lo habían hecho.

Pero viendo el daño que su pene le estaba produciendo a Teresa, por un momento en su vida el Padre Damián se apiadó del alma de esa novicia y decidió parar. Así que ante la imposibilidad de no poder seguir follándose a Teresa, el padre Damián no pudo hacer otra cosa que ponerse de rodillas y susurrar con las manos cogidas y los ojos cerrados;

-Bendice señor estos alimentos que voy a tomar y sin coger aire tras acabar la frase, clavó su boca en el coño de aquella novicia. Su lengua comenzó a moverse como la serpiente entre las ramas del árbol del paraíso, unas veces subía, otras veces bajaba y de vez en cuando clavaba sus dientes sobre aquel conejo, que como bien sabemos son una de las presas favoritas de los reptiles que se arrastran por el suelo. Debido al placer que aquella lengua estaba produciendo en su coño virgen, Teresa comenzó a retroceder, sus piernas estaban empezando a fallar hasta que tuvo la suerte de que su culo tropezó con una mesa que había en aquella habitación. El padre Damián, pasando sus brazos para cada uno de los muslos de aquella joven indefensa, la sentó sobre la mesa y abriéndole por completo las piernas retomó su tarea.

Teresa volvió a rezar, esperando  esta vez poder articular más de cuatro palabras seguidas.

-Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea su lengua…digo tu nombre, venga a nosotros tu orgasmo…Su respiración entrecortada mezclada con sus gemidos de excesivo placer sobrepasaron la oración hasta tal punto de que sus gritos empezaban a escucharse notablemente.

-Abre la boca y muerde esto dijo el padre Damián. En ese momento el padre se quitó la cruz de madera que colgaba de su cuello y haciendo que Teresa la mordiese, consiguió que la ira de Dios ocultase durante unos instantes aquellos gemidos que podrían delatar a ambos.

Aquel proceso siguió su curso, la lengua del padre Damián cada vez se iba clavando más y más fuerte en los adentros del sexo de la novicia Teresa, al mismo tiempo que esta mordía la cruz e imploraba a los cielos que nunca terminase ese día. Y en ese momento en el que Teresa eyaculó sobre la cara del padre Damián, también lo hizo su primera menstruación,  haciendo que todo se empapase de rojo y se convirtiese en el bautizo del mismísimo Satanás.

En ese instante, la puerta de la caseta volvió a crujir. Un grito sordo sonó en aquel momento, era la madre superiora. Esta vez parecía que no solo era la desaparecida la novicia Teresa, sino que ahora todos también buscaban al padre Damián.

-¡¿Pero qué hacéis!? vociferó. Pero el momento en el que la madre superiora cruzó el umbral de la puerta, el crucifijo que reposaba en la parte superior de esta, cayó sobre su cabeza, impactando de lleno sobre su nuca y haciendo que esta muriese en el acto.

El padre Damián se preguntó en aquel momento qué fuerza era quien le ayudaba. ¿Por qué Dios le seguía salvando una y otra vez de todos los pecados que este cometía? ¿Qué juicio le esperaría el día que muriese? Pero como si sus propios pensamientos hubiesen llegado al más allá, fue esta vez el demonio el que hizo que sonase el teléfono del padre Damián.

-Padre Damián, soy Susana, estoy embarazada…

Continuará…