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El obispo, el monaguillo y la monja albina

en Voyerismo

                                                  El obispo, el monaguillo y la monja albina.

 

El obispo, sentado en un sofá con su sotana negra con botones dorados, su fajín morado, su solideo morado y sus zapatillas negras con franjas doradas, miraba para Anastasio, que estaba en pelotas y sentado en un taburete que había a los pies de la cama de una habitación del obispado. Vio cómo Débora, se acercó a Anastasio, cómo se puso en cuclillas, cómo agarró con su pequeña y blanca mano la polla desempalmada, una polla que no mediría más de siete centímetros, cómo la metió en la boca y cómo comenzó a mamarla, (la monja no tenía ni idea de cómo se chupaba una polla). Vio cómo en menos de un minuto se la puso gorda y húmeda y cómo de los siete centímetros pasara a los veintiuno. Débora, le dijo a Anastasio:

-Es muy gorda y muy larga.

Anastasio, un monaguillo, delgado, rubio, de ojos azules, y muy guapo, le preguntó:

-¿Eres virgen?

-Lo soy.

-El obispo, un viejo feo y mal encarado, les dijo:

-¡Dejaros de cháchara y id al tema!

Débora, era una monja de 19 años, albina. Ni Anastasio ni el obispo sabía cómo eran sus encantos, ya que el hábito que llevaba los tapaba.

La monja se quitó las bragas, mojadas, se levantó el habitó y se sentó sobre las rodillas de Anastasio. Después cogió la polla y la puso en la entrada de su virginal coño, y dijo:

-¡Qué sea lo que Dios quiera!

Bajó el culo y se rompió el coño, literal, pues empezó a sangrar. La monja comenzó a llorar. El obispo, que era un cabrón, rompió a reír. Luego le dijo:

-Abofetea al cabrón que te rompió el coño, Blanca.

Débora, limpiando las lágrimas de sus mejillas, le dijo:

-Nuestra religión me impide ejercer la violencia.

-¡Y fornicar! Y está fornicando. ¡¡Abofetéalo!!

La monja le metió al monaguillo una bofetada con tantas ganas que el chasquido se oyó fuera del obispado. El obispo se excitó:

-¡Pegas fuerte, Blanca! Dale más.

-Que Dios me perdone por lo que voy a hacer.

La monja le dio media docena de bofetadas seguidas mientras metía la polla hasta el fondo del coño. El cabrón del obispo se seguía riendo.

-No te olvides de mirarme cuando te corras, Blanca. Quiero ver iu cara llena de placer.

La monja se persignó. Se persignó porque le había gustado pegarle a Anastasio y porque le gustaba que el obispo la mirara mientras follaba.

Anastasio se levantó del taburete, la llevó al lado de la cama, una cama cubierta y con cortinas de seda a ambos lados, y la dejó de pie al lado de ella.

La monja le quitaba una cabeza de altura (Anastasio mediá un metro sesenta y cinco). Le quitó la cofia y vio su pelo blanco y cortito. Después le quitó el cordón y el hábito. La monja no llevaba ropa interior. Sus tetas eran medianas, duras cómo piedras y casi piramidales, tenían areolas rosadas echadas hacia fuera y sus peones eran pequeñitos cómo lentejas. Su pequeño coño estaba rodeado de pelos blancos. La empujó y la monja cayó boca arriba sobre la cama. El obispo se acercó a la cama para ver aquella belleza angelical, y allí se iba a quedar, de pie y mirando de cerca cómo follaban.

Anastasio puso a la monja a lo largo de la cama. El obispo, le dijo:

-Hazle lo del hielo cómo le hiciste a las otras monjas.

Anastasio se fue a la cubitera, dónde descansaba el vino, cogió un cubito de hielo, volvió a la cama y se lo pasó suavemente por los labios. La besó. Hizo círculos con el cubito por la areola y el pezón de la teta derecha. Se la chupó. Hizo lo mismo en la teta izquierda. La chupó. La volvió a besar. Jugó con el cubito de hielo en su vientre y su ombligo. Al pasarlo por los labios vaginales a la monja la recorrió un escalofrío. Con el cubito acariciándolos comenzó a gemir. Anastasio le dio al obispo lo que quedaba del cubito, el viejo se lo metió en la boca. Luego, Anastasio, metió la cabeza entre las piernas de Débora, y le lamió el coño. Con la primera lamida, la monja, se puso a rezar. El obispo echó la mano a su flácida polla y la acarició por encima de la sotana. La monja intentaba aislarse y volver a su mundo. Pero el placer que sentía al follarle la vagina con la lengua, al lamer y chupar su clítoris, al lamer su periné y su ojete levantando su firme culo con las dos manos, al subir y comer sus pétreas tetas, al besarla con lengua y al regresar al coño volviendo a él mamando y chupando pezones y areolas, la traían de vuelta a este mundo de vicios y perversiones. Iba por su cuarto Ave María, cuando sintió que algo iba a reventar dentro de ella. Le cogió la cabeza con las dos manos a Anastasio, y le dijo:

-¡Siga, hermano, se lo suplico, siga!

El obispo, caliente cómo un perro, le dijo:

-¡Mírame, Blanca, mírame!

Anastasio no paró y la monja, mirando para el obispo, le llenó la boca de babas espesas y blancas mientras se retorcía de placer y jadeaba cómo una perra.

Al obispo viendo la cara de gozo de la monja al correrse, sintiendo sus gemidos y viendo cómo temblaba, se le puso la polla a media asta.

Al acabar de correrse, Anastasio, le dio la vuelta, le separó las blancas nalgas con las dos manos y le lamió el periné y el ojete multitud de veces... La monja cuando sintió la polla del monaguillo acariciar su ojete comenzó a rezar de nuevo. Anastasio le metió la puntita en el culo. Se sintió:

-¡¡¡Ayyyyyyyy!!!

La sacó y le metió el glande en el coño. El obispo, le ordenó:

-¡En el culo! ¡¡Rómpele el culo!!

El monaguillo obedeció. La polla entraba ajustadísima y a Débora le hacía ver las estrella. El obispo se empalmó al sentir los quejidos de dolor de la monja. Se la metió hasta el fondo. A la monja le escocía y le dolía el culo, y le escoció y le dolió, y le escoció y le dolió, hasta que tiempo después el escozor dio paso al placer... De su coño comenzaron a salir babas espesasy blancas y de su garganta gemidos de placer. A punto de correrse de nuevo, la monja, le dijo al obispo:

-¡Es usted un demonio, excelentísimo!

-¿No le decía a su confesor que a veces sentía la llamada de la carne?

La monja se escandalizó.

-¡El secreto de confesión ha muerto!

Al monaguillo le estaban aguando la fiesta. Le preguntó a la monja:

-¿Quieres que pare, Blanca?

Le respondió el obispo.

-¡Sigue, sigue hasta elevarla a las alturas de nuevo!

La monja ya estaba demasiado cachonda cómo para que la dejara a medias.

-Sí, siga, hermano, siga.

-Bésalo, Blanca.

-No debo, reverendísimo.

-¡Que lo beses, coño!

La monja le comió la boca al monaguillo. Anastasio le llenó el culo de leche. A Débora también le vino. Al correrse se aferró con las manos a la sábana y mordió la almohada. Sacudiéndose ella y con temblor de piernas él disfrutaron cómo dos condenados... Volando por las más altas cimas del placer sus corridas se mezclaron en el segundo de los cinco orgasmos que iba a tener la monja esa velada. El obispo no llegó a correrse, él disfrutaba mirando.

Quique.

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