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Escultura Perfecta

en Erotismo y Amor

(escuchar: Lustral “Still loving you”(modo: repeat))

Hacía mucho que no volvía a aquella ciudad que tanto le había dado años atrás. Siempre soleada, bañada por un mar de azul intenso, siempre abierta a conocer gente y experiencias nuevas. Lucía vibrante, nueva, como la dueña de los pasos que la recorrían de nuevo. Le gustaba ver cómo algunos lugares míticos se mantenían en pié y cómo otros muchos habían surgido dándole un soplo de aires nuevos y actuales, con más diversidad y colorido. Era su ciudad de infancia y le estaba dando la bienvenida como esperaba.

En su primera noche, decidió ir a cenar al mítico “Mariano” donde las mejores alcachofas en todas sus versiones, eran servidas y un pecado no comer. Toda la carta era merecedora de tal fama, y lo testimoniaba, todas las fotos de celebridades pasadas por allí. El dueño, Mariano, no había faltado en su barra ni un solo día y con su esfuerzo, simpatía y profesionalidad, había logrado mantener ese negocio familiar durante tantos años y aumentado su plantilla. Tras la cena, decidió pasear por aquellas calles que de joven pateaba.

La sensación era totalmente de “dejâ-vu”. Sí, efectivamente la gente era diferente, no reconocía ningún rostro y seguramente, los que podría conocer, después de tanto tiempo, serían rostros extraños también. Paseando y paseando termina en la puerta de una galería de arte. Lo cierto es que estaba bastante concurrido. Gente fuera charlando sobre la exposición y mucha dentro deleitándose con las obras. Cuál es su sorpresa cuando ve el nombre del artista invitado Darío Martín. “¡Darío! Increíble”. No pudo evitar el impulso de verle, de entrar y reencontrarse con alguien que fue especial para ella hace tiempo.

El ambiente era diverso. Algunos no podían negar que eran artistas. Otros, más bohemios vestidos para la ocasión, daban “caché” al evento. El champán servido con elegancia por el personal contratado, era el antojo de los allí presentes. Buenos canapés acompañaban con sus colores y formas a lo que llamaríamos, una buena exposición. Los cuadros y las esculturas eran, junto con el artista, los protagonistas. Todos los asistentes circulaban observando y estudiando las piezas esperando su turno para hablar con el autor, Darío. Se le veía pletórico, guapísimo, a gusto, feliz y seguro. Ella le observaba desde la distancia sabedora de que él no sabía de su presencia. Tenía un punto morboso observarle en suplenitud y sin que él lo supiera. Seguía teniendo esa maravillosa sonrisa que derrite a quien le mire. Seguía con esa personalidad tan auténtica y única que le hacía, entre otras cosas, vestirse vanguardista, atrevido, original pero con estilo, mucho estilo.

Bárbara, decidió seguir un rato más observándole mientras pegaba el oído al máximo, para escuchar los por qué de las creaciones. Era curioso escucharle en qué se inspiraba para cada obra. Las cosas más insignificantes como un color, una forma, una baldosa mal puesta, una farola torcida, el color de un vaso atravesado por el sol, un hierro forjado de un balcón desvencijado etc etc. Pero también las significativas le hacían inspirarse. La religión, el desamor, el amor, el sexo… ¡vivir! Vivir le hacía crear.

Los invitados, al cabo de un buen rato, empezaban a abandonar la galería. Ha sido todo un éxito y a Bárbara le empieza a subir el pulso. Respira acelerada al pensar que, en breve, tendrá que dirigirse a él. Mirarle a los ojos y no perderse. Comienza a mentalizarse y a tranquilizar a la “loca” de su mente que empieza a ponerse traviesa. No es el momento, ahora no.

Para intentar calmar sus nervios, buscó un sitio donde seguir observando a su alrededor y empezó a recordar a aquel hombre. Le recordó bailando en sus noches de juerga. Recordó cuando tomando un café, él se enamoró de un cuadro expuesto en la cafetería, con el retrato sin cara, de un indio americano entero de negro y, con la ilusión que ella consiguió que le hicieran una copia y regalársela en Navidad. Recordó todos los momentos en los que compartían confidencias y cómo las horas volaban cuando se ponían a filosofar del futuro, de la vida, de ellos. Recordó, ruborizándose, el regalo de despedida de soltero que le hizo. Recordó su excursión a uno de los paradores más bonitos. Recordó, recordó y recordó.

Aprovechando que un grupo de amigos se están despidiendo de él, se aproxima. Cuando éstos parten, la siguiente cara que Darío se encuentra es la suya. Chispeante. Como la de una niña a quien le toca el turno con Papá Noel para entregar su carta. Sus ojos se encuentran y los dos sonríen ampliamente, felices pero a cámara lenta. Observándose mutuamente despacio, como si se hubiera parado el tiempo y sólo estuvieran ellos. Solos.

Se abrazan también profunda y lentamente. Como si en ese abrazo, vivieran los dulces recuerdos que ambos tenían el uno del otro. Como si quisieran recuperar el tiempo atrás. Fue maravilloso.

Él sorprendido le pregunta por su asistencia, ella le explica que un largo paseo le trajo hasta allí y todavía cogidos de la mano, él le responde: “Qué casualidad” a lo que ella no pudo evitar responderle: “Darío, no existen las casualidades” y él con su dedo índice rozó la punta de su nariz y le guiñó un ojo. “No has cambiado nada, chati. Estás preciosa”. Ella le agradeció su comentario con un beso en la mejilla.

Cogieron sus cosas y se fueron a cenar, a pasear, a contarse todo lo que uno puede contar en una noche tan especial y llena de vibraciones eléctricas. La noche, como buena anfitriona, decidió regalarles una temperatura perfecta para pasear, para sentarse en su jardín de naranjos, su luna llena más brillante que les hacía de farola, una suave brisa que regalaba a sus invitados el aroma del azar. Fue generosa con ellos y les regaló una noche de cuento.

El sol despuntaba y la noche se despidió de ellos por el momento, pues ella misma sabía que pronto les volvería a ver. Hasta entonces, pensaría qué regalarles la próxima vez.

Se despidieron y prometieron llamarse para continuar con esa “maravillosa casualidad”.

La siguiente vez que se vieron, Bárbara iba nerviosa. No terminaba de entender por qué, pero como pudo, disimuló. Ella desconocía cómo estaba él, pero por cómo le conocía, intuía o quería pensar, que él también estaba un poco nervioso. Bueno, así jugarían con las mismas cartas, pensó ella.

Disfrutaron de una copa en un mini-teatro. La experiencia le encantó. Estar viendo al actor a tan sólo unos centímetros de ella, hacía que sintiera que ella misma era parte de la obra. Siguió una cena en un asiático donde compartieron mesa y risas con más comensales. Era curioso como sus dos personalidades atraían a cualquiera para una conversación o mínimo comentario. Bárbara se dio cuenta de que los dos, eran muy parecidos en eso. No tardaban en entablar conversaciones con un barrendero, un camarero o un repartidor de agua. Eran muy afines en un montón de cosas y sentimientos. Claro que no en todo coincidían pero, sin duda, podrían ser los amigos perfectos, la pareja perfecta. Tenían más en común que lo que les pudiera diferenciar.

Pero fue cuando se fueron a bailar cuando Bárbara sintió fuegos artificiales. Cierto es que a ella, siempre se le ganaba con buena música y una buena sesión de baile. Y allí pudo sentir que todo fluía. Eren cómplices de sus miradas, roces, pasos, risas y comentarios. Bailaron, bailaron hasta que los pies quisieron. Y como si de una sola mente se tratara, decidieron partir. De camino al punto de despedida, él aprovechó que ella se ponía su chaqueta para ser él, quien se la pusiera y así, poder besar aquellos labios que llevaban toda la noche pidiéndole, en silencio, que los besara. Sin pensarlo dos segundos, le sujetó suavemente su cara, la miró a sus ojos verdes y la besó. Un beso entremezclado con ternura y pasión deseosa de salir a bailar también. Un beso que se prolongó, acompañado de caricias, hasta que un saludo lejano les despertó. Él correspondió al saludo, mientras ella notaba el fichaje ajeno. Caminaron hacia lo que iba a ser su despedida.

Pasaron dos horas desde que habían llegado al destino pero ninguno de los dos quería que acabase ahí. Hablaban y hablaban huyendo de la despedida. Él se armó de valor y le pidió que pasara la noche con él. Se sentían, se querían, se admiraban y todo lo que deseaban era pasar más tiempo juntos.

Extrañamente los preámbulos no acompañaron al fin de fiesta. No importaba. No importaba en absoluto pues la noche, las horas compartidas y él, sobretodo él, hacían que hubiera sido un encuentro excelente.

Los días y semanas pasaron y ambos hacían por pasar el mayor tiempo juntos. A Bárbara le fascinaba cómo él vivía la vida, sus deseos, sus caprichos, sus reflexiones, sus inseguridades, cómo valoraba todo lo que le rodeaba. Se percató de los colores, luces y sombras, con los que él veía la vida, la familia, el trabajo y su sentido de la responsabilidad. Seguía teniendo esa esencia pura, aunque dañada un poco por los años y vivencias que inevitablemente, marcan a uno mismo. Él era una caja de sorpresas. Único.

Y como la misma vida, muestra sus irremediables señales, a veces aparecía esa sombra. Esa odiosa sombra que tan sólo aportaba inseguridad y bloqueo. Ambos la sufrían y a ambos distanciaba. Podría decirse que era el único punto negro en su relación. Cada uno a su manera, intentaba entender y radicar esa sensación pero, a veces, no encontramos ni la manera ni las palabras justas para vencerla y ahí se queda. Quieta, mirándote a los ojos y diciendo: “De aquí no me voy a mover. Allá tú”.

La muy puta ahí se quedó. Se quedó para restregarles por la cara que ella ganaba. Consiguió separarles. Consiguió terminar con los sueños e ilusiones de ambos. Consiguió que a ambos, les costase mirarse de nuevo, el uno en el otro.

Con lo que no contaba la sucia sombra, era con el mayor y más sabio de todos…el TIEMPO. Ese anciano que, consciente de su poder, sabe que al final él mismo, es el que pone las cosas en su sitio, siempre y cuando haya lo esencial, amor.

Fue él, quien ayudado por la nostalgia, el cariño y por supuesto la luna, hizo que se reencontraran. La luna, feliz de poder hacerles el regalo que llevaba tiempo guardando para ellos, hizo que Bárbara y Darío se unieran. Se unieran como dos enamorados que llevan tiempo separados contra su voluntad. Su deseo mutuo se multiplicó.

Se amaron despacio. En la habitación, solamente se oían los gemidos mudos de placer. Él, como si de su musa se tratara, la miraba, la besaba y la penetraba tan consciente del momento, que no quería que nada parara ese momento. Ella se dejaba penetrar a placer también. Los rincones a los que él accedía y rozaba, despertaban gustosamente, evidenciando el éxito con su humedad. Una y otra vez se tensaban, y su dueña sin querer parar, se estremecía de gusto. Sus bocas marcaban el ritmo de intensidad. Al morderse y respirar agitadamente, también lo era la penetración. Sus manos sujetaban las de ella, mientras le mordía los pezones. Ella quería más, deseaba más y subió sus piernas, abrazándole, para que su miembro llegara hasta el fondo. Todo. Lo quería todo dentro y que le llevase al clímax. Entre gemidos suaves, lenguas tensas, labios carnosos y maestría, llegó. Llegó y lo disfrutó.

Ambos saborearon las recompensas del sexo durante esa noche varias veces, e incluso, en la mañana que les vio despertar.

Cuando desayunaban, Bárbara notó en él como si quisiera decirle algo. Le pilló observándola esquivamente, como si le quemara contarle algo. De repente él le dice: ”Sabes, este tiempo que hemos estado sin vernos me ha hecho ver muchas cosas, echarte de menos, desearte, querer estar contigo a cada momento y no ha habido un solo día que no haya pensado en ti”. Bárbara, Bárbara se quedó petrificada. No sabía si alegrarse, si llorar, si echarse a sus brazos como si no le fuera a ver más en su vida, salir corriendo llorando….era una mar de contradicciones. Ella sentía que era el hombre de su vida, en ese preciso momento, pero en su fuero interno sabía que él era un espíritu libre, indomable, libre, SOLITARIO y que por mucho que le amara y se lo demostrase, él nunca sería para nadie. ¿Cómo seguir al lado de alguien que no cree, que no ve lo más básico e importante? Su corazón se rompió en mil pedazos. Era su hombre pero, él no sería de ella. Encima, para pisotear más los pocos pedacitos que quedaban de su corazón en el suelo, él la lleva a su taller en su apartamento y le enseña una escultura blanca.

Si alguien, sin ninguna sensibilidad la viera, diría que eran dos palos blancos. Pero ella, nada más verla, dedujo lo que era.

Dos figuras paralelas al suelo, como si estuvieran tumbadas de lado. Un palito fino pasaba por debajo de una especie de bola y en el otro extremo, supuestamente unas piernas, dos palitos uniéndose. Bárbara lo vio clarísimamente. Eran dos cuerpos abrazándose tumbados. Parecían una única escultura. Parecían uno.