Pensaba yo que independizarse, irse a vivir solo, permitiría llevar una vida sexual más amplia, menos controlada, sin tener que dar explicaciones sobre quién es la chica que te acompaña, o porqué no es la misma que la semana anterior. El hecho de vivir en solitario también conllevaba otras obligaciones tales como hacer la compra, la comida o la colada, cargas ínfimas si se comparan con la posibilidad de practicar un folleteo sin restricciones. Lo que no podía ni sospechar era que cumpliendo con estas obligaciones iba a dar con quién compartir mi vida sexual en mi nuevo apartamento. Y es que fue haciendo la compra, en la cola del súper concretamente, donde encontré a la chica que me tiene más que enganchado.
Había bajado a un supermercado cercano para hacer la compra semanal, que en mi caso se limitaba a cuatro o cinco envases fáciles de preparar y baratos, cuando al situarme en las cajas para pagar, reparé en la mujer que estaba delante de mí, o a decir verdad, reparé en su tremendo culo. La dueña de aquellas posaderas firmes y rotundas era una mujer negra, de unos 30 años, que sacaba su compra de la cesta. Aunque nunca me habían atraído especialmente las mujeres de piel de ébano, y me gustaran más las de mi edad (23 años entonces), en aquel momento su culazo me tenía cautivado. Agachándose delante de mí para sacar su compra de la cesta y ponerla sobre la cinta de la caja, su trasero se me presentaba irrechazable, en pompa, firme, duro, casi reventando el pantalón vaquero que vestía aquella mujer. Teniéndolo ahí, a escasos treinta centímetros, tan a mi merced, todavía no me explico como me contuve y no apoyé mis manos sobre sus rotundas nalgas. Creo que esta contención, al final acabó resultando premiada.
-“16.90”- dijo la voz seca de la cajera sacándome de la absorta contemplación del paisaje que se dibujaba donde acababa la espalda de esa negra. Reaccioné al oír a la cajera repetir el precio. Todavía no era mi turno, sino el de la dueña de ese culazo.
La mujer miraba en su bolso, rebuscando la cartera, nerviosa. Sacaba todo lo que llevaba pero seguía sin encontrar el dinero.
-“Olvidé mi monedero”- dijo por fin con un gracioso acento caribeño pero con rostro de preocupación.
La cajera la miró con gesto de pocos amigos, como diciendo que ese no era su problema. La dueña del mejor culo que haya visto nunca volvía a mirar en su bolso mientras la cajera miraba la cola que se estaba formando.
-“Voy y le traigo el dinero en un momentico”- sugirió la clienta, pero ante la poca conformidad que expresaba la cara de la cajera, decidí intervenir.
-“Cóbrese”- dije estirando el brazo y mostrando el billete que llevaba preparado para pagar mis compras.
Las dos mujeres me miraron. La cajera no sabía si coger el dinero y esperaba la conformidad de la mujer, y ésta me decía que no me molestase, que vivía allá cerca y que si le guardaban las bolsas ella volvía en cinco minutos. Insistí: “Cóbramelo”. Ahora sí la cajera cogió el billete y preparaba las vueltas. Mientras la mujer del culo perfecto recogía las cosas que había sacado de su bolso al buscar el dinero, a la cajera, que iba con prisas para que se no le hiciese aun más larga la cola de clientes, le dio tiempo a pasar mi compra y cobrarme. La verdad es que no sé porque lo hice. No sé si fue un gesto de caballerosidad, si esperaba algo a cambio, o simplemente lo hice porque la espera en la caja comenzaba a ponerme nervioso. Lo que si sé, es que este gesto fue el detonante de todo lo que vendría después.
Aquella mujer no paraba de darme las gracias, con una sonrisa blanca en su boca que contrastaba con su piel oscura. El supermercado está en un sótano de un centro comercial y mientras caminábamos hacía la salida ella me insistía en que la esperase cinco minutos, que iba al banco y me pagaba. Yo decía que no, y ella decía que si. Dejé que pasara delante de mí en las escaleras mecánicas, ya que yo me sentía más que pagado si veía su trasero por pocos segundos más. Fuimos saliendo a la calle y la mujer seguía empeñada en pagarme. Yo le decía que no importaba, que no se molestase. Vi que iba muy cargada con las bolsas y aunque ella no quería que le ayudara en eso también, acabé por cargar con sus bolsas. No paraba de darme las gracias, y me pedía por favor que la esperase, que iba al banco para sacar dinero y pagarme, pero yo seguía insistiendo que no hacía falta. Al final, acabó dándose por vencida.
-“Bueno, si no quieres que te pague, al menos me permitirás que te invite a un café”- dijo. A esa invitación no me pude negar, aunque no reparé en que si ella no llevaba dinero, al final el café lo iba a tener que pagar yo.
Seguimos caminando por la calle, cuando de pronto ella se detuvo en un portal. Al verla, yo también me detuve. Iba a devolverle las bolsas de su compra, a despedirme y a ver por última vez su magnifico trasero cuando ella dijo:
-“¿Subes y nos tomamos ese café?”.
Yo no esperaba que el café fuera en su casa, pero me gustaba la idea, y más después de ver la sonrisa que se dibujó en su rostro cuando me hizo la invitación. Abrió el portal y pasé. Subimos en ascensor a pesar que sólo vivía en un segundo. Era un apartamento pequeño, más o menos como el mío, que estaba un par de calles más abajo. Todo estaba recogido, ordenado. Había muchas fotografías de ella con una niña de unos 8 o 10 años, su hija supuse. Me pidió que dejase las bolsas de la compra en la cocina y que la esperase. Así lo hice. Dejé las cosas sobre la mesa de la cocina y la esperé. No sé donde se había metido, pero me parecía que tardaba. Miré hacia el salón, y a través del reflejo de un espejo la vi. ¡Se estaba cambiando de ropa sin siquiera cerrar la puerta de la habitación! De espaldas a mí, casi a oscuras, lo que más resaltaba era la blancura de unas bragas de las de toda la vida que cubrían ese tremendo culo que había llamado mi atención unos minutos antes en la cola del súper. Seguí mirando en silencio como ella se quitaba los pendientes, los dejaba sobre la mesilla, y se metía por la cabeza una prenda de vestir que estaba a medio camino entre un vestido veraniego y una bata de casa. Cuando terminó de abrochársela y supuse que volvía, dejé de mirar y me senté en una silla como si no me hubiera enterado de nada.
Me preguntó cómo quería el café. Le dije que si podía ser una cerveza, y ella dijo que claro que si. Sacó de la nevera dos latas, una de cerveza para mí y otra de refresco de cola bajo en calorías para ella. Se sentó al otro lado de la mesa y empezamos a hablar. Bueno, casi siempre hablaba ella, y lo hacía mucho y muy rápido. Entre su hablar apresurado y que yo prefería imaginar su cuerpo semidesnudo bajo el vestido, apenas me enteré de que se llamaba Carla, que era de la República Dominicana, que se había casado con un hombre de acá que la dejó al poco de que ella se quedara embarazada. Sus palabras confirmaron mi idea de que la niña de las fotos era su hija. Charlamos un rato más, bebiendo de vez en cuando pequeños tragos de nuestras respectivas latas, hasta que pasado un rato ella se incorporó para empezar a recoger la compra, que continuaba dentro de las bolsas en el lugar exacto donde las había depositado. Si tenía que colocar algo en un estante alto yo la ayudaba para poder estar cerca de su cuerpo. Con un par de cajas de leche en la mano ella pasó junto a mí. La cocina era estrecha, y yo siempre estaba en medio. Me medio retiré para permitirle pasar, pero no había suficiente espacio. Tuvo que pasar de lado, dándome su espalda. Fue un segundo, incluso menos, pero su culo grande y poderoso se rozó con mi cuerpo, con mi sexo. Yo lo viví cómo si fuera a cámara lenta. Mi paquete entrando en contacto con su trasero, rozándose, cayendo después en el espacio entre sus nalgas, y volviendo a rozarse con su otra nalga. Es cierto que yo no había hecho todo lo que podía por apartarme, pero juraría que ella tampoco. Carla me miró de reojo sonriendo picaramente. Estoy seguro que los dos dejamos que nuestros cuerpos se rozaran a propósito, queriendo dar un paso más pero sin saber cómo hacerlo. Ella debía volver a coger más cosas de las bolsas, y tenía que pasar otra vez junto a mí. Esta vez lo hizo de costado pero dándome la cara, mirándonos de frente. Repitió la operación un par de veces más, pasando tan cerca de mí que acabábamos rozando nuestros cuerpos, ya fuera su culo o su bajo vientre lo que pasaba a milímetros de mi sexo. En una de estas no pude aguantar más y caí en sus provocaciones, porque efectivamente era eso lo que quería hacer Carla pasando una y otra vez junto a mí.
Venía de cara. Con un rápido movimiento la rodeé con mis brazos y girándola la encerré entre mi cuerpo y la encimera de la cocina. Acerqué mi cara a la suya, mis labios a su boca. Nos besamos con furia, como queriendo recuperar el tiempo que habíamos perdido tonteando en ese juego de tocar nuestros cuerpos. La levanté y la senté sobre la encimera, junto a la fregadera. Sin dejar de besarnos mis manos torpes trataban de ir soltando los botones que cerraban su vestido. Cuando al desatar el tercer botón aparecieron sus pechos grandes y ligeramente caídos sin la protección del sujetador, no pude reprimirme y los apreté entre mis manos con toda mi fuerza. Ella me besó todavía con más furia. Pellizqué por última vez sus pezones y mis manos siguieron bajando por el cierre de su vestido. Su vientre no era plano ni perfecto, pero me encaminaba hacia su sexo, así que mi mano se fue deslizando por él hasta llegar a esas bragas blancas con las que le había visto hacía unos minutos. Mi mano dibujó la forma de su vulva sobre la ropa, y apretando conseguí que ella gimiera por primera vez. Estábamos excitados y ninguno de los dos quería negarlo. Retiré como pude sus bragas y mi cara se refugió en la negrura de su sexo. Mi lengua iba del frío de la encimera imitando a mármol sobre la que Carla estaba sentada al calor húmedo de su coñito. Sus labios se abrían al pasar de mi lengua, dejándome ver en primerísimo plano su vagina rosácea, y mi nariz servía para que ella frotara su clítoris. Así estuve comiéndome su sexo, haciendo que su coño se humedeciera a medida que mi lengua se secaba y se impregnaba de su vello púbico. Ella apretaba mi cara contra su cuerpo, y cuando lo hizo con más fuerza supe que se iba a correr. Mi lengua abrió sus labios, se introdujo por su vagina y recibió los frutos de ese orgasmo.
-“Me corro, me corro”- gritaba Carla, aunque el regusto de su flujos vaginales en mi boca me hacía comprobar que ya se había corrido.
La levanté en brazos, dejando caer al suelo de la cocina su desabrochado vestido. Ella se enrolló con sus piernas a mi cuerpo. Nuestras cabezas quedaron frente a frente. Nos besamos con furia dejándonos llevar por la pasión del momento. Quería que Carla conociese el sabor de su cuerpo a través de mis besos. Entrelazados y sin dejar de devorarnos la boca fuimos saliendo de la cocina, cruzamos el salón y entramos directos a su habitación, donde la había visto desvistiéndose minutos antes. La dejé en el suelo, me quité la camiseta y me tumbé sobre la cama todavía vestido de cintura para abajo. Ella acercó su cuerpo brillante al mio. Con un sabio movimiento de su mano soltó mi cinturón, luego el botón del pantalón y muy lentamente fue bajando mis pantalones. Posó sus pequeñas manos sobre el paquete que se anunciaba bajo mi calzoncillo. Yo a esas alturas estaba tremendamente excitado y no necesitaba mucho más para terminar de ponerme a tono, pero sus manos sobre mi sexo, consiguieron hacerlo crecer aun más. Yo mismo me quité el calzoncillo, en un gesto que pedía calladamente que empezara a trabajar mi polla como yo había hecho antes con su coño. Dicho y hecho. Carla fue bajando muy lentamente su cabeza, acercándola a mi sexo, mientras no dejaba de mirarme con una pícara y brillante sonrisa en su rostro. Tímidamente su lengua rozó mi glande provocándome un primer suspiro. Repitió la operación otra vez, y otra, y todavía una más. Su lengua repasaba mi glande, sin siquiera enmarcar con sus gruesos labios mi pene, pero la constante repetición de ese gesto me acercaba más y más al orgasmo. Quería aguantar todavía un poco más, llevar yo el ritmo, así que agarré la cabeza de Carla con ambas manos y poco a poco, venciendo su resistencia inicial, hice que tragara buena parte de mi rabo. El húmedo calor de su boquita, el roce de mi glande con sus labios…me iba embalando, haciendo que con mis manos en su cabeza, ella me la mamara más y más rápido. Si sentía demasiado próxima la eyaculación tan sólo descansaba unos segundos que servían también para que Carla recuperara el aliento, y acto seguido volvía a empujar su cara contra mi sexo. Así estuve durante un rato, hasta que sentí la necesidad de correrme, y el deseo de hacerlo en su boca. Inicié una nueva tanda, sólo que esta vez en lugar de despegar su cara de mi pubis, retuve su cabeza entre mis manos haciendo que tragara todo el semen que expulsaba. Fue bestial. Desde luego la mejor sesión de sexo oral de mi vida, y una de las mejores de toda, hasta entonces corta, vida sexual. Su cabeza retenida entre mis manos, con más de media polla en el interior de su boca, llenando de mi leche su garganta…Carla se atragantó, tosiendo al sentir de pronto toda su boca inundada con mi orgasmo. No sabía cómo podía reaccionar ella, porque pocas chicas conocía a las que no les importara que te corrieras en su boca. Mis dudas sobre su reacción desaparecieron cuando, con una pastosa mezcla de saliva y semen en su boca, dijo:
-“Quiero que me folles”.
Yo encantando de cumplir sus deseos, que eran también los míos. Me acababa de correr, pero sentía que tenía fuerzas para repetir varias veces más. Me incorporé e hice que fuera ella quién se tumbara boca arriba sobre su cama. Carla se acomodó, abriendo al máximo sus piernas, ofreciéndome su sexo, que si bien no se veía bello, si que aparecía ante mi mirada como irrechazable. Sin preparárselo previamente, sin lubricación, me situé entre sus piernas, acerqué mi cuerpo al suyo, y en un rápido movimiento, se la clavé entera. Carla torció el gesto. No dijo nada pero estoy seguro de que le dolió. Hacía ya unos minutos que se había corrido y su vagina había vuelto a secarse. Sospecho que ninguno de los dos, al menos yo, teníamos demasiadas oportunidades de follar, así que no era cuestión de quejarse por unas pequeñas molestias. Además su cuerpo enseguida empezó a segregar lo que tenía que segregar. Bastaron mis torpes movimientos adelante y atrás para que la vagina de Carla se humedeciera. Ella no paraba de gemir. Alternaba suspiros y pequeños grititos. Sus manos rodeaban mi cuerpo, abrazándose en mi espalda, como queriendo retenerme. No hacía falta que lo hiciera. Yo estaría en su interior por los siglos de los siglos, o al menos hasta que me corriera una vez más. Respirándonos a la cara, el sudor que resbalaba por mi cuello caía sobre su piel negra brillante, tan sólo iluminados por la luz solar que se colaba a través de las rendijas de una persiana sin terminar de bajar. Flexioné hasta que la flacidez de los músculos de mis brazos dijo basta. Caí sobre su cuerpo, pero no deje de mover mis caderas. Un golpe, otro. Sin dejar de penetrarla. Su vagina se había acostumbrado al tamaño nada exagerado de mi polla. Tanto se había habituado que al poco Carla se corrió de nuevo. Al sentir su coño inundado, paré en seco. Saqué mi polla enrojecida de su cuerpo. Mis manos se posaron en sus caderas. Quería girarla, ponerla de espaldas a mí. Ella adivinó mis intenciones cuando dijo “por el culo no”. Yo la había oído perfectamente, pero hice cómo que no. La giré completamente, levanté sus caderas, y dije para mi mismo: “por el culo sí”. Ayudado por ambas manos y haciendo una notable fuerza separé esas rotundas nalgas que, apenas media hora antes me habían llamado poderosamente la atención en la cola del súper. Carla apenas debió notar que estaba follándome su culo. Solamente pude meter la puntita, el glande. El tronco de mi verga quedaba preso entre sus negras y rotundas nalgas. Al primer empujón me corrí. Su estrecho agujero cerrándose al paso de mi pene era demasiado para mí. Descargué todo el semen que quedaba en mis testículos en sus entrañas. Ella sabía que había contradicho su orden, pero no rechistó. Es más. Al acabar me premió con un beso de su boca grande y seca. Reposamos apenas unos minutos. Luego me vestí y me marche antes de que llegara su hija y Carla tuviera que inventarse una explicación más o menos convincente sobre mí.
Desde aquella vez nuestros encuentros poco menos que se han institucionalizado. Ya no necesitamos encontrarnos por sorpresa en el supermercado, ni tengo que pagar su compra porque ella olvidó el monedero. Tan sólo hace falta una llamada, o presentarse en casa del otro cuando sabes que esta solo, para paliar nuestras soledades con un poco de conversación y algo de sexo. No es exactamente lo que yo estaba esperando cuando decidí emanciparme, pero es sexo al fin y al cabo. Además es sexo con la dueña del mejor culo de todo el barrio.