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Bienvenido al Matriarcado

en Dominación

Bienvenido al matriarcado.

Cuando nos conocimos, Jose tenía 27 años y yo 25. El medía casi un 1.80 y era delgado, de brazos largos. Guapo y con una enorme seguridad en sí mismo.

El contacto se produjo por obra y gracia de un camarero que invitó a una ronda de chupitos para su grupo de amigos rompiese el hielo con mi grupo de amigas. Él era el líder de su manada. Yo destacaba entre mis amigas. En el camino desde aquel bar a una discoteca cercana, nos besamos en cada esquina. Sin embrago, al entrar al nuevo local, Jose comenzó a pasar de mí.

Yo no podía permitirlo, le besé, le busqué, le toqué…, pero estaba perdiendo su atención! No tuve más remedio que sacar la maquinaría pesada.

―Ven a mi casa y hoy serás mi esclavo sexual ―le dije mientras dejaba que mi vestido rojo se fundiese en su entrepierna.

Algo hizo “click” en él. Solo tuve que tomarle de la mano y me acompañó al exterior como si fuese un colegial. En honor a la verdad, debo decir que aquella noche tuvimos un convencional sexo vainilla.

Yo me llamo Carla, mido algo más de 1.60, soy delgada y lo tengo todo en su sitio, no necesitáis saber más.

Aquello fue el principio de nuestra relación. Yo supe que podría explorar su sumisión, aunque en aquellos primeros compases, tendría que ir despacio. Comencé cambiando su rutina sexual. Resulta que a Jose le gustaba hacerlo por las mañanas.

―Lo siento, pero soy nocturna. Me gusta hacerlo al acostarme porque después duermo genial ―le expliqué en lo que era más una orden que una simple exposición.

―Cuando tú digas. ―Fue su nula oposición.

A los dos meses me atreví a bajar del altillo mi pequeña caja de las perversiones. Apenas unas esposas y una fusta casi infantil. Él se dejó hacer, e incluso azotar, suavemente. Fue algo suave y divertido, pero supuso un paso más que nunca tendría vuelta atrás. El cambio definitivo se dio días después; no teníamos las tareas domésticas repartidas ni nada de eso, simplemente las compartíamos. Aquel día le había pedido que recogiese la cocina mientras yo leía unos mails y cuando regresé estaba chateando en algún grupo de WhatsApp y casi no había tocado nada. Debió notar el enfado en mi mirada porque dejó el teléfono sobre la encimera sucia y se puso a recoger. Yo no le di opción. Le arrastré al dormitorio entre gritos, le esposé al cabecero de la cama, le bajé los pantalones y le azoté con ganas…, las tres primeras veces. Al ver que lo acataba, descargue la fusta con todas mis fuerzas. Fue la primera vez que alcancé un orgasmo azotando a alguien. Creo que esto último le dejo más sorprendido que el castigo en sí. En cualquier caso, al soltarle se arrodilló y me besó los pies mientras me prometía que no volvería a pasar.

Decidí implantar ciertos cambios. Desde ese momento comencé a darle instrucciones precisas sobre lo que tenía que hacer en casa, le mandaba a la cama sin cenar, le castigaba al menor error y algunas noches le hacía dormir esposado. Jose lo llevaba bien excepto cuando se corría. Su explosión de placer se veía inmediatamente seguida de una importante caída de su sumisión. Y era un problema; a mí me gusta follar todos los días…

La solución llegó casi por casualidad. Un fin de semana en el que habíamos follado mañana (seguía con sus gustos y a veces se lo concedía), tarde y noche, no fue capaz de acabar después del segundo asalto nocturno. Tenía una completa erección, pero le estaba costando terminar. Yo ya me había corrido media docena de veces, así que dejé de lado su placer y le dije que ya había acabado. Él quiso continuar, pero le paré y le obligué a salir de mí. Se quedó sorprendido y algo molesto, pero en 30 segundos estaba buscando mi sexo con la lengua y prometiendo sumisión si le dejaba correrse.

Esta vez el “click” sonó en cabeza.

Establecí dos normas:

―No podrás correrte sin mi permiso. Jamás ―él se limitó a sonreír y a encogerse de hombros―, pero no podrás pedir permiso hasta que yo haya tenido al menos nueve orgasmos ese día. Con el décimo para mí, podrá llegar el primero para ti.

Sí, se quejó. Protestó. Se revolvió…, pero acabó acatando. Comenzó una etapa muy divertida para ambos. Los polvos se hicieron más largos. Cuando estaba cerca del clímax necesitaba parar, yo le obligaba a seguir y él aprendió a controlar sus orgasmos. Y si se le iba…, bueno, a parte de la fusta ya habíamos comprado algunos juguetes más, entre ellos un azotador de 6 centímetros de ancho y 40 de largo, al que le tenía pánico. José aprendió a acelerar, a parar, a enseñarme una gotita, a retener y, si yo hubiese querido, a hacerlo saltando a la comba. Pocas veces follábamos menos de 50 minutos y, como podréis imaginar, yo me cansaba justo al llegar al noveno orgasmo. Prefería tenerle sin correrse y encime si perdía el control podía azotarle. Fue una etapa perfecta.

Perfecta hasta un sábado por la noche en la que le dejé a media, se fue al baño, le seguí distraídamente y le pillé masturbándose. No sé cuantas veces había pasado antes, pero no volvería a ocurrir. Lo primero que hice fue esposarle las muñecas y los tobillos cruzando los eslabones. Eso le obligaba a estar en posición fetal, con la frente pegada a las sábanas y el culo en pompa. Le di la mayor azotaina de su vida. Curiosamente yo no llegué a correrme. Estaba enfadada de verdad.

Lo siguiente fueron las “medidas cautelares”:

―Voy a comprar un cinturón de castidad ―le dije cuando aún estaba esposado y con el culo enrojecido. Creo que quiso decir algo desde detrás de la mordaza de bola roja que llevaba en la boca.

El aparato, en que yo tenía poca fe, llegó al martes siguiente en un discreto paquete de Ámazon. Era una jaula metálica que rodeaba sus huevos y enfundaba su pene, asegurando el conjunto con un candado. Jose miró el objeto con cara de pánico, pero se dejó hacer como un corderito tras un recordatorio a lo que había pasado el sábado. Me prometió que iba a volver a ocurrir, lo que provocó mi mejor respuesta.

―Si no vas a volver a hacerlo, te dará igual llevarla puesta. ―Esta vez lo que hizo “click” fue el cierre del candado.

Esto de los cinturones de castidad es menos idílico que lo que os han contado. En tres días tuve que quitárselo y casi me da miedo al vérsela. Estaba enrojecida, con varias heridas y olía mal. Y lo que es peor, en ese estado tampoco me servía a mí. A todo esto hay que añadir que había pasado algún apuro en el trabajo por el nuevo y repentino bulto bajo sus pantalones y mucha incomodidad al dormir. Yo me puse a informarme, mientras le amenazaba con lo que ocurriría si volvía a portarse mal. De esta primera experiencia, sacamos una bonita semana en la que ninguno de los dos obtuvo placer.

Continuara…