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Mi Sara - 2. Su boca

en Intercambios

Después de once años de matrimonio, él quería verla con otro hombre. Contactaron conmigo por internet, nos conocimos los tres en una cafetería, ella dio su tímida aprobación y una semana después llegué a su casa para satisfacer aquellos deseos. A él le bastó desnudar a su imponente mujer frente a mí y verla postrada a mis pies para correrse, no pudo aguantar más. Sara creyó entonces que la noche había acabado, pero no había hecho más que empezar.

El marido -ni siquiera recuerdo ya su nombre- quedó tirado en el asiento en el que se había masturbado mirando a su mujer desnuda y arrodillada ante mí. Respiraba todavía agitadamente, sus pantalones seguían bajados hasta las rodillas, su polla todavía erecta, cubierta de su propio semen. Nos miraba a los dos algo aturdido, algo avergonzado.

-Lo siento -dijo casi balbuceando, forzando una estúpida sonrisa-. No pensé que iba a durar tan poco. Demasiados años esperando verte así, cariño –dijo mirando a su mujer.

Sara le escuchaba de rodillas ante mis gruesos 22 cm completamente erectos, sin saber qué  hacer ni qué decir. Se había resistido durante casi un año a los ruegos de su marido, y ahora que por fin había decidido complacerle, pasar la noche con otro hombre ante sus ojos, él se había corrido como un idiota justo cuando ella ya se había entregado por completo, cuando su cabeza y sus entrañas habían adelantado por sorpresa las mil sensaciones que le iban a deparar aquella noche. Le gusté en aquella cafetería, sí, pero había accedido más por complacer las fantasías de su marido que por complacerse a sí misma. Jamás imaginó que llegado el momento iba a excitarse tan intensa y profundamente, a estremecerse de aquel modo que le era completamente desconocido, únicamente con quedar desnuda delante de mí y obedecer mi voz.

Si su marido ya había quedado satisfecho, si la noche ya había acabado, ella no tendría el coraje para tomar la iniciativa, para hacer lo que su carne le pedía a gritos, agarrar mi polla con las dos manos y meterla en su boca, devorarla y luego dejarse llevar, ofrecerme su cuerpo entero durante toda la noche y dejar que hiciera con ella todo lo que se me antojase. No podía creer sus sensaciones, la desconcertaban y la avergonzaban. Se había resistido durante demasiado tiempo a los ruegos de su marido para ahora olvidarse de él y mostrarse como la zorra hambrienta, insaciable y dócil que sus sensaciones le decían que era, que quería ser.

No, no podía pasar sin más de esposa fiel y poco aventurera, de mujer que se entrega sólo para satisfacer las fantasías de su esposo, a puta sumisa y voraz ansiosa de polla, de la polla de un absoluto desconocido. No debía seguir sus impulsos, no osaría dejar de lado a su marido para disfrutar ella por mucho que hubiese sido su propio marido quien había propiciado aquello, fuese lo que fuese “aquello”, la terrible e inesperada excitación que empapaba su cuerpo y sus sentidos.

Yo tenía mucha experiencia con parejas. Había visto a demasiadas mujeres exactamente en esa misma situación como para no adivinar los pensamientos de Sara en aquel momento. Paralizadas por su propia contradicción, indecisas entre la lealtad a sus maridos, por muy viciosos o cornudos que estos fueran, y sus propios deseos, a menudo tan inesperados, tan sobrevenidos como los que ahora estaba experimentando Sara.

Y también había visto a demasiados maridos como el suyo, tipos que sueñan durante años con vivir una noche inolvidable que ellos mismos arruinan a las primeras de cambio, que se corren como monos idiotas antes siquiera de que sus ojos hayan visto ni una décima parte de lo que imaginaron ver. Algunos, después de esa primera corrida demasiado temprana y siempre inoportuna, se disculpan y piden una pequeña tregua pero quieren continuar, quieren seguir mirando y masturbándose, viendo hasta dónde llegan sus mujeres o hasta dónde logro llevarlas yo.

Pero otros, una vez satisfechos con esa primera corrida, dan por concluida la sesión y por terminado el pacto que nos había llevado hasta allí. En esos casos no me queda más remedio que cumplir con lo pactado y marcharme en busca de alguna otra mujer -nunca faltan- con la que terminar la noche. A veces no me importa, si la esposa que dejo medias no me gusta demasiado o es excesivamente pacata o tímida y acaba por bloquearse. Sara me gustaba mucho, muchísimo, y su resistencia había quebrado casi de inmediato, no me hizo falta siquiera tocarla, sólo hablarle y mirarla, para que sus increíbles pezones se pusieran como piedras incandescentes y su delicioso coño se deshiciera en jugos.

El marido de Sara, aquel tipo del que ni siquiera recuerdo el nombre, tenía que ser de los primeros, de los que deciden continuar. Yo lo necesitaba, lo deseaba con todas mis ganas, ansiaba demasiado el cuerpo rotundo de su mujer, del que apenas había podido todavía disfrutar, como para marcharme. Aquel tipo sería de los segundos, de los que quieren continuar, y si no lo era no me resultaría difícil convencerle de lo contrario, de un modo u otro. Lo miré. Se había corrido, estaba bañado por su propio semen pero su polla seguía erecta. Todavía miraba a su mujer, desconcertado, expectante, sin duda cediéndome todo el control. Le sonreí, me devolvió una sonrisa azorada, casi humillada. Puse un dedo en la barbilla de Sara, levanté sus ojos hacia los míos, la besé en los labios.

-Él quiere que sigamos, -le dije con cierta dulzura-.

Sara le miró. Él guardó absoluto silencio, pero asintió con la cabeza más sometido que convencido, mostrándole en su mirada a su mujer que ya no sólo ella, sino también él, estaban bajo mi control.

Acaricié de nuevo el cabello de Sara, y con toda la sequedad que me dictaban mi instinto y mi excitación, le dije:

-Abre la boca, puta. Las manos atrás. No muevas un músculo. Voy a follarme tu boca.

Sentí en mi propia piel la corriente de electricidad que pasó por cada uno de sus poros. No sólo se habían deshecho todas las dudas, no sólo continuaba la noche sino que lo hacía del modo que ella había descubierto hacía sólo un rato que tanto le excitaba, entregándose por completo, obedeciendo mis órdenes a rajatabla. Enlazó muy fuerte las manos en su espalda, irguió su cuerpo para dejar su boca al alcance de mi polla ansiosa. Disfruté un momento del espectáculo: de rodillas, completamente desnuda, sus imponentes y pesadísimas tetas bien levantadas, su cuello bien estirado para ofrecerme su boca abierta de par en par, respirando agitada, esperando con ansia y una pizca de temor que me resultó aún más excitante mis embestidas, lo que yo quisiera hacer con aquella boca caliente y abierta al máximo que me ofrecía.

Puse las manos sobre su cabeza, hice presión para mantenerla inmóvil y para hacerle saber que iba a usar su boca con auténticas ganas, sin contemplación alguna. Se tensó, casi gemía por la excitación. Mi rabo grande y durísimo traspasó sus labios, tenía la boca suave y caliente, le ardía el aliento alrededor de la cabeza de mi polla. Tragó saliva, enderezó levemente su cuerpo para sostenerse mejor sobre sus rodillas, para acomodarse a mi primera embestida en su boca indefensa y sumisa.

Casi sin pretenderlo llegué hasta su garganta, había deseado la boca de aquella mujer desde que la vi, había deseado exactamente esto, tenerla así para mí, follármela a mi antojo, sentirla sometida y sentir que disfrutaba con ello, y ahora penetraba su boca abierta casi sin poder contenerme, ansioso y loco por convertirla cuanto antes en mi puta sin límites. Dejé mi capullo hinchado en su garganta, lo incrusté allí hasta que su cara enrojeció, sus babas escapaban por sus comisuras y sus ojos comenzaban a lagrimear. Me miró así y sus ojos no suplicaban, todo lo contrario, quería enseñármelos, quería mostrarme que sabía, podía y quería aguantar, que deseaba ser mi puta, que resistiría mi polla asfixiándola hasta que  se desvaneciera o yo lo desease. Aquella mirada, pienso ahora, aquellos ojos firmes y entregados a la vez, fueron su primera declaración de amor.

Se la saqué de un solo golpe, su cuerpo se agitó sin remedio al recibir de nuevo el aire en su garganta. Jadeaba buscando oxígeno, su respiración se hizo tan fuerte que su cuerpo entero se balanceaba adelante y atrás, sus tetas oscilando, la saliva escapando casi a chorros de su boca. Se irguió de nuevo casi inmediatamente, sin apenas haberse recuperado, mostrándome de nuevo su disposición, su determinación de volver cuanto antes a la misma postura, a darme su boca completamente abierta y ofrecida, a entregarse a mí, a continuar hasta que yo le diese una nueva orden. No hablaba ni decía una sola palabra, sólo me miraba con aquellos ojos turbios, llenos de vicio, rebosantes de un recién nacido deseo animal que se imponía a cualquier otra emoción, pensamiento o consideración. Ahora era mi perra con todas las consecuencias y hasta el final, eso me decía su mirada sometida y enfebrecida a la vez, que se sentía derrotada, gozosamente vencida por mí y sobre todo por sí misma, reducida a su más profunda e innata condición de hembra rendida ante un macho.

Aquellos ojos me encendieron como yo tampoco recordaba. Me follé su boca como un animal salvaje, empujando una y otra vez mis caderas y mi cuerpo entero dentro de su boca fiel, apretando su cabeza con mis manos contra mi cuerpo. Su frente y su nariz completamente pegadas a mi vientre, encajando mi rabo en su boca y su garganta como podía, apenas moviéndose un poco arriba y abajo o a los costados para tragar todavía más, un centímetro  más de carne rígida en cada embestida. Tiré de su pelo, eché su cabeza hacia atrás para clavar mi polla en su boca todavía más, más y más, cada vez más violentamente, si ella se entregaba de ese modo yo le correspondía dándole todas mis ganas y todas mis fuerzas, todo mi deseo y hasta mi rabia. Me follaba su boca sin descanso mientras abofeteaba sus tetas duras, su cara de niña, su cuello estirado al máximo. Aguantaba, no desfallecía ni pedía que parase, al revés, me miraba todavía con más fijeza, con más determinación de ser mía del modo que mi propio deseo feroz me dictase. Mi deseo era el suyo, me lo decía con los ojos, aquellos ojos silenciosos que lo repetían una y otra vez: “haz conmigo lo que quieras, nunca te voy a pedir que te detengas, esto me excita tanto o más que a ti”.

No se rindió. Después de diez, quince minutos sin cesar de follarme su boca, de atragantarse una y mil veces, de estar a punto de quedarse sin aire en más de una ocasión, de aguantar mis bofetadas, mis pellizcos y mis tirones de su melena castaña, se la saqué de golpe. Me aparté un poco para mirarla bien, para disfrutar de mi obra. Se balanceaba como una muñeca medio rota jadeando, temblando, el pelo completamente revuelto, los ojos irritados. Su cuello largo, sus tetas redondas, hasta sus muslos, todo su cuerpo blanco y perfecto estaba empapado de su propia saliva y enrojecido por mis golpes y mi furia. ¡Qué belleza, mi Sara! No tardó en recuperar el equilibrio y se ofreció de nuevo en la misma postura, las manos atrás, el tronco erguido, la boca completamente abierta para mí, los ojos fijos en los míos.

Fui de nuevo hacia ella.

-Cierra la boca. Levanta los brazos sobre la cabeza.

Obedeció de inmediato. Agarré su melena bien fuerte con una mano y con la otra me cogí la polla. Azoté con mi rabo su cara, sus brazos, su cuello, sus tetas, pollazos rabiosos en su rostro aún desencajado. Ladeaba su cara para ofrecerme sus mejillas, adelantaba el pecho para que mi polla apalizase sus tetas a placer, un ruido de carne dura contra carne dura que le arrancaba gemidos de placer y dolor mezclados, de infinito morbo. Le dejé por fin mi polla pesada sobre una de sus mejillas y le acaricié con una mano la otra. Los dos jadeábamos, exhaustos y satisfechos por el combate nulo. La besé en los labios y buscó mi lengua como un animal sediento. No se lo permití, sellé su boca con un dedo y sólo con la mirada le recordé que no debía tomar ninguna iniciativa por mucho que su cuerpo lo pidiese a gritos. Asintió y pidió perdón también con la mirada, me dedicó una escueta sonrisa. Por primera vez desde hacía muchos minutos reparé en que no estábamos solos. Creo que ella también se había olvidado por completo de su marido.

Ni siquiera sabía entonces muy bien qué quería, qué deseaba exactamente aquel tipo. Cuando contactó conmigo a través de internet me contó sus intenciones vagamente: “quiero ver a mi mujer con otro hombre, bien dotado”. Fue lo más concreto que dijo y yo no le pedí más explicaciones, lo prefería así. Otros son muy explícitos, detallan muy minuciosamente lo que quieren ver hasta aburrirme. Tienen en su cabeza un mapa completo de sus cuernos, un itinerario que el hombre con el que contactan debe cumplir para satisfacer sus vicios y fantasías, normalmente cosas que sus mujeres no les permiten o no desean hacer con ellos: “quiero verla enculada”, “quiero ver cómo te corres en su cara”, “quiero que la ates y la azotes”… todo eran cosas así, casi siempre repetidas. Otros van un poco más allá, desean de uno u otro modo un cierto “toque bisexual”, una pizca de morbo disfrutando ellos también un poquito directamente de mí: meter mi rabo en los coños de sus mujeres con sus propias manos, lamer mi semen de sus cuerpos, hacerme una paja mientras ella se desnuda frente a nosotros, cosas de ese tipo a las que algunas veces accedo, sólo si la mujer me gusta mucho o él no me cae demasiado mal. Este me caía bien, no había pedido nada excepto aquel deseo primario, ver a su mujer, a su espléndida Sara conmigo. Ni siquiera explicó si también participaría, si también él querría follársela o se limitaría a mirar y masturbarse como hacen la mayoría. De momento sólo había hecho eso, mirar y pajearse.

Y había visto, sin duda, mucho más de lo que esperaba de su mujer. Le miré. Seguía sentado en su silla con los pantalones bajados y su pollita agarrada y durísima. No supe si era una nueva erección después de ver a su mujer entregarse de ese modo o es que el tipo, a pesar de haberse corrido hacía ya más de media hora, seguía empalmado. Me hizo gracia su gesto de vergüenza y asombro mezclados, probablemente se sentía ridículo así, completamente ignorado, con la polla dura mirando a una mujer que sin duda era la suya pero a la que no lograba reconocer, como si en apenas una hora se hubiera transformado en otra, en una zorra más entregada aún de lo que él había deseado y soñado y jamás hubiera sospechado. Le giré la cabeza a Sara para que también le mirase. Salúdale, le dije. Sara sí sonrió ahora decididamente. Apenas pudo contener cierto tono de burla mientras le hablaba:

-Hola, cariño. ¿Lo estás pasando bien, era esto lo que querías?

Él no dijo nada y yo vi un brillo que hasta entonces no había visto en los ojos de Sara. Ella sí conocía o al menos intuía los deseos de su marido, sin duda, las mujeres inteligentes siempre los adivinan por mucho que ellos, torpemente, intenten ocultarlos o disimularlos.

-Ven, mi amor -le dijo. Bésame.

Su boca aún estaba enrojecida y babosa, marcada por mi interminable follada. Su cara, sus tetas, toda su piel desde el pecho hasta el rostro, conservaban el rastro de mi polla. Y era así como le había pedido a su marido que viniese a besarla, con la boca rebosante del sabor de otro hombre. Sara quería ser mi puta sumisa, pero también que su marido fuese a su vez su cornudo sumiso. Iba a ponerle a prueba, iba a divertirse con él. Si tanto deseabas verme así, decía aquella sonrisa burlona que dedicaba a su marido, ven a demostrarme lo que tú estás dispuesto a ofrecer. Nada podía ofrecer ya aquel marido arrinconado excepto esa pizca de diversión morbosa, convertirlo a él en la puta de la puta, comprobar hasta dónde estaba dispuesto a llegar para seguir disfrutando de su sueño hecho realidad, su mujer entregada a mis 22 centímetros.

-Estoy deseando que haga con mi coño y mi culo lo mismo que ha hecho con mi boca. Seguro que quieres verlo, llevabas un año pidiéndomelo. Ven, bésame antes de que él siga conmigo.

Me reí sin disimulo ante el tono de Sara. Le incitaba como se incita a un niño, ofreciéndole golosinas, prometiéndole que lo pasaría muy bien si demostraba que también podía portarse bien. No quise inmiscuirme en aquellos retorcidos desafíos matrimoniales, me serví una copa y me senté completamente desnudo en el mismo sillón que ocupé cuando llegué a aquella casa, dispuesto a disfrutar del espectáculo de una mujer de bandera entregada a sí misma, a sus morbos más hondos. Era mi puta, disfrutaba siéndolo y yo tenía una larga noche por delante para gozar a mi antojo de su cuerpo y su renacido espíritu. Me divertí viendo cómo el tipo se desprendía de la ropa y se acercaba ansioso a su mujer, quizás consciente de que de ahora en adelante no tendría muchas oportunidades de disfrutar directamente de su cuerpo, de besarla y tocarla. Sin pretenderlo, con aquellos torpes ruegos de un año había creado un delicioso monstruo, mi maravillosa Sara. Lo que yo no sabía entonces era que casi dos años después seguiría disfrutando de ella y todavía asombrándome de hasta dónde puede llegar para continuar disfrutando de mi cuerpo y del suyo.

Ni siquiera al final de esa noche, cuando agotados nos besábamos abrazados, podía imaginar que cumpliría fielmente con todo lo que entonces le propuse casi como un juego morboso más, sin llegar a creerme del todo que realmente lo haría y aún pediría más.

-Serás mi puta y de quien yo quiera. Te compartiré con otros hombres y otras mujeres, te llevaré a locales y a fiestas privadas que ni siquiera has pensado que puedan existir. Harás, te haré y te harán cosas de las que jamás has oído hablar.

Después de toda una noche de sexo sin tregua, de aquella primera noche con ella y su marido, al amanecer aún se masturbaba escuchándome, se calentaba con mis palabras, con las expectativas que encerraban.

-Sigue -me dijo entonces, estirada en su cama matrimonial, con dos dedos metidos en su coño irritado por la larga noche, besando mi pecho, mi vientre, mi polla agotada-. Sigue contándome lo que vais a hacerme tú y tus amigos.

Claro que seguí contándole. Contándole lo que durante casi dos años ha cumplido sin negarse absolutamente a nada. Mi Sara, mi preciosa y putísima Sara. Qué maravillosamente morbosa y feliz fue aquella primera noche con ella.

Continuará.