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El radiador

en Dominación

EL RADIADOR

 

“Hola Lola, el próximo jueves tengo que ir por allí y me gustaría verte, ¿tienes un rato para mí?” y le di a enviar.

Hacía tiempo que yo no enviaba un mensaje a Lola directamente, generalmente hablábamos por un grupo en el que estaban mi mujer y otros amigos que nos conocíamos desde hace muchos años, así que esa invitación era inusual, y sabía que a ella le resultaría llamativa, ya que dejaba claro con ese “para mí” que la cita iba a ser a solas. Vivíamos en diferentes ciudades, así que también hacía mucho que no nos veíamos solos los dos, siempre era en alguna cita del grupo, generalmente alguna excursión que solíamos hacer a alguna otra ciudad.

“Hola! Estupendo, a ¿qué hora te viene bien?”

Ese “estupendo” intentaba ser natural, pero era obvio que estaba puesto para disimular su sorpresa.

“¿A las 6:00? ¿En el Santa Ana?”

“Vale, allí nos vemos”

Santa Ana era un lujoso hotel de las afueras de su ciudad. Como todos los hoteles de lujo respira pecado por todas las paredes. Por la noche mujeres con faldas cortas y piernas largas andando despacio o sentadas en la barra mirando a un lado y a otro, mientras los viajantes de negocios las miran de reojo. Durante el día, parejas imposibles entrando y saliendo. Me encantan estos hoteles, sentarse en una esquina y observar es el mejor entretenimiento cuando estoy de viaje.

Pero el motivo por el que prefería ese sitio para mi cita con Lola se debe a que Santa Ana es un sitio bonito y tranquilo. Es posible sentarse en medio de un precioso y antiguo patio de convento en unos cómodos sillones y hablar con intimidad sin ningún tipo de estrés sonoro o ambiental. Un sitio para poder concentrarse en la conversación.

La primera vez que vi a Lola ella estaba con la que ahora es mi mujer, formaban un buen grupo de amigas. Éramos muy jóvenes, teníamos menos de 20 años. Mi mujer y yo ya éramos novios y ella también tenía novio aunque posteriormente lo dejaron y ella nunca se casó.

Lola siempre me gustó tanto por su carácter como por su físico. Era una mujer inteligente, chispeante, de risa fácil, pero también de carácter fuerte. Solía enfadarse transitoriamente casi con la misma facilidad con la que se soltaba a reír, y a veces se excedía intentando imponer su criterio, pero siempre dentro de los límites de lo habitual en un grupo de buenos amigos de toda la vida. Tenía un excelente puesto de trabajo que le permitía los lujos propios de los solteros acomodados.

El cuerpo de Lola siempre me había gustado por sus curvas. Las curvas de un cuerpo que sin tener casi grasa, muestra un culo y unas piernas de deportista, y unos pechos de estatua griega, junto con unas manos y unos pies de dedos largos y finos. De vez en cuando había tenido el placer de verla en traje de baño, e incluso guardo cuidadosamente una foto que le hice hace tiempo tirándose de cabeza al agua en una charca natural de la montaña de Ávila. Lola siempre había sido muy consciente de su atractivo, y lo había explotado en las ocasiones apropiadas con faldas cortas, medias con costura y tacones altos que yo siempre había observado con detenimiento.

Yo no destaco precisamente por mi inteligencia emocional, por lo que nunca estoy seguro de lo que otra persona piensa de mí, pero siempre he estado atento a la actitud que Lola ha tenido hacia mi, y siempre he creído ver una recepción muy positiva. Cuando yo contaba un chiste, ella ha sido siempre de los que más lo reían. Cuando yo intentaba una aproximación física, como un abrazo o un beso, por supuesto siempre dentro de lo políticamente correcto cuando la esposa de uno está presente, siempre he tenido una réplica.

Me voy haciendo mayor, así que hace poco decidí que no debía dejar pasar más tiempo sin encarar la situación e intentar al menos satisfacer las fantasías que siempre había tenido con ella. He llegado al convencimiento de que lo peor que me puede pasar es que me diga que no. En algún momento de mi vida pensaba que una amiga como lo es ella de mi mujer, podría por una parte sentirse agobiada o enfadada por un requerimiento como el que pienso hacerle, y por otro pensaba que había una posibilidad de que ella decidiera contárselo a mi mujer, quizá arrastrada por ese absurdo tópico de que una buena amiga debe de advertir de los posibles comportamientos impropios de los maridos de sus amigas, arruinando así mi matrimonio que por otra parte es razonablemente feliz. Con el tiempo me he convencido de lo contrario, y ahora estoy seguro de que Lola no sólo se va a sentir complacida por mis palabras, sino que creo que es imposible que decida contárselo a mi mujer, y en el peor de los casos no atenderá a mis deseos pero se guardará el secreto para ella y no lo revelará a nadie que pueda suponer un riesgo para mí o mi matrimonio.

Llegué bastante antes de la hora acordada al hotel, me senté en un grupo de cómodos sillones en una esquina desde donde se obtenía una excelente vista del patio del antiguo convento, y esperé. Dos minutos después de la hora acordada, Lola apareció por la puerta.

- ¿Qué tal estás? ¿Cómo por aquí?

- Ya ves, tenía que venir por trabajo, y me apetecía charlar un rato contigo.

Nos dimos unos besos y nos sentamos, al tiempo que el camarero apareció a nuestro lado. Ella pidió un té y yo un gintonic. Necesitaba algo fuerte. Lola apenas podía disimular su extrañeza por esta cita.

Ella iba vestida con un conjunto que no es de los que una se pone todos los días para ir a trabajar. Era un traje rojo sin mangas, de una pieza, con cremallera a la espalda y falda por encima de la rodilla. En las piernas llevaba unas medias de color claro y unos zapatos de un color a juego, con un tacón no demasiado alto. Al sentarse el borde de la falda se le subió hasta medio muslo. Le miré con descaro las rodillas, que habían quedado en un primer plano, y me pregunté cómo sería su ropa interior. Ella me observaba divertida, con una sonrisa.

Seguimos hablando un rato de cosas triviales, pero al llegar la primera ocasión en que parecía que nos habíamos quedado sin tema, le dije:

- La verdad es que te he llamado porque quería contarte una cosa.

- A ver, dime.

Puso un semblante serio.

- Me estoy haciendo mayor, y no quiero que se me pase la ocasión de pedirte algo. Desde hace tiempo tengo una fantasía contigo, y te la quiero contar.

Abrió los ojos como platos.

- Pero… una fantasía… ¿de qué tipo?

- Erótica. Muy perversa.

Se rió y se me quedó mirando fijamente.

- Bueno… ¿cuéntamela, no?

- Me gustaría azotarte.

Se llevó la mano a la boca y se echó hacia atrás con gesto de mucha sorpresa. Luego se echó hacia delante, acercándose a mí y exhibiendo una media sonrisa.

- ¿Azotarme?

- Si. Para ser exactos, me gustaría desnudarte, atarte y azotarte.

Movió las piernas, nerviosa, frotando los muslos uno contra otro. Me pareció muy buena señal.

- Pero… Jesús, ¿lo dices en serio?

- Lo digo completamente en serio. Siempre me has gustado, me ha gustado tu carácter, me ha gustado tu cuerpo. Siempre ha habido muy buena sintonía entre nosotros.

Me miraba con esa mezcla de sorpresa y risa que le iba a durar bastante tiempo. Yo me preguntaba qué estaba circulando por su cabeza, pero fuera lo que fuera ella parecía complacida.

- Simplemente no quiero que se me haga demasiado tarde. Esto no quiere decir que yo no quiera a mi mujer, con quien sabes que tengo y espero seguir teniendo una buena relación. Simplemente que quiero satisfacer esta fantasía si tú quieres participar, por supuesto, sin pensar en nada más.

- ¿Y porqué yo?

- Pues porque es contigo con quien me gustaría hacerlo. No sabes la de veces que he mirado aquella foto que te hice en bañador cuando te tirabas a una charca hace años. Me gustas tú, me gusta tu cuerpo.

Lo que hubiera dado por saber lo que pasaba por su cabeza. Ella era una mujer madura, soltera, y yo no tenía ni idea de las experiencias por las que ella habría pasado. No sabía si su soltería se debía a sus exigencias a la hora de encontrar pareja, a su preferencia por su carrera profesional en contrapartida a las habituales rutinas de las mujeres casadas, a su falta de interés por el sexo… Pero lo más probable dadas sus características es que con o sin propuestas de matrimonio, los hombres no la hayan faltado. O las mujeres, quien sabe. Yo no sabía casi nada de su intimidad; nuestro grado de amistad, y la presencia de los cónyuges en el grupo de amigos, habían probablemente interferido en las conversaciones que podrían haberme llevado a saber más de su vida sexual.

- Pero… y eso… ¿como sería?

Era una buena señal que no hubiera mencionado todavía a mi mujer.

- Bueno, no creo que te deba de contar todos los detalles, tampoco yo lo he decidido. Pero digamos que yo te invitaría a venir a un sitio discreto, no he decidido todavía dónde. Una vez allí, en un momento dado, te quitaré la ropa y te ataré desnuda. Después te daré unos azotes en distintas partes del cuerpo. La piel se te pondrá rosada. No tengas miedo, no te daré muy fuerte, no habrá sangre ni nada parecido. Si queda alguna marca en tu piel, que lo dudo, desaparecerá en un par de días.

- ¿Y si en un momento dado me arrepiento?

- No tienes más que decirlo y se acabará inmediatamente. De todas formas yo estaré atento a tus señales. Intentaré estar siempre dentro de lo que vea que tu aceptas, y desde luego siempre dentro de los límites de lo razonable.

- ¿Y porqué te gusta esto?

- No lo sé, pero me gusta. Me excita. Quizá sea la vanidad de ver que te entregas a mi, y que te tengo a mi disposición para hacer lo que quiera contigo.

- ¿Te va a excitar verme sufrir?

- Si. Me va a excitar. ¿Y a ti?

- No lo sé.

- ¿No te has excitado al contártelo?

Se rió. Era obvio que sí se había excitado pero le costaba reconocerlo.

- ¿Lo has hecho alguna otra vez con otra mujer?

- Si.

Estuvo un momento absorta, pensando. Yo seguía mirando esas hermosas piernas que asomaban por debajo de la falda roja.

- Necesito pensarlo. Hay algunas cosas que me preocupan.

- Me lo imagino. Tendré especial cuidado. Nadie sabrá nada de esto nunca. Te lo aseguro.

Y nos despedimos después de aparentar un rato de charla intrascendente, aunque sabíamos que a partir de ahora nuestras conversaciones ya nunca iban a ser intrascendentes, porque accediera Lola o no a mi invitación, a partir de ahora siempre habría una conexión especial entre nosotros.

Pasó algo más de una semana. El siguiente fin de semana mi mujer se iba de viaje con unas amigas y mi casa estaría a nuestra disposición. Era el momento de intentarlo.

“No he dejado de pensar en tu vestido rojo desde que nos vimos.” -le escribí en el guasap.

“Jaja. Gracias.”

“Este fin de semana estaré solo en casa. Te espero el sábado.”

“OK. ¿A qué hora?”

“¿A las 8:00?”

“Estupendo”

Lo había conseguido. Busqué la foto de Lola en bañador en mi iPhone y la contemplé durante un rato.

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Había dejado el garaje de mi casa libre para que ella pudiera aparcar. Cuando llegó, salí a la calle fuera de la urbanización donde está mi casa y me metí en su coche para desde allí abrir la puerta de la entrada de la urbanización y luego la puerta de mi garaje, que está en el sótano de mi casa. Vi que Lola llevaba una falda corta de color azul por debajo de las cuales aparecían unas medias negras de seda, y en los pies unos tacones también de color azul, de un tamaño considerable. Al meterme en su coche nos dimos unos besos y la indiqué el camino hacia el sótano de mi casa. Una vez el coche en el garaje, salimos del coche y subimos la escalera hacia la primera planta. La hice pasar delante de mí para poder contemplar sus piernas y su culo mientras subíamos.

Nada más entrar en la cocina la agarré fuerte por la cintura, la apreté hacia mí y la besé. Ella me correspondió con contención. Luego la agarré de los hombros, la hice girar sobre sí misma y agarrándola del cuello, empujé hacia delante para inclinarla sobre la encimera de la cocina. Trató de resistirse, quizá por la sorpresa, o porque no estaba preparada, pero no era momento de dar explicaciones. Lola siempre había tenido mucho carácter y probablemente el hecho de que alguien intentara manipularla de esta manera no la hacía mucha gracia. Tuve que forcejear con ella un poco. Introduje una de mis rodillas entre sus piernas para obligarla a abrirlas y desestabilizarla y finalmente conseguí que se inclinara, quedando sus pies apoyados en el suelo de puntillas. Apreté sin miramientos su cara contra el frío mármol de la encimera.

Al inclinarse su corta falda se subió hasta descubrir sus muslos casi por completo. El extremo de las medias y un bonito liguero quedaron al descubierto. Terminé de subir su falda y acaricié sus suaves muslos y nalgas con mi mano derecha mientras con la izquierda seguía manteniendo su cara apoyada en la encimera. Descargué un sonoro azote sobre su culo y ella respondió con un pequeño quejido, pero no protestó. Después de acariciarla de nuevo durante un rato en la misma postura, consideré que ya estaban bien sentadas las bases de nuestro encuentro, así que aflojé la presión que estaba haciendo en su cabeza sobre la encimera, y ella se incorporó poco a poco. Tenía una mejilla rosada de haber estado apoyada sobre el mármol. Su cara era de circunstancias. Para relajar un poco dije:

- Tengo preparada una botella de champán.

Sonrió. Abrí la botella, serví dos copas y la entregué una. Brindamos sonriendo y bebimos.

Me interesé sobre su vida sexual. Después de la escena anterior, ella ya estaba desinhibida, y me contó todos los detalles que la pedí. Me hizo gracia descubrir cosas acerca de algunos amigos comunes, si bien ella fue discreta en lo que se refería a las cuestiones relativas a sus amantes.

Después de unos minutos de charla, con las copas en la mano, la invité a subir las escaleras y dirigirnos a la planta de arriba. Nuevamente subí detrás de ella mientras yo introducía una de mis manos entre sus muslos. Ella reía.

En la planta superior yo tenía una sala de baño enorme, con un pequeño jacuzzi y una ducha limitada por un cristal completamente diáfano. Dirigí a Lola hacia la ducha y la dije:

- Dúchate.

Obedeció sin comentarios. Yo me senté en un pequeño silloncito que había dispuesto previamente enfrente de la ducha para la ocasión, y me concentré en disfrutar del momento.

Ella empezó a quitarse lenta y sensualmente la ropa. De vez en cuando dirigía una mirada de reojo a una pequeña mesita donde yo había dispuesto unas esposas, un pequeño látigo de finas cintas de cuero, una varita de madera y otros accesorios. Estuvo unos minutos en la ducha enjabonándose mientras yo la miraba. Luego salió y se secó. Cuando estaba seca le tendí una crema hidratante. Me apetecía alargar ese momento. Ella la tomó y se la extendió lentamente por todo el cuerpo.

- Ponte los zapatos y esas cosas que hay en la mesita.

Se puso los zapatos azules de tacón, después se agachó para colocarse en los tobillos dos de los brazaletes de cuero que había en la mesita, y finalmente se puso los otros dos brazaletes en las muñecas, ajustando las correas que llevaban en la parte exterior.

Me levanté de mi silloncito, la agarré por un brazo y la acerqué a un alto radiador que había al lado de la ducha, y donde previamente yo había colocado unas fijaciones para enganchar los brazaletes. La puse mirando hacia la pared, la levanté el brazo izquierdo hasta fijar la muñequera, y lo mismo hice con el brazo derecho. Los ajusté para que los brazos le quedaran completamente estirados y un poco abiertos sobre la cabeza. Después fijé los brazaletes de los pies a sus enganches en la parte de debajo de manera que las piernas quedaron abiertas. La puse una venda en los ojos y una mordaza en la boca, y me separé para contemplarla. Sus largas piernas, estilizadas por los zapatos de tacón terminaban en unas nalgas fuertes y blancas. Después su espalda torneada, sobre la que caía una corta melena de color castaño que tapaba en parte la tira blanca sobre la piel que indicaba la presencia de un biquini en días de verano. Era un espectáculo tan bello que me senté un rato en el silloncito para disfrutarlo y beber otro sorbo de champán. Dejé que pasaran unos minutos.

Me levanté y me acerqué a la espalda desnuda de Lola. Acerqué mi bragueta a su culo desnudo y me apreté contra él para disfrutar de la tremenda erección que yo sentía debajo del pantalón. Pasé mi mano por su cadera, toqué su clítoris suavemente e introduje un dedo en su vagina. Estaba muy húmeda, y ella gimió suavemente. Me separé y me fui a empuñar el látigo de cintas. Ella lo debió de adivinar porque se puso tensa. Me acerqué, descargué un latigazo sobre su espalda y ella se retorció y gimió. Esperé a que se relajara un poco y de nuevo descargué otro latigazo. Y así estuve un rato, primero en su espalda, luego en su culo y en sus muslos. Me tomaba algún tiempo entre latigazo y latigazo para disfrutar de su cuerpo desnudo, primero convulso y retorcido después de cada latigazo, luego más relajado hasta recibir el siguiente. Al final sus gemidos eran más fuertes, toda su piel se había vuelto de un rosa intenso, y decidí cambiar de juego.

Me agaché, le desabroché el brazalete que agarraba su pie izquierdo y le quité el zapato.

- Levanta el pie.

Ella lo levantó hacia atrás, con la planta hacia arriba. Yo cambié el látigo de cintas por la varita de madera, y le toqué con ella en el pie.

- Más arriba.

Ella se esforzó en levantar más el pie, aunque en la postura que tenía no era fácil, pero es una mujer fuerte. Estaba en una pose realmente magnífica y aproveché para tomarle una foto desde varios ángulos, mientras ella sufría para mantener el pie en alto. Luego descargué un golpe con la varita en la planta del pie. Ella gimió y lo bajó un poco. Volví a tocarle con la punta.

- Más arriba.

Lo subió y volví a golpearla en la planta del pie, y así dos o tres veces más. La puse de nuevo el zapato en el pie y repetí la operación con el pie derecho, y al final noté como unas pequeñas gotitas de sudor empezaban a aparecerle en la frente y en el centro de la espalda, a la altura de la cintura. Decidí dejarla descansar un poco. La quité la mordaza y me senté en el silloncito a contemplarla. Mi erección era épica.

- Me encanta ver cómo te retuerces cada vez que te golpeo.

- ¿Disfrutas con mi dolor?

- Si. Y por lo que veo, tu también. Apuesto a que te excitaba ver en las películas de piratas cuando a la chica la arrancaban la ropa, la ataban al poste delante de todos los marineros y uno de ellos la azotaba la espalda hasta hacerla sangrar.

Ella se rió débilmente, pero sin esperar a que me contestara, volví a colocar la mordaza en su boca. Luego la desaté, la di la vuelta y la volví a atar de pies y manos estirada en la misma posición, pero esta vez mirando (es un decir, porque tenía un antifaz puesto en los ojos) hacia fuera. Entre los accesorios que había preparado para la ocasión había unas pinzas para los pezones. Agarré sus pezones sin muchos miramientos y le ajusté las pinzas apretándolas hasta que una mueca de dolor apareció en su cara. Luego empuñé de nuevo el látigo de cintas y comencé a descargar latigazos lentamente sobre sus pechos. El espectáculo era impresionante. A cada latigazo las cintas del látigo movían las pinzas en todas direcciones, lo que hacía que sus pezones y sus bonitos pechos se movieran locamente al tiempo que ella gemía cada vez más fuerte. La piel de sus pechos se iba poniendo progresivamente rosada. Las pinzas estaban tan sólidamente fijadas a los pezones que no se desprendían. Las lágrimas empezaban a resbalar por sus mejillas por debajo del antifaz, y la saliva desbordaba la mordaza y caía por los bordes de sus labios. Al cabo de un rato empecé a tener piedad de ella y dejé de azotarla los pechos y pasé azotarla el vientre y los muslos hasta que ellos también adquirieron esa fuerte tonalidad rosada que tango me excita. Lola estaba sudando del esfuerzo, el dolor y la tensión. Dejé el látigo en la mesa. Me acerqué de nuevo y le retiré la mordaza, le sequé las lágrimas, los mocos y la saliva que le llenaban la cara hasta dejársela limpia. La besé, pasé mi brazo por detrás de su cintura me apreté contra ella disfrutando de su cuerpo estirado y lacerado, al tiempo que con mi otra mano bajaba hasta su sexo e introducía un dedo en su vagina. Estaba completamente húmeda. Acaricié su sexo lentamente, mientras ella se tensaba y retorcía con esa mezcla de dolor y placer. No tardó en llegar al orgasmo entre largos suspiros y jadeos. Luego quedó medio desmayada con la cabeza ladeada contra uno de sus brazos. Me retiré un poco, tomé más fotos y me senté en el silloncito a contemplarla de nuevo. Estaba realmente hermosa.

Al cabo de unos minutos me levanté, llené un vaso con agua fresca y se la di a beber, cosa que agradeció sin necesidad de verbalizarlo. La desaté del radiador, pero la até las manos a la espalda y la puse de nuevo la mordaza. Ella llevaba todavía el antifaz y las pinzas puestas en los pezones.

La guié para salir del baño y llegar hasta mi dormitorio, la acerqué a la cama, retiré la colcha y la hice ponerse de rodillas sobre la sábana, de manera que los pies con sus bonitos zapatos de tacón, sobresalían por el borde de la cama. Hice que agachara la cabeza hasta dar con ella en la cama, de manera que su culo y su sexo quedaban magníficamente expuestos ante mí. Sobre su espalda se veían sus manos atadas. Me quité los zapatos y los pantalones, me coloqué entre sus piernas, la agarré fuertemente por las caderas y la penetré como un animal hasta aplastar mis testículos contra sus muslos. Mis manos movían sus caderas adelante y atrás, mientras su cara y sus pezones, aplastados por las pinzas, rozaban la colcha de la cama. Lola gemía y jadeaba con desmayo. Así estuvimos unos minutos hasta una eyaculación tremenda explotó dentro de ella y mis empujones empezaron a ir más despacio y más despacio hasta apagarse completamente.

Fui al baño, mojé una toalla en agua caliente, volví a la cama. La retiré el antifaz y la mordaza y la limpié de nuevo la cara hasta dejársela limpia. Luego le retiré las pinzas de los pezones. Gritó de dolor al hacerlo, pero las caricias con la toalla tibia sobre sus pechos contribuyeron a calmarla. Luego la desaté las manos que tenía atada a la espalda y la limpié todos los fluidos que salían de su vagina hasta dejarla limpia. Nos besamos y abrazamos sobre las sábanas.

Era la hora de dormir. Y yo quería que esa noche ella estuviera toda la noche a mi disposición. Así que la pedí que levantara las manos sobre su cabeza, la puse las muñequeras de nuevo y las até al cabecero de la cama. Lo mismo hice con sus pies atándoles a los pies de la cama. Estaba estupenda desnuda, estirada, atada sobre la cama, su piel rosada contrastaba sobre la blanquísima sábana. Un buen pintor podría haber hecho una obra maestra con aquello. Apagué las luces, me metí en la cama, la tapé a ella y a mi mismo con la colcha y me agarré a su cuerpo desnudo, lacerado y estirado como quien se agarra desesperadamente a la vida.

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