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Donde Eulogio (1)

en Sexo con maduros

Uno de los recuerdos más intensos de mi adolescencia proviene de la pequeña tienda que había en los bajos de nuestro edificio. Era de las antiguas, de las que vendían de todo: patatas, legumbres, pintura, artículos de ferretería... si había un artículo que se necesitase a última hora, se bajaba a donde Eulogio, que seguro lo tenía. Y en el barrio todos sabíamos dónde estaba el "almacén de Eulogio".

Eulogio era un señor mayor, con el pelo muy cano y algo grueso. Era tan mayor, que todos los años creíamos que era el de su jubilación. Su amabilidad y afabilidad eran de sobras conocidas en el barrio, pero eso sí, también sabíamos que no fiaba, y que los pagos había que hacerlos al contado. Su tienda tenía una baraja metálica que daba a la calle, y una pequeña puerta de madera en nuestra portería, que siempre estaba cerrada salvo cuando el anciano entraba o salía antes o después de abrir la tienda.

Un día volviendo tarde a casa estaba la baraja echada y, al pasar por la puerta de madera, ésta se abrió. Salió una vecina nuestra con una bolsa en la mano. Se sorprendió al verme pero me sonrió. Detrás de ella vino Eulogio, que cerró la puerta girando su ruidoso juego de llaves. Ambos intercambiaron una mirada a modo de saludo y se despidieron. Subiendo a casa, y sin darle demasiada importancia, pensé en esas compras de última hora y en lo que me fascinaba desde pequeña esa diminuta tienda repleta de los más diversos géneros, y eso me hizo envidiar a mi vecina por haber estado a solas entre tanto trasto. Poder oler las cajetillas de tabaco, menter la mano en la caja de las gominolas... y volví a la tierra al comprender que Eulogio también era parte del establecimiento.

Seguí yendo a la tienda a por los recados habituales, pero un día me pasé de audaz. Estaba empezando a fumar a escondidas de mis padres, pero también estaba muy corta de dinero. Además, si quería comprar un pitillo, tenía que atravesar varias calles hasta llegar a algún quiosco a salvo de la vista de algún conocido. Entonces, en donde Eulogio, mientras el anciano estaba de espaldas ordenando un estante, vi la vitrina del tabaco, con un paquete abierto a su lado, a mi alcance. Sin duda era el paquete que usaba para vender cigarros sueltos, y yo me vi tentada a fumar gratis. Cuando Eulogio finalmente llegó al mostrador, en mi bolsillo trasero habían aparecido dos cigarros medio aplastados, y yo intentaba mantener la calma y me sentía muy culpable.

El tendero me atendió con normalidad y pagué la cuenta. Antes de salir, me habló.

— ¿Tus padres saben que fumas?

— ¿Qué?

Me puse muy colorada y quería que me tragase la tierra. Intenté una disculpa, pero no podía ni balbucear. Me llevé la mano al bolsillo trasero, pero evidentemente los cigarros estaban demasiado arrugados como para poder devolverlos.

— Yo empecé a fumar a tu edad, nada que ver con estos de paquete. Entonces había que liarlos, y no te creas que usábamos esos papelitos tan finos, ¡qué va! usábamos lo que teníamos a mano...

Eulogio empezó a contarme una de sus batallitas y le escuché paciente, poniendo mi mejor cara. Me sentía un poco atrapada, con ganas de salir corriendo y fumarme esos dos malditos cigarros.

— ...y si te he visto fumando ahí en la valla, con la mala vista que tengo, pues deberías tener cuidado, que todo se anda sabiendo...

Era cuestión de tiempo que se enteraran mis padres, era consciente de eso. Cada vez era más descuidada con lo que hacía en la calle, y por entonces las broncas en casa me las estaba ganando casi a diario.

— ...yo no tengo ningún problema. Ahí en el rincón de los chatos, todo tuyo.

¡Eulogio me acababa de ofrecer el rincón de los vinos para que fumase al resguardo de miradas incómodas! La proposición era ir cuando le quedase poco para cerrar la tienda y echar el cigarrillo mientras él ordenaba el género. Me pareció una estupidez. Tenía miles de sitios mejores que ese para fumar, sólo tenía que tener más cabeza.

Los días pasaron y un día coincidimos cuando él se disponía a cerrar la baraja, invitándome a entrar. Fue cruzar el umbral y sentir una enorme necesidad de sentir el humo en mis pulmones. Me acompañó al rincón de los vinos y me ofreció uno de sus cigarros. Y la verdad que estaba muy tranquila allí, y el viejo apenas me molestaba con sus chácharas. Pasar por su tienda a esa hora se fue convirtiendo en una costumbre, pero en vez de entrar por la puerta principal lo hacía por la trasera. Teníamos una especie de código en el saludo, y si ambos inclinábamos la cabeza en dirección a la otra puerta, era que él podía cederme su rincón y que yo tenía tiempo para ello. En general, los días no me invitaba a entrar era porque había alguna vecina en la oscuridad de la tienda. Una vez me quedé en la escalera esperando a que saliesen, y tras veinte minutos, me subí a casa aburrida. Pero aquello me hizo pensar. En la siguiente ocasión que me tuve que quedar fuera, pegué la oreja a la puerta de madera. Apenas pude oír algo, sólo voces veladas que no conversaban.

Una cosa retumbaba continuamente en mi joven cabeza: el cartel de "No se fía" y las vecinas dentro de la tienda a última hora. ¿Haría el viejo Eulogio excepciones a su máxima? Me imaginaba un trueque, género por género, haciendo... cosas. No me cuadraba siendo él un anciano tan cortés y mis vecinas tan sosas, pero no podía evitar imaginar a Eulogio recibiendo favores sexuales a cambio de la compra. Para mí el sexo era algo que estaba descubriendo y me veía una experta con mi limitada experiencia, y los adultos no eran más que un puñado de gente aburrida, zombies sin vida, mucho menos sexual.

A partir de entonces, lo de fumar en donde Eulogio cambió un poco. Pensando en lo que haría Eulogio ahí con las comadres, empecé a visualizarlo más activo a nivel sexual. En nuestras charlas, le preguntaba por ellas, y me decía que a veces a ellas se les hacía tarde y terminaban la compra mientras él cerraba. No me lo creía. Otras veces me decía que le ayudaban a limpiar. Distintas respuestas para la misma pregunta. Y conforme mi curiosidad aumentaba, me iba mostrando más descarada, reclinándome en la silla o abriendo demasiado las piernas, haciendo que la mirada del viejo se desviase hacia mi cuerpo.

Un día me dijo que el olor del tabaco impregnaba todo y que si no se habían dado en cuenta en casa de la peste que salía de mi ropa. Me cogió por sorpresa el comentario porque tenía toda la razón. Yo ya estaba acostumbrada, pero era verdad que antes de fumar me resultaba muy cantoso ese olor tan profundo. Me puso un paquete de cigarros en el mostrador, sin abrir y a mi alcance. Fui a cogerlo y lo apartó. Se me quedó mirando como no lo había hecho hasta ahora. El viejo no podía reprimir una sonrisa forzada, ni el desvío de su vista hacia mis pechos. Me sentí humillada y traicionada. Es un favor mutuo, dijo. Yo no olería a tabaco y fumaría gratis a cambio de quitarme la camiseta. Me di cuenta entonces de lo cándida que aún podía llegar a ser, y me vi muy chica. Así que estas cosas sucedían de aquella manera. Yo me había imaginado un entorno más sensual con el viejo y las vecinas, pero ahora me veía vendiendo mi cuerpo como una vulgar ramera.

— No te tocaré, no te preocupes. Sólo quítate eso. Las cosas serán como siempre, pero tú irás más "suelta", como si estuvieses en la piscina. Sólo eso.

Acercó el paquete otra vez. Enseñar las tetas por un paquete de tabaco me parecía sórdido y ridículo. Y muy barato. Pero lo cogí. Con mi incipiente experiencia sexual pensé que sería un juego más. Mientras abría el paquete pensé en mis pequeños pechos y la decepción que se llevaría el viejo. Encendí el cigarro y lo miré, preguntándome en qué momento iba a empezar a babear. Dejé el pitillo en el cenicero y me quité la camiseta. Me quedé con el sujetador, cuyo relleno hacía más volumen que mis propios senos, y la cara del anciano se iluminó. Me hizo ponerme tal y como solía colocarme últimamente y que tanto molestaba a mi madre: algo recostada en la silla, muy descuidada en lo decoroso. Ese día salí por la puerta trasera y él se quedó dentro para hacer "una cosa".

Aquello se repitió, y al segundo día ya estaba acostumbrada a llevar el torso semi desnudo. Un día que llevaba camisa me pidió le dejara quitarme los botones y acepté. Lo hizo muy delicadamente, sin rozarme, mirando con ardor mis pechitos y mis labios. El olor de sus manos, con un aroma a jabón de lavanda, se infiltró en mi nariz y en mi cerebro. Tras desabrocharme completamente, me quitó la camisa con cuidado y la colocó sobre una banqueta. Esta vez Eulogio se alejó al otro lado de la tienda, tras el mostrador grande. Se sentó en una silla mientras no dejaba de mirarme, con las manos ocultas a mi vista. Me pregunté si se estaría masturbando. Pasé un par de dedos por el escote y sobre el sujetador. Aparentemente él seguía igual, sin mover un músculo, y comprendí que sí, que se debía de estar tocando. ¿Tendría el pene fuera del pantalón? ¿era grande? ¿gordote? ¿su vieja mano lo estaba recorriendo? ¿brotaría semen de su instrumento? Yo estaba confusa, en una mezcla de excitación y perplejidad. Por un lado me habría acercado al viejo, pero por otro sabía que ese era un momento único, especial. Con las manos hacia atrás, me desabroché el sujetador, pero un gesto de Eulogio me hizo comprender que no siguiese, así que abrí las piernas lo que pude, todo lo que me dejaron los tejanos, y me quedé sentada el taburete. A veces le delataba un movimiento muy leve del brazo, hasta que de pronto se levantó y se dirigió a la puerta trasera para descorrer el cerrojo. Fue tan delicado que no sé si se terminó o no. Por mi parte, me vestí y salí. Ese día me despidió muy feliz. Y al llegar a casa me tuve que masturbar escondida en el aseo que usábamos cuando el principal estaba ocupado.

Hasta entonces las últimas visitas a la tienda me habían ido excitando, pues me sentía deseada y a su vez me sentía muy segura con él. Me gustaban los hombres más mayores, eso era cierto, pero su edad estaba más allá de mi horizonte de deseo, y aún hoy lo recuerdo demasiado ajado. Pero me gustaba pasearme semi desnuda por su tienda, sentir su mirada. El desprecio que yo sentía por mis diminutos pechos se compensaba por la velada admiración del viejo. Admiración que ese día dejó de ser intuida para convertirse en algo tangible. Sentada en el inodoro, con las piernas abiertas, me corrí mientras visualizaba el semen del anciano resbalando por sus dedos a unos metros de mí. Sabía que a pesar de mi juventud le resultaba atractiva a los hombres, pero ese día fui realmente consciente del poder de mi cuerpo. Incluso de mis denostados pechos.

Los siguientes días evité mirar cuando pasaba por la tienda, pero en mis masturbaciones casi siempre aparecía el viejo. Incluso llevé una pastilla de jabón de lavanda al aseo del fondo, lugar que se convirtió en una especie de extensión de mi cuarto. Un día Eulogio estaba en la puerta cuando pasé y no pudimos evitar saludarnos. Aquello nos relajó a los dos, y un par de días más tarde le dije que bajaría a echar un pitillo en cuanto dejase las cosas que llevaba en casa. Subí deprisa las escalera y me metí en mi cuarto, me quité la camiseta y el sujetador, y me volví a poner la camiseta. Mis pezones quedaban marcados y me puse muy colorada al pensar en lo que iba a hacer. Bajé y me encontré la puerta trasera entreabierta y traspasé el umbral. Con la baraja echada, sólo estaba encendida la bombilla del rincón de fumar y la del mostrador con Eulogio sentado tras él. Se podía cortar el aire. Cerré la puerta pasando el cerrojo y me dirigí a mi banqueta, donde me esperaba un paquete de cigarrillos de los buenos. Lo abrí de espaldas a él. No quería que me mirase los pechos aún. Encendí el cigarro  exhibiendo coquetamente mi trasero, la cara de perfil, para que viese el cigarro en mis labios, entrando y saliendo a cada bocanada. Finalmente me senté como solía, abriendo exageradamente las piernas. Me quité la camiseta y me quedé mirando su cara inmersa en lascivia.

Miré hacia su vientre, oculto en la tarima, y me desabroché el pantalón. Metí una mano dentro y empecé a tocarme. El viejo se echó un poco hacia atrás y pude ver al fin su capullo, bien gordo, y su mano empezó a moverse más libremente, sin disimulo. Aquello era de lo más excitante que había hecho nunca, era todo tan morboso que me mojé en seguida. Frotaba el clítoris con rapidez, al contrario de lo que hacía el viejo con su pene. Se levantó y se acercó. Verlo venir a mí, con esa ropa pasada de moda siglos atrás, con el pene saliendo de la bragueta debajo de esa barriga y siendo sujetado por su mano, me hizo frotarme más fuerte. Se colocó a mi lado y puso un pulgar pegado a mis labios. El olor a lavanda espoleó mi cabeza.

— ¿Sabes qué tienes que hacer?

Claro que lo sabía. Cogí su mano y empecé a meter el dedo en la boca, entrándolo y sacándolo, chupando la yema con sabor a jabón y mi lengua jugando con su cuidada uña. Con el tacto de su piel en mis mojados labios comprendí la excitación creciente del viejo porque la que yo sentía no me dejaba respirar, Seseaba que cambiara el dedo por el pene, y me sorprendí porque a pesar de haber hecho mis felaciones a algún que otro noviete, nunca había sentido ese deseo. Estaba a punto de correrme y empecé a tocarme más lentamente. Saqué mi mano del pantalón y agarré la suya con las dos, y seguí chupando sin saber qué haría el anciano. Miraba su cara y su verga, en una clara invitación.

(CONTINUA)