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La sombra de lo desconocido (2)

en Hetero: Infidelidad

DOS AÑOS ANTES

-          ¡Despierta Dani!

Abrir los ojos y contemplar a Ana con su pijama corto y top de tirantes que dejaba al descubierto todo su vientre y una gran parte de sus tetas es una de las mejores maneras de despertarse que se me ocurren. Aún así, si hubiera llegado siquiera a intuir lo que vendría entonces, me habría vestido apresuradamente y habría escapado de nuestra habitación, de nuestra casa, de Madrid…

Como ella se había inclinado sobre mí para despertarme, su top quedaba colgando y aproveché para meter la mano por debajo y agarrar su teta derecha aprisionando el pezón entre los dedos índice y corazón. Su amplia sonrisa me hacía presagiar un polvo matinal de los habituales los sábados que ella no trabajaba y era lo suficientemente temprano como para no temer que los niños nos interrumpiesen en plena faena, así que apreté la teta con más fuerza y la atraje hacia mí con la intención de comenzar el ritual de besos y caricias, al que seguiría por este orden la desaparición de su pijama y sus braguitas, mi lengua bajando desde su boca a sus tetas, con parada y transbordo en sus pezones, y continuación de viaje hacia su coño después de detenerme un instante en el apeadero de su ombligo.

La travesía carnal se asemejaba a recorrer nuestro  país a través de las diversidades orográficas de su geografía. Comenzaba en su boca, a modo del ibón pirenaico de Alba, siempre fresca y húmeda, descendía hacia el sur para encarar la subida al macizo del Pico Aneto y la Maladeta, unas tetas deliciosas, imponentes,  ligeramente asimétricas, coronadas en dos cimas de roca oscura y dura en forma de pezones que te aupaban  al punto más cercano al cielo en la Tierra. Desde allí descendías por el Alto del Perdón y atravesabas la meseta hasta llegar a Madrid, ombligo físico y metafórico, un lugar extraño, divertido, con mil rincones para perderse. Al final del trayecto pasabas por un pubis exuberante, recortado, cuidado, precioso como los cerezos del Jerte en la época de floración y te sumergías en el infierno mágico de un coño moreno, sabroso, cálido, salado, como descender la Calle Sierpes camino de la Giralda y penetrar en el Patio de los Naranjos.

Pero esa mañana no hubo besos ni caricias, mucho menos polvo. La sonrisa nerviosa de Ana y su estado de excitación no se debían a lo que mis ganas de sexo me habían hecho pensar, y así me lo hizo saber rápidamente con un sonoro manotazo en mi brazo que hizo que liberara su teta al instante.

-          ¡Quita tonto! Ahora no

En un segunda tentativa traté de bajar mis manos hasta su culo para atraerla hacia mí, pero enseguida me disuadió una mirada de reproche y una frase que ya entonces se había convertido en un lema social y político.

-          Dani, no es no.

En el tiempo en el que Melendi se termina un cubata o Chicote encuentra una cucaracha en un restaurante chino, mis manos estaban de vuelta, detrás de mi nuca, tratando de desperezarme. Mis ojos comenzaron a aceptar con mucho esfuerzo la luz del día que entraba por el ventanal de nuestra habitación, pero mi mente no terminaba de despertarse y yo no acertaba a comprender la situación.

-          ¿Entonces ahora no?

Ana seguía sonriendo pero su expresión era firme y decidida, así que comprendí que no valía la pena insistir. Me incorporé a la espera de que ella tomara la iniciativa y me aclarara lo que sucedía, sin darle demasiada importancia al ver que su cara risueña seguía manteniendo el mismo rictus jovial, excitado, divertido.

-          No, ahora no… ha pasado algo… me ha llamado María… han salido ya los traslados… ¡Y me lo han concedido! Dani, ¡volvemos a casa!

El tiempo que tardé en reaccionar a sus palabras, a las que había acompañado de saltitos nerviosos y aplausos sonoros y armónicos, hizo que yo mismo temiera que estaba sufriendo un ictus, así que repasé mentalmente los síntomas: debilidad muscular, pérdida de visión, dificultad para hablar, problemas de coordinación… ¡Los tenía todos! Pero Ana me sacó de golpe de mi trastorno de somatización.

-          ¿Me has oído? ¿No dices nada? ¡Volvemos a casa!

Al instante mi preocupación médica se desvió hacia ella. La miré con una mezcla de asombro y ternura y utilicé el tono tranquilizador que había oído usar a mi madre con mi abuelo cuando éste enfermó de Alzheimer.

-          Cariño, ya estamos en casa. Ésta es nuestra casa.

Y si no hubiese estado tan preocupado por su salud mental, habría añadido

-          Lo sé porque fui yo quien compró todos estos putos muebles que elegiste en el Ikea, quien los pagó, quien los cargó y quien se pasó un fin de semana entero montando el  sinfonier Hemnes, la cama Brimnes y la mesilla Songesand. Y sólo puedo dar gracias a Dios porque el constructor hubiera tenido a bien diseñar el piso con armarios empotrados.

Toda esta última reflexión preferí omitirla por no alterar más el estado cognitivo de Ana, pero ella continuaba inmutable, con una mirada condescendiente, un aspecto eufórico y un tono burlón

-          ¡Pero qué tonto eres a veces!

Y entonces soltó la carga de profundidad, remarcando cada sílaba.

-          A-CA-SA…  A-LO-GRO-ÑO… ¿No estás contento?

¿Contento? ¿Cómo no iba a estar contento? Tanto como si una manada de elefantes africanos me pisoteara el saco escrotal. Pero tampoco era cuestión de hacerme el héroe y exteriorizar mis sentimientos, algo tremendamente sobrevalorado en la actualidad, así que opté por hacer lo que mejor se me da en la vida: disimular. Me aclaré la voz dispuesto a que sonara firme y busqué las palabras exactas para proyectar una imagen de templanza y serenidad que se desvaneció apenas abrí la boca y comencé a tartamudear

-          Eh… ¿y los niños?

-          ¿Te crees que no lo tengo todo pensado? Mi madre es amiga de la directora de formación del Colegio Alcaste y le ha dicho que no vamos a tener ningún problema para que los admitan el próximo curso… A ti no te va a costar nada que te concedan el traslado. Tú mismo me has dicho muchas veces que te lo han ofrecido porque aquí sobra gente en tu departamento… Y yo podré trabajar en las urgencias del Hospital San Pedro… y ver a mi familia más a menudo, y los niños también. No te digo que vivamos mis padres, aunque si quieres podríamos, ya sabes que tienen una casa grande, pero he estado mirando en Idealista y hay un montón de pisos nuevos en la zona de La Cava, con piscina… ¿te imaginas?... De momento podríamos alquilar y luego ya veríamos…

¡Acabáramos! Lo que había querido decir  con lo de “volvemos a casa” es que volvíamos a su ciudad natal, al lugar de su infancia y adolescencia, y donde todavía vivía toda su familia, un lugar extraño y desconocido para mi, y con una nula vinculación afectiva o emocional.

Como si me estuviera leyendo el pensamiento, comenzó a enumerar una lista infinita de atractivos, bondades  y virtudes, que al lado de la capital riojana harían palidecer de envidia a París, Roma o Nueva York:  la calle Laurel,  la Mayor, la Redonda, el Puente de Hierro, Portales, el Puente de Piedra, los Parques del Ebro y La Ribera, el Espolón, el Riojaforum, las bodegas Franco Españolas…

Bodegas Franco Españolas… a partir de ahí ya dejé de escuchar a Ana y me adentré en un agujero de gusano que me transportó a ese mismo lugar, pero 16 años antes. Había sido la primera y única vez que había estado en Logroño hasta entonces. Nos habíamos conocido ese mismo año en la fiesta de Bellas Artes de la Universidad de Zaragoza. Ella hacía las prácticas de Enfermería en el Hospital Universitario Miguel Servet y yo cursaba un máster en Administración y Dirección de Empresas. Esa noche compartimos afinidades etílicas, verborrágicas  y sexuales, y una semana más tarde ya éramos pareja oficial.

Cuando me propuso pasar las fiestas de San Bernabé en Logroño sólo le puse una condición: nada de familia. Por lo demás, me pareció un plan genial… fiesta, sexo, descontrol… y a fe que cumplió las expectativas con creces. Llegamos a media tarde.  Ana había hecho una reserva para una cata en las Bodegas Franco Españolas a las seis y fuimos directos allí. No recuerdo las explicaciones sobre las diferencias entre garnacha, viura, tempranillo y graciano, pero recuerdo que cuando salimos de allí recorrimos la calle Sagasta haciendo eses y sin dejar de reírnos a carcajadas. Llegamos al Casco Antiguo y fuimos haciendo parada en cada una de las tascas de la Laurel, acompañando las especialidades de su correspondiente crianza. Antes de las diez  ya había entendido por qué se la conocía como la Senda de los Elefantes. A partir de la media noche perdí la cuenta de los gin tonics  que nos habíamos tomado en locales de todo tipo, como cantaban Los Suaves, “Bares, pubs y discotecas”.

Era evidente que los dos habíamos bebido y mucho, pero también era indudable que el alcohol  y el cansancio no habían hecho menguar nuestro deseo, más bien al contrario. Íbamos camino del hotel Carlton comiéndonos a besos por la calle, y al pasar por los soportales de Muro de la Mata, Ana se tropezó y me arrastró  con ella hacia el ventanal de la Ader, quedando pegados a la pared, iluminados por una farola indiscreta que de ningún modo iba a disuadirnos de nuestras intenciones.

Me puse frente a ella para amortiguar la luz y aparté su melena negra, dejando su cuello al descubierto, al cual me lancé con el ansia de un Bela Lugosi ebrio y apasionado. Los mordiscos y lametones fueron subiendo hasta su oreja, que al contacto con mi lengua húmeda reaccionó provocando que Ana emitiera un primer gemido, mostrando una disposición al placer que no estaba dispuesto a desaprovechar.  Su lengua buscaba la mía desesperadamente y la dejaba errar el tiro y encontrar el vacío para allí atraparla e introducirla en mi boca. Eran besos húmedos, salvajes, entusiastas, que como primera consecuencia tuvieron que el color rojo Perfect Stay se desdibujara de sus labios y se extendiera por la piel de su cara, haciendo que adquiriera un aspecto entre divertido y sensual, deseo en estado puro.

La media docena de botones plateados de su blusa blanca fueron cediendo uno a uno, dejando a la vista un sujetador con estampado de cerezas en tonos rojos y blancos que resultaban una tentación irresistible, más aún cuando aprecié, primero con la vista y luego con el tacto, que entre las cerezas destacaban dos pezones enormes que por lo abultado del sujetador debían haber duplicado su tamaño normal. Un certero y rápido movimiento de manos liberó sus tetas, que no quedaron abandonadas por mucho tiempo. Mis manos las acogieron con delicadeza. Lucían espectaculares, suaves, moldeables, tersas, húmedas por el sudor y la excitación.

Mientras con una mano pellizcaba su pezón derecho disfrutando de su tamaño, rugosidad y dureza, la otra descendió por su vientre plano hasta llegar al límite de sus pantalones. Un sonido sordo anunció que el botón había cedido y el  zip metálico de la cremallera al bajar dio paso a la visión de unas braguitas a juego con el sujetador, que justamente por encima de uno de los pares de cerezas  que la adornaban, permitían vislumbrar  el comienzo de un vello púbico negro y arreglado.

Mis dedos llegaron a su coño y me sorprendió lo fácil que se abrieron camino para entrar en él. El flujo que lo empapaba confirmaba lo que sus gemidos apagados ya venían  anunciando, su estado de excitación había hecho que la humedad cubriera la parte inferior de su braguita, y el primer contacto con su clítoris hizo que se abrazara a mí con fuerza, abriendo más las piernas para facilitar la maniobra.

Sin dejar la tarea que tanto placer le estaba proporcionando, introduje el dedo corazón, sintiendo al instante lo caliente que estaba.  Ana cerró los ojos y su excitación hizo que los besos que disfrutaba el lóbulo de mi oreja se transformaran en un mordisco salvaje y descontrolado. La cristalera reflejaba nuestras figuras y me vino a la cabeza la imagen del combate entre Tyson y Holyfield, pero yo no estaba dispuesto a sucumbir y un segundo dedo entro en su coño, aumentando la velocidad del movimiento. El chapoteo era audible en el silencio de la noche y eso provocó que nuestra excitación aumentara, hasta que ella comenzó a dar señales de rendición, sus piernas no la sostenían, y sus gemidos se volvieron jadeos obscenos, desvergonzados, irrefrenables, hasta terminar corriéndose en mi mano.

Saqué los dedos de su lubricada vagina y le acaricié la cara para que notara lo mojada que la tenía. Ella sonrió y su reproche no sonó convincente.

-          No seas guarro

Me empujó contra la pared y llevo su mano a la entrepierna de mis vaqueros

-          Ya verás. Ahora me toca a mí

Sonó a amenaza terrible, pero aún así no puse ningún impedimento a que su mano se adentrara en mis bóxers y envolviera mi polla con una firmeza y suavidad que hizo que el solo contacto de su piel provocara una erección inmediata. Con una habilidad y destreza propias de una profesional, soltó el botón de mis pantalones y bajó los bóxers lo suficiente para que no le molestaran en su movimiento. Me estaba haciendo una paja en plena calle, y aunque la hora y la ubicación no hacían probable que nadie nos estuviera mirando, la mera idea de que alguien nos pudiera ver hizo que mi excitación aumentara. Ana lo notó al instante y no dejó pasar la ocasión; aceleró en vaivén de su mano. Aquello no iba a durar mucho. La visión de sus tetas fuera del sujetador bamboleándose con cada uno de sus movimientos, su blusa abierta y sus braguitas aún descolocadas me hicieron sobrepasar el límite de lo soportable, y sujetando con fuerza sus pezones aún duros comencé a descargar todo el deseo acumulado durante el día y la noche. Su vientre se llenó de semen tras varios disparos incontrolados, y aunque su blusa, vaqueros y braguitas también sufrieron daños colaterales, sin duda la peor parte se la llevó su mano derecha que al no cejar en su empeño de exprimir hasta la última gota, había quedado impregnada.

Ana la mantuvo en alto, blanca y pringosa. Nos miramos a los ojos y estallamos en una carcajada.

-          ¡Mira cómo me has puesto! Dame un kleenex.

Yo aún no había conseguido recuperarme y seguía recostado contra la pared. Acababa de correrme como un adolescente, y la sensación que tenía era parecida a esas historias cursis que describen el orgasmo con una imagen metafórica de fuegos artificiales. Y entonces llegó el clímax de la noche: los fuegos artificiales cobraron vida y la traca final restalló rasgando el cielo de Logroño. Un sonido atronador inundó cada rincón de la ciudad, precedido de un fogonazo cegador y posterior lluvia de todo tipo de objetos, reventándonos los tímpanos y haciendo que el corazón se acelerara hasta doler cuando aún no había llegado a serenarse.

A las 06:30 de la madrugada del día 10 de junio de 2001, apenas a cien metros de donde nos encontrábamos,  un coche bomba hizo explosión en la calle Gran Vía esquina con Víctor Pradera, produciendo cuantiosos daños materiales, destrozando por completo la fachada del edificio del Banco Atlántico, conocido como la Torre de Logroño, causando dos heridos leves, y, lo que es peor, sembrando la conmoción en una joven y apasionada pareja, que aturdida, se miraban incrédulos, proyectando una imagen extraña, singular, como dos personajes que no se sabe si salen del rodaje de una película porno o del cine de catástrofe, una mezcla entre  Garganta Profunda y El Coloso en Llamas.

Abracé a Ana, que temblaba entre sollozos.

-          ¿Estás bien?

No escuché su respuesta, pero el gesto afirmativo de su cabeza me hizo saber que no tenía ninguna herida, aunque era evidente que se encontraba en estado de shock. Me apresuré a abotonar su blusa y sus vaqueros, dejando el sujetador colocado por encima de sus tetas sin ajustar el cierre. Al abrochar el botón de mis pantalones es cuando reparé en mi mano manchada de sangre, pero por más que buscaba su procedencia no acertaba a hallar un solo rasguño, hasta que Ana señaló mi oído derecho. Un fino hilo de sangre resbalaba hacia mi cuello, pero lo peor era el zumbido estridente que acompañaba al dolor agudo. Traté de amortiguarlo cubriéndome las orejas con las manos y por un momento temí haberme quedado sordo. En ese momento aparecieron los primeros efectivos de la Cruz Roja y llegaron corriendo hasta nosotros. Uno de ellos cubrió a Ana con una manta térmica, y el otro se dirigió a mí, con grandes aspavientos y gestos de preocupación.

-          ¡Chico! ¿Estás bien? ¿Puedes escucharme? ¿Me escuchas? ¿Me escuchas?

-          ¿Me escuchas?... ¡Dani! ¿Me estás escuchando?

La sonrisa de Ana y su sensual pijama me devolvieron al presente.