miprimita.com

En otro mundo: Carne

en Control Mental

Desperté con una sensación extraña en el cuerpo. A duras penas podía moverme, pero lo notaba entumecido, inundado por ese dolor sordo que provoca el exceso de ejercicio. Era como si hubiese estado en una de esas sesiones maratonianas de crossfit que realizaba tres días en semana y luego me hubiera ido a jugar un partido de fútbol sin descansar ni un segundo. Me dolía todo, cada músculo y cada articulación. Además, notaba que algunas partes de mi anatomía estaban hinchadas, palpitantes. Traté de hacer un par de movimientos muy suaves bajo las sábanas y unas débiles corrientes de dolor se extendieron por los recovecos más ocultos de mi esqueleto. Apenas podía abrir los ojos: a pesar de la penumbra, la poca luz que entraba a través de las persianas a medio bajar me molestaba. Me costaba tragar, tenía la garganta completamente seca.

Aquello no era simple cansancio físico: tenía que haber pillado un virus, nada es capaz de infectar un cuerpo humano con tanta rapidez, y seguramente había sido en aquel tugurio de mala muerte en el que habían estado la noche anterior. Un sábado descontrolado lo tiene cualquiera, pero aquel había sido una puta locura.

Cerré los párpados y mi mente se llenó de flashes, de imágenes que se solapaban y componían una especia de clip acelerado de esos que se ven en las redes sociales. En una de ellas me rodeaban dos, quizá tres, chicas con vestidos muy cortos, como de cuero, de colores vivos que incluso lograban brillar en la semipenumbra de la pista de baile… Mis colegas revoloteaban a su alrededor como insectos. Ellas les ofrecían copas rebosantes de cócteles de promoción… Ellos empezaron a repartir pastillas, aquí y allá, de la mano a la lengua y de allí a otra lengua ansiosa por recibirla… Luego ampollas que se vertían en las bebidas, rayas de speed, cristal… Las chicas espolvoreaban coca en los penes de sus acompañantes, y estos hacían lo propio sobre sus senos, sobre sus vaginas, para después devorarse unos a otros de forma animal, convertidos en una jauría salvaje. Era un carrusel de droga y alcohol que se mezclaba con bailes insinuantes y voluptuosos envueltos en carne: carne morena, exuberante, sudorosa, firme, cálida, seda bajo las manos ansiosas…

Una puñetera orgía.

Intenté centrarme en mí, averiguar qué coño había hecho para encontrarme tan mal. No suelo beber demasiado y el tema de las drogas lo llevo con cierto respeto, así que no creía que las cosas fueran por ese camino. Aquella… angustia que sentía no era una simple resaca. Volvieron a venirme imágenes. Una mujer morena, guapísima, de cuerpo escultural… Se reía mientras bebía un cóctel de color rojo. Un minivestido del mismo color apenas lograba ocultar sus curvas. La chica se acercaba a mí y me decía algo al oído. El olor de su carne era mágico...

De repente sentí un vahído, y una nausea infinita que se enroscaba en torno a mi figura temblorosa; luego, fundido en negro y oscuridad.

 

———————————————

 

Tuve un despertar pegajoso, como si me hubiese quedado dormido en el centro de una inmensa telaraña. Me sentía especialmente atontado, incapaz de hilar dos pensamientos seguidos. Mi cabeza palpitaba sin piedad y tenía la sensación de que disminuía de tamaño empujada por la presión de cada latido. Parpadeé un par de veces y la visión se hizo un poco más clara. Inspeccioné el mundo alrededor y me quedó claro que estaba en casa de otra persona, para ser más exactos en la cama de otra persona. Oía su respiración calmada, casi lograba percibir la calidez de su cuerpo. Miré hacia la derecha y pude ver un ovillo de cabello oscuro sobre la almohada, medio oculto entre los pliegues de las sábanas.

Después de todo, parecía que había conseguido ligar y que la chica me había llevado a su nidito de amor.

Con movimientos lentos y suaves intenté acomodarme en la cama para no molestar a mi aún desconocida compañera. Según me movía, sucumbí a unos espasmos que me hicieron sentir diferente y extraño. Todo mi cuerpo parecía más ligero, más delgado y mucho más pequeño; en el centro del pecho florecía una sutil sensación de ahogo, como si tuviera algo pesado, casi gelatinoso derramándose sobre él. El cabello oscuro que había visto sobre las ropas de cama se movió conmigo y ahora se encontraba, en mucha más cantidad, formando ondas sedosas junto a mi hombro. Levanté la sábana y miré hacia abajo: allí donde antes se destacaban mis pectorales bien definidos, se alzaban un par de pechos firmes y turgentes que se derramaban ligeramente hacia los lados.

De repente mi corazón se aceleró igual que una bala y noté una sequedad rocosa en la garganta. Quise gritar pero no fui capaz. Pronto me encontré en un estado de shock del que me era imposible salir. Comencé a sentir un calor insoportable, la piel se cubrió de perlas de sudor, y una riada de estremecimientos me inundó todo el cuerpo.

Sentí que la garganta se me cerraba a cada segundo. Creí que iba a morir.

Traté de racionalizar las cosas: era más que obvio que todavía estaba soñando, ¿verdad? Estas cosas no sucedían en el mundo real. Al fin y al cabo, el alcohol y las drogas que había tomado la noche anterior podían provocar estados alterados de la mente, no cabía duda, de ahí el sueño dentro del sueño…

Me recosté e intenté relajarme… A veces, cuando estaba bajo largos períodos de estrés, mis sueños me jugaban malas pasadas: tendían a ser muy, muy reales, y tenía que convencerme de que las cosas no estaban sucediendo. En esos momentos lo único que me ayudaba era hacer tareas estúpidas que me distrajeran del foco principal. Dejé escapar un hondo suspiro (aquellos pechos subieron hacia arriba y los pezones rozaron ligeramente la tela. Una descarga eléctrica, leve, apenas perceptible, se disparó en dirección a la entrepierna) y comencé a contar hacia atrás desde el 20.

No había llegado ni al ocho cuando volví a caer en un sueño ligero, tanto que desperté muy poco después. Seguía estando en la misma habitación. Recorrí de nuevo con la mirada las paredes, los muebles, las cortinas, con la esperanza de haberme equivocado. No, era exactamente igual a la anterior. Mi ritmo cardíaco se aceleró una vez más. Alcé la mano lentamente para no despertar a mi acompañante y me palpé el pecho. Los senos aún estaban allí, turgentes, firmes, grandes como pequeños melones. Fue en ese momento cuando comencé a entrar en pánico. Saqué las manos de debajo de las sábanas y las llevé rápidamente al rostro para encontrar que mi barba ya no existía. Acaricié los pómulos: bajo los dedos se hallaba una piel delicada y tersa, cálida, con el tacto de la seda. Arrastré las palmas de las manos hacia la frente y el cabello. Éste era largo y sedoso. Lo dejé caer frente a mi cara para ver que era el mismo pelo oscuro y ligeramente ondulado que había visto antes. Durante la exploración comprobé que mis manos eran mucho más pequeñas y delicadas. Atrás quedaron las cicatrices y los callos que había obtenido después de años y años de trabajo duro en los talleres. Los dedos terminaban en uñas puntiagudas que lucían una experta manicura y estaban pintadas en un delicado tono rosado.

Si aquello no era un sueño tenía un problema de los gordos.

Esta vez me senté rápidamente y ya ni siquiera me preocupé por la posibilidad de despertar a laque estaba en la cama conmigo. Retiré las sábanas y me volví para sentarme en el borde de la cama; al levantarme sentí lo ligero que era aquel cuerpo, y una pesadez en el pecho que no me resultó en absoluto desagradable. A mi derecha pude distinguir la silueta de una puerta que podría ser la del baño. No parecía un piso lujoso, así que no tendría demasiadas habitaciones. Me incorporé y aquellos pechos turgentes y macizos cimbrearon con fuerza. Esta vez un rayo de placer estalló en los pezones y, recorriendo toda la parte superior del cuerpo, llegó a mi entrepierna, que era incapaz de ver con tanta carne temblorosa en mi campo de visión. Las mejillas me ardían, y un latido urgente me recorría los labios…

Tuve la tentación urgente de agarrarme las tetas y pellizcarme los pezones. Por un momento pareció que no había nada mejor que hacer en el universo que trabajarme los pechos hasta llegar al orgasmo. Entorné los ojos y sentí que los brazos se movían con vida propia. Luché con todas mis fuerzas por recuperar el control de mi cuerpo. No sé cómo lo conseguí, pero lo hice.

Todavía temblando de miedo, me incorporé y, en tres ligeras zancadas, me planté ante la puerta. La abrí y la cerré tras de mí. A oscuras usqué el pestillo, pero no lo encontré. Tanteé hasta dar con el interruptor de la luz, la encendí, y busqué el espejo con la mirada. Sobre el lavabo había uno que ocupaba media pared..

Allí, una morenaza espectacular me miraba con ojos muy abiertos. Sus labios, gruesos y apetecibles, brillantes, formaban un círculo perfecto. Me acerqué hacia ella y ella se inclinó hacia mí. Agarré mis pechos y ella hizo lo mismo, sólo que yo sentí la turgencia y la calidez de los mismos bajo las palmas de las manos enviando aquellas dulces ráfagas eléctricas a cada músculo, a cada zona erógena de mi cuerpo. Mi espalda pareció arquearse por sí sola, y de mi boca salió un gemido que no pude contener. Noté una explosión indescriptible en la entrepierna, acompañada por una sensación de humedad que se extendió por el interior de los muslos.

Con delicadeza, separé los pechos (reparando en aquellos pezones duros que se disparaban hacia el espejo) y miré hacia abajo, hacia la zona en la que había estallado la tormenta de placer.

Vi un triángulo de tela color lavanda, con una mancha de humedad que se iba extendiendo por toda la superficie, y unas tiras del mismo color que se ajustaban a las caderas. La chica del espejo repitió todos los movimientos con total exactitud. Lleve la mano derecha hacia las braguitas y jalé hacia delante.

Mi polla había desaparecido. No había nada bajo la tela, sólo oscuridad (aunque el vacío palpitaba, enviando densas olas de calor que atravesaban el espacio entre mis piernas y luego se extendían hasta el final de mi espalda). Un grito escapó de mis labios e inmediatamente me cubrí la boca con la mano que me quedaba libre: aquel sonido no podía haber salido de mi garganta.

Era una fina voz de mujer, muchísimos tonos por encima de la mía. En aquel momento los ojos de la chica del espejo (de un brillante gris verdoso, protegidos por unas largas y sedosas pestañas) me miraban desorbitados. Tuve que aceptar la realidad, aunque careciera de explicación lógica:yo era ella.

Ella era yo.

Mi mente no fue capaz de procesar el hecho de que, por una razón que escapaba a mi entendimiento, me había transformado en una mujer preciosa que estaba en el baño y en la casa de otra persona. Ya no medía cerca de dos metros ni mi cuerpo era casi cien kilos de puro músculo. Mis anchos y fuertes hombros, fruto de tantos años de gimnasio, junto con los brazos musculosos y los marcados abdominales habían desaparecido. No… No. Aquello no podía estar ocurriendo. Miré a mi reflejo, embelesado, hipnotizado ante un cuerpo con forma de reloj de arena, carne suave e inmaculada, morena y prieta. A ojo, calculé que mi altura rondaba el metro setenta, y quizá pesara unos cincuenta y pocos kilos. Las piernas eran largas y bien formadas. Desembocaban en unos pies pequeños y sensuales. De repente me encontré pensando en la talla de zapatos que tendría. Otra vez aquella extraña sensación, como si el pensamiento perteneciese a otra persona…

No pude apartar los ojos de aquella explosión de belleza. Observé con excitación la forma en que su cuerpo se movía cada vez que yo lo hacía. Vi que la chica giraba lentamente sobre sí misma, hasta que pude contemplar el culo más increíble que había visto en mi vida. Y habían sido muchos: es lo que tiene frecuentar gimnasios. Era simplemente perfecto. Redondo, firme, apetitoso como un melocotón maduro y casi con su misma forma. Pude ver cómo las braguitas se metían entre los glúteos, realzando aún más aquella visión turbadora.

Un mareo arrollador me envolvió sin aviso.

Trastabillé, di un par de pasos hacia atrás y me vi obligado a sentarme en la tapa del retrete. Pude sentir que la tela que cubría la zona donde antes había estado mi polla se tensaba sobre la carne. Ahogué un gemido de placer y me mordí el labio inferior. Cerré las piernas con fuerza, como intentando retener la intensidad de aquella dulce tortura. Estuve unos segundos sin moverme, con los ojos cerrados, luchando por escapar de una sensación extraña que amenazaba con hacerme perder la cabeza. Me habría gustado centrarme en otra cosa para volver en mí, pero toda mi atención estaba concentrada en la vagina: cada vez más hinchada y más caliente. Abrí las piernas todo lo que pude, y me las arreglé para echarle un vistazo por encima de los pechos. La tela lavanda estaba completamente empapada. La raja entre los labios (más y más abultados a cada instante que pasaba) podía adivinarse sin problemas. Cogí la tirilla superior con una de mis nuevas manos de muñeca y tiré hacía un lado. Allí estaba mi coño, casi vibrando, brillante por la humedad.

Ansioso y hambriento. Pude sentirlo en el fondo de mi ser.

Quise evitarlo, pero la mano que sostenía el tejido se deslizó sobre la vagina. Era tan suave y caliente… La sensibilidad que tenían aquellos labios era infinita. Me retorcí como una serpiente con sólo tocarlos, y los pezones se dispararon aún más hacia el frente, siguiendo a mis caderas desbocadas. Dejé que mis dedos se deslizaran sobre aquel triángulo de placer hasta que comencé a introducir, muy poco a poco, el dedo índice y el medio en su interior. Mi cabeza se movió hacia atrás igual que un resorte y creí que iba derretirme como un helado sobre el asfalto. Una serie de roncos gritos de placer corrió por mi garganta hasta salir al exterior.

Era increíble: el tacto era igual al de cualquier otra mujer con la que hubiese estado, sólo que en aquella ocasión sentía el placer que mis caricias provocaban. Aun así, en lo más hondo de mi mente, sentí que mis caricias, la manera en que estrujaba y retorcía aquella carne nueva, era torpe e inexperta. Había algo en el centro de mis pensamientos, una esencia retorcida y arcana: se revolvía dentro de mí, tratando de ser tangible, de dominar mis actos y mis voluntades. Pero estaba incómoda, por alguna razón no se encontraba en su medio natural.

A pesar de todo, mis dedos siguieron horadando la carne, separando los labios, había un punto que vibraba y casi se quería salir del cuerpo por encima de ellos. Comencé a retorcerme sobre la tapadera del retrete, sentía la inminencia de mi primer orgasmo como mujer… Pero la presencia que habitaba mis pensamientos lo impidió. Casi rugí de rabia pero no conseguí nada. Mi carne temblaba de excitación, enviando espasmos de placer a cada movimiento, pero ese algo invisible tenía otros planes. Me invadía la impresión de que quería algo más. Me incorporé, mareada, y recorrí con la mirada las baldas que había distribuidas por las paredes del cuarto de baño. Eran casi las mismas que tenía yo en mi propio apartamento, también con productos casi idénticos. Ni siquiera sabía qué estaba buscando. Hasta que mis ojos se posaron en la forma levemente fálica de un desodorante. Sentí el pecho más pesado, y mi coño empezó a agitarse de nuevo. Me incorporé un poco, lo cogí, y me senté en el borde de la bañera. Luego me quité las braguitas empapadas y las arrojé al suelo. Levanté la pierna y la apoyé en el retrete. Mi vagina se abrió ligeramente, los labios hinchados y expectantes. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir pero no quería creerlo.

Con una mano separé los labios temblorosos de mi vagina y con la otra cogí el desodorante. Lo apoyé contra aquella rajita húmeda y fui introduciéndolo poco a poco. Grité como un animal herido mientras sentía que estaba empezando a derretirme desde aquel punto. Pronto estuvo dentro de mí, casi entero, y una mano que no era capaz de controlar la empujó violentamente hacia el interior una y otra vez, sin descanso. Empecé a chorrear líquidos de forma compulsiva, presintiendo aquel orgasmo que iba a partirme por la mitad...

En ese mismo momento oí que alguien se movía tras la puerta, dando golpes y haciendo bastante ruido.