miprimita.com

Paredes de papel (Relato completo)

en Sexo con maduras

1

 

Aquella noche de varios meses atrás, abrí los ojos y, en la oscuridad, tanteé a mi lado comprobando que Agustín, mi marido, no estaba conmigo. Somnolienta y recordando que se encontraba en uno de sus viajes de trabajo, miré el luminiscente reloj de la mesilla. Eran las dos y media de la madrugada, y en ese momento, volví a escuchar los ruidos que me habían sacado de mi sueño. Parecían proceder del portal.

 

«¡Uf!, ¿no estará nadie intentando entrar en casa?», dije para mis adentros.

 

A mis cuarenta y dos  años, había tenido que acostumbrarme a pasar muchas noches de soledad por los continuos viajes de mi marido, pero eso no evitaba que aún me quedase un cierto temor a que alguien quisiera asaltar la casa, más siendo fin de semana y estando completamente sola.

 

De pronto, escuché una risa femenina, seguida de una masculina, y lo que parecía un resoplido. Después, el silencio.

 

«Tranquila, Mayca», me dije, «los ladrones no se ríen antes de abrir una puerta…».

 

Más calmada, al rechazar la posibilidad de un asalto, me levanté intrigada por lo que acababa de oír. Me acerqué a la puerta de casa, pareciéndome escuchar un nuevo resoplido, y no pude evitarlo, la curiosidad pudo conmigo, así que abrí la mirilla y eché una ojeada.

 

La luz del portal estaba encendida, y lo que vi, terminó de espabilarme. Apoyado sobre la puerta de enfrente estaba Fernando, el hijo de mis vecinos. Pero aunque verle siempre era motivo de interna y secreta alegría para mí pues, a sus veintitrés añitos, el chico estaba para mojar pan, lo que me dejó alucinada fue que éste, con una cara de satisfacción y puro vicio, miraba hacia abajo contemplando cómo, acuclillada ante él, una chica de larga cabellera rubia movía su cabeza arriba y abajo, adelante y atrás, a la altura de su entrepierna, sujetando algo con su mano derecha que no dejaba lugar a dudas de lo que se trataba.

 

Sentí cómo el rubor subía a mis mejillas, pero no pude separarme del pequeño visor, contemplando, entre escandalizada y excitada, cómo aquel apetitoso chico suspiraba con el trabajito de la rubia.

 

«Vaya con Fernandito…», pensé, «cómo aprovecha que sus padres no suelen estar los fines de semana para traerse a la novia… ¡Y qué cachondos, ni siquiera han podido esperar a entrar en casa!».

 

Es cierto que eran las dos y media de la mañana, y que vivíamos en un tercero, siendo ésta la última planta del edificio, y que sólo había dos pisos por planta, por lo que la posibilidad de pillada era ínfima… Pero allí estaba yo, desvelada por unas risas incontroladas, cazándoles in fraganti en su apasionado y descarado arrebato juvenil.

 

A pesar de que sólo podía ver los gestos de placer dibujándose en el atractivo rostro de Fernando, y su fuerte torso y brazos mientras sujetaba la cabeza de la chica, quien de espaldas a mí, le eclipsaba de cintura para abajo, sentí cómo mi entrepierna se humedecía al contemplar el hipnótico vaivén de la rubia cabellera, que estaba dándose un festín con prolongados movimientos atrás y adelante.

 

Sabía que debía apartarme de la puerta, que no estaba bien espiar a nadie, por más que ellos mismos se lo hubiesen buscado, pero no podía apartar mi mirada de cómo el rostro del chico se tensaba, apretando los dientes, mientras su novia le llevaba al delirio con gula.

 

De repente, él soltó un gruñido prolongado, tensándosele al máximo la mandíbula, marcándosele más los pectorales en la entallada camiseta que llevaba, al tiempo que la rubia detenía su ritmo cervical para reiniciarlo muy pausadamente, en prolongados movimientos, mientras su chico temblaba extasiado.

 

«¡Joder, se está corriendo dentro de su boca!, ¡y ella parece disfrutarlo!»

 

Quedé impactada. Nunca fui una mojigata, pero hay ciertos límites que nunca traspasé con mi marido o algún noviete anterior. A Agustín se la chupaba, de vez en cuando, sobre todo cuando volvía de algún viaje. Le tumbaba sobre la cama y le hacía una buena mamada, pero en el momento de su orgasmo, siempre me retiraba para ver cómo se corría sobre su incipiente barriga. No sé, me daba cosa lo de que se me corriera en la boca, y me gustaba ver cómo el denso líquido salía disparado de su polla… Pero al ver aquella escena en directo, algo se removió en mí. Me excitó muchísimo ver cómo el chico parecía darle a ella toda su potencia viril, derritiéndose dentro de su boca por su arte, mientras ella lo saboreaba como un triunfo.

 

Con mi braguita completamente mojada, conteniendo el aliento, contemplé cómo la chica se levantaba pasándose los dedos por los labios y relamiéndose.

 

«¡Uf!, sí que le ha gustado, sí…»

 

Por un breve instante, se hizo a un lado, y en mi retina se quedó grabada para siempre la imagen del pantalón y bóxer de mi vecinito bajados a medio muslo, pero sobre todo, la del pedazo de polla aún erecta y brillante, que apuntaba al frente por encima de ellos. A pesar de la distancia, me pareció enorme, bastante más grande que aquella que tenía mi exclusiva dedicación desde hacía quince años.

 

Me quedé sin aire, y a pesar de que sólo fueron un par de segundos hasta que él volvió a guardar semejante mandoble, recolocándose la ropa, sentí cómo todo mi cuerpo entraba en combustión, con mis hipersensibles pezones rozándose con la suave tela del ligero camisón veraniego que llevaba.

 

— Eres una golosa —oí que le decía a la rubia, mientras ella sonreía satisfecha—. Anda, vamos dentro, que voy a darte lo tuyo…

 

Vi cómo ambos entraban en el piso, y tras cerrarse la puerta, el silencio volvió a reinar en aquella noche estival.

 

Con un calentón como hacía mucho tiempo que no sentía, bebí un vaso de agua fría en la cocina para refrescar mis ánimos y garganta, que se me había quedado completamente seca en contraste con mi entrepierna.

 

Ya en la cama, me costaba coger el sueño. Las imágenes de aquella joven pareja se repetían una y otra vez en mi cerebro, en especial, el momento álgido en el que Fernando se había vaciado en la boca de su chica, con ella disfrutándolo pausadamente… Y ese pollón que había vislumbrado un instante, ¿sería realmente tan grande, o mi recalentada mente lo había idealizado?

 

Inconscientemente, mis dedos bajaron a mis braguitas, sintiéndolas húmedas, y para cuando quise ser realmente consciente de lo que hacía, ya me estaba acariciando el coño por encima de la prenda.

 

Pero el silencio de la noche volvió a ser rasgado, obligándome a detener mis caricias para escuchar atentamente. ¿Había sido un suspiro lo que había escuchado?

 

— Uuuumm… —llegó nuevamente a mis oídos, procedente del otro lado de la pared sobre la que se apoyaba el cabecero de la cama.

 

Mi dormitorio daba pared con pared con la habitación de Fernando, y entre la quietud nocturna, y que los muros eran como de papel, se podía escuchar casi todo lo que ocurría del otro lado.

 

— Ooh, sssí… —oí, acto seguido—. No paresss…

 

No había duda, era la voz de aquella rubia, quien entre suspiros y gemidos de placer me descubría que mi vecinito estaba haciéndole algo muy bueno.

 

Escuchando atentamente, captando cada uno de los jadeos de la chica, reanudé las caricias sobre la braga, haciéndome sentir partícipe del placer de la jovencita.

 

No podía creerlo, estaba cachondísima, sintiéndome como una adolescente, y aunque los gemidos del otro lado progresaban en volumen y frecuencia, enseguida me di cuenta de que sólo se le escuchaba a ella, Fernando permanecía mudo.

 

«Vaya con el chavalito, le está devolviendo la comida…», pensaba mientras los sonidos se volvían más agudos, transformándose en grititos. «¡Uf!, y debe de ser bueno, porque parece que la está matando… ¡Cabrona con suerte!».

 

Los grititos se volvieron más y más largos, a un volumen que me parecía que estuviésemos en el mismo dormitorio, hasta que un “¡Oooohhh!” final, me hizo saber que la chica se había corrido brutalmente.

 

En ese instante descubrí que, en algún momento, mis ricas autocaricias habían transcendido de mi ropa interior para producirse directamente en mi licuado coñito, mientras mi otra mano masajeaba mis abundantes pechos con ganas.

 

El silencio apenas duró un minuto, rompiéndose con un profundo suspiro de voces masculina y femenina combinadas.

 

— ¡Dios, qué gusto! —oí que exclamaba la chica—, ¡me la has clavado hasta el fondo!

 

Un suspiro escapó de mis labios ante tal revelación, y mi mente escapó de la realidad, se evadió de la soledad de mi dormitorio para imaginar que era yo quien acababa de ser penetrada a fondo por mi joven vecino.

 

Dos de mis dedos se hundieron en mi encharcado coño, produciéndome una deliciosa descarga que se propagó por todo mi cuerpo.

 

— ¡Y más que te la voy a clavar! —contestó Fernando—. Te voy a dar lo que mereces por llevar toda la noche poniéndome la polla dura y comérmela con ansia…

 

— Umm, sí… ¡Qué ganas te tenía!

 

Un golpe sordo en la pared, y un gemido femenino, me indicaron que mi vecino comenzaba a cumplir su “amenaza”. Yo los acompañé con una profunda incursión de mis dedos en mi ardiente gruta.

 

Los golpes comenzaron a sucederse de forma rítmica, con un pausado, pero constante, repiqueteo del cabecero contra la pared, revelador del poderoso empuje del joven macho hundiendo toda su dura carne en el cuerpo de su entregada compañera, quien, gemido tras gemido, a cada cual más sugerente, parecía querer hacerme partícipe de su gozo.

 

Con mi piel sudorosa, los pezones a punto de rasgar el camisón, y mis dedos entrando y saliendo de mi almeja, disfruté de una paja como hacía años que no me hacía, continuamente inspirada por el incesante retumbar en la pared, y los jadeos suplicantes de aquella afortunada jovencita.

 

— ¡Oh, joder, qué bien follas! —escuché la voz femenina, casi sin aliento—. Siento toda tu polla dentro, y me parte por la mitad…

 

«Joder, con Fernandito», pensé, frotándome el clítoris sin descanso, «no sólo está bueno, sino que folla como un campeón…»

 

Un gruñido masculino respondió a esa afirmación, y el golpeteo en la pared se hizo más poderoso, más rápido, entre nuevos gruñidos de brioso macho y gritos de hembra desbocada.

 

No pude soportarlo más, mis dedos mortificaban mi botón a un ritmo frenético, y esa banda sonora me convertía en secreta invitada al tremendo polvazo que sucedía del otro lado del fino muro, así que sentí la explosión en mi sexo, el bullente calor que se desataba en él, el estallido de aguas termales, la vibración de mi perla, las contracciones de mi vagina, y un poderoso temblor que sacudió todo mi cuerpo.

 

— Joder, joder, jodeeer… —escuché del otro lado mientras mi orgasmo terminaba de consumirme—, ¡qué buenoooohhh!

 

Aquella rubia había alcanzado el clímax, justo, después de mí. Y cuando su aliento se apagaba, dos últimos martilleos en la pared, que me parecieron que retumbaban en todo el edificio, anunciaron, junto a un rugido masculino, que mi vecinito también se había corrido.

 

El silencio volvió a reinar en la noche.

 

Sudorosa y con las bragas empapadas, tuve que cambiarme el camisón y la ropa interior. Había disfrutado de un intenso orgasmo, aunque estaba segura que no tan intenso como los dos que había oído que Fernando le provocaba a su novia.

 

Alterada por la experiencia, salí a la terraza a fumarme un relajante cigarrillo mentolado, soplando el aromático humo blanco a través de mis, aún, sensibles labios, mientras una ligera brisa, todavía cálida a pesar de ser de madrugada, acariciaba mi rostro.

 

Contemplando la clara noche de luna casi llena, los campos sin cultivar, y la sierra en el horizonte, como privilegiadas vistas de nuestro piso en el norte de la capital, disfruté del cigarrillo tanto, o más, como aquellos que fumaba tras un buen polvo con mi marido.

 

En mi cabeza no dejaban de reproducirse, en bucle, las imágenes de Fernando y su chica a la puerta de su casa, junto con la sinfonía de gemidos, gritos, gruñidos y golpes que me habían descubierto al chaval de nuestros vecinos no solo como un apetitoso yogurín, sino como un auténtico experto follador. Jamás volvería a verle como antes.

 

De nuevo en la cama, sin sonidos que volvieran a alterar mis ánimos, solo una duda acudió a mí antes de quedarme dormida: ¿Tendría mi vecinito una polla tan grande como había insinuado la chica y me había parecido ver a mí?

 

Mi marido tenía una verga que yo consideraba en la media, y bastante satisfactoria, aunque muchas veces ausente, lo cual no podía evitar que me sintiera atraída por la idea de una polla más grande y joven… Las fantasías son libres, ¿no?

 

 

 

2

 

Habían pasado unos días, y Agustín había vuelto a casa tras su último viaje al extranjero. Ni que decir tiene que, tras varios días de ausencia, y aquella experiencia nocturna que me incendió, fue agradecido beneficiario de mi estado de especial excitación. Follamos casi todos los días, recordándole a sus cincuenta y cinco años, que estaba casado con una mujer trece años más joven que él, y que como el buen vino, había madurado para encontrarme, para todo aquel que me conocía, en el punto álgido de mi belleza.

 

Yo siempre había sido considerada una mujer atractiva, nunca me faltaron los pretendientes y las conquistas, con mis intensos ojos y curvilínea silueta como tarjetas de presentación. Pero ahora, a los cuarenta y dos, el natural agraciado de mi rostro, a juicio de mis amistades, se había ensalzado con unas facciones más marcadas: pómulos algo más pronunciados, carrillos más hundidos y barbilla más afilada, con alguna inevitable marca dejada por la edad, y un ligero retoque quirúrgico de mi tabique nasal para estrecharlo y hacerlo más armonioso con el resto de mi rostro. Añadiendo a mis rasgos los verdes ojos que siempre habían levantado admiración, y mis carnosos labios de pronunciado perfil. Completándose el conjunto que me caracteriza con una ondulada melena negra que cae, justo, por debajo de mis omoplatos.

 

¿Para qué lo voy a negar?, soy guapa, y orgullosa de haber alcanzado la madurez en tan buenas condiciones. Aunque reconozco que, también, me lo he trabajado para encontrarme a mí misma mejor que veinte años atrás. Soy asidua al gimnasio, al que acudo religiosamente tres o cuatro veces por semana desde hace cinco años. Y eso ha influido directamente en los pequeños cambios que he comentado antes para mostrar un rostro menos “rellenito” y, ya de paso, esculpir un cuerpo ya naturalmente bien proporcionado, aunque ahora más tonificado y compacto, al que a mis abundantes, redondos y aún firmes pechos, se ha sumado, como consecuencia de mi entrenamiento y motivo de orgullo, un culete bien proporcionado, de piel tersa y cachetes consistentes.

 

Así que, Agustín, encantado con su sensual mujercita y el especial apetito sexual que tenía en esos días, me echó unos buenos y pasionales polvos que me hicieron olvidar al hijo de mis vecinos y su actividad nocturna.

 

Sin embargo, a pesar de no cruzarme con él en esos días, el chico volvió a mis pensamientos de forma casual e inesperada.

 

Aquella tarde había invitado a tomar café a Pilar, mi vecina y amiga. A pesar de que eran mayores que yo, de la quinta de mi marido, había entablado una sana amistad con el matrimonio vecino, que se veía reflejada en los frecuentes encuentros con mi amiga para tomar café en mi casa, o para ir con Agustín a comer a la suya, pues Pilar era una excelente cocinera.

 

Entre varios temas de conversación, ese día se me ocurrió comentarle a mi vecina que estaba desesperada con mi ordenador portátil, ya que iba lentísimo y me costaba mucho abrir cualquier documento. Lo cual era un incordio para trabajar en casa como traductora de una pequeña editorial.

 

— Fernando podría echarle un vistazo —me propuso—. Ya sabes que es informático…

 

Solo escuchar aquello activó los recuerdos de su hijo con los pantalones a medio muslo, mientras su novia se limpiaba los labios, y los de los sonidos de cómo la joven pareja había follado después. Algo se agitó en mí.

 

— Gracias, Pilar, no le molestes por algo tan tonto… —dije sin convicción, sintiéndome nerviosa por la posibilidad de encontrarme con el muchacho—. Ya se lo llevaré al informático de la editorial… Además, seguro que tu chaval está bastante liado con lo de buscar trabajo…

 

— No es ninguna molestia, mujer, seguro que él estará encantado —contestó, haciendo un gesto con la mano—. Creo que le caes muy bien, y por lo de buscar trabajo, no te preocupes. Como acaba de terminar la carrera, se está tomando el verano de descanso y, mientras tanto, yo estoy moviendo algunos hilos para ver si le consigo algo en mi empresa. Así que tiene tiempo más que de sobra…

 

— No quisiera ponerle en un compromiso por nuestra amistad…

 

— ¡Que no, que no es ningún compromiso para él! —exclamó de forma desenfadada—. Seguro que si lo hubieses comentado delante de él, él mismo se habría ofrecido a ayudarte… Estoy más orgullosa de mi niño…

 

— Muchas gracias —acabé cediendo, con un cosquilleo en el estómago—. No me extraña que estés orgullosa de él, se le ve buen chico…

 

«Y lo bueno que está, y cómo le hace gemir a su novia…», añadí para mis adentros.

 

— Pues no se hable más, luego se lo digo, y que se pase mañana por la mañana por aquí —concluyó triunfalmente mi vecina—. Estarás trabajando en casa, ¿no?

 

— Sí, claro, como siempre —contesté sin poder objetar nada—. Además, volveré a estar sola. Agustín se marcha pronto de viaje, y no volverá hasta el martes.

 

— Nosotros nos iremos por la tarde al pueblo… ¿Por qué no te vienes? Así no pasas todo el fin de semana sola… —me ofreció con entusiasmo.

 

— De verdad, gracias, Pilar, pero no quiero abusar de vuestra amabilidad —repuse inmediatamente, algo horrorizada ante la perspectiva de pasar el fin de semana en un pueblo perdido—. Aprovecharé para trabajar tranquilamente, sin que ronde por aquí Agustín, que me distrae mucho. Y seguro que quedo con alguna amiga para tomar algo…

 

Mi amiga, sabedora de mi poco gusto por la vida rural, no insistió, por lo que continuamos nuestra charla por otros caminos.

 

A la mañana siguiente, despedí a mi marido cuando, apenas, acababa de amanecer. Así que tuve el buen propósito de ponerme temprano a trabajar, pero, tras una sarta de improperios hacia mi ordenador por tardar tanto en arrancar, recordé que, en teoría, esa misma mañana vendría mi vecinito para echarle un vistazo.

 

Sentí una súbita subida de temperatura, ¿y si decidía venir pronto? No podía recibirle llevando, únicamente, la amplia camiseta que me había puesto tras ducharme.

 

Como tenía intención de ir después al gimnasio, me vestí poniéndome, de entre las prendas que usaba para mi entrenamiento, unas mayas violetas y una camiseta entallada de tirantes, color rosa, y recogí mi negra melena en forma de cola de caballo. Así estaría más decente, sin dejar de estar cómoda, y además ya preparada para coger la bolsa y marcharme en cuanto el muchacho acabase el compromiso en el que le había metido su madre.

 

Aún pude trabajar durante cuatro horas antes de que sonara el timbre, cuando ya había dado por hecho que, al final, a su madre se le había olvidado comentarle mi problemilla.

 

— Buenos días, María del Carmen —dijo el chico cuando le abrí la puerta—. ¡Pero que, muy buenos días! —añadió, mirándome de pies a cabeza con una sonrisa.

 

En ese momento, fui consciente de que, en la elección de mi vestimenta no sólo había primado la comodidad y el sentido práctico, sino que, inconscientemente, también había elegido unas prendas que se ajustaban perfectamente a mi cuerpo, remarcando cada una de sus curvas, envolviéndolas perfectamente para dibujar una bonita silueta de la que estaba más que orgullosa.

 

Sentí cómo me ruborizaba ligeramente. ¿Al chico le había gustado lo que acababa de escanear con la mirada? ¡Menudo halago para una mujer madura!, ¡y más viniendo de un jovencito que estaba como un queso!

 

— Buenos días, Fernando —contesté, reponiéndome del ligero sofoco—. Por favor, llámame Mayca. María del Carmen me hace muy mayor…

 

— ¿Mayor? —preguntó, volviendo a escanearme—. Estás más para darte un buen azote que para ofrecerte asiento en el metro…

 

— ¿Un azote? —dije conmocionada, poniéndome roja como un tomate, y recordando lo que había visto y oído una semana atrás.

 

— Claro, me refiero a por parecer una niña a la que le gusta hacer trastadas…

 

Un brillo en sus ojos me dejó bien claro que no era eso a lo que había querido referirse. ¿Cómo podía ser tan descarado?

 

«Cuestión de inmadurez, supongo», pensé. «Aunque, joder, ¡cómo me ha gustado!».

 

Le sonreí, siendo condescendiente, como si hubiera creído su aclaración, y yo también le miré de la cabeza a los pies, constatando que ese jovencito de veintitrés años era más que tentador.

 

Vestía una simple camiseta ajustada al torso, marcándolo ligeramente bajo la prenda para hacerlo intuir fuerte y compacto, con un abdomen plano que hacía imaginar su dureza, como la de los brazos, bien definidos y ligeramente musculados. La prenda inferior era un pantalón vaquero corto, y también ajustado a unas piernas robustas y de músculos definidos, al igual que las extremidades superiores.

 

Pero rápidamente tuve que subir mi mirada, porque enseguida fui consciente de que marcaba un buen paquete, «¡Uf!», y mis ojos se habían detenido en él unas décimas de segundo más de lo necesario.

 

Al volver a encontrarme con su sonriente rostro, suspiré internamente al comprobar su atractivo magnetismo. Era guapo, aunque tampoco un adonis, pues su algo pronunciada nariz encajaba perfectamente en un rostro de mandíbula cuadrada, labios carnosos, barba de dos días, frente despejada, y ojos de un enigmático color avellana, a juego con su alborotado cabello castaño claro con brillos rojizos.

 

— Bueno, Mayca —interrumpió mi contemplación—,  mi madre me ha dicho que tienes un problema con el ordenador… Si me dejas echarle un vistazo, tal vez pueda solucionártelo.

 

— Sí, sí, claro, Fernando —contesté atropelladamente, habiendo olvidado por un momento el motivo de ese encuentro—. Pasa, por favor, sígueme al dormitorio…

 

— Llámame, Fer —corrigió, entrando y cerrando la puerta tras de sí—. Así me llama todo el mundo, menos mis padres. Y estaré encantado de seguirte a tu dormitorio…

 

¿Había dicho esa última frase con cierto retintín, recreándose en ella?

 

Guiándole por el pasillo, no pude evitar echarle una nueva ojeada a través del espejo que había al final de este. ¿Me estaba mirando el culo a cada uno de mis pasos?

 

Sentí cómo se me erizaban los pezones ante la posibilidad de que mi vecinito se estuviera deleitando con la contemplación de mis nalgas enfundadas, y bien marcadas, en las mayas de deporte.

 

A una le gusta sentirse guapa y sexy, y el hecho de despertar instintos en un joven y atractivo ejemplar masculino, constituye un subidón de autoestima y, por ende, de excitación.

 

— Aquí está —dije, mostrándole el portátil sobre el escritorio de la habitación—. Estaba trabajando con él, pero le ha costado arrancar un buen rato y, a veces, se me queda “colgado”.

 

— Mmmm, de verdad que parece un buen equipo —comentó, sentándose a la mesa—. Se ve potente…

 

¿Era cosa mía, o había dicho eso mirándome el pecho y cómo se me marcaban ligeramente los pezones, en vez de mirando al ordenador?

 

Volví a sentir rubor en mis mejillas, y él sonrió, girándose para poner su atención en el portátil.

 

Estuvo un rato trasteando con la máquina, pasándole un antivirus online, y metiéndose en pantallas de configuración del equipo que yo no sabía ni que existían.

 

La verdad es que no presté mucha atención a lo que hacía, mis conocimientos informáticos son prácticamente nulos, así que, aprovechando mi privilegiada perspectiva, de pie tras él, eché un buen vistazo a ese paquete que se le marcaba a pesar de estar sentado.

 

«¡Uf!, él sí que parece que tiene un equipo potente», me dije, visualizando en mi mente el instante en que su novia se había apartado de su entrepierna para dejarme vislumbrar una, más que respetable,  polla aún erecta. «Y por lo que oí el otro día, sabe bien cómo usarlo…»

 

— Bueno, esto ya está —dijo tras unos minutos, girándose hacia mí y obligándome a alzar mi vista hacia su cara.

 

— ¿Ya lo has arreglado? —pregunté, sorprendida—. Has acabado rápido.

 

— No soy de acabar rápido —contestó, con una sonrisa de picardía—. Me gusta meterme bien a fondo y tomarme mi tiempo para conseguir un resultado más que satisfactorio…

 

«¿Será descarado?», pensé, rememorando cómo la pared había retumbado el fin de semana anterior con sus potentes embestidas. «No, no, estoy interpretando… Tengo una mente calenturienta…», traté de autoconvencerme.

 

— Ahora solo he hecho un apaño para que vaya un poco mejor —añadió—. Pero me gustaría meter mano en condiciones. Creo que puedo conseguir un rendimiento óptimo de tu equipo, Mayca —concluyó, atravesándome con su magnética mirada.

 

Notaba mis pezones a punto de rasgar el sujetador deportivo y la elástica camiseta. ¿Por qué entendía con segundas todo lo que decía? Sin duda, lo de la otra noche me había trastornado y cambiado mi percepción del hijo de mis vecinos.

 

— Gracias, Fer, pero no quisiera molestarte más, seguro que estás ocupado —acerté a decir.

 

— No es ninguna molestia. A ti te lo haría todo encantado…

 

«Joooodeeeeer….». Noté humedad en mi entrepierna.

 

— Mañana por la mañana estoy libre —prosiguió, tras lo que me pareció una pausa para comprobar el efecto de sus palabras en mí—. Un equipo tan bueno es todo un triunfo  —volvió a mirarme de pies a cabeza, haciéndome estremecer—. Si quieres, puedo venir y te meto mano de verdad, además de una buena herramienta con la que quedarás encantada…

 

— ¿Cómo? —pregunté, casi sin aliento, sin terminar de creer lo que parecía que me estaba proponiendo.

 

Sus ojos brillaron, y una nueva sonrisa se dibujó en su rostro.

 

— Mañana por la mañana quedamos, y le hago una puesta a punto a tu ordenador eliminando los fallos más ocultos —aclaró, dejándome con la incertidumbre de si había sido realmente consciente de lo que me había dicho antes—. También te instalaré un buen programa que tengo, que optimiza el rendimiento del equipo y elimina todos los malwares que se te han ido colando con la navegación por internet.

 

— Ah, gracias —contesté, visiblemente turbada, sintiendo el tanga mojado—. Estaré en casa, así que vente cuando quieras.

 

Caminando por el pasillo, de vuelta a la entrada, fui yo quien no pudo apartar la vista de ese joven culito que los vaqueros marcaban. ¡Menudo calentón tonto tenía!

 

— Por cierto —dijo antes de salir de mi casa—, me he dado cuenta de que tu dormitorio está pared con pared con el mío…

 

— ¿Ah, sí? —fingí desconocimiento, sintiendo un vacío en mi interior—. No tenía ni idea.

 

— Sí, seguro. Espero no molestarte cuando pongo música…

 

— No, no, ¡qué va! —exclamé, sujetando el picaporte para abrir la puerta.

 

— O algunas noches de fin de semana…

 

Sentí cómo se me hacía un nudo en la garganta.

 

— No, no, en absoluto —repuse, sintiendo cómo mi cara ardía delatando que no era sincera—. Yo duermo como una marmota.

 

En su rostro volvió a formarse una pícara sonrisa.

 

— Genial, entonces no tendré que esforzarme en ser más sigiloso… —concluyó, bajando su tono de voz.

 

— ¡Uf! —se me escapó un suspiro, a la vez que le abría la puerta.

 

— Hasta mañana, Mayca.

 

— Hasta mañana, Fer.

 

Nada más cerrar la puerta, todo el aire escapó de mi cuerpo. Jamás había vivido una situación de tanta tensión sexual, al menos por mi parte. ¿Habría sido todo tal y como yo lo había percibido, o no había sido más que una interpretación propia por una mente recalentada? Tenía que ser lo segundo, ¿no? Hasta ese día solo había cruzado con el chico “hola y adiós”, y pocas palabras más cuando había coincidido con él en casa de sus padres.

 

«Joder, no puede ser tan desvergonzado», me dije a mí misma. «Soy veinte años mayor que él, su vecina, amiga de sus padres, casada, ¡y encima él tiene novia! Lo del otro día me ha vuelto loca, ¡tengo que quitármelo de la cabeza!».

 

A pesar de que no era lo más recomendable antes de ir al gimnasio, mi estado de ansiedad era tal, que tuve que salir a la terraza a fumarme un cigarrillo que calmase mis nervios, tras el cual acudí a mi entrenamiento para terminar de descargar toda la tensión.

 

Esa noche me acosté un poco más tarde de lo habitual, era viernes y ponían una película en la tele que me apetecía ver, así que aguanté hasta el final.

 

Cuando ya comenzaba a coger el sueño, empecé a escuchar sonidos del otro lado de la pared. Agudicé el oído, y reconocí una conversación de voces masculina y femenina, llegando incluso a captar las palabras, pues ambos tonos iban en aumento, como si en ese momento le hablasen a la pared.

 

— Mmm… me tienes atrapada —escuché a la voz femenina—, así no voy a poder moverme…

 

— Porque te voy a mover yo —reconocí la voz de Fernando—. Estás muy buena… ¿notas cómo me pones?

 

— ¡Joder, como para no notarlo! ¡La tienes enorme y durísima!

 

Al momento, todo mi cuerpo entró en combustión.

 

— Te la voy a clavar entera —anunció él.

 

— Mmm, sí por favor, me tienes como una perra…

 

Junto a sus voces se escuchaban roces en la pared.

 

«¡Dios, los tengo aquí pegados!», me dije mientras uno de mis dedos se colaba bajo mi tanga.

 

— Pero por ahí no, es muy grande y me da miedo que me partas —aseveró la voz femenina.

 

— Tranquila, preciosa, si te da miedo, te ensarto bien por donde más te guste… Abre un poco más las piernas.

 

— ¿Así?, joder, me vas a empotrar. ¿Y los vecinos?

 

Mi dedo corazón ya acariciaba sin recelos mi clítoris, produciéndome un más que agradable cosquilleo.

 

— Mi vecina estará dormida, pero aunque la despertemos, creo que le gustará oír cómo te follo. Es mayor, pero es una cachonda, como tú…

 

Aquello me puso a mil, e hizo que mi dedo corazón, junto con el anular, se deslizase hacia abajo para penetrar con ganas la empapada y caliente gruta que los recibió con satisfacción.

 

De pronto, simultáneamente, un golpe amortiguado en la pared y un sorprendido, pero placentero “Ooohh” femenino, resonaron en mis oídos.

 

— ¡Joder, hasta el fondo! —informó la chica.

 

Otro golpe amortiguado y un profundo gemido acompañado de un gruñido masculino.

 

— ¡Uf, qué bueno! —exclamó ella—. Me aplastas las tetas contra la pared cuando me embistes, ¡y me encanta! Dame más, cabrón…

 

En ese instante visualicé, como si la estuviera presenciando, la escena que ocurría en el dormitorio contiguo. Fer, desnudo, con su atlético cuerpo en tensión, empotraba la juvenil y agraciada anatomía de su chica contra la pared, teniéndola completamente atrapada entre yeso y músculo mientras embestía vigorosamente con su pelvis contra el culo de la afortunada, penetrando el ansioso coñito con su potente barra de carne, haciéndola gemir y gritar de profundo placer.

 

Escuchando el incesante ritmo de golpes amortiguados, acompañado de jadeos, gritos y gruñidos, horadé con los dedos mi ardiente vagina a la vez que masajeaba mi perla, masturbándome con ahínco mientras mi imaginación se desbordaba para convertirme en protagonista de ese enérgico polvazo.

 

— ¡Oh, oh, oh…! —profería la joven con cada empellón.

 

Mientras mi mano derecha me llevaba al paraíso entre mis muslos, la izquierda estrujaba mis abundantes senos ensalzando mi propio goce, escuchando el incesante retumbar de sexo salvaje que en mi mente se dibujaba con mi cuerpo aplastado contra ese muro compartido, mientras el joven macho me taladraba haciéndome chorrear.

 

Un profundo aullido femenino me anunció el poderoso orgasmo alcanzado, pero el ritmo de tambores no se detuvo, prolongando la agonía de la joven para desquiciarme de pura excitación, a la vez que los gruñidos del semental escalaban en volumen.

 

Me corrí con un estallido que hizo convulsionar todo mi cuerpo, y mientras mi respiración volvía a la normalidad y todo mi ser se relajaba, escuché cómo el ritmo retumbante se aceleraba y, entre sollozos declarantes de otro orgasmo femenino, el rugido triunfal del clímax del macho taladró mis oídos para incrustarse en mi cerebro.

 

Se hizo el silencio, tras el cual sólo pude percibir algunos murmullos incomprensibles.

 

«¡Menudo fiera está hecho el chaval!», pensé. «No sólo está bueno y parece tener una buena polla, sino que encima tiene aguante y folla como un dios…»

 

Aún sudorosa, me levanté para calmar la sed provocada por mis propios jadeos acompañando a la pareja, tras lo cual me fumé un relajante cigarrillo en la terraza antes de volver a la cama.

 

Justo antes de acostarme, volví a escuchar voces, pero esta vez no provenían de la habitación contigua, sino del portal. Parecía que mi vecino se estaba despidiendo de su novia, y no pude evitar acercarme a echar un vistazo a través de la mirilla.

 

Efectivamente, Fernando se despedía de la chica, que en ese instante se giraba hacia mí para bajar por la escalera. Era muy guapa, delgada y con un cuerpo de bonitas formas, pero lo que me sorprendió fue que, a pesar de que no recordaba su cara de la vez anterior, lo que sí tenía seguro era que aquella chica tenía una larga melena rubia, y esta otra lucía una media melena morena.

 

«¡Se ha llevado a otra a su cama!», exclamé para mis adentros. «Menuda caja de sorpresas está hecho el informático éste…Ojalá fuese yo…»

 

La mañana siguiente la pasé nerviosa, esperando la visita de mi vecino para que me pusiera a punto el ordenador tras el diagnóstico del día anterior. No dejaba de darle vueltas a nuestro anterior encuentro, analizando cada frase que me había dicho sin aparente malicia, pero con un doble sentido que, tras haberle escuchado por la noche volviendo loca a su nueva compañera, me resultaba más evidente. ¿Había sido ese jovencito tan atrevido como para flirtear conmigo, una mujer casada, veinte años mayor que él? La respuesta, rememorando las palabras que le había escuchado esa noche: “Mi vecina estará dormida, pero aunque la despertemos, creo que le gustará oír cómo te follo. Es mayor, pero es una cachonda, como tú…”, fue un rotundo sí, y eso me provocó un agradable cosquilleo.

 

Si ese seductor chico quería tontear conmigo, ¿por qué no seguirle el juego? Era muy agradable sentirse atractiva, y más si quien me halagaba con sus comentarios era un jovencito tan tentador. Además, sólo era eso, un juego. No tendría ninguna implicación en mi matrimonio. Aunque muchas veces me sentía sola por los continuos viajes de Agustín, ambos éramos felices, y en ningún momento había pasado por mi cabeza la posibilidad de una infidelidad. ¿Fantasías?, por supuesto, pero nada más.

 

Ante la evidencia de cómo ese informático me había mirado el culo el día anterior, demostrándome que le había gustado cómo me quedaban las mallas del gimnasio que la casualidad había querido que llevase puestas para recibirle, decidí seguir sacándole partido a mi trabajado y prieto trasero enfundándome en unos leggins de cuero rojo brillante, y como prenda superior, elegí un top blanco ajustado a mis femeninas formas, con un escote redondo por el que se divisaba un evocador canalillo que, aunque solo se mostraba ligeramente, sabía que atraía las miradas de los hombres para perderse en él y las voluptuosas formas de mis rotundos pechos.

 

Justo cuando me miraba en el espejo del dormitorio, comprobando mi juvenil y sensual aspecto, con mi negra melena suelta y mis verdes ojos brillando por el nerviosismo, sonó el timbre.

 

— ¡Buenos días, Mayca! —exclamó Fernando al abrirle la puerta, observándome con los ojos como platos y haciéndome un rápido escáner integral.

 

— Buenos días, Fer —contesté con una sonrisa, encantada con su forma de mirarme—. Pensé que no te acordarías de venir, siendo sábado por la mañana…

 

— ¿Cómo no iba a acordarme? —se defendió, pasando al recibidor y cautivándome con su sonrisa—. Es un lujo venir a verte —remarcó su respuesta mirándome nuevamente de arriba abajo, con más detenimiento—. Acabas de alegrarme la mañana…

 

— Qué amable eres, encima de que vienes a hacerme un favor…

 

— Más de un favor te hacía yo —soltó con descaro.

 

Sentí cómo el rubor teñía mis mejillas.

 

— ¿Cómo? —pregunté, haciéndome la loca.

 

— Que puedes pedirme lo que quieras, es un placer poder ayudarte con el ordenador.

 

— Ya, claro, eres un encanto —dije, sintiendo una combustión interna—. Tengo al enfermo en la habitación…

 

Sin duda, ese chico era un auténtico Casanova, desvergonzado y seguro de su atractivo. Cada vez me atraía más, sumiéndome en deseos que nunca habían sido más que fantasías, pero que empezaban a materializarse como algo hipotéticamente posible.

 

De camino al dormitorio, marcando conscientemente mis pasos con un balanceo de caderas, me sentí más sexy que nunca y, al igual que el día anterior, comprobé en el reflejo del espejo del pasillo cómo mi vecinito, mordiéndose el labio inferior, no perdía detalle de mi culito bien resaltado por los leggins.

 

Cuando llegamos a la habitación, en el momento en que se sentaba para tomar posesión de mi equipo de trabajo, no pude evitar la tentación de mirarle la entrepierna.

 

«¡Dios, qué pedazo de paquete!», exclamé interiormente, alborozada y sintiendo el calor acumulándose en mis mejillas.

 

En el pantalón del chico se marcaba un descarado abultamiento, de incuestionables y atractivas dimensiones, que evidenciaba una buena erección de un más que respetable instrumento.

 

Un leve suspiro escapó de entre mis labios, y él lo percibió, cazándome con la vista clavada en su entrepierna. Su sonrisa, ante el avergonzado alzamiento de mi mirada, fue reveladora y seductora, manteniendo sus ojos avellana clavados en el verde de los míos.

 

— Si quieres, te dejo trabajar tranquilo, puedo esperar en el salón— dije, tratando de aligerar la tensión que sentí en ese momento.

 

— No hace falta, no tardaré nada —contestó—. Además, no me gustaría renunciar a una compañía tan estimulante —añadió, ampliando su sonrisa y descendiendo lentamente con su mirada hasta mis labios para seguir bajando y recrearse unos instantes en mis prominentes pechos, a pocos centímetros de su rostro al quedar sentado y yo de pie junto a él—. Estaré encantado de que puedas admirar mi herramienta por encima de mi hombro… Incluso te dejaré manejarla para que te vayas acostumbrando a ella…

 

Me quedé sin aliento, notando humedad en el tanga.

 

— Aquí la tengo— aclaró, sacándose un pendrive del bolsillo y denotando picardía en su mirada y sonrisa—.Hago un par de cosillas para ponértelo a punto, y te la meto…

 

Mi calor interno se acrecentó, quedándome muda y expectante, ante lo cual, Fernando se puso manos a la obra trasteando con el ordenador.

 

Tras unos segundos viéndole saltar con maestría de pantalla en pantalla, con irrefrenables miradas hacia su entrepierna para comprobar que no había menguado su imponente tamaño, me repuse del impacto inicial de sus palabras recordándome a mí misma que la madura era yo, y que estaba dispuesta a seguirle el juego desde antes de que llegara. Esos juegos de palabras con connotaciones sexuales me resultaban muy divertidos y excitantes.

 

— Bueno— dijo con aire triunfal, volviendo su rostro a mí y cazándome nuevamente con mis verdes ojos posados en su paquete—, ya lo tengo como quería, caliente y listo para meterte lo que tengo para ti…

 

— Uhm, sí —contesté con un tono tan meloso que a mí misma me sorprendió—. Seguro que me entra bien… Méteme todo lo que quieras…

 

En ese momento, a quien se le escapó un leve suspiro y quedó descolocado por las palabras, fue él.

 

— Será un auténtico placer— repuso finalmente.

 

Introdujo el pendrive en el ordenador y, mirándome de reojo, instaló el programa de optimización del equipo y protección frente a amenazas, haciendo las comprobaciones sobre su funcionamiento.

 

— ¿Ya está? —pregunté cuando cerró el programa—. ¡Qué rápido! Como parece tan potente —añadí, queriendo prolongar el divertido juego un poco más—, pensé que, tal vez, no me cabría todo… Pero la verdad es que ni me he enterado…

 

Una breve y sincera carcajada escapó del atractivo joven.

 

— Eso es porque para que te enteres de verdad, tienes que ser tú la que lo maneje…—arguyó con su cautivadora sonrisa.

 

Entonces, para mi sorpresa por su increíble atrevimiento, rodeó mi estrecha cintura con su brazo izquierdo y me sentó sobre su regazo. Me quedé paralizada, sintiendo el innegable y duro bulto de su pantalón en mi culo, apoyado directamente sobre su erección.

 

Sin dejar de sujetarme por el talle, aprovechando mi desconcierto, tomó mi mano derecha con la suya, y la llevó hasta el ratón del ordenador para manejarlo juntos.

 

— ¿Ves? —dijo, casi en un susurro, con su aliento colándose en mi oído y produciéndome un cosquilleo que terminó por encharcar mi coñito—. Tienes que apretar aquí— añadió, haciéndome clicar con el ratón—, y luego aquí…

 

Con la respiración casi suspendida, le dejé guiarme por el programa informático, mostrándome todas sus opciones y explicándome cuándo utilizarlas. Todo ello sin dejar de sentir su mano derecha dirigiendo suavemente la mía, la izquierda acariciándome sutilmente la cintura y, sobre todo, su tremendo paquete, duro como una roca, bajo mis posaderas. No pude evitar acomodarme, en acto reflejo, para que aquella enloquecedora barra que el pantalón no podía contener, se instalase entre las redondeces de mis prietos leggins de cuero, lo cual él agradeció con un gemido prácticamente inaudible.

 

Cuando, por fin, terminó de recrearse dándome hasta la más mínima explicación, me tenía totalmente trastornada, con mi libido disparada. No me había enterado de nada que no fuesen sus manos, su aliento en mi oreja y cuello, y su pétrea carne instalada entre mis glúteos.

 

Estaba a punto de hacer una locura, pues mi cuerpo lo pedía a gritos, cuando la melodía de mi teléfono sonando sobre la cama con una llamada entrante, me hizo dar un salto.

 

— Perdona, es mi marido— dije apurada, cogiendo el móvil—. Tengo que contestar, llama desde el extranjero…

 

— Claro, claro— dijo Fernando, levantándose él también—. Te dejo atenderle tranquila… Ya nos veremos…

 

Evidenciando la portentosa empalmada a la que no pude quitar el ojo de encima mientras se marchaba, el chico me hizo un gesto de despedida con la mano, sin perder su cautivadora sonrisa. Tan solo pude devolverle el gesto a la vez que contestaba la llamada, quedándome sola.

 

— Sí, cariño… Pues nada, aquí, eh… trabajando con el ordenador.

 

 

 

3

 

Esa misma noche, estaba completamente desvelada. Aunque la conversación telefónica con mi marido había bajado mis ánimos y libido, había pasado todo el día nerviosa, incapaz de centrarme en nada, únicamente pensando en los juegos de palabras con mi vecinito, y en la terriblemente excitante sensación de estar sentada sobre su joven, dura y enorme polla.

 

Serían las dos de la madrugada, y no se oía ningún ruido procedente de la habitación de al lado que me diera un nuevo aliciente para descargar mi tensión con una relajante paja de oyente, así que salí a la terraza a fumarme un cigarrito sintiendo la leve brisa que se había levantado.

 

Consumí el cigarrillo, pero no me pareció suficiente, así que encendí otro. Cuando estaba soplando el mentolado humo suavemente hacia arriba, me pareció escuchar un leve gruñido, despertando mi interés, así que presté más atención y capté unos sonidos de movimiento procedentes de la terraza de al lado.

 

En la penumbra, a la que mi vista ya se había acostumbrado, seguí a la pequeña nube de humo blanco que había salido de entre mis labios mientras flotaba hasta la terraza contigua, como guiando mi curiosidad.

 

Cuando llegué a la separación entre las dos viviendas, otro gruñido ahogado y lo que parecía una silueta que se intuía a través de los pequeños agujeros de la celosía de madera, me confirmaron que había alguien del otro lado.

 

Sigilosamente, me pegué a la pared, junto a la celosía, en el punto exacto donde ésta no llegaba a tapar la separación entre los dos pisos, dejando una rendija a través de la que, si una se acercaba lo suficiente y se colocaba en el ángulo correcto, se podía observar casi toda la terraza vecina.

 

Sintiendo el corazón en la garganta y dando una nueva calada por puro nerviosismo,  eché una ojeada. Efectivamente, encontré a alguien al otro lado. Allí estaba Fernando, completamente desnudo y de perfil a mí, con su largo miembro «¡Oh, Dios, sí que la tiene grande!», entrando y saliendo de entre los labios de una chica que, arrodillada ante él, se estaba dando un festín con tan excelso pedazo de carne.

 

«Madre mía, menudo follador está hecho este muchacho…», pensé, espiando sin reparo. «¡Y qué bueno está!», me dije, estudiando su atlética anatomía de musculatura definida pero no hiperdesarrollada. «Y ese pedazo de polla…», atestigüé cuando la chica se la sacó completamente de la boca para lamerla mirando fijamente a su dueño.

 

Como secreta espectadora, sujetando el cenicero con una mano y consumiendo pausadamente el cigarrillo recién encendido, me deleité con el inesperado espectáculo de aquella chica (ninguna de las dos anteriores con las que le había visto) haciéndole una tremenda mamada a aquel que ese día se había confirmado como protagonista de todas mis fantasías, y objeto de mi deseo.

 

Fernando emitía leves gruñidos con la labor de su nueva compañera, quien, a pesar de no poder tragarse más que la mitad de ese imponente miembro, debía ser muy buena chupándolo, a juzgar de cómo mi vecinito gozaba, y además se veía que la felatriz disfrutaba con ello.

 

Todo el apetecible cuerpo del joven estaba en tensión, tan delicioso con sus glúteos contrayéndose con cada succión de la chica… Un auténtico bombón que me encantaría ser yo quien se lo estuviera comiendo.

 

Sus gruñidos de satisfacción aumentaron de tono, y cogió la cabeza de su amante para, con rítmicos movimientos pélvicos, follarle la boca con mayor intensidad, haciéndola tragarse su gruesa verga para alcanzar mayor profundidad, a lo que ella respondió con un gemido de aprobación ahogado con carne.

 

Yo ya tenía el coño hecho agua, recreándome con una escena que unos pocos días antes solo había podido vislumbrar, pero que en esta ocasión se me ofrecía con todo detalle. Me resultaba terriblemente morboso y excitante ver en la penumbra cómo esa poderosa polla entraba y salía de la boca de la chica, haciéndome relamerme; ver cómo Fernando comenzaba a agonizar de placer metiendo su lanza hasta la garganta; contemplar cómo ella saboreaba cada centímetro de duro músculo hundiendo los carrillos… Y todo ello aderezado con el picante de la contemplación furtiva, del pícaro encanto de ver sin ser vista, terminándome un cigarrito como quien come palomitas disfrutando de una buena película, y con la adrenalina corriendo por mis venas ante la posibilidad de ser cazada.

 

Había llegado al espectáculo cuando éste ya hacía un rato que había empezado, y la actitud de ambos jóvenes, en pocos minutos, me vaticinó que aquello estaba a punto de acabar.

 

Apretando los dientes, el chico detuvo sus empujes de cadera, dejando que fuese la chica quien controlase la velocidad y profundidad de la mamada. Lo cual hizo comiéndose sólo la mitad de la brillante lanza, pero a una velocidad endiablada, masajeando vigorosamente con su mano, a la vez, la porción de carne que no engullía.

 

Fernando suspiró con fuerza, y su amante, se sacó la polla de la boca para situar el glande ante su rostro, a pocos centímetros de sus labios, frotando la vara con insistencia.

 

— ¡Dámelo todo, guapo! —exigió, para mi asombro—. A ver cómo te corres…

 

«Um, sí, a ver cómo te corres», repetí yo internamente.

 

— Oooohh —obtuvo como respuesta.

 

De la punta de aquel imponente falo salió un denso chorro blanco que se estrelló contra la nariz y labios de la beneficiaria, lo que me resultó hermosamente pervertido y excitante, dejando un brillante reguero en su rostro y labios. Y acto seguido, deteniendo el frotamiento para solo presionar, aquella advenediza se colocó el glande sobre el labio inferior, permitiéndome solo vislumbrar cómo, entre gruñidos del macho, más potentes chorros desaparecían propulsados hacia su boca abierta.

 

«¡Qué pedazo de zorra!», pensé, sorprendida por un intenso sentimiento de envidia.

 

El semen comenzó a rebosar de la boca de la joven, cayendo en lechosos regueros por la comisura de sus labios, y ella tiró de la verga hacia dentro, succionándola, mientras Fernando enloquecía terminando de descargar su abundante corrida directamente en su lengua, haciéndosela tragar entre resoplidos.

 

Ante la evidencia de que aquello llegaba a su fin, apuré la última calada de mi cigarrillo para apagarlo, observando cómo la chica mamaba de aquel pedazo de carne hasta obtener de él la última gota de su néctar y sacarlo de su boca relamiéndose.

 

— ¡Umm, qué rico! —dijo, limpiándose el chorretón de leche del rostro para lamérselo de la palma de la mano—. ¡Y menuda corrida! Ibas bien cargado, ¿eh?

 

— Uf, sí— contestó Fer, con una sonrisa de oreja a oreja—. Llevaba conteniendo la corrida desde esta mañana… —añadió, girando su rostro hacia donde me encontraba yo.

 

Me quedé petrificada. ¿Sabía que estaba ahí?, ¿me estaba mirando?

 

«Yo puedes verlos, pero ellos no pueden verme a mi…», traté de tranquilizarme. «Están demasiado alejados como para verme a través de la rendija, y está oscuro…»

 

El joven volvió a girarse hacia su compañera, quien se levantaba recogiéndose los regueros de la barbilla para chuparse los dedos.

 

— Por eso me has llamado hoy, ¿no? —preguntó la chica, con una mirada maliciosa—. Después de un mes sin saber de ti… Alguna te ha puesto la polla bien dura y necesitabas que yo te aliviase como esa no ha hecho…

 

— Sí, algo así —confesó, encogiéndose de hombros—. Y porque echaba de menos tus mamadas y correrme en esa cara de viciosa que tienes…

 

«Algo así», repetí para mis adentros. «Esa alguna soy yo… Fui yo quien le puso la polla dura…», me congratulé, sin atreverme a mover un músculo que delatara mi presencia.

 

— Eres un cabronazo —le espetó la muchacha—, pero cómo me pones… —añadió, pegándole su cuerpo enfundado en un ceñido vestido, de profundo escote y minúscula falda, para rodearle el cuello con los brazos—. Te aprovechas de mis vicios…

 

— Lo sé, porque te encanta comerme el rabo y que te riegue con mi leche, ¿verdad? Te pone como una perra tragártela toda, ¿a que sí?

 

La chica afirmó con la cabeza, emitiendo un profundo suspiro de excitación.

 

— Y ahora estás cachonda perdida, deseando que te folle para correrte tú, ¿eh? Querrás que te la meta entera en cuanto vuelva a tenerla dura...

 

— Joder, sí, Fer, sabes que sí… Venga, fóllame, cabronazo —casi suplicó, agarrándole la verga, que apenas había mermado y ya recuperaba su vigor.

 

— Anda, vamos para dentro, que te voy a dar lo que te has ganado —sentenció mi vecinito, tomándola de la cintura y arrastrándola hacia el interior con una última mirada en mi dirección.

 

Sentí cómo me ponía roja como un tomate, aunque estaba segura de que él no podía verme.

 

«¡Menudo caradura y semental está hecho!», me dije a mí misma, entrando yo también en mi dormitorio. «Y cómo me pone a mí también…»

 

Tras un trago de agua en la cocina, volví a la habitación. Apenas llevaba unos minutos tumbada sobre la cama, acariciándome suavemente por encima del tanga como consecuencia de lo que acababa de presenciar, cuando los golpes en la pared comenzaron a atronar, acompañados de interjecciones femeninas aumentando de tono.

 

— Joder —susurré, metiéndome la mano bajo el tanga para clavarme dos dedos en mi encharcado coño—, si es que me obligáis…

 

Masturbándome con más ganas que cuando era adolescente, en pocos alaridos y retumbar de pared, escuché cómo la viciosa mamadora alcanzaba un brutal orgasmo, lo que avivó la movilidad de mis dedos jugando con mi flujo.

 

— Vamos, zorrita— oí la voz de mi vecino tras un breve silencio—. No querrás irte con una sola corrida… Vas a cabalgar hasta que no puedas más…

 

Los golpes en la pared pasaron a ser más leves y pausados, acompañados de suspiros femeninos.

 

— Uf, cómo se me clava… —escuché entre gemidos.

 

Yo ya no podía más, demasiada excitación reprimida durante todo el día, así que estallé en un intenso orgasmo que hizo todo mi cuerpo vibrar, mientras del otro lado de la pared se intensificaban los golpes y gemidos femeninos con algún gruñido masculino.

 

Estaba rendida, sintiendo cómo el sueño, por fin, me abrazaba, pero en la habitación contigua la cabalgada estaba llegando a un punto álgido, y unos minutos después, volví a escuchar, entre alaridos de placer, cómo la amiga de mi vecino se corría de nuevo.

 

«Qué suerte tienen algunas», pensé, con envidia.

 

— Ahora seré yo quien te monte a ti— escuché la voz del joven—. Ponte a cuatro patas, jaca viciosa…

 

En un momento, el retumbar en la pared se reanudó, más pausado pero contundente, con gemidos largos acompañados de un sonido como de palmadas, inequívoca evidencia sonora de la pelvis del joven golpeando rítmicamente las nalgas de su amante.

 

«Joder, qué aguante tiene el chaval…»

 

Poco a poco, el ritmo se fue incrementando, volviéndose aún más sonoros los azotes pélvicos en el culo de la montura, hasta que sus gemidos, convertidos nuevamente en gritos de puro gozo, se amortiguaron, indicándome que la chica hundía su cabeza en la almohada.

 

Sin haber sido realmente consciente de ello, un delicioso calor y agradable cosquilleo me desvelaron que había vuelto a esquivar el sueño para masturbarme con dedicación, pellizcándome los pezones como pitones, y haciendo vibrar mi perla sin dejar de escuchar cómo, al otro lado, el escándalo se enriquecía con los gruñidos del macho en pleno esfuerzo follador.

 

— ¡Dioosss! —le oí clamar—, ¡te voy reventar…!

 

— ¡Síííí! —obtuvo como respuesta perfectamente audible.

 

Los golpes se volvieron atronadores, y entre un dúo de gemidos masculinos y femeninos en sintonía, no perdí detalle auditivo de cómo Fer se corría gloriosamente, llevando a su compañera a un nuevo orgasmo, y provocando el mío propio como efecto colateral.

 

Se hizo el silencio, y ya no pude saber si aquello era el gran final o habría otro asalto, porque el sueño cayó sobre mí como una losa. Hacía años que no me masturbaba dos veces seguidas.

 

Los días siguientes pasaron sin volver a tener noticias de mi vecino. La verdad es que, en cuanto el fin de semana pasaba y sus padres volvían a casa, casi ni me enteraba de que vivía al lado. Sin embargo, en mis pensamientos estaba continuamente presente.

 

No podía sacar de mi cabeza la imagen de su joven y atlético cuerpo, de su magnífica polla siendo devorada por aquella golosa amiga, la sensación de haberme sentado sobre su pétreo miembro instalándose entre mis glúteos, el bombardeo en la pared, la sinfonía de gemidos, gruñidos y gritos, el chasquido de la piel golpeando piel, cada palabra y frase que me había dicho con doble sentido…

 

Sí, pasé tres días masturbándome como una loca y haciendo largas y agotadoras sesiones de gimnasio para poder apartar los dedos de mi propio cuerpo.

 

Cuando volvió mi marido de viaje, le di un repaso que le dejó casi agonizando, con mi mente fantaseando que, quien me follaba, era Fernando. Y, prácticamente, le exigí una ración diaria de sexo, con encuentros de mañana y noche si aguantaba, provocándole continuamente para que me diera lo necesario para apagar mi fuego. Pero no era suficiente, lo mío era un auténtico incendio sin control, y Agustín, a sus cincuenta y cinco años y con sus costumbres sedentarias, ya no tenía la potencia y resistencia por las que todo mi cuerpo y mente clamaban. Por no mencionar que él no era capaz de excitarme tanto como había sido capaz de excitarme el vecinito, quien se me antojaba como el bombero con la manguera que podría extinguir mis llamas.

 

— Bueno, entonces, Fernando te arregló el ordenador, ¿no? —me preguntó Pilar una tarde que le había invitado a casa para tomar café.

 

— Sí —contesté con cierto nerviosismo al mencionarlo su madre—. Fue muy amable… Gracias por pedírselo…

 

— De nada, mujer, estamos para ayudarnos, y él está encantado de haber podido echarte una mano.

 

«Sí, a la cintura para sentarme sobre su polla», confesé para mí misma.

 

— Sin duda, tienes un hijo con una buena… iniciativa —dije, frotándome inconscientemente un muslo contra el otro.

 

— Lo sé —expresó Pilar con orgullo—. A ver si consigo que entre en mi empresa, creo que podría desarrollar una gran carrera en ella, y la empresa se beneficiaría mucho de su iniciativa y sus múltiples talentos.

 

«Creo que no te imaginas ni la mitad de talentos que tiene…»

 

— Pues, ojalá —le deseé sinceramente—, aunque por lo poco que le conozco, creo que no le faltarán oportunidades.

 

— No, claro que no. Y si no sale lo de mi empresa, seguro que consigue algo tan bueno o mejor, sabe “venderse” muy bien.

 

— Sí —confirmé, recordando su descaro—, esa impresión me dio.

 

— Además, cuando se propone algo, siempre lo consigue. Tiene sus objetivos muy claros, y no le gusta dejar nada a medias…

 

Sentí cómo un escalofrío recorría mi espalda. ¿Estaría yo entre sus objetivos, habiendo visto cómo le gustaba ir de flor en flor, y cómo se me insinuaba sin vergüenza alguna? ¿Sentiría que había dejado algo a medias cuando me tenía totalmente cachonda, sentada sobre él, y mi marido llamó por teléfono? El escalofrío se convirtió en una súbita subida de temperatura.

 

— Como lo de tu ordenador, por ejemplo —prosiguió—. Me comentó que, a lo mejor, se pasa otro día por aquí para asegurarse de que te lo deja como nuevo.

 

Tuve una leve sensación de vértigo. «¿Será el ordenador, o seré yo a quien quiere dejar como nueva?», me cuestioné con nerviosismo. «Y si soy yo, ¿seré capaz de resistirme a la atracción que ejerce sobre mí para no caer en la tentación?, ¿seré capaz de mantener impoluto mi matrimonio ante la posibilidad de cumplir mis fantasías?».

 

— Es un encanto —fue lo único que me atrevía a decirle a Pilar. Tras lo cual, ella cambió de tema de conversación preguntándome por el último viaje de Agustín.

 

Los días pasaron, sin poder evitar cierto nerviosismo ante la posibilidad de que Fer se presentase en casa, especialmente por las mañanas, cuando, tanto Agustín, como sus padres, estaban fuera trabajando mientras yo trataba de concentrarme en casa con mis traducciones.

 

La visita no se produjo, lo cual, no sabía si era un alivio o una decepción. Cada vez estaba más obsesionada con el joven, con cómo me gustaba y excitaba, con sus actividades nocturnas de fin de semana… Fantaseaba una y otra vez con su forma de mirarme, los juegos de palabras, su descaro, su cuerpo desnudo y duro para mí… Y en secreto deseaba, tratando de negármelo a mí misma, que me convirtiera en una de sus conquistas para darme lo mismo que a ellas les hacía enloquecer.

 

Sin embargo, lo que conseguí fue tener muy satisfecho a mi marido, quien, en la medida de sus posibilidades, acabó echándome un buen polvo todas las noches.

 

El viernes, sabiendo que Pilar y José Antonio (su marido) se habían marchado al pueblo, y tras una pausada mamada a Agustín, con la que disfruté observando cómo se corría sobre su barriga para acabar durmiéndose como un tronco, esperé despierta para no perderme la sinfonía del otro lado de la pared. Pero, para mi frustración, esta no tuvo lugar.

 

El sábado lo pasamos de compras, y por la tarde-noche de cañas y vinos con unos amigos, haciéndome olvidar por unas horas mis fantasías.

 

Llegamos tarde, después de cenar, algo afectados por las bebidas y dispuestos a caer agotados en la cama, pero al llegar al portal, nos encontramos con nuestro vecino, acompañado de una bonita chica de ondulada melena negra y ojos de color verde.

 

— Buenas noches, Agustín —dijo, abriendo la puerta para franquearle el paso a mi marido—. Buenas noches, María del Carmen —añadió, cautivándome con su sonrisa tras dejarme pasar y, disimuladamente, mirarme el culo (o eso me pareció a mí).

 

— ¿Qué tal, Fernando? —preguntó mi marido, sin darme tiempo a mí para contestar más que con una sonrisa—. Aprovechando que tus padres están en el pueblo, ¿eh? —añadió, guiñándole un ojo en gesto cómplice.

 

Vi cómo la chica sonreía con una timidez que, a la luz de mi experimentada mirada, supe que era totalmente fingida. Y me fijé unos segundos en ella, corroborando que, efectivamente, no era ninguna de las chicas con las que ya había visto a mi vecinito. Y no solo era bonita, tenía un cuerpo curvilíneo que no dudaba en lucir con unas prendas bastante ajustadas.

 

— No se te escapa una, Agustín —contestó Fer, devolviéndole el guiño para, después, clavar unos instantes sus ojos en los míos, provocando mi combustión interna.

 

Mi marido ni se enteró de ese breve, pero intenso, contacto visual. Estaba demasiado ocupado en realizar el escáner completo de la preciosidad que acompañaba a nuestro vecino.

 

— Je, je, je —rio—. Disfrutad la noche, jóvenes, que estáis en la edad.

 

Y dicho esto, tomó mi mano para conducirme escaleras arriba.

 

— Hasta mañana —solo pude decir, algo ebria e impactada por el encuentro, viendo de reojo cómo la mirada del joven volvía un instante a mi culo al comenzar a subir, atizando mi hoguera interna.

 

— ¡Qué pájaro el Fernandito! —exclamó Agustín cuando entramos en casa—. Este sí que sabe… ¿Te has fijado en la chica?

 

— Pues claro que no —mentí, caminando por el pasillo para conducir a mi marido hasta el dormitorio.

 

Estaba un poco borracha, y ese encuentro no había hecho más que reavivar en mí las ganas de echar un polvo.

 

— Pues era todo un bombón —prosiguió mi esposo—. Se parecía bastante a ti…

 

— ¿Ah, sí? —me sorprendí por no haberme percatado, calentándome más ante esa posibilidad— ¿Yo también soy un bombón? —le pregunté, melosamente, rodeándole el cuello con mis brazos y pegando mi cuerpo a él.

 

— Tú eres un bombonazo —me susurró, dándome un beso y haciéndome sentir que ya tenía el paquete duro. ¿Se lo habría puesto yo así o habría sido por la amiguita del vecino?—. Esa chica podría pasar por una versión veinteañera de ti, aunque, en realidad, se parecía más a cómo estás ahora que a cuando tenías su edad.

 

— ¿A qué te refieres? —pregunté intrigada, desabrochándole la camisa.

 

— A que cuando tenías su edad, tú estabas más rellenita, y aún no te habías retocado la nariz —contestó, cogiéndome con fuerza del culo mientras mis dedos desabrochaban su pantalón.

 

— ¡Vaya! —exclamé contrariada, separándome de él—.¡Gracias por recordármelo!

 

— No, no me entiendas mal, cariño —trató de disculparse—. Quería decir que tú ahora estás mejor que nunca, y que esa chica se daba un aire más que razonable a tu aspecto actual…

 

— Eso no suena tan mal— acepté su disculpa, orgullosa porque me comparase con una atractiva veinteañera a la que el protagonista de mis fantasías, seguro, iba a dar una buena ración de sexo, como a todas sus conquistas.

 

«¿Se habrá ligado Fer a esa jovencita por su supuesto parecido a mí?», me planteé. «¿Imaginará que soy yo mientras la folla duro?». Esas  ideas me incendiaron.

 

— Estaba buena, ¿eh?, ¿como yo? — provoqué a Agustín, bajándome la cremallera del vestido para que este cayera a mis pies y mostrarme con la lencería elegida para esa noche.

 

— Estaba buena, pero tú lo estás más —aseguró, devorándome con la mirada—. Más quisiera tener esa chiquilla el par de tetas que tienes tú —sentenció, sacándose la ropa desabrochada por mí para mostrarme su erección atrapada en el calzoncillo.

 

— ¿Te refieres a estas? —subrayé lo evidente, dejando mis generosos y redondos pechos libres.

 

Mi marido, como siempre, se quedó boquiabierto ante mi poderío pectoral, aún turgente a pesar de ser más abundante de lo que cabría esperar en mi complexión, con mis pezones en punta denotando mi estado de extrema excitación.

 

— Las tetazas con las que cualquier hombre soñaría —aseguró—. Las que al vecino le gustaría que tuviera su “novia”…

 

Sin saberlo, Agustín había echado gasolina al fuego. Me lancé sobre él, haciéndole caer en la cama y, prácticamente, le arranqué la ropa interior con los dientes, sin darme tiempo siquiera a quitarme la mía.

 

Apartando la fina braguita a un lado, me clavé de sopetón en su estaca, y le cabalgué como si no hubiera mañana, haciendo oídos sordos al mundo que me rodeaba mientras mi imaginación se desbordaba con la fantasía de estar montando al vecino mencionado.

 

A pesar del entrenamiento al que llevaba toda la semana sometiéndole, mi esposo se corrió enseguida, llevado por mi incontenible lujuria, y fruto de la misma, yo también alcancé la catarsis al sentirle derramándose en mis entrañas, acompañándole en su grito triunfal.

 

«Joder», pensé, recobrando la cordura. «¿Nos habrá oído Fer al otro lado como yo le he oído a él con sus amiguitas?».

 

Desmonté a mi satisfecho maridito, percibiendo por primera vez que, absorta en mi propia fantasía y disfrute, no me había dado cuenta de que no se escuchaba nada del otro lado de la pared. Los únicos gemidos que se habían escuchado esa noche habían sido los míos.

 

«¿No echa un polvo con esa que, supuestamente, se parece a mí?», me pregunté, decepcionada. «No, a lo mejor es que, como hoy estaba seguro de que yo estaba despierta y con Agustín, se han cortado y están en plan silencioso. O en el salón, o en la cama de sus padres…»

 

Me puse el vaporoso camisón veraniego para salir a la terraza a fumarme el “cigarrito de después”, comprobando que, fruto del ajetreado día fuera de casa y del rápido pero intenso polvo que acabábamos de echar, mi esposo había caído rendido, durmiéndose como un bendito.

 

Había luna llena, y a pesar de que corría un poco de viento, éste era cálido, como vestigio de un día que había sido abrasador. Encendí el cigarrillo, y exhalé plácidamente el humo, disfrutando de mi malsano vicio en la circunstancia que me resultaba más placentera, justo después del sexo.

 

— Ah, ah, ah, ah… —escuché unos ahogados gemidos femeninos entre el canto de los grillos.

 

«¿En serio?, ¿están follando aquí fuera?», me pregunté, incrédula. «¿Por eso no se oía nada en el dormitorio?». Tenía que comprobarlo.

 

Me acerqué a la celosía, y desde la rendija a través de la cual pude espiar la otra vez, eché una ojeada a la terraza de al lado. Efectivamente, sobre una de las dos tumbonas, hallé a mi joven doble montada sobre Fernando, meciéndose adelante y atrás sobre sus ingles, mientras él le acariciaba los pechos.

 

«¡Otra vez espectáculo!», me dije, dándole una calada al cigarro y experimentando una mezcla de excitación y morbo.

 

Desde mi oculta perspectiva, apenas podía ver al chico poco más que sus brazos y manos trabajándose a su amante. Sin embargo, a ella la veía perfectamente, cabalgando entre gemidos que trataba de contener, pero que escapaban sin remedio de su boca abierta, mirando fijamente a su macho, despatarrada para clavarse en su mástil insistentemente y devorarlo con su coño. Sentí una profunda envidia.

 

«¡Joder, sí que se me parece!».

 

El ritmo estaba aumentando, con los gemidos subiendo de volumen mientras las manos masculinas estrujaban los pechos de la amazona, hasta obligarla a incorporarse y empalarse a tope con un aullido de placer.

 

Las manos descendieron recorriendo el bonito cuerpo de la joven para atenazarla por las caderas, y la pelvis masculina comenzó a subir y bajar con fuerza, haciendo botar a la chica y permitiéndome ver, por momentos, una porción de la lanza que le clavaba sin compasión.

 

La afortunada convirtió sus gemidos en auténticos gritos entrecortados, con su rostro vuelto hacia el cielo mientras sus pechos saltaban sacudidos por el ímpetu del macho.

 

Por cierto, mi marido había acertado en su apreciación, el tamaño de esas dos turgentes mamas danzarinas no alcanzaba al de mi exuberante busto. Mi doble tenía un buen par de tetas, una talla noventa o noventa y cinco “B”, le calculé, pero no eran rival para mi “pechonalidad” de talla noventa y cinco “D”, que siempre había atraído la mirada de los hombres y que yo lucía con orgullo.

 

— ¡Vamos, guapa, córrete! —escuché, por primera vez, la voz de mi vecino

 

Escudada en mi parapeto, y disfrutando de mi “cigarrito de después”, no perdí detalle de cómo Fer catapultaba hacia un aullante orgasmo a su nueva conquista.

 

«¡Qué bueno es el cabrón!», me dije. «Ha hecho que se corra enseguida. Lástima que apenas haya podido verle».

 

Como respondiendo a mi mudo lamento, mi vecino se incorporó, obligando a la chica a levantarse para ponerse ambos en pie. Al fin pude verlo de cuerpo entero, en su espléndida desnudez, con su cimbreante y portentoso miembro brillando a la luz de la luna, enfundado en un condón recubierto de fluidos femeninos. Se me hizo el coño agua.

 

— Ponte a cuatro patas —ordenó a su compañera—, que te voy a dar bien lo tuyo…

 

— ¿Pero tú no te has corrido? —le preguntó, sorprendida y visiblemente entusiasmada.

 

— ¿Tú qué crees? —le dijo con autosuficiencia, poniéndose tras ella para apoyarle su tremenda erección entre las nalgas—. Con la mamada que me has hecho antes, ahora tengo cuerda para follarte hasta que te desmayes.

 

— Uuufff… —suspiramos al unísono la chica y yo.

 

Ella volvió a subirse sobre la tumbona, colocándose en posición de perrita, y yo apagué el cigarro, sintiendo que casi me quemo los dedos.

 

— ¡Menudo culo tienes! —exclamó Fer, dándole un azote que resonó en la noche, ante el que ella respondió con un “¡Aummm!” cargado de excitación— Y por lo que veo, ya está estrenado… Te gusta que te lo llenen de carne, ¿eh?

 

— Aumm, sí —contestó la joven al recibir otro sonoro azote—. ¡Métemela!

 

Ante mi mudo asombro, mi vecino apuntó su engomado y lubricado ariete entre los glúteos de su anhelante hembra y, de un certero empujón, la ensartó hasta que su pelvis hizo vibrar las tersas nalgas, con el consiguiente grito femenino de placer acompañado de un triunfal gruñido masculino.

 

Sin dilación, el macho, con todo su duro cuerpo en tensión, comenzó a bombear la grupa de su montura, rebotando contra sus carnes mientras la sujetaba por las caderas y la hacía jadear, con sus colgantes pechos meciéndose al ritmo de las embestidas.

 

Me giré un momento para encender otro cigarrillo, ocultando el resplandor del mechero, y observé exhalando el aromático humo cómo la pareja gozaba con una práctica que yo nunca me había atrevido a realizar, pero que en aquel momento me dio una profunda envidia por lo excitante, morboso y placentero que parecía.

 

Fer estaba espectacular, una auténtica máquina folladora que penetraba sin compasión el culo de su amiguita, castigándolo a caderazo limpio mientras su barrena lo abría en canal, haciendo bajar la cabeza de su víctima, totalmente sometida por el placer.

 

Por un momento, y con una sonrisa en los labios, el joven se quedó mirando fijamente hacia donde yo estaba, dejándome paralizada por la vergüenza.

 

«Ellos no pueden verme», traté de tranquilizarme.

 

Y lo hizo el hecho de que mi vecino no se detuviera en su empeño. Siguió y siguió golpeando rítmicamente las cachas de su montura, haciéndola gritar mientras él mismo apretaba los dientes, denotando que su catarsis era casi inminente.

 

Mi joven doble anunció su clímax apoyándose sobre los codos, aullando y riendo a la vez, ante lo cual el macho detuvo su ímpetu para observar, desde su dominante perspectiva, cómo el cuerpo de su amante temblaba de gusto.

 

El humo salió de entre mis labios con un mudo suspiro, como expresión del anhelo de ser yo quien gozara de ese orgasmo.

 

«Acabo de echar un buen polvo con mi marido, y estoy deseando que me folle salvajemente mi vecino… ¡Deja de mirar y sácate esas ideas de la cabeza!», me reprendí.

 

Pero permanecí inmóvil, observando cómo el objeto de mi deseo pasaba a coger a su pareja por los hombros y reanudaba el martilleo de su trasero con mayor intensidad, componiendo una ancestral melodía de restallido de piel contra piel, gruñidos y gemidos.

 

«¡Dios, qué bueno está!», me repetía una y otra vez, saboreando mi pequeño vicio del mismo modo que saboreaba el espectáculo. «¡Cómo la embiste!, ¡y cómo disfruta ella! Joder, ¡qué envidia!».

 

Los gritos de la jovencita, sofocada, con la boca abierta y los ojos en blanco, me anunciaron que iba a alcanzar otro orgasmo, así que apuré el cigarro para escabullirme sigilosamente en cuanto todo acabase.

 

— ¡Me corroooo…! —gritó Fernando, tirando de sus hombros y empalándola como en una tortura medieval.

 

Con el corazón desbocado por la excitación, asistí a cómo la chica alcanzaba el éxtasis con su enculador bramando en pleno orgasmo, ofreciéndole toda su potencia, pero con su mirada fija en mi posición.

 

«Es imposible que me vea», tuve que repetirme mentalmente. «Y menos cuando se está corriendo dentro de esa guarrilla…»

 

Al fin, los fuegos artificiales concluyeron, así que aproveché el momento en el que los dos jóvenes se desacoplaban para volver a la seguridad de mi dormitorio, donde Agustín ya roncaba como un oso, volviendo a bajar mi libido hasta dejarla en mínimos que me permitieron conciliar el sueño.

 

 

 

4

 

Pasaron varios días sin saber nada de mi vecino. La última vez que le vi, fue espiándole como una colegiala, admirando su imponente planta física mientras sodomizaba vigorosamente a una amiguita que, según mi marido, se parecía mucho a mí.

 

Mi nivel de excitación, casi a cualquier hora del día, condicionaba mi vida. Estaba completamente obsesionada con las actividades nocturnas de fin de semana de Fer, con la imagen en mi cabeza de sus conquistas disfrutando de sacarle brillo a su potente verga con la boca, con los gemidos y gritos de profundo placer que les provocaba, con su magnífico cuerpo desnudo en pleno esfuerzo sexual, con sus descaradas insinuaciones y contacto en mi propio dormitorio…

 

Me pasaba el día aguzando el oído por si le oía en alguna de sus aventuras, aunque no fuera fin de semana, corriendo hacia la mirilla de la entrada cuando sentía abrirse la puerta de su casa, por si era él… y masturbándome. Masturbándome tres o cuatro veces al día, cuando estaba sola, con su imagen en mi mente.

 

Mi fijación con él, idealizándolo como a un dios, era tal que, a pesar de estar en semejante estado de celo, no buscaba el alivio con mi marido, como había hecho anteriormente. Agustín no me parecía suficiente en aquellos momentos, no era rival para mi fantasía. Prefería autocomplacerme con mis manos, pensando en la polla de Fer, a follar con aquel cincuentón de abdomen blando, cuyos mejores años ya habían quedado atrás mientras los míos se encontraban en la cresta de la ola y los del vecino estaban en plena ascensión.

 

Cuando Pilar, su madre, me dijo que el siguiente fin de semana no se marcharían al pueblo, y que nos invitaban a comer en su casa el sábado, por un lado sentí una gran decepción: no tendría la oportunidad de escuchar una nueva sinfonía sexual del otro lado de la pared, ni la loca suerte de encontrarme con un espectáculo pornográfico, en vivo, en la terraza. Pero, por otro lado, también me ilusioné y excité: si íbamos a comer a su casa, lo más probable es que él estuviera allí, y podría recrearme en contemplar, discretamente, ese joven objeto de deseo por el que todo mi maduro cuerpo clamaba en silencio.

 

Volvía a ser viernes, y había decidido madrugar un poco más de lo normal para ir temprano al gimnasio. Últimamente, prefería ir a primera hora para coincidir con el menor número de usuarios posible, ya que, en mi situación de mente calenturienta, prefería no tentar a la suerte encontrándome con algún que otro chulo, de muy buen ver, que ya se me había insinuado en alguna ocasión. Tal vez, sintiéndome tan vulnerable y propensa a “olvidarme” de mi marido, cayese en un juego del que no sabía si podría salir a tiempo.

 

Al volver a casa, Agustín ya se había marchado a trabajar, por lo que, ya relajada tras el consumo de adrenalina, me enfrasqué en la traducción que me había propuesto terminar y enviar a la editorial antes del fin de semana.

 

A media mañana, cuando estaba preparándome un café para retomar el trabajo con energías renovadas, sonó el timbre.

 

«Seguro que es algún certificado para Agustín», me dije, dejando la taza en la cocina y comprobando en el espejo del pasillo que mi aspecto era presentable. No estaba preparada para visitas, me había quedado con la cómoda ropa con la que me había vestido tras la refrescante ducha en el gimnasio: unos shorts y una camiseta de tirantes que hacían más llevadero el calor que ya comenzaba a arreciar esa mañana.

 

«Para abrir al cartero, suficientemente decoroso», le dije mentalmente al reflejo que estudiaba mi indumentaria.

 

— Buenos días, Mayca —dijo Fernando al abrirle la puerta, sonriendo ampliamente ante mi sorpresa.

 

— Hola, Fer —contesté, visiblemente turbada—. No te esperaba…

 

— Ya… —dijo, entrando directamente en casa, sin darme tiempo a preguntarle o a invitarle a pasar—. Estaba aburrido en casa, y me he acordado de que tenía algo pendiente contigo —añadió, cerrando la puerta tras de sí.

 

— ¿Ah, sí? —pregunté, sintiendo cómo se me subían los colores ante el recuerdo de cómo había terminado su última visita.

 

— Claro, no me gusta dejar nada a medias —su mirada recorrió todo mi cuerpo, haciéndome sentir un escalofrío—. Quisiera comprobar cómo ha quedado tu ordenador, si su rendimiento es óptimo con el uso que le das…

 

Todo el aire escapó de mis pulmones en un silencioso suspiro. Ese chico no iba a ponerme a prueba, para mi alivio, e inconfesable decepción.

 

— Bueno, yo creo que ahora funciona bien —cierta inseguridad se notaba en mi timbre de voz—, pero tú eres el experto… Estaba trabajando con él.

 

— ¡Perfecto!, pues si no te importa, ¿puedo ver cómo lo manejas con un uso normal?

 

Descolocada por la ausencia de los dobles sentidos de las veces anteriores, y avergonzada por la posibilidad de que estos no hubieran sido más que una lujuriosa interpretación mía, llevada por la fantasía, asentí acompañando al joven a mi habitación.

 

Me senté ante el ordenador, quedándose mi invitado en pie, a mi lado, y no pude evitar que, antes de centrar mi mirada en la pantalla, mis verdes ojos se posaran en la entrepierna que quedaba un poco por debajo de mi línea visual.

 

«¡Dios mío, qué paquete!», exclamé alborotada por dentro, tratando de apartar la vista a tiempo. «¿Estará empalmándose?».

 

— Eso es —le oí decir—. Abre los programas que utilizas habitualmente.

 

Mi mano comenzó a manejar el ratón, pinchando aquí y allá, pero mi cerebro estaba más centrado en pedirle a mis ojos que volvieran, una y otra vez, a recrearse con el abultamiento que marcaban los pantalones cortos del ejemplar masculino que tenía a mi lado.

 

— Va todo bien, ¿no? —pregunté, girando mi rostro para subir desde su zona pélvica hasta sus ojos color avellana.

 

«¡Uf!, ahora parece más grande…»

 

— Va, justo, como tiene que ir —contestó, esbozando su encantadora sonrisa al no haberse perdido detalle de mi forma de mirarle.

 

Azorada, volví mi atención sobre el portátil.

 

— Entonces, cierro todo —dije apresurada, clicando todas las ventanas abiertas y cancelando programas.

 

Durante unos segundos, por haber querido hacer todo demasiado rápido, la pantalla del ordenador se quedó en negro. Sobre ella nos vi a ambos reflejados, revelándose cómo mi vecino tenía sus ojos clavados, no en el portátil, sino en mi escote, que se había abierto un poco más de la cuenta y, el joven, desde su privilegiada perspectiva cenital, devoraba con su mirada escrutadora.

 

Una cálida corriente me sacudió desde dentro, y en cuanto el fondo de escritorio del portátil volvió a visualizarse, me giré en la silla encarando a mi asaltador de balcones pectorales. Pero resultó no ser un verdadero cara a cara porque, al girarme, lo que enfrenté fue su abultado paquete, sintiéndome incapaz de alzar la vista de él durante un instante.

 

«¡Joder, cómo se le marca! Y sí, está empalmado… ¡por mí!».

 

— Ya está —conseguí decir, haciendo un sobrehumano esfuerzo para apartar mis ojos de tan atrayente región anatómica masculina—. La verdad es que no sé cómo agradecerte el favor que me has hecho, y lo atento que has sido.

 

«Ofrécele algo de beber, o lo que quiera…», insinuó mi lado más atrevido. «No, dale las gracias e invítale a marcharse», se opuso mi vertiente más cabal.

 

— Sí que sabes cómo agradecérmelo, y lo estás deseando —dijo él, con un tono de voz íntimo y grave, dibujando su cautivadora sonrisa.

 

— ¿A qué te refieres? —yo ya no estaba como para jugar a los dobles sentidos, reales o figurados por mi cerebro recalentado.

 

— Te gusta fumar en la terraza, ¿verdad? —soltó de repente, seguro de la respuesta.

 

— Eeeh… sí —contesté, completamente descolocada—. ¿A qué viene eso?

 

— Y te gusta, sobre todo, por las vistas…

 

Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. «¡Lo sabe!».

 

— Bueno, sí, se ve toda la sierra —dije, ahogada por la vergüenza y tratando de agarrarme a la última esperanza de que realmente estuviese refiriéndose al paisaje.

 

— Pero, por la noche, lo que se ve son otras cosas que te gustan más, ¿a que sí?

 

— No sé de qué me hablas —traté de negar, a la desesperada.

 

— Lo sabes perfectamente, Mayca. Me encanta este jueguecito que nos traemos entre tú y yo —sus ojos brillaban cargados de excitación—. Me pone casi tan cachondo como lo buena que estás…

 

— ¿Serás descarado? —traté de revolverme, luchando internamente contra la combustión que esa confirmación de mis sospechas me provocaba.

 

— Descarado es espiarme en la terraza mientras follo con mis amigas, ¿no crees?

 

— Yo…

 

— No puedes negarlo porque, aunque no podía verte, sabía que estabas ahí, mirando hasta el final… Hace dos semanas pude sentir el aroma mentolado de tu tabaco mientras Tania me la chupaba y, el sábado pasado, hasta pude ver el humo un par de veces mientras le daba lo suyo a la camarera aquella…

 

— Joder, es que no eres nada discreto —acabé confesando ante la evidencia.

 

— ¿Y por qué iba a serlo, sabiendo que tú puedes verme u oírme? Sabiendo cómo me miras y cómo deseas lo que yo puedo darte…

 

— Pero, ¿qué dices? —traté de manifestar sorpresa, sofocada porque hubiese dado, justo, en el clavo—. ¡Si podría ser tu madre!

 

— Mi madre no me pone la polla dura, como tú… Si quieres, ahora puedes verla bien…

 

Ante mi estático desconcierto, Fer se desabrochó el pantalón, bajándoselo junto al bóxer. Su verga saltó como un resorte, presentándose ante mí en espléndida erección.

 

— ¡Oh! —exclamé, quedándome con la boca abierta.

 

Aquel miembro viril era realmente portentoso, nunca había visto nada igual en vivo, ni tan de cerca. Mi coño pasó del calor a la humedad, y sentí los pezones tan erizados que hasta me dolieron.

 

Ese músculo, rígido como una estaca, presentaba un bonito glande de forma redondeada, piel tersa y violácea, coronando un tronco grueso, largo y recorrido por venas que se marcaban sugerentemente, alimentándolo para mantenerlo duro y apuntándome con orgullo. Completamente rasurados, sus testículos colgaban como frutas maduras de proporciones acordes a la enhiesta vara, dando al conjunto el aspecto de los genitales más atractivos y apetecibles que jamás había tenido ante mí.

 

— Te gusta, ¿eh? —dijo, meneando ligeramente su dotación ante mi rostro.

 

— S-sí… —me sorprendí respondiendo.

 

— ¡Ja, ja!, ¡y tanto! Si hasta te muerdes el labio devorándola con esos ojazos que tienes…

 

El gesto había sido completamente inconsciente, como el suspiro que se me escapó a continuación.

 

— Sí, unos ojos preciosos… Y unos labios tan sensuales… ¿Te das cuenta cómo me la pones de dura? Seguro que quieres comprobarlo…

 

Mi cerebro estaba completamente bloqueado, obnubilado por cómo me atraía y excitaba esa lozana polla, erecta por mí. Llevaba semanas fantaseando con ese apetecible joven, soñando despierta con ese instrumento de placer que ahora me acusaba de su estado de rigidez, permanentemente excitada por imaginarme tenerlo para mí…

 

Respondiendo a mis propios deseos, mi mano fue más rápida que las palabras, alzándose para alcanzar la punta de ese monolito y recorrerlo con las yemas de los dedos hasta alcanzar su base.

 

— Qué maravilla… —verbalicé un pensamiento.

 

— Eso es, preciosa, no te cortes. La tienes toda para ti, y la deseas, como yo deseo dártela…

 

— Fer, yo… —dije, alzando la mirada para perderme en el magnetismo de la suya, mientras mi mano, con voluntad propia, se cerraba empuñando el contorno del pétreo músculo.

 

Sus ojos brillaban, manteniéndome hipnotizada con su fuego, y apenas fui consciente de cómo su mano me tomó por la nuca, empujando mi cabeza hacia delante, a la vez que su lampiña pelvis se acercaba a mi rostro y su balano se abría paso entre mis jugosos labios, penetrándolos para deslizarse sobre mi lengua y acariciarme el paladar.

 

— Umm, Mayca, cuánto tiempo hacía que quería meterte la polla en la boca…

 

Esa aventurada acción, forzada por él y a la vez consentida por mi parte, inundó de jugos mi cálida almeja. Mi libido alcanzó un nuevo nivel.

 

Aún conmocionada por la sorpresa, la excitación y la sensación de tener mi cavidad bucal invadida por un delicioso falo, sentí cómo mi vecino deslizaba hacia atrás su lanza para volver a llenarme de carne, alcanzándome la garganta mientras mi mano se aferraba a ese cetro con firmeza, como queriendo evitar que se me escapase mientras, con un maravilloso vaivén, Fer comenzaba a follarme la boca.

 

El sabor de la piel y su suavidad, su consistente dureza, su tamaño que apenas engullía hasta la mitad, el aroma a macho, y sus suspiros disfrutando de mí, me espolearon para degustar, por propia voluntad, el manjar que en bandeja de plata se me había ofrecido y me había visto “obligada” a catar.

 

— Uufff, así, Mayca, así… —escuché la voz del sinvergüenza, deteniendo el movimiento de su pelvis para disfrutar de cómo mis lubricados labios recorrían, ya por iniciativa propia, el tronco de su herramienta.

 

Lujuriosa como nunca, pues nunca había tenido para mí nada semejante, colmando todas mis expectativas, chupé la exquisita verga, succionándola con gula, acariciándola en el interior de mi boca con la lengua y explorando mis tragaderas más allá de los límites que había permitido a mi marido. Así que disfruté de hacerle a mi vecino la mamada más golosa y satisfactoria que había realizado jamás.

 

Concentrada en deleitarme con aquel manjar que me hacía salivar, tanto por arriba como por abajo, ni siquiera me percaté de que el chico se doblaba un poco hacia delante, hasta que, de pronto, sentí cómo oprimía con su mano libre uno de mis pechos.

 

— Tienes unas tetas espectaculares —me dijo, con su voz cargada de excitación—. La de pajas que me habré hecho pensando en ellas… —reveló, amasando mi pecho derecho, calibrando todo su volumen, tratando de abarcarlo por completo con sus dedos sin lograrlo.

 

Aquello le dio un punto más a mi, ya desbocada, lascivia. La imagen del joven machacándose ese maravilloso mástil pensando en mí, se materializó en mi mente, trastornándome. El tacto de su mano, estrujando mi mama y pellizcándome el pezón, a pesar del sujetador y la camiseta, me sacudieron como un terremoto. Y su acerado músculo, suave y caliente, entrando y saliendo de mi boca, bañado con mi saliva mezclándose con su lubricación, me llevó al delirio.

 

Mamé con desesperación, aleccionada por el masaje pectoral, mientras la otra mano me presionaba la nuca y el macho resoplaba embargado por mi glotonería.

 

Jamás había deseado tanto chupar una verga, jamás había sido tan voraz, jamás mi coñito se había licuado así al realizar una felación…

 

Cuando fui consciente de ello, mi mano ya no se limitaba a sujetar el falo, lo recorría arriba y abajo mientras mis labios se deslizaba por él. La otra mano había subido hasta agarrar uno de los duros glúteos del chico, comprimiéndolo como él hacía con mi pecho, maravillándome con su maciza consistencia y  exquisita redondez. Hasta que Fer soltó mi seno, resoplando y reincorporándose para dejarme hacer a mi voluntad, aunque sin aliviar la sujeción de mi cabeza.

 

— Aaahh, Mayca, qué calentorra eresss… Es cierto eso de que las maduritas os la coméis con hambre, oohh… Con lo buena que estás y lo bien que la chupas, tienes que tener a Agustín bien contento…

 

«¡Agustín!», gritó mi cerebro. «¡Le estoy poniendo la cornamenta a mi marido!».

 

Siendo consciente de un hecho que, por pura excitación ni siquiera había pensado un segundo, abrí los ojos y miré hacia arriba, encontrándome con el atractivo rostro de Fernando redibujado por el placer y su llameante mirada fija en mí.

 

— Jodeeerrr, ¡qué mirada! —exclamó, apretando los dientes—. No pares…

 

Su mano confirmó la orden ejerciendo presión, lo cual, junto a sus palabras, el extremo goce que vi reflejado en su cara, y la deliciosa polla que satisfacía mi paladar, hicieron que el sentimiento de culpa, tal como llegó, se esfumó.

 

Continué mamando, más lenta y profundamente, chupando con todas mis ganas, mientras mi verde mirada mantenía la de aquel que me convertía en una adúltera asaltacunas.

 

Entre gruñidos masculinos que no hacían sino animarme más, llegó el momento en que Fer no pudo seguir resistiendo mi fija mirada viciosa mientras su gruesa polla era succionada por mis esponjosos labios.

 

Alzando el rostro con un suspiro, el informático me anunció que se avecinaba el fin de mi banquete, por lo que, haciendo un esfuerzo contra mi voluntad de seguir disfrutando del caramelo, realicé la que consideré que debía ser la última succión antes de que el final fuese inevitable. Sin embargo, cuando mis labios llegaron a su glande, su mano me impidió seguir retrocediendo.

 

«¡Joder, déjame, que estás a punto de correrte!», grité mentalmente.

 

No solo no me dejó retirarme, sino que tiró de mi cabeza para que volviera a engullir algo más de la mitad de su plátano.

 

Aquello me desconcertó. Por un lado me enfureció que quisiera doblegar mi voluntad, pero, por otro, su determinación me sobrexcitó.

 

Volví a succionar hacia atrás, con más fuerza para vencer la presión de su mano, y de pronto sentí el potente músculo palpitar sobre mi lengua.

 

«Se va a correr, se va a correr, ¡se va a correr en mi boca!».

 

Para mi propia sorpresa, esa idea me resultó demencialmente deseable, por lo que dudé. Pero ya no había tiempo para las dudas.

 

— ¡Oooohh! —escuché al macho en éxtasis.

 

Una cálida explosión líquida inundó bruscamente cada hueco de mi cavidad bucal.

 

Esa desconocida e increíble sensación, sabiendo a qué correspondía, me llevó al borde de un orgasmo espontáneo.

 

Loca de excitación y glotonería, tragué instintivamente la densa leche que se había escanciado en mi boca, sintiendo cómo se deslizaba por mi garganta mientras su intenso sabor, más dulce de lo que había imaginado, satisfacía inesperadamente a mis papilas.

 

— Oohh…

 

No me había dado tiempo a tragar todo, cuando un nuevo chorro a presión se estrelló contra mi paladar.

 

Esa nueva sensación, percibiendo el desahogo del macho como fuego griego estrellándose con furia contra mi cielo bucal, otorgándome el poder sobre su incontenible placer, desató mi orgasmo.

 

Desde mi coño brotó un calor abrasador que recorrió cada fibra de mi ser, tensando todos mis músculos y obligándome a chupar la convulsionante polla con más ahínco, al ritmo de mis contracciones vaginales, deglutiendo la espesa leche que se vertía en mi lengua

 

Disfrutando mi propia catarsis, estrangulé la rígida carne que se derretía en mi boca, alimentándome de las nuevas muestras líquidas de clímax masculino que se eyectaban contra mi paladar y garganta, como si de néctar de dioses se tratara.

 

Alcanzado el zenit de mi placer, la verga terminó de regalarme la abundancia de su  elixir, derramándolo suavemente sobre mi lengua para que, acariciando el balano con ella, yo pudiera saborearlo sin tener que tragar apresuradamente.

 

«Dios, si hasta su semen es delicioso…», me dije, realizando la última succión para que la polla saliera de mi boca, emergiendo el brillante y amoratado glande de entre mis rojos labios con un evocador sonido, ya que la mano que me había mantenido sujeta por la nuca se había relajado.

 

Abrumada por el impensable goce que acababa de experimentar, me eché hacia atrás, apoyándome en el respaldo de la silla mientras aún saboreaba el final de la corrida que me había visto obligada a degustar, y que, finalmente, me había encantado.

 

En silencio y con fascinación, observé cómo el joven se recolocaba el bóxer y pantalón para guardar la anaconda que ya comenzaba a languidecer entre las columnas de hércules que eran sus piernas.

 

— Ahora sí que está todo en orden —me dijo, con su cautivadora sonrisa—. Ha sido un auténtico placer.

 

Tratando de asimilar cuanto acababa de ocurrir, no fui capaz de articular palabra.

 

— Ya sabes dónde estoy si necesitas algo más… Hasta luego, Mayca.

 

Sin más, aprovechando mi mutismo y desconcierto, Fer se marchó, dejándome allí sentada, sumida en una turbulenta corriente de sentimientos contradictorios mientras me reponía del increíble orgasmo espontáneo que nunca antes había experimentado, alucinada por cómo el sabor de la leche del macho sacudía los pilares de mis principios.

 

Tuve que darme una ducha, rápida y fría, para terminar de apaciguar mi sobrecalentamiento y eliminar cualquier vestigio de mi propia corrida, que había empapado mi tanga hasta el punto de llegar a humedecer los shorts.

 

Fumando relajadamente en la terraza, saboreando mi vicio con una sonrisa por la ironía de haber sido el delator de mi condición voyeur, no podía dejar de debatir internamente sobre lo que acababa de hacer.

 

«Al final, todo era real, no eran imaginaciones mías. Ese desvergonzado estaba jugando conmigo desde el primer momento… Y yo entré en el juego… Ha conseguido lo que quería… ¿o era lo que quería yo? ¡Joder, me ha obligado a ponerle los cuernos a Agustín!».

 

Trataba de culpar al chico de mi desliz, intentando convencerme de que me había obligado. Pero, en mi fuero interno, sabía que no había sido así. Yo le había invitado siguiéndole el juego, había consentido sin oponerme realmente, y lo había disfrutado, ¡mucho!

 

«El muy cabrón ha sabido jugar sus cartas. Sabe que está muy bueno, y con ese pedazo de polla… ¡Joder, le he hecho una mamada de auténtica puta!, ¡y se me ha corrido en la boca! Ese crío, al que casi doblo la edad, ¡me ha obligado a tragarme su corrida!, y, Dios, ¡cómo me ha gustado!».

 

Me relamí con ese pensamiento, alborozada por haber cumplido una inconfesable fantasía, pero, a la vez, apesadumbrada por haber traicionado la confianza de mi marido.

 

«Durante quince años, me he mantenido fiel al hombre que amo, y no ha sido por falta de oportunidades para ponerle una buena cornamenta… ¿Y qué he hecho ahora, caer como una tonta ante los encantos de un yogurín?, ¿dejarme arrastrar por una fantasía? ¡Yo quiero a mi marido! Pero es que ese chaval, ¡me pone como una perra!».

 

Las contradicciones me estaban volviendo loca. Por un lado, estaba satisfecha por haber vivido la experiencia más excitante de mi vida, ¡si hasta me había corrido sin que él llegara siquiera a rozar mi sexo! Pero, por otro lado, me sentía sucia por haber mancillado mi, hasta ese momento, inmaculado matrimonio.

 

«Visto lo visto, Fer puede tener a cualquier chica. Está claro que las vuelve locas, como a mí. Y todas con las que le he visto eran unas bellezas…  Es un chulo que tiene a su alcance a jovencitas preciosas, ¿y resulta que me desea a mí? Bueno, al menos sé que deseaba que le comiera la polla… ¡Uf, qué delicia de polla! ¿Seré yo ahora una de sus bellezas? ¡Por Dios, soy una mujer casada!, ¡y tengo edad como para ser su madre!».

 

Sin darme cuenta, ya había consumido el primer cigarrillo, y arrastrada por el oleaje de mis pensamientos, ya fumaba el segundo con la ansiedad que éstos provocaban en mí, habiendo dejado muy atrás la relajación del orgasmo disfrutado.

 

«Y, aun así, ha ido a por mí. Él mismo ha dicho que estoy buena, que le gustan mis ojos, mis labios, mis tetas… ¡ha dicho que son espectaculares! ¡Y cómo me mira el culo, el descarado! Hasta ha confesado que hacía mucho tiempo que deseaba meterme la polla en la boca… ¿Seré yo su fantasía como él la mía?, ¿será para él un triunfo tener sexo con una mujer madura como yo, como lo es para mí tenerlo con un jovencito como él?».

 

— Joder —susurré con un suspiro—, deseo tener más sexo con él…

 

— ¡Hola, cariño! —escuché tras de mí, dándome un vuelco el corazón.

 

Tan ensimismada estaba, que no había oído cómo Agustín había llegado a casa y había ido a buscarme a la terraza.

 

— Agustín, por Dios, ¡qué susto! —contesté, girándome para encontrarle junto a la puerta de cristal.

 

— Perdona, cariño, es que no te encontraba por casa y me he imaginado que estarías aquí fuera.

 

— No te esperaba tan pronto —le dije, apagando el cigarrillo para ir a darle un beso.

 

— Como es viernes, y me pasaré toda la semana que viene de viaje, he podido salir pronto para comer con mi preciosa mujercita —aclaró, correspondiendo mi beso cariñosamente—. Quería darte una sorpresa…

 

— Y tanto que me la has dado —comenté, entrando juntos en el dormitorio y cerrando la cristalera para evitar que el calor entrase en la casa.

 

— ¿Has hecho ya la comida? —preguntó, rodeándome la cintura con los brazos.

 

«Umm, sí, por fin, ¡la mejor comida del mundo!, ¡y me lo he tragado todo!», contestó internamente mi yo más perverso.

 

Esa afirmación, aunque solo fuera escuchada por mí, volvió a calentarme de forma inusitada, obligándome a pegar mi pelvis a la de mi marido. Enseguida noté cómo su verga respondía a mi contacto, lo que me animó aún más.

 

— La verdad es que no —le dije—. Como no te esperaba, pensaba prepararme luego algo rápido y ligero…

 

«No como el duro pollón que acabo de comerme y me ha llenado con su leche», se divirtió añadiendo mi demonio interior.

 

Yo misma me estaba encendiendo sin remedio, los ecos de lo que había ocurrido en ese mismo dormitorio, apenas una hora antes, eran demasiado poderosos.

 

Mi pelvis comenzó a frotar la de Agustín y, en apenas unos segundos, sentí cómo su falo ya estaba completamente duro presionando mi vulva.

 

— ¡Pues mejor!, así te invito a comer —propuso él con entusiasmo, obviando la tremenda erección que le había provocado—. Tú eliges, ¿qué te apetece comer?

 

— ¡Polla! —nos sorprendí a ambos al verbalizar un pensamiento.

 

— Mayca…

 

Mi marido tenía el rostro desencajado por la sorpresa y excitación, y yo me dejé llevar por la incontenible lujuria que el vecino había despertado en mí.

 

Caí de rodillas ante él y, rápidamente, desabroché su ropa para dejarle desnudo desde la cintura hasta las rodillas. Tenía la vara tiesa, ni mucho menos tan impresionante como la de un rato antes, pero, en mi estado, se me antojó más que nunca.

 

— Joder, cariño, qué alegría haberte sorprendido así…

 

Sin decir nada, le miré a los ojos y engullí su enhiesto miembro hasta el fondo, sintiendo su cabeza en mi garganta, constatando físicamente que era capaz de tragármela entera, alcanzando una profundidad a la que al informático aún le había quedado una buena porción de herramienta fuera de mi boca.

 

— Diosss, nena, nunca te la habías tragado toda…

 

Succioné con la misma gula con la que había succionado el obelisco del joven, aunque no hubiese comparación posible entre ambos. Estaba cachonda perdida, y en mi cerebro no hacía más que reproducirse en bucle la deliciosa mamada que había disfrutado haciéndole al sinvergüenza, por lo que, mis labios, lengua, garganta y cabeza, repitieron la ejecución con la misma intensidad.

 

— Oohh, Mayca…  jodeerrr, Mayca… me matasss… —susurraba el agraciado entre gruñidos.

 

Mi hombre estaba fuera de sí, resoplando con la felación más ansiosa y agresiva que le había hecho jamás. Trataba de aguantar mi voracidad, poniendo sus manos sobre mi cabeza para frenar mi ímpetu y prolongar el momento, pero no lo conseguía, pues el sentirle tan al límite, a mí me espoleaba aún más.

 

Su resistencia estaba unos cuantos peldaños por debajo de la del semental que había probado un rato antes y, en apenas tres minutos, pude sentir su verga palpitando en mi boca.

 

— Mayca,… uufff… estoy a punto de correrme… —me avisó, como siempre hacía para darme tiempo a apartarme y ver brotar el semen de su congestionado glande.

 

Pero yo hice caso omiso de sus palabras, estaba demasiado concentrada en mi golosina, disfrutándola como si fuera la tremenda polla de Fer. Todo mi ser estaba enajenado por las imágenes de mi cerebro, arrebatado por revivir esa sensación de poder al hacer que el macho se derritiera en mi boca, obnubilado por volver a sentir la  efervescente liberación masculina… Por lo que continué succionando sin descanso.

 

— ¡Cariño, me corro!, ¡joderr, Mayca, que me corrooohh…!

 

La candente erupción se desató contra mi paladar y, de nuevo, me encantó esa repentina y cálida sensación. Sin embargo, y a pesar de que mi imaginación volaba hacia la situación anterior, aquella no era la polla por la que enloquecía de deseo, así que, en última instancia, no quise tragarme la corrida. Pero seguí mamando, dejando que la espesa leche escurriera entre mis labios y el pedazo de carne que se deslizaba entre ellos, lubricándolo mientras más chorros calientes se iban derramando sobre mi lengua e iban rebosando.

 

— Oooh, Mayca, oooh, preciosaaahh…

 

Aunque más amargo que el semen del jovencito, en absoluto me desagradó el sabor del de mi marido. Podría decir que hasta me gustó, teniendo en cuenta que era la segunda vez que probaba la leche masculina, tras una vida de negarme a hacerlo por prejuicios.

 

Pero esta vez no hubo orgasmo espontáneo por mi parte, mi nivel de excitación no era tal, y supuse que nunca más podría volver a experimentar algo similar.

 

Seguí satisfaciendo a mi amado, quien, entre bufidos, alcanzaba el nirvana descargándome la corrida más larga y copiosa que le había conocido.

 

Agustín eyaculó como un caballo, con su esperma embadurnando su erecto músculo y mis suaves pétalos mientras entraba y salía de entre ellos. El denso líquido blanco, mezclado con mi abundante saliva, fluyó por mis comisuras en dos surcos que sentí cómo recorrían mi barbilla y cuello para bajar lentamente por mi escote. Sin duda, aquella fue la corrida de su vida.

 

— Joder, cariño, nunca me la habías chupado así —me dijo al terminar, resoplando cuando me saqué su decadente instrumento de la boca.

 

— Será que me ha gustado que vinieras pronto a casa por mí —le mentí, paladeando y, ahora sí, tragando los últimos restos de esencia masculina.

 

— Ha sido brutal… me has dejado seco… Y verte ahora así, de rodillas, con mi semen mojándote los labios y escurriendo hasta tus tetazas…  ¡joder, es que eres una estrella porno!

 

— ¡Ja, ja, ja! —no pude evitar reírme, mirándome el escote para observar los brillantes regueros—. Pues quédate con esta imagen para cuando estés de viaje —contesté alegremente—. Ahora voy a necesitar una tercera ducha antes de ir a comer.

 

— ¿Tercera ducha?

 

— Si… bueno… —dudé, cayendo en la cuenta de mi pequeño desliz verbal—. Es que esta mañana ha hecho mucho calor…

 

«Y el chaval de al lado me ha hecho mojarme, casi sin tocarme, como si me hubiera meado encima».

 

— No tardes, mi reina, que ahora sí que tengo hambre de verdad.

 

— No tardo, mi rey —dije, levantándome y dirigiéndome al pasillo—. Yo también tengo hambre... «Pero del príncipe del reino vecino».

5

 

Ese sábado dormí hasta tarde. Las emociones del día anterior y el agotamiento mental por mis debates internos, me habían propiciado una noche de inconsciencia que prolongué hasta las diez de la mañana.

 

Me sorprendió no encontrar a Agustín en la cama, siendo bastante dormilón, y teniendo en cuenta que, al final, pasamos toda la tarde anterior fuera de casa para acabar en el cine viendo una película romántica.

 

El sentimiento de culpa por el incidente con el vecino, finalmente, había vencido al morbo, así que, como forma de evasión, le propuse a mi marido ver esa película para pasarme las dos horas abrazada a él, sintiendo cuánto le quería, y dejando mi mente en blanco.

 

En realidad, no me arrepentía de lo ocurrido, había sido una experiencia increíble, el cumplimiento de una fantasía en el momento justo de mi vida. Tampoco es que me enorgulleciera de ello, pero había sido muy placentero, y guardaría para siempre la satisfacción de saber que, a mis cuarenta y dos, era capaz de despertar los deseos de un veinteañero.

 

«Una fantasía realizada y ya está, no habrá nada más», era la decisión que había tomado.

 

— ¿Dónde vas? —le pregunté a mi marido al encontrarle en el salón, preparado para salir.

 

— Buenos días, preciosa —dijo, dándome un beso—. Había pensado que podría apetecerte desayunar chocolate con churros. Pensaba traerlo antes de que te despertaras…

 

— Eres un cielo —contesté, halagada por la iniciativa. «¿Cómo no voy a quererte y dejarme de aventuras?», añadí mentalmente.

 

— Dúchate tranquila, aunque no creo que tarde. Ya que salgo, ¿necesitas que te traiga algo más?

 

— Bueno, ya que estás, podrías comprarme un paquete de tabaco mentolado —se me ocurrió.

 

— Nena, deberías dejarlo —me reprochó—. Sabes que me parece muy sexy tu forma de fumar, pero lo primero es la salud.

 

— Lo sé, cariño, pero es que paso mucho tiempo sola —traté de excusarme—, y cuando estoy trabajando, me sirve para tomarme un descanso y relajarme…

 

— Está bien, te lo compraré, pero, por favor, inténtalo…

 

— Te lo prometo —puse cara de niña buena—. Cuando vuelvas del viaje de la semana que viene, lo dejo. «Y así evito, también, tentaciones de espiar lo que no debo…»

 

— ¡Esa es mi chica! —exclamó, dándome otro cariñoso beso—. Esta noche te daré algún aliciente para animarte a dejarlo cuando vuelva del viaje, algo que te relajará mucho más que un cigarrillo…

 

En su rostro se dibujó una sonrisa de picardía.

 

— ¿Ah, sí? ¿Y qué aliciente será ese? —pregunté, juguetona.

 

— Te debo una desde ayer a medio día… Una espectacular… Te la devolveré con creces.

 

Estallé en una carcajada, encantándome la idea. Al final, iba a resultar que el desliz iba a servir para darle nuevos bríos a las relaciones con mi marido.

 

— Te tomo la palabra —le amenacé, poniéndome en jarras de modo que se me transparentó un poco más el ligero camisón.

 

— Joder, no solo eres guapa, ¡es que mira que estás buena!  Me voy, que si no, no desayunamos…

 

— Anda, vete, adulador —contesté, riendo y despidiéndole mientras se marchaba por el pasillo.  ¡Y también compra pan para la comida!

 

— Lo compro para la cena —me corrigió, ya desde la puerta—. Recuerda que hoy vamos a comer a casa de José Antonio y Pilar… ¡Hasta ahora!

 

Un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Con tanto bullicio en la cabeza, ¡había olvidado que los vecinos nos habían invitado a comer en su casa! Y, probablemente, estaría Fer allí.

 

«¡Joder!, ¿cómo le miro a la cara después de lo de ayer? ¡Delante de Agustín!, ¡y de sus padres!».

 

El momento “zen” que había alcanzado con mi marido, habiendo decidido no comerme la cabeza y pasar página, se desvaneció de un plumazo. Me puse tan nerviosa que, a pesar de estar en ayunas, tuve que salir a la terraza a fumarme el último cigarrillo que me quedaba, antes de meterme en la ducha.

 

«Bueno, después de lo de ayer, también será embarazoso para él que nos veamos delante de sus padres y mi marido, ¿no?», trataba de autoconvencerme. «Seguro que solo nos vemos un momento, cuando lleguemos, y él se marchará a comer con algún amigo, o amiga… ¿no?».

 

Me di una larga ducha de agua tibia, a pesar del calor que ya empezaba a apretar, intentando relajarme y descartar de mi mente la posibilidad de tener que enfrentarme a una situación tan incómoda.

 

Mientras me echaba la crema corporal, con parsimonia, absorta en mi mundo interior, escuché cómo Agustín regresaba a casa.

 

— ¡Mayca, ya he traído el desayuno! —me gritó desde la cocina—. ¡Acaba, que esto se va a enfriar!

 

Haciendo acopio de fuerzas, me vestí con ropa cómoda y puse mi mejor sonrisa. Agustín no tenía que notar mi preocupación, y si finalmente me reencontraba con Fer, tendría que poner en práctica mi mejor cara de póker.

 

«Pero no va a estar. Seremos cuatro “viejos” hablando de sus cosas, y ya ha sacado de mí lo que quería», me convencí, en última instancia.

 

El rico desayuno que mi marido se había tomado la molestia en ir a buscar, apaciguó, en cierta medida, mis inquietudes. Sin embargo, a medida que la hora de la comida se aproximaba, los nervios comenzaron a aflorar, hasta el punto de hacerme salir a la terraza para fumar con más frecuencia de la habitual.

 

— Venga, cariño, deja ya el cigarrito y arréglate —me regañó Agustín, abriendo la puerta para asomarse—, que hemos quedado en media hora.

 

— ¿Es que no voy bien así? —contesté, apagando el vicio y mostrándome con mis pantalones anchos de lino y mi camiseta dos tallas más grande.

 

— Ja, ja, ja —rio sin saber que mi broma no lo era tanto—. No es que vayamos al palacio real, pero tampoco creo que esa ropa vieja sea apropiada… Además —añadió, bajando el tono de voz—, ¿por qué no te pones el vestidito ese de flores que te queda tan bien? A José Antonio se le ve a caer la baba, y ya sabes lo orgulloso que me siento de estar casado con una mujer tan bella…

 

— Justo en el centro de mi vanidad… Me pondré ese vestido, y me maquillaré un poco —finalmente accedí, sucumbiendo al piropo y mi propia coquetería.

 

Fuimos recibidos cariñosamente en casa de los vecinos, y al instante comprobé que mis temores eran infundados. Fer no estaba, por lo que me relajé y me divertí internamente al comprobar que Agustín había tenido razón: el marido de Pilar no me quitaba ojo de encima, aunque tratara de disimularlo. Le había cazado mirándome el culo cuando nos invitaban a salir a la terraza para tomar una cerveza antes de comer, y durante el refrigerio, su vista había ido una y otra vez a perderse en mi escote.

 

— ¿Os parece bien que comamos aquí fuera? —preguntó mi amiga—. Con la sombra del toldo creo que estaremos más a gusto que en el salón. Y así, también, Mayca y yo podremos fumar cuando nos apetezca.

 

— ¡A mí me parece perfecto! —contestó inmediatamente mi marido—. Que mi mujercita disfrute de su vicio ahora, que en unos días lo va a dejar para siempre, ¿verdad cariño?

 

— Eso te he prometido —intervine—, y así lo haré.

 

— ¡Pues, venga, Pili, saca esa paellita! —exclamó José Antonio.

 

— Aún no—se opuso ella—. Le quedan cinco minutos de reposo, el tiempo justo para que llegue el niño a comer con nosotros.

 

«El niño…», repetí para mis adentros. «¡Va a estar Fer con nosotros!», grité en silencio, sintiendo un vuelco de estómago.

 

— Para ti seguirá siendo un niño, pero ya te digo yo que Fernando está hecho todo un hombrecito… —comentó Agustín, guiñándome un ojo en recuerdo del encuentro con él y su amiguita el fin de semana anterior en el portal.

 

«Y no os imagináis hasta qué punto», concluí yo internamente.

 

En efecto, en lo que la madre de la criatura iba a por más bebidas al frigorífico, Fer se presentó en la terraza, accediendo a ella desde la puerta de su dormitorio, ya que, al igual que en nuestro piso, se podía salir desde el salón o desde una de las habitaciones.

 

— Perdón por llegar tan justo —se disculpó—, las duchas del campo de fútbol no funcionaban, y aunque hemos esperado a que las arreglasen, al final he tenido que venirme corriendo y sin duchar.

 

— Tranquilo, chavalote —le dijo mi marido estrechándole la mano—, no nos vamos a espantar por un poco de sudor joven. No será tan apestoso, ja, ja, ja.

 

El chico rio con él, y enseguida se dirigió a mí, clavándome su magnética mirada para hacerme saber que le gustaba cómo me quedaba mi floreado vestido.

 

Al darme dos besos como saludo, su olor natural estimuló mi pituitaria, provocándome un pequeño estremecimiento. En absoluto era apestoso, más bien, estimulante. Olía a macho, al potente macho que yo sabía que era.

 

— Anda, date una ducha rápida —le dijo su padre—. Te da tiempo antes de que tu madre saque la paella.

 

Fer asintió sin dejar de mirarme, y en cuanto volvió dentro, tuve que encender un cigarrillo para calmar mis instintos y rebajar mi ansiedad. ¡Cómo me había puesto encontrármelo así!

 

La comida fue distendida, no en vano nuestros vecinos eran encantadores. José Antonio, aunque no pudiera evitar mirarme el escote de vez en cuando, era divertido y campechano, en la onda de mi marido. Y en cuanto a Pilar, ¿qué decir de ella, teniendo en cuenta que habíamos llegado a hacernos amigas a pesar del salto generacional entre ambas?

 

Pasé todo el tiempo tratando de no cruzar miradas con el hijo, quien parecía pasárselo en grande bromeando con su padre y mi marido. Pero, a pesar de la aparente indiferencia mutua, al menos, por mi parte, la procesión iba por dentro.

 

De reojo, yo no perdía detalle de él, de cada uno de sus gestos, sus ojos, sus labios, sus manos, su fuerte torso… mientras mantenía una liviana conversación con su madre.

 

«¡Qué bueno está el cabrón!», me decía por dentro. «Y pensar que ayer tuve su pollón derritiéndose en mi boca… ¡Mierda, Mayca, saca esas ideas de tu cabeza!».

 

Tras el postre, fui al baño y, al salir, escuché ruido de cubiertos en la cocina. Supuse que sería Pilar, por lo que me acerqué para ofrecerle mi ayuda.

 

— ¡Uy, pensé que eras tu madre! —exclamé espontáneamente, al encontrarme allí al joven.

 

Fer dibujó su cautivadora sonrisa.

 

— Está fuera, me he ofrecido a recoger todo para que pueda disfrutar con nuestros invitados…

 

— Oh, claro… Entonces vuelvo con ella —dije apurada.

 

— Espera, Mayca —me retuvo, cogiéndome la mano—. Déjame a mí disfrutar de la invitada…

 

— ¿Qué dices? —pregunté, acalorada.

 

— Solo quiero verte bien —respondió, haciéndome girar sobre mí misma, sujetando en alto mi mano—. Estás preciosa.

 

— Gra-gracias, Fer —tartamudeé, sintiendo cómo se me aflojaban las rodillas—. Creo que no debería continuar aquí… Me echarán en falta.

 

— No pasa nada, solo estamos charlando. No habíamos cruzado palabra hasta ahora…

 

— Ya, es que… —sentía los pezones como para rayar cristal, y estos se marcaban en el ligero vestido floreado a través del fino sujetador— …después de…

 

— Arreglarte el ordenador —me interrumpió, corrigiendo mi frase mientras clavaba su mirada en mis pechos y comprobaba su efecto sobre mí—, qué mínimo que hablemos como amigos, ¿no? Es normal…

 

— Sí, claro, eso… Ya está arreglado para siempre —traté de reafirmarme en lo que había decidido esa mañana sobre el desliz, luchando contra la evidente atracción que ese jovencito ejercía sobre mí—. Así que solo mantenemos una charla…

 

— Por supuesto, una charla inocente con una amiga de mi madre… ¿Te ha gustado la comida?

 

— Sí, tu madre es una excelente cocinera, ¿no crees? —contesté, relajándome un poco.

 

— Eso es evidente. Aunque a mí me gustó más la comida que me hiciste tú ayer…

 

Me quedé sin aire.

 

— Eso fue un error, un grave error —dije al reponerme.

 

— Puede que tengas razón, un error que no debe repetirse…

 

Suspiré aliviada, parecía que me iba a ayudar a poner un poco de cordura para mantenerme firme dejando eso atrás.

 

— No te la comes tan bien como mi amiga Tania —agregó—, aunque tienes madera para enmendar ese error.

 

De nuevo, me quedé sin aire, sintiendo la combustión de mi entrepierna. El chico tenía una capacidad innata para dejarme descolocada y excitarme a la vez.

 

— ¡Descarado! —exclamé, dirigiendo la palma de mi mano hacia su rostro.

 

Atrapando mi muñeca al vuelo, Fernando detuvo a tiempo la bofetada.

 

— Y lo que te pone eso, ¿verdad?

 

Sus incendiados ojos avellana se sumergieron en las profundidades esmeralda de los míos, desnudándome el alma para hacerme imposible mentir.

 

— Sí —confesé.

 

— Una charla maravillosa —me sorprendió, soltándome la muñeca—. Es mejor que vuelvas ya con los “viejis”.

 

Sonrojada, excitada y furiosa, me aparté de él, no sin echar antes un vistazo a su entrepierna, encontrándola tremendamente abultada, con una buena erección que el pantalón apenas podía contener. Me mordí el labio instintivamente, gesto que para él no pasó desapercibido.

 

— Será mejor que tú no vuelvas a aparecer por allí —le advertí, saliendo de la cocina.

 

— Mayca —le escuché, obligándome a volver la cabeza—. Me encanta cómo meneas ese azotable culo. Tienes un polvazo…

 

Un hormigueo me recorrió de la cabeza a los pies, pero no respondí, dirigiéndome de vuelta a la terraza.

 

No volvió a aparecer en el resto de tarde que pasamos con sus padres. Debió encerrarse en su habitación o, simplemente, se marchó. Sin embargo, a mí ya me dejó trastocada para todo el día.

 

Por la noche, mientras Agustín se afanaba en regalarme la mejor comida de coño de mi vida para cumplir su promesa, mis pensamientos, entre gemido y gemido, estaban centrados en Fer.

 

En mi delirante imaginación, la boca que frenéticamente devoraba mi almeja, era la del atractivo joven, matándome de placer con su insolente lengua desatada mientras su enorme verga, dura y chorreante, esperaba su turno para que yo me la tragara.

 

Alcancé un orgasmo grandioso, siendo el mejor cunnilingus que mi marido me había realizado nunca, aunque un alto porcentaje del mérito fue de mi propia fantasía.

 

Al final, aquel resultó ser un día inesperadamente intenso, pues por culpa del perturbador encuentro en la cocina, todas mis convicciones se tambalearon, haciéndome volver al punto de partida: deseaba a mi vecino, me ponía en celo con solo pensar en él, me volvía loca su físico y su actitud chulesca y desvergonzada… El recuerdo de haber probado las mieles de cuanto placer podría darme, me torturaría día y noche.

 

Como estaba previsto, al comenzar la nueva semana, Agustín se marchó de viaje, y yo, tras una madrugadora sesión de gimnasio, pasé la mañana trabajando.

 

Sin embargo, el hecho de estar sola en casa y sentada en esa silla ante el portátil, no hizo sino hacerme volver, recurrentemente, a lo ocurrido unos días atrás, mientras unas palabras se repetían una y otra vez en mi cabeza: “Ya sabes dónde estoy si necesitas algo más…” “No te la comes tan bien como mi amiga Tania, aunque tienes madera para enmendar ese error”, “Tienes un polvazo…”

 

Debía ser casi la hora de comer, y me moría de hambre, pero no de un hambre que pudieran saciar los alimentos. Mi punzante apetito solo podía ser apaciguado por el tentador pastelito que vivía en el piso de al lado, así que, en un irracional arrebato, me arreglé con un atrevido vestido blanco en el que se insinuaban, mediante transparencias, mi escotado sujetador e impúdico tanga negro. Me calcé unos buenos taconazos, y tras comprobar mi sensual apariencia en el espejo de cuerpo completo del dormitorio, decidí rematar haciéndome una coleta con mi larga melena negra, dejando mis hombros y cuello al descubierto, para darme un aire más juvenil. Con un ligero toque de color en las mejillas y una barra de labios rojo intenso, terminé de acentuar mis felinos rasgos de verde mirada.

 

Conteniendo la respiración, pulsé el timbre de los vecinos.

 

— Umm, Mayca, ¿ya se ha ido Agustín de viaje? —dijo Fer nada más abrirme la puerta, recorriendo todo mi cuerpo con sus inquisitivos ojos.

 

Estaba desnudo de cintura para arriba, haciendo gala de un fibroso torso con sus pectorales definidos y compactos, perfectamente cincelados junto a un plano abdomen en el que se apreciaba la forma de sus fuertes músculos trabjados. «¡Dios, qué delicia de tableta de chocolate!», grité por dentro. Tan solo llevaba un pantalón corto de deporte, de tela fina, que en cuanto su mirada terminó de escanearme, evidenció un abultamiento en la entrepierna. No pude evitar morderme el labio.

 

— Hola, Fer… eeh… sí, ya hace unas horas… —contesté, incapaz de creerme lo que estaba haciendo.

 

«¡Joder, pero qué bueno está!, ¡abalánzate sobre él! », me gritó el demonio interno que me había llevado hasta allí.

 

— ¿Está tu madre? —pregunté, manteniendo la compostura e interpretando la farsa de una inocente visita a una amiga.

 

— No, está trabajando. Pero eso tú ya lo sabías… —aseveró el chico con una sonrisa de medio lado— No es a mi madre a quien buscas, ¿verdad?

 

«Es un chulo, ¡y un crío!, ¡y estás casada…! ¿Qué estás haciendo?», me recriminó mi conciencia, como último vestigio de mi integridad moral.

 

— Vaya… yo… —susurré, debatiendo internamente con mis dudas de última hora.

 

— Está claro que tienes un problema urgente con tu ordenador —se decidió a reimpulsarme, viendo mi titubeo—. Vamos a tu casa, que te lo arreglo —sentenció, poniendo las manos en su cintura para hacerme bajar la vista hacia sus abdominales y el tremendo paquete que ya se manifestaba debajo.

 

Solo pude afirmar con la cabeza. Estaba nerviosa, muy nerviosa, la chiquilla parecía yo. Pero a la vez estaba excitada, tan excitada, que las dudas solo habían sido una fugaz sombra que se había difuminado con el brillo de la seguridad de Fer.

 

Sin mediar más palabra, me dirigí de vuelta a casa, cerciorándome de que el informático me seguía. Ni se había molestado en coger una prenda para cubrir su torso, tan solo había tomado las llaves de su casa de la cerradura para ir tras de mí, con la vista fija en mi culo y el contoneo de este por los altos tacones que calzaba.

 

Confieso que cuando llegué a mi dormitorio, no supe qué hacer o qué decir. Estaba a punto de conseguir, justo, lo que había ido a buscar.  Pero, a la hora de la verdad, sentí vértigo de dar el último paso que convirtiera un fugaz desliz, por un calentón, en una verdadera infidelidad premeditada.

 

— Mi ordenador está bien —rompí, finalmente, el tenso silencio.

 

Con su seductora sonrisa, el joven asintió.

 

— Lo sé, Mayca. La que necesita que la ponga a punto eres tú —me dijo, con solo un paso de separación entre ambos.

 

— Uuff, sí —suspiré.

 

— Ese vestidito que llevas es toda una provocación —afirmó, recorriéndome con sus ojos avellana— Quítatelo para que pueda ver con claridad ese cuerpazo de madurita caliente que apenas oculta.

 

Su determinación y descarados piropos me resultaban tan eróticos, que no dudé ni un segundo en obedecer su orden, sacándome el vestido por la cabeza y quedándome ante él en conjunto y tacones.

 

— ¡Joder, qué buena estás! ¡Y qué buen gusto para la ropa interior tienes! —exclamó.

 

Halagada por semejante apreciación viniendo de un veinteañero, y con los pezones erectos y la entrepierna húmeda, di un pequeño giro sobre mí misma.

 

— ¿Te gusta? —pregunté, borracha de autoestima.

 

— Bufff… ¡Mira cómo me has puesto!

 

Con un rápido gesto, Fer se deshizo de las chanclas con las que le había encontrado en su casa, y se bajó el pantalón corto y el bóxer, quedándose completamente desnudo para mí.

 

— ¡Joder! —exclamé, admirada por la belleza de su joven cuerpo tallado en roca.

 

Su magna hombría me apuntaba con la misma desvergüenza que su dueño exhibía siempre conmigo. Era tan hermosa, larga y gruesa, erecta y dura, tan enloquecedoramente apetecible, que inconscientemente me relamí.

 

— Eres una viciosa, ¿eh? —me espetó—. Me encanta cómo te relames en cuanto ves una buena polla… Esos labios rojos están pidiendo que me los folle…

 

Sentí cómo entraba en combustión, ya solo la lujuria guiaría mis actos.

 

— Venga, Mayca, come lo que quieras —me ofreció, levantando sus brazos para entrelazar sus manos tras la nuca—, es todo para ti…

 

Dio un paso hacia delante, minimizando la distancia entre nosotros hasta que su violáceo glande contactó con mi ombligo.

 

«¡Joder, qué pollón!, ¡necesito que me llene con él!», fue mi último pensamiento, un instante antes de que mis manos se posaran sobre sus pectorales y mis labios besaran la piel de su pecho, descendiendo en cálida y húmeda caricia lingual, hasta que mis rojos pétalos se posaron sobre el redondeado balano.

 

— Eso esss…

 

Con mi cuerpo doblado por la cintura, sentí cómo la pelvis a la que ya me sujetaba con las manos, empujaba lentamente, haciendo que la suave y redonda cabeza de la juvenil verga diera de sí mis labios para que envolvieran todo su grosor, rodeándola mientras se deslizaba entre ellos y penetraba en mi boca con su sabor a macho.

 

— Umpff… —gemí de satisfacción a la vez que succionaba.

 

— Así, preciosa, traga cuanto puedass…

 

El empuje de su cadera siguió acompañando mi succión, llenándome la boca de dura carne que se arrastró por mi lengua y paladar, calibrando mi gula a medida que alcanzaba el fondo de mi cavidad.

 

Tuve un amago de arcada al sentir el grueso glande incidiendo en mi garganta, pero mi excitación superó ese reflejo físico para alinear mis tragaderas con la rígida estaca que me pedía seguir avanzando.

 

— Diosss, Mayca… No me digas que te la quieres comer toda…

 

Ese comentario, que denotaba que le volvería loco, no hizo sino incendiarme más, avivando mi lujuria y las ganas de superar mis propios límites.

 

Me esforcé permitiendo la profunda penetración, ignorando el impulso de toser, y tragué la gruesa cabeza invasora para que entrase dilatando mi garganta mientras mi rostro se acercaba al pubis del chico, llegando a rozarlo con la punta de la nariz.

 

— ¡Oooohh! —exclamó sorprendido y extasiado el macho, bajando sus manos hasta apoyarlas en mi cabeza.

 

Los espasmos de mi faringe le hicieron enloquecer, pero tuve que sacarme ese largo y acerado músculo del estrecho conducto con un poderoso ataque de tos, el cual a duras penas pude contener para no acabar con una desagradable consecuencia de forzar mis tragaderas.

 

Contenido el impulso, con dos lágrimas corriendo por mis mejillas por el esfuerzo, la barbilla goteando saliva y el tanga empapado, miré triunfalmente a mi adonis.

 

— Joder, Mayca, nunca me habían hecho una garganta profunda —me confesó, con su rostro redibujado por el vicio— ¡Ha sido la hostia!

 

— ¿Sí? —pregunté con un hilo de voz, orgullosa por haber superado a todas sus amiguitas.

 

— ¡Ha sido brutal!, pero tampoco quiero que te ahogues a la primera y me hagas correrme enseguida…

 

— Me encanta tu polla, y quiero que te corras para mí—dije, poniéndome de rodillas y limpiándome la barbilla con el dorso de la mano.

 

Acto seguido, recorrí con mi lengua toda la longitud de la portentosa verga, desde las pelotas hasta la cúspide, lamiendo la saliva que la había embadurnado por completo.

 

— ¡Qué maravilla tenerte así, arrodillada! —exclamó, devorándome con la mirada—. No te imaginas lo excitante que es tenerte en esta postura, mirándome fijamente con esos ojazos, con esos labios rojos sobre mi polla, y una perspectiva increíble de esas dos tetazas bien sujetas… Y el hilo del tanga perdiéndose entre esos redondos y azotables cachetes… ufff…

 

— Y tú no sabes lo excitante que es tenerte a ti así, de pie ante mí, como un poderoso dios griego con una verga enorme que me pide que me la coma hasta hacerla explotar —concluí, besando el violáceo balano.

 

— Estaba convencido de que tenías que ser así de puta… Toda una mujer, que se mantiene tan buenorra, necesita un buen rabo para satisfacerse… El de tu maridito no es suficiente, ¿verdad? Te gusta la carne joven y dura… No hace falta que te atragantes, quiero que me hagas gozar con esa boquita el máximo tiempo posible, y disfrutar viendo cómo lo haces.

 

No hubo tiempo para réplica. Agarró la coleta que cuidadosamente me había hecho con mi negra cabellera para la ocasión, y tiró de ella obligándome a abrir la boca para, inmediatamente, llenármela con su viril cetro.

 

Esa brusquedad y acto de dominación me resultaron más excitantes de lo que jamás habría imaginado, así que chupé el enhiesto músculo con gula, hasta la profundidad que los tirones de mi cabello me indicaban, intentando mantener mis ojos fijos en la fascinante mirada de pervertido que el joven exhibía disfrutando de mí.

 

Succioné con la fuerza de mis deseos reprimidos hasta aquel momento, convirtiendo mi boca en una húmeda y estrecha aspiradora rematada con unos suaves y carnosos labios que hicieron las delicias del joven con su recorrido.

 

Fer jadeaba, con todo su cuerpo duro y febril como una roca recalentada al sol, contrayendo los firmes glúteos a los que me aferraba con las manos, mientras se sujetaba de mi coleta para no perder el equilibrio por tan apasionada mamada.

 

— Mayca, Mayca, Mayca… —pronunciaba mi nombre entre placenteros gruñidos, acompañando mis movimientos cervicales con vaivenes de cadera y tirones de cabello que me resultaban increíblemente excitantes.

 

La saliva escurría por su miembro, lubricándolo de tal modo, que mis chupadas resonaban en mis oídos acompañando los varoniles gemidos, cada vez más incontenibles, del joven que se deshacía de gusto en mi boca.

 

Mi mano derecha rodeó su cadera y aferró el grueso mástil que se perdía entre mis labios, sujetándolo firmemente para disminuir la velocidad mamadora, pero, a la vez, incrementar la intensidad de succión.

 

Esto me permitió volver a abrir los ojos, ya que los había cerrado a causa del violento ritmo alcanzado anteriormente, para volver a recrearme con los gestos de placer del atractivo muchacho mientras saboreaba con lenta dedicación su sabrosa polla, aderezada con el néctar del líquido preseminal.

 

Los gemidos se transformaron en bramidos, y los tirones de coleta se detuvieron para poder sujetarse a mi cabeza con ambas manos, como si fuera a perder el equilibrio por la fuerza con que mis labios tiraban de su pétrea carne hacia el interior de mi boca para alcanzarme la garganta.

 

Obligándome a abrir más la mandíbula, sentí la verga aún más hinchada de lo que ya estaba, palpitando sobre mi lengua para hacerme gemir de satisfacción con la boca llena.

 

«¡Es deliciosa, es enorme, la quiero todaaaa!!!»,gritaba por dentro.

 

Mi mano descendió recorriendo todo el grueso tronco que no llegaba a engullir, lubricado con mi saliva, y alcanzó sus rasuradas, duras y colgantes pelotas para tomarlas en la palma y cerrar mis dedos en torno a ellas, ejerciendo una ligera presión a la vez que mis yemas y uñas rozaban su perineo, acariciándolo.

 

— ¡Diooss! —gritó Fernando.

 

Un temblor le sacudió de pies a cabeza, y percibí cómo su potente músculo latía dentro de mi boca para, de repente, sentir una hirviente explosión de sabor a macho dentro de ella, pillándome por sorpresa.

 

Parte del denso semen anegó mi garganta, obligándome a tragarlo inmediatamente para no ahogarme, mientras el resto inundaba mi boca con el inconfundible gusto a leche de hombre, por lo que succioné rápidamente para sacarme el pollón de la cavidad con el espeso elixir rebosando entre mis labios.

 

Apenas había vuelto a ver la luz el amoratado glande, abandonando su oral refugio, cuando un potente chorro salió disparado de él, estrellándose en mi cara e impactando contra mis rojos pétalos entreabiertos.

 

— ¡Ooohh, Mayca, lo que te has ganado! —afirmó entre dientes.

 

Su mano derecha volvió a aferrar mi cabello y tirar de la coleta, a la vez que su izquierda tomaba el control de su portentoso miembro para apuntar con una tercera y abundante erupción de blanca crema hacia mi rostro, finalizando en mi boca abierta por el tirón de pelo.

 

Tragué ese delicioso manjar de dioses, sintiéndome yo misma una diosa, recreándome con la expresión de infinito placer de mi amante, quien contemplaba su obra a la vez que volvía a ofrecerme la polla para que terminara de extraerle todo el jugo.

 

Mis labios acogieron cálidamente la suave testa de su cetro, y la succionaron para que una nueva descarga de fuego seminal escaldase mi lengua y garganta.

 

Degusté la nueva entrega, borracha de lujuria, estrangulando al invasor con decididas chupadas para que terminase de agonizar dentro de mi boca y me diera toda su corrida en unas últimas y ya decadentes poluciones.

 

Sonriéndome, con cara de infinita satisfacción, Fer sacó su verga teñida con el carmín de mis labios, congratulándose por cómo los regueros de semen brillaban en mi rostro mientras me relamía degustando la leche que aún impregnaba mis pétalos.

 

Sin mediar palabra, con fuego en sus ojos, me tomó de la barbilla obligándome a levantarme. Carente de cualquier tipo de delicadeza, prácticamente, me arrancó el sujetador para liberar violentamente mis pechos, que botaron ante su escrutadora mirada.

 

— ¡Qué tetazas! —exclamó entre dientes.

 

De igual modo, y llegando a rasgar una de las finas tiras de tela, me arrancó el tanga, dejándome desnuda para él sobre mis vertiginosos tacones.

 

Por unos instantes, me contempló como quien, tras una dieta, al fin puede darse un atracón de su plato favorito.

 

Haciendo gala de su fuerza, me tiró sobre la cama, poniéndose inmediatamente sobre mí para estrujar mis pechos con lujuria, juntándolos y hundiendo su rostro en ellos para devorármelos ansiosamente.

 

Con los pezones tan erizados que me dolían, y la entrepierna empapada, reí y gemí, loca de excitación.

 

El chico descendió por mi abdomen con su boca, metiendo sus manos bajo mi cuerpo y haciéndolo arquearse hasta que su cabeza se perdió entre mis receptivas piernas abiertas. Agarró mis nalgas con decisión, calibrando su firmeza con los dedos, y lamió todo mi coño arrancándome un profundo suspiro.

 

Enseguida, sus labios se acoplaron a los de mi vulva, y su escurridiza lengua se abrió paso entre ellos, retorciéndose a la vez que daba con mi duro clítoris para lamerlo ávidamente.

 

— ¡Oh, Dios mío! —grité, derritiéndome con el exquisito cosquilleo que se propagaba desde el epicentro de mis placeres hacia cada fibra de mi cuerpo.

 

En esa ocasión no había alcanzado un orgasmo espontáneo al comerle la polla a mi fantasía, pero me había quedado cerca, tan cerca, que en unas pocas lamidas y succiones de mi perla, estallé en un potente clímax que arrancó un aullido de mi garganta.

 

— ¡Aauuuhh…!

 

Con la espalda formando un arco sobre la cama, y estrujándome yo misma las tetas, cada músculo de mi cuerpo se entregó a un maravilloso orgasmo que mi amante prolongó con la audacia de su lengua colándose entre los pliegues de mi íntima piel. Hasta que el terremoto se disipó y mi cuerpo volvió a reposar sobre el lecho.

 

Pero el joven no cejó en su empeño. Siguió comiéndome el coño con entrega, haciendo diabluras con su intrépido músculo en la antesala de mi vagina y el botón del placer, manteniendo mi libido en un nivel que ni yo misma sabía que era capaz de mantenerse tras la liberación de la carga sexual.

 

— Umm… Fer.. umm, ¿qué me haces…? —pregunté sorprendida, metiendo mis dedos entre sus cabellos para acariciar su cabeza.

 

Una de sus manos abandonó mi culo, y me arrancó un sincero gemido cuando, sin dejar de ensalivarme el clítoris, uno de sus dedos me penetró repentinamente.

 

La excitación subió un nuevo peldaño, haciéndome jadear con la combinación de succiones de pepita y continuas penetraciones digitales.

 

-— Ah, ah, ah…

 

De pronto, otro dedo irrumpió en mi vagina, dilatándola entre ambos para hacerme ver las estrellas de puro gusto.

 

— ¡Joder, qué comida!, ¡joder, qué comida! —exclamaba, enajenada entre gemidos.

 

La lengua y labios estimulaban húmedamente el clítoris, haciéndolo vibrar y poniéndolo, incluso, más duro que mis pezones. Mientras, los dos dedos entraban y salían de mi coño, llenándomelo hasta donde podían alcanzar con una deliciosa fricción de las paredes internas.

 

El chico sabía bien lo que hacía para darme un placer que mi cerebro apenas podía procesar, pues la tensión sexual no solo no había decaído tras el orgasmo, sino que seguía ascendiendo para llevarme al borde de uno nuevo.

 

Sus dedos me follaban con pericia, y su boca degustaba mi almeja y jugos con experta gula. Ni mi marido, ni ninguna de mis parejas anteriores a él, me habían hecho jamás un cunnilingus tan excelso.

 

— Mmm, Fer, mmm, Fer… —pronunciaba su nombre entre gemidos, jugueteando con mis dedos en su cabellos.

 

De nuevo, me encontraba al borde del éxtasis, pero este, en vez de llegar, se postergaba sobrecargando mi lascivia.

 

Hasta que, de pronto, llevándome a un placer y excitación absolutamente desquiciantes, sentí en mi interior cómo, a la vez que el chico acariciaba ávidamente con la punta de su lengua mi clítoris, sus dedos se curvaban dentro de mí para alcanzar la secreta  zona rugosa de mi vagina, masajeándola con las yemas.

 

Aquello ya fue la apoteosis. Comencé a gritar como una loca de incontenible gozo, sacudiéndome sobre la cama como un pez fuera del agua, tirando del pelo de mi amante mientras boqueaba tratando de alcanzar el aire que se escapaba de mis pulmones.

 

Durante un minuto, mi amante me llevó al puro delirio con su doble técnica, hasta que, finalmente,  sentí el orgasmo brotando de mi interior como un géiser, una devastadora gloria con la que tuve la sensación de orinarme repentinamente, mediante espasmos inconcebiblemente placenteros en cada eyección.

 

Con cada fibra de mi cuerpo en una exquisita tensión, me sujeté a aquella cabeza que se alojaba entre mis muslos, dando alaridos gozosos mientras me corría como nunca en la boca de mi benefactor.

 

El cénit me hizo perder la noción de la realidad por unos instantes, hasta que toda la furia sexual terminó de liberarse a través de mi coño encharcado, del que el artista bebió ávidamente sus aguas termales, como si yo fuera la fuente de la eterna juventud.

 

Caí agotada, respirando como si hubiera corrido una maratón, observando cómo Fernando se erguía con el rostro brillante por mis fluidos, chupándose los dedos que habían estado haciendo diabluras dentro de mí. A continuación, utilizando el sujetador que había quedado tirado sobre la cama, se limpió la corrida que había mojado su cara, sonriéndome con autosuficiencia.

 

— La súper mamada que me has hecho se merecía un squirt —me dijo, guardando su miembro aún coloreado por mi carmín en el bóxer—. Eres una leona.

 

«¿Un squirt?», pregunté mentalmente, sin fuerzas para verbalizar. «No sé qué es, pero nunca me había pasado esto… Nunca me había corrido así…»

 

— Ya sabes dónde buscarme si quieres otra revisión de ordenador —añadió, con su cautivadora sonrisa de picardía—. Será un placer hacértela más a fondo…

 

Y allí me dejó, desmadejada sobre mi lecho matrimonial, mancillado y mojado por un flujo que hasta entonces no sabía que podía brotar de mí de aquella manera, ni en tal cantidad. Con mi rostro cruzado por regueros de leche de macho que comenzaban a secarse, habiendo salpicado, incluso, mi negra cabellera. Con el intenso y delicioso sabor del néctar de ese joven dios aún en mi paladar y, sobre todo, con la mayor sensación de satisfacción de toda mi vida.

 

 

 

6

 

Pasé dos días sin volver a saber de Fer. Ni una coincidencia con él en la calle o el portal de casa, ni siquiera un fugaz vistazo a través de la rendija de la celosía de la terraza, teniendo en cuenta que mis salidas para fumar se habían vuelto más frecuentes, a pesar de que le había prometido a mi marido que lo dejaría definitivamente cuando volviese de viaje.

 

Mi estado de ansiedad sancionándome mentalmente, y a la vez congratulándome por lo ocurrido con el chico, me llevaba a consumir un cigarrillo cada hora, encendiendo también en mi interior la pequeña esperanza de verle aparecer en su terraza mientras yo exhalaba humo.

 

La soledad por la ausencia de mi esposo, aunque intentase refugiarme en el trabajo, me daba muchas horas al día para rememorar una y otra vez cada mínimo detalle de lo que ya había supuesto un punto de inflexión en mi vida.

 

El premeditado ataque a mi, hasta entonces, intachable fidelidad, no solo no había servido para apaciguar mis oscuros deseos, sino que los había catapultado para hacerme sentir que quería más, que necesitaba más, y que el artífice del más devastador orgasmo que había disfrutado en mi vida, me había convertido en esclava del placer que me podría proporcionar entregándole mi cuerpo para que lo utilizase a su antojo.

 

No podía apartar de mi mente la imagen de ese joven y atractivo ejemplar de macho desnudo para mí, con todos sus músculos en tensión y su potente polla erecta dispuesta a ser tragada con una gula que nunca antes había sentido. Mi ropa interior se humedecía con el recuerdo, y en cuanto éste evolucionaba hasta el momento de ver su castaño cabello entre mis muslos, no podía evitar acariciarme hasta descargar la excitación acumulada.

 

En menos de cuarenta y ocho horas, había perdido la cuenta de las veces que me había masturbado. Ni siquiera en la época de mi despertar sexual, fantaseando con el cantante de moda del momento, mis dedos habían trabajado tanto en mi coñito.

 

Y así fue que, aquella mañana, mientras masajeaba mi clítoris por enésima vez tumbada en la cama, escuché unos inequívocos jadeos femeninos que llegaban del otro lado de la pared.

 

Detuve mi autosatisfacción, y agucé el oído, percibiendo más claramente los gemidos, acompañados del inconfundible palmeo que indica un rítmico choque de carne contra carne.

 

«¡Qué cabrón!», dije para mis adentros. «Se está follando a una de sus amiguitas, teniéndome aquí al lado más salida que el pico de una plancha por su culpa».

 

Unas palabras incomprensibles para mí, en voz femenina, me hicieron saber que la amiguita estaba disfrutando por todo lo alto, dado el tono en que eran pronunciadas.

 

“¡Plas!”. Un sonoro azote, seguido de un quejido de mujer cargado de excitación, fueron los teloneros de la autoritaria voz de mi vecino:

 

— ¡En español, zorrita, que quiero entenderte! —dijo, sin detener el rítmico golpeteo de lo que yo ya estaba segura que era su pubis sobre las nalgas de la chica.

 

— ¡Sí, siñor! —exclamó ella entre jadeos, con un marcado acento del este—, ¡Mi mata, siñor, mi mataaa…!

 

En ese momento, asociando el acento a la voz, reconocí a la afortunada que estaba recibiendo las duras estocadas de mi deseado: «Joder, ¡es Dana!».

 

Dana era la asistenta que mi vecina Pilar había contratado tan solo  tres meses atrás, en sustitución de la mujer que había limpiado la casa durante veinte años, y que se acababa de jubilar.

 

— Hace poco que ha llegado de Rumanía —me había dicho mi amiga al poco de contratarla—, pero ya se maneja bastante bien en español, y entre que solo tiene veintidós añitos, y que es puro nervio, me deja la casa como nueva. Estoy encantada con ella,  y aunque creo que hasta le sobra tiempo, no me importa pagárselo si sigue trabajando así de bien. ¡Divina juventud!

 

«¡Y tanto que le sobra el tiempo!», me dije, recordando la conversación sin dejar de escuchar cómo gozaba la rumana:

 

— Sí, siñor, mi gusta, siñor… Impuja fuerte a Danaaahh… —pedía, aumentándose el escándalo del otro lado de la pared.

 

«Así aprovecha el tiempo que le sobra, la lista», pensé, «follándose al “siñor buenorro”. Normal que limpie bien, ¡porque el polvo se lo lleva ella!».

 

Entre aullidos, la asistenta delató su orgasmo, pero el bombeo no se detuvo, aumentando en intensidad para que el cabecero de la cama también retumbase contra la pared.

 

Como en ocasiones anteriores, escuchar aquello resultaba excitante, sin embargo, no reanudé las caricias en mi entrepierna, pues por encima de la excitación, un sentimiento de envidia empezó a corroerme. ¿Por qué no era yo a quien mi vecino mataba de placer?

 

«Prefiere follarse a una cría delgaducha, que casi no tiene tetas, antes que a mí…», me decía, dejando que el veneno de los celos corriese por mis venas mientras escuchaba cómo Fernando rugía su catarsis con fuertes embestidas que catapultaban nuevamente a la muchacha hacia el delirio.

 

Tras esa traca final, no quise escuchar más, me fui a darme una ducha fría que calmase mis ánimos y refrescara mis ideas. Sin embargo, con el agua incidiendo en mi rostro, no podía dejar de pensar en ello.

 

«¿Cómo puedo obsesionarme así? Vale, el chaval está buenísimo, y todo indica que es un dios en la cama, pero no deja de ser un crío en comparación conmigo. Joder, y estoy casada… ¡Pero cómo me pone el cabrón…! Porque es eso, un cabrón que se tira todo lo que se menea… Esa rumana es guapita de cara, no se puede negar, pero es todo hueso, y en comparación con una mujer hecha y derecha como yo, con todo bien puesto…»

 

Así pasé el resto de la mañana, hasta que, un rato después de comer, tomé una decisión: Mi matrimonio se había convertido en una monotonía de ausencias, y yo necesitaba emociones fuertes que llenasen los vacíos de mi soledad, anímica y físicamente. Mi vecino había encendido en mí un fuego que solo él podía apagar, y  me encontraba en un momento cumbre de mi vida, en mi máximo esplendor, como decía mi marido, más guapa que nunca, como decían mis amigas, y con unas necesidades que tenía claro que el joven macho que vivía al lado podía cubrir con holgura…

 

Vistiendo unos shorts y una ajustada camiseta de tirantes bajo la cual me puse un sujetador que realzaba mi generoso busto, formando un provocativo escote, «Esto son tetas, y no las de la rumana», a las cuatro de la tarde llamé a su timbre.

 

— Hola, Mayca —me saludó Pilar al abrirme la puerta—, no te esperaba. ¿Te apetece un café?

 

Me quedé de piedra, era yo quien no se esperaba encontrarla a ella. En mi estado de cerebro recalentado por mis bajas pasiones, había olvidado por completo que mi amiga no trabajaba los miércoles por la tarde.

 

— Hola, Pilar. No, gracias, tengo mucho trabajo… —contesté, tratando de ocultar mi sorpresa.

 

Mi amiga me miró confusa.

 

— Yo solo venía a pedirte un cigarrito —solté lo primero que se me ocurrió—. Me he quedado sin tabaco, y preferiría no salir a comprar hasta que no acabe con lo que estoy…

 

— Por supuesto, mujer. Pero pasa, que tengo que ir a buscarlo —dijo sonriendo.

 

— Gra-gracias, pero mejor te espero aquí, que no quiero entretenerme, y como nos liemos a hablar…

 

Suspiré internamente por mi rapidez de reflejos encontrando una excusa totalmente creíble.

 

— Voy a buscar el bolso —dijo con una carcajada—, que no sé dónde lo he dejado.

 

En cuanto mi amiga me dejó a solas en la puerta, en el recibidor apareció Fer, que me miró de arriba abajo con una amplia sonrisa.

 

Con solo verle, mi corazón se aceleró, y una sensación de vacío se adueñó de la parte más baja de mi abdomen.

 

— Me parece que lo que venías a buscar para llevarte a la boca no era un cigarro, ¿no? —susurró, fijando su mirada en mi apretado escote.

 

Un suspiro se me escapó, sintiendo cómo se me subían los colores y se me humedecía la entrepierna.

 

El joven me guiñó un ojo con complicidad y desapareció en el interior antes del regreso de su madre.

 

— Aquí tienes —me dijo mi amiga, ofreciéndome un paquete de tabaco—. Quedan tres, aunque no son mentolados como los que tú fumas.

 

— Bueno, no importa —contesté—. Te cojo uno para quitarme el mono.

 

— No, mujer, cógete el paquete, que tengo otro sin abrir, y así tienes para toda la tarde si te vuelve a dar…

 

— Gracias, Pilar, eres un cielo —acepté el ofrecimiento para no desbaratar mi excusa—. Me voy a seguir trabajando… ¿Tomamos ese café mañana?, ¿te pasas por mi casa cuando vengas de trabajar?

 

— Claro, guapa, eso está hecho.

 

Cuando volví a casa noté que me temblaban las piernas. Guardé para “emergencias” el paquete de tabaco que tan amablemente me había dado mi vecina, y salí a la terraza a fumar uno de mis cigarrillos para calmarme.

 

Después, me di una ducha fría, la segunda del día. El acaloramiento por la sorpresa, la vergüenza pasada, el haber estado en la terraza en la hora más cálida del día y, sobre todo, el comentario que había hecho Fernando al verme, requerían que bajase inmediatamente mi temperatura corporal.

 

No había hecho más que salir de la ducha, cuando escuché el timbre. Me puse el albornoz, sujetándolo con una mano, y me dispuse a abrir con la seguridad de que mi vecina venía con la buena intención de que me tomase un pequeño descanso del trabajo.

 

— Pilar, de verdad que te lo agradezco… —comencé a decir, girando la puerta.

 

No pude terminar la frase, pues a quien encontré en el umbral de mi hogar fue a su hijo.

 

— Pilar ya está roncando en su merecida siesta —dijo, dando un paso para entrar y cerrar la puerta tras de sí—. Te traigo lo que de verdad habías ido a buscar a mi casa…

 

De la impresión, la mano que sujetaba el albornoz lo soltó como si tuviera vida propia, abriéndose la prenda en una inconsciente, o tal vez no, invitación a contemplar parte de mi cuerpo desnudo.

 

— Joder, qué pibón eres, Mayca —comentó, embebiéndose de la piel que había quedado al descubierto—. Y está claro que sabes lo que quieres… Esa debe ser la diferencia entre una chica y una mujer de verdad.

 

Recompuesta y retomando la determinación que apenas media hora atrás me había hecho llamar a su timbre, mis ojos se fijaron en el buen bulto que marcaban los pantalones cortos del joven.

 

— A lo mejor demasiada mujer para ti —le reté, dejando caer la única prenda que me cubría, mostrándole completamente el cuerpo que en los últimos años había trabajado y que ahora orgullosamente lucía, aún más lozano que en las tres décadas anteriores.

 

El paquete del muchacho aumentó su volumen ante mi mirada, apreciándose enorme, alimentando mi ego, y haciéndose irresistible.

 

— Uff, Mayca, no sabes lo que dices —replicó, quitándose la camiseta para deleitarme con su fuerte torso—. Eres la tía que más morbo me ha dado siempre, y nunca he estado con ninguna mujer de treinta y algunos…

 

— Cuarenta y dos —le corregí, halagada y con orgullo.

 

— Pues estás como para reventarte a pollazos…

 

— Mmm, no sé, por lo que he oído esta mañana, eres más de crías flacuchas —le recriminé, evidenciando inconscientemente mis celos—. Tu madre está pagando a Dana para que limpie, no para cepillarse a su hijo…

 

— Vaya, estás celosa, ¿eh? —observó, con una sonrisa de medio lado.

 

— ¿Yo? —pregunté, ofendida por haberme delatado—. Soy una mujer casada, ¿recuerdas? —continué, poniendo mis brazos sobre las caderas en actitud firme, y a la vez, con una pose que remarcaba mi silueta y ensalzaba mis pechos—. No tengo ninguna razón para estar celosa por lo que hagas o dejes de hacer con la asistenta...

 

— Querrías haber estado en su lugar, ¿eh? Necesitas una buena dosis de rabo, y es lo que viniste a buscar hace un rato a mi casa…

 

— ¿Serás creído? —le espeté con rabia por acertar de pleno—. Seguro que ya no podrías hacer nada conmigo, después de haber oído cómo se lo dabas todo a la rumana esa… No me interesa comprobarlo.

 

— Claro, y por eso estás desnuda y no dejas de clavar esos ojazos verdes en mi paquete —contestó, recolocándose el enorme bulto y haciéndome morderme el labio inconscientemente—. Dana no ha sido más que un aperitivo, un entrenamiento para darte a ti, y ahora, lo que te mereces…

 

— ¡No eres más que un chulo prepotente!

 

— Y lo que te pone eso… Casi tanto como esto…

 

Ante mi atenta mirada, Fer, con un solo movimiento, se bajó el pantalón y el bóxer deshaciéndose de las prendas. Su tremenda verga se presentó ante mí, tan larga y gruesa, tan hermosa y apetecible, que me relamí sintiendo el vacío en mi bajo abdomen como un hueco en el espacio-tiempo, a la vez que la lubricación se evidenciaba visiblemente en mi lampiña vulva.

 

— Joder… —se me escapó. Nunca dejaría de asombrarme.

 

— Vamos, que lo estás deseando, vuelve a probarla, golosa…

 

Sin saber cómo, mi vecino ya me había tomado por la nuca, metiendo sus dedos entre mis negros cabellos aún mojados por la ducha, incitándome a agacharme sobre su exultante erección. No necesitó hacer fuerza. Deseosa, me dejé llevar para acabar poniéndome de rodillas, tratando de empuñar el grueso músculo con mi mano derecha, mientras la izquierda se aferraba a uno de sus duros glúteos.

 

Saqué la lengua para lamer el suave glande redondeado, y éste se arrastró por ella, con un ligero empuje de la mano que tenía sobre la cabeza, para dirigirse al interior de mi boca. Mi labio superior rodeó la testa del cetro, y el húmedo músculo se retrajo hacia el interior, acariciándola, para que fuese acogida por el mullido labio inferior. Succioné con ambos pétalos, acompañando el avance de la pétrea carne que invadía mi boca hasta alcanzarme la garganta y que, inmediatamente, se retiraba con un movimiento pélvico, dejando el balano rodeado por mis labios.

 

Con la verga así sujeta, miré fijamente a Fer, quien contemplaba mi rostro con un gesto de satisfacción.

 

— Así, solo un poquito —susurró—,  lo justo para quitarte el ansia... Estás preciosa. Esa mirada tuya, con mi polla entre tus labios y los carrillos hundidos, ganaría millones de likes en cualquier web porno.

 

Un ronroneo surgió de mí, y volví a succionar chupando la mitad de la vara, degustando el salado sabor de su piel, calibrando su grosor y testando su consistencia, hasta que el informático me la sacó completamente de la boca con un característico sonido de succión.

 

— ¡Joder, cómo la chupas, Mayca!, pero ya es suficiente, que nos viciamos los dos y te lleno la boquita de leche…

 

— Me encantaría tomarme otra vez toda tu lechecita caliente —contesté, lujuriosa y llevada por la gula, sabiendo que yo misma podría alcanzar un orgasmo al sentir su potente corrida en mi paladar.

 

— Es muy tentador —concedió, tomándome de la barbilla para obligarme a incorporarme—, pero ahora lo que quiero es follarte bien follada.

 

No pude reprimirme y, poniéndome de puntillas y abrazándole por el cuello, me lancé a sus labios, pegando mi ardiente cuerpo al suyo, aplastando mis tetas contra sus fuertes pectorales y sintiendo toda la longitud de su virilidad incrustándose a lo largo de mi abdomen.

 

Fernando recibió mis labios chocando contra los suyos para, inmediatamente, abrir su boca y hacerme sentir cómo su escurridiza lengua se colaba entre mis sensibles pétalos, invadiendo la cavidad para enroscarse con el músculo que anhelaba acariciarla en húmeda danza.

 

Sus manos atenazaron mis nalgas con fuerza, estrujando mis firmes glúteos con sus dedos como garras, mientras me derretía besándome con una pasión que hacía años que no sentía en mi marido. Hasta que tuve que separarme de él para poder recobrar un poco de aliento mientras me chupaba el carnoso labio inferior.

 

— Vamos a la cama —susurré jadeando—. A ver si das tanto como alardeas…

 

— ¿Notas hasta dónde te llega mi polla, tal y como me la has puesto? —preguntó, estrechándome más contra su cuerpo.

 

— Uff, sí, casi a las costillas…

 

— Pues imagínate todo esto dentro de ti, abriéndote en canal. Y no serán dos minutos, no… Voy a follarte hasta que empapes toda tu cama de matrimonio como nunca lo has hecho.

 

Suspiré profundamente ante tal perspectiva, sintiendo cómo mis pezones punzaban su piel y mi coñito lloraba de alegría humedeciendo mis muslos.

 

Dándome un estimulante azote, el joven me incitó a dirigirme al dormitorio, aunque a través del espejo del pasillo comprobé que no me seguía.

 

— ¿No vienes? —le pregunté, girándome.

 

— Por supuesto, solo estoy disfrutando de cómo meneas ese culazo…

 

Se me escapó una carcajada de satisfacción y reanudé el camino al dormitorio, aunque más lentamente, marcando aún más el contoneo de caderas.

 

Al llegar a los pies de la cama, expectante y excitada como nunca, el tiempo que el chico tardó en aparecer me pareció una eternidad. «¿Se ha arrepentido y me va a dejar así?», me pregunté con impaciencia.

 

A los pocos segundos, mi fruto de deseo hizo su triunfal entrada en el ruedo que a ambos nos daría una tarde de gloria. Luciendo su espléndida desnudez para mi deleite visual, con su amenazante pica en ristre ya enfundada con un preservativo, lista para realizar la faena, avanzó hacia mí con paso decidido y sus ojos avellana refulgiendo, hasta tomarme por el talle y pegar su cuerpo al mío, instalando su poderosa arma entre mis muslos para que mi vulva besase la longitud de su tronco, embadurnándolo con su jugo, mientras me hacía sentir cómo la punta de semejante instrumento se abría paso instalándose entre mis cachetes.

 

«¡Joder, podría clavármela por el culo desde delante!».

 

Aprovechando mi boca abierta por el asombro de semejante constatación, sus labios se apropiaron de los míos, y su lengua invadió mi cavidad acariciando la mía para fundirnos en un tórrido beso con el que mi hizo suya, deslizando su enhiesta vara por mi coño, perineo y nalgas.

 

Una de sus manos subió hasta mis pechos, masajeándolos enérgicamente, estimulándolos de tal manera que el placer me obligó a arquear la espalda, ofreciéndoselos para que su boca descendiese por mi cuello y atrapase un pezón. Sin detener el maravilloso tratamiento al seno izquierdo, sus labios succionaron mi pezón derecho, haciéndolo vibrar con la lengua para terminar engullendo cuanto volumen mamario le cupo en la boca.

 

Jadeando, borracha por las sensaciones que recorrían todo mi cuerpo, me entregué a él, consciente de que lo único que impedía que cayese de espaldas era su brazo izquierdo rodeando mi cintura, además de la dura barra de carne sobre la que montaba, que se deslizaba atrás y adelante en húmeda frotación de mis zonas más erógenas.

 

Sin dejar de devorarme las tetas como si tuviera hambre atrasada, pasando de una a otra para succionar y presionar con los labios, amamantándose con la generosidad de mi busto, lamiendo y rozando los pezones con los dientes para ponérmelos como pitones, su mano bajó hasta mi culo, acariciándolo y atenazando un glúteo para acabar tomándome del muslo y subirlo hasta que mi pierna se abrazó a su cintura.

 

Sentí cómo Fer  flexionaba sus rodillas, y cómo el glande que se insertaba en mi raja trasera hacía el recorrido inverso, incidiendo directamente entre mis lubricados labios mayores. Estos rodearon la gruesa cabeza, adaptándose a su contorno, y permitieron que el empuje de la misma los franqueara, dilatándome y haciéndome gemir, disfrutando de cómo esa dura polla se me clavaba en el coño con inaudita facilidad.

 

— ¡Dios, qué gusto! —exclamé complacida.

 

— Me tenías tantas ganas que te entra sola… —afirmó el chico, fijando su mirada en la mía.

 

— Umm, sí, no puedo negarlo… Aunque sé que eres capaz de tirarte a cualquier niñata que se te ponga por delante…—manifesté, aún con rencor.

 

— Ya te lo he dicho, Mayca, eso no son más que entrenamientos para prepararme para ti. Tú eres mi musa, a la que siempre he deseado follarme. Pero estás casada, y eres una mujer madura, casi inalcanzable… Ahora que te tengo para mí, me voy a resarcir de todas las pajas que me he hecho en tu nombre.

 

Su virilidad se deslizó hacia fuera haciéndome suspirar, e inmediatamente, un nuevo empuje, clavándome los dedos en el muslo, me arrancó otro gemido al sentir la verga abriéndose paso por mi vagina otra vez.

 

— Mmm… A ti te da igual que esté casada o que tenga edad como para ser tu madre. Has ido a por mí en cuanto has tenido una oportunidad…  ¡Cómo me pones!, aunque seas un cabrón. A ver si puedes follarte a una mujer de verdad como te follas a tus amiguitas —volví a provocarle.

 

Su respuesta consistió en una sonrisa de autosuficiencia, que hubiera sido bravucona de no ser porque su polla se clavó un poco más en mí, dándome un placer difícil de asimilar, y que constataba que era más que capaz de cumplir cada una de sus fanfarronadas.

 

Con varios mete y saca seguidos, incitándome a botar sobre su estaca, me hizo proferir los primeros grititos de gozo. Su verga era la más gruesa que me había calzado, y estimulaba las paredes de mi vagina con un maravilloso cosquilleo.

 

— Te gusta, ¿eh? —preguntó en un susurro.

 

— Oh, sí, me encanta… No pares, ¡dame más! —pedí con lujuria.

 

— Más te voy a dar…

 

Inclinándose hacia delante, me hizo caer de espaldas sobre la cama, dejándome abierta, contemplando su magnífica planta de joven deidad esculpida en mármol. Se puso sobre mí y, manteniendo sus brazos estirados, bajó la pelvis hasta que la punta de su enfundado estoque volvió a acariciar mi vulva, frotando los empapados labios e incidiendo contra mi clítoris de forma enloquecedoramente placentera, obligándome a gemir deseosa de volver a sentirlo dentro.

 

— ¡Métemela, por Dios! La necesito entera otra vez… —supliqué.

 

— ¿Entera otra vez? —preguntó divertido, colocando su balano entre mis gruesos y acogedores labios anhelantes—. Aún no te la he metido entera…

 

— ¡¿Cómo?! —exclamé, loca de excitación.

 

Su cadera, experimentada por el variado entrenamiento con veinteañeras, encontró el ángulo correcto y, con un empujón, sentí cómo el ariete se abría paso por mis carnes, dilatándome por dentro hasta donde había llegado anteriormente, sin detener su repentino avance horadándome, y alcanzando el límite cuando su pelvis chocó bruscamente con la mía en una profunda y violenta penetración.

 

— ¡Aaaahhh…! —grité sorprendida por el súbito e incontenible placer que estalló en mi interior.

 

Como si fuera un grano de maíz expuesto al fuego, mi orgasmo explotó desgarrándome desde dentro, haciéndome convulsionar en un éxtasis que mi amante disfrutó dejando su taladro dentro, deleitándose con cómo mis músculos lo estrujaban con todas sus fuerzas durante unos segundos que me parecieron horas.

 

Cuando volví a la realidad, respirando agitadamente, me descubrí sujetándome de los antebrazos de mi vecino, quien había grabado en sus retinas cada mínimo gesto de mi rostro en pleno delirio orgásmico.

 

— Pura poesía —me dijo.

 

— ¿El qué…? —pregunté, aún aturdida.

 

— Tu preciosa cara en pleno orgasmo.

 

— Vaya… si hasta vas a ser sensible, y todo… —comenté con sorpresa.

 

— Sí, pero a ti lo que te pone es que sea un chulo, ¿verdad? Quieres emociones fuertes.  Eres una auténtica zorra cachonda, solo he tenido que meterte la polla a fondo una vez para que te corras…

 

— Uhm, sí…—confirmé, volviendo a sentir el cosquilleo que me producía esa actitud.

 

— Bueno, pues vamos a ver otra vez esa preciosa cara que pones…

 

— ¿Qué?, ¿es que tú no te has corrido? —pregunté inocentemente, a pesar de que seguía ensartada por su polla, dura como el acero.

 

— Te he dicho que te voy a dar lo que te mereces, y pienso cumplirlo —sentenció, haciéndome sentir cómo su glande se deslizaba hacia atrás recorriendo mi conducto.

 

— Uummm…

 

Con una potente acometida pélvica, el ariete volvió a abrirse paso dentro de mí, expandiendo mis paredes internas hasta sentir que hacía tope bruscamente contra mi matriz, simultáneamente a un choque de pubis que propagó ondas sísmicas por toda mi geografía femenina.

 

— ¡Aaahh! —grité envuelta por el placer de tan repentina y, sobre todo, profunda penetración.

 

— Uf, Mayca, qué coño tan estrechito y tragón tienes… Te la voy a clavar a fondo…

 

— ¡Oh, Dios, sí! ¡Clávamela así, hasta el fondo! —le pedí, llevada por la lascivia de comprobar, empíricamente, que la generosa dotación del joven me daba un gusto mucho mayor que la mediocridad de mi marido.

 

Mis manos fueron directas a agarrar los pétreos glúteos de ese David de Miguel Ángel, espoleándole para que volviera a arremeterme de la misma manera.

 

Una nueva retirada que me deleitó con el arrastre de su gruesa cabeza entre mis mojadas paredes estrechándose, a la vez que su culo se levantaba, y otra pasional estocada contra mi matriz haciendo vibrar mi clítoris con el choque pélvico, me arrancaron un indecoroso gemido.

 

Sonriendo al comprobar su efecto sobre mí, Fernando repitió el movimiento, sacando más rápidamente su miembro de mi interior y volviendo a ensartarme violentamente, provocando un temblor en todo mi cuerpo y otro agudo gemido con el que mi garganta me desconcertó.

 

Mi amante comenzó a marcar un rítmico bombeo, convirtiendo su verga en un pistón hidráulico que salía y entraba en mi encharcado coñito con un continuo martilleo en la boca de mi útero, y una sucesión de impactos púbicos en la vulva que transformaron mi clítoris en un diamante vibratorio. Los incontenibles gemidos escapaban de entre mis labios con cada una de las gloriosas acometidas, expresando un estado de enajenación como jamás había experimentado.

 

Nunca me había considerado una mujer escandalosa en la cama. Gemía cuando la cosa me gustaba, pero siempre con la boca cerrada, en un discreto tono bajo. Solo en el momento del orgasmo, cuando el verdadero placer me embargaba, no podía evitar lanzar un grito triunfal. Sin embargo, con mi vecino, no podía dejar de gemir y jadear como una puta viciosa. La intensidad con que me follaba, con un miembro de un tamaño que me hacía sentirme más llena de macho de lo que nunca había estado, me obligaba a respirar con la boca abierta, escapándose el aire bruscamente de mis pulmones para pasar a través de mis cuerdas vocales en tensión por tanto placer.

 

El orgasmo alcanzado con su primera incursión a lo más hondo de mis entrañas, había quedado ya muy atrás, y una nueva excitación y goce se iban acrecentando en mí a golpe de cadera.

 

Aferrada a su exquisito culo, contraído por la forma de embestirme sin descanso, y borracha por las sensaciones que esa juvenil herramienta de placer me proporcionaba taladrándome, me embebí de la escrutadora mirada de fuego de Fer, quien, desde las alturas, observaba cada uno de mis gestos sin perder detalle de cómo mis pechos se mecían violentamente por la potencia de sus arremetidas.

 

Sobrecogida por mis propios y agudos jadeos, que aunque me mordía el labio inferior no podía reprimir, agradecí mentalmente al cornudo de mi marido que, tres años atrás, hubiese fijado la cama a la pared para no escandalizar a todos los vecinos con un retumbar que delataría el vigoroso sexo que estaba teniendo lugar en mi dormitorio en ausencia de mi esposo.

 

«¡Mierda!, pero no puedo parar de gemir como una actriz porno…»

 

— Para, Fer… para… —conseguí susurrar, entrecortada por jadeos—. Nos va a oír tu madre…

 

— Mi madre está en su cama, a tres habitaciones de aquí —contestó dándome, para mi delirio, aún más fuerte—. Y está roncando como una bendita, así que no se entera de nada… Joder, es que de verdad que estás para reventarte a pollazos…

 

— Oh, oh, oh, ooohh… —asentí.

 

Iba a volver a correrme en cualquier momento, estaba al borde, y ese cambio de ritmo me iba a precipitar. Sin embargo, el chico, a pesar de que se le veía disfrutando de lo lindo al acuchillarme con su bayoneta sin compasión, parecía tener un aguante sin medida, y no desfallecía en su empeño por rellenarme con su carne.

 

A punto del colapso, me maravillé de cómo, en una postura tan tradicional, mi amante se mantenía erguido sobre mí, sin aplastarme como hacía Agustín al ponerse encima. Me dejaba libre de movimientos y me regalaba la vista con su fuerte pecho y plano abdomen en plena tensión, marcando todos sus músculos de forma más que estimulante para cualquier mirada femenina.

 

Recorrí su ancha espalda con mis manos, y aproveché la ventaja que me ofrecía su aguante para acariciar sus pectorales y delinear sus abdominales, hasta que, de repente, uno de sus arreones clavándome la polla en el útero, abriéndome las entrañas y restallando contra mi clítoris, provocó mi catarsis.

 

— ¡Aah, aaah, aaahhh…! —grité descontrolada, disfrutando de un intenso orgasmo.

 

Mi interior se convirtió en las calderas del infierno, y miles de incandescentes bengalas fueron propulsadas a cada fibra de mi anatomía. Las musculosas paredes de mi vagina oprimieron con poderosas contracciones al magnífico invasor, exprimiéndolo para ahogarlo, ayudadas de una cálida corriente de flujo.

 

Mi espalda se arqueó de forma imposible, despegando las lumbares del lecho para elevarme hacia el autor de semejante placer, quien aprovechando el alzamiento de mis montañas, las atrapó en sendos bocados con los que terminó de rematarme.

 

Tras unos segundos completamente clavada en la verga de ese apolíneo joven que devoraba mis tetas, llevándome a su olimpo, caí satisfecha y derrotada sobre la cama con un largo suspiro.

 

— ¡Joder, qué bueno! —expresé, fijando mis verdes ojos en los del atractivo informático, a la vez que recobraba el aliento.

 

— Sin duda—asintió—. Por un momento he pensado que me arrancabas la polla… Y estabas preciosa… Vamos a ver si te corres otra vez.

 

— ¡¿Qué?! —pregunté con incredulidad, sintiendo que mi libido aún no había tocado suelo y que esa propuesta la hacía repuntar.

 

Dándome un beso con el que su lengua acalló cualquier nueva pregunta, consiguiendo relanzar mi excitación, Fer salió de mí, dejándome el coño encharcado, completamente abierto y con la sensación de vació más intensa que hasta entonces había sentido. Se levantó succionándome el labio, y se sentó sobre sus talones.

 

Muda de asombro, contemplé su insolente verga completamente erecta, apuntando hacia el techo.

 

«¿Cómo ha podido meterme todo eso? ¡Y sigue teniéndola dura!»

 

El condón brillaba lubricado por mis fluidos, que ahora escurrían por el largo tronco hasta humedecerle el par de buenas pelotas que adornaban tan deliciosa herramienta.

 

«Si todavía no se ha corrido, las tiene que tener a punto de reventar… ¡Le he exprimido con todas mis fuerzas!»

 

Con pasmosa tranquilidad, sonriéndome con chulería, me agarró de las caderas, atrayéndome hacia él y levantándome para que mi culo se apoyase sobre sus muslos. Acto seguido, tomó mi pierna derecha, llevándola sobre su torso para colocarme el tobillo sobre su hombro, y repitió la operación con la pierna izquierda.

 

Con solo la mitad de mi espalda apoyada en la cama, y la gravedad actuando sobre mis pechos para que se movieran fluidamente hacia mis clavículas, me excité aún más, alcanzando el nivel de minutos antes de cada uno de mis orgasmos. Nunca me habían follado en esa postura, así que la perspectiva superó cualquier fantasía previa a aquel encuentro.

 

— Mayca, estás chorreando —observó, acariciando la entrada a mis placeres  para llevarse la mano a la boca y probar mis juguitos—. Ya te has corrido dos veces y sigues queriendo más… Eres aún más viciosa de lo que me imaginaba, y estás demasiado buena como para no estar dándote rabo hasta el final… Porque es lo que quieres, ¿no? ¡Venga, pídemelo!

 

— Fer, no me dejes así —pedí, sintiendo ya la necesidad—. ¡Dame tu rabo hasta el final!

 

Cogiendo su monolito con una mano, lo orientó hasta instalar su testa entre mis mojados pliegues. Apenas tuvo que moverse para hacerme sentir cómo el glande volvía a forzar mi entrada, penetrándome suavemente hasta que mi almeja pudo mantener sujeta la lanza por sí sola.

 

— Uff.. —suspiré, complacida.

 

A continuación, y tras comprobar la perfecta alineación de nuestros sexos, Fernando me cogió por las caderas y, dando un tirón para atraerme hacia su pelvis, me clavó su lanza de acero con una salvaje y profunda penetración que me dejó sin aliento.

 

— ¡Ah! —apenas pude emitir una interjección con toda la boca abierta.

 

La punta de su polla se incrustó en lo más hondo de mí, haciéndome sentir la bravura de su empuje como si me atravesara para salírseme por la boca. Y el colmo de la deliciosa novedad, fue sentir los hinchados testículos golpeándome en el perineo.

 

Disfrutando de mi cara de sorpresa por la nueva sensación, y habiendo tomado la medida de cómo deberían ser sus movimientos, mi amante comenzó a follarme sin compasión, tirando una y otra vez de mis caderas para ensartarme con su asta en un frenético ritmo, buscando un apoteósico final.

 

La inédita postura para mí era increíblemente placentera. Sentía todo el miembro del macho, todo su grosor y longitud, llenándome con oleadas de calor, dilatación y presión en mi abdomen, taladrándome hasta la matriz con un fluido deslizamiento que me obligaba a gritar como si me estuvieran matando. Y es que el hecho de estar con mis tobillos sobre sus hombros, hacía que mi conchita estuviese más cerrada y apretada, lo que se traducía en una sensación aún más intensa para ambos.

 

Mi culo rebotaba, una y otra vez, contra el pubis y muslos del joven, sonando como un toque de palmas de ritmo flamenco, y el constante golpeteo de las pelotas en la sensible piel que separaba mis dos agujeritos, constituía un inusitado aderezo a la ya, de por sí, exquisita follada que me estaba dando.

 

Entre incontrolables gemidos convertidos en aullidos, no podía dejar de admirar la belleza de ese joven cuerpo masculino regalándome toda su potencia, destacando el excitante espectáculo de sus abdominales contrayéndose rítmicamente con cada acometida.

 

Con los dientes apretados y entre gruñidos, Fer estaba entregado a su propio disfrute, haciéndome gozar con él. Tenía la vista fija en mis tetas, cuyo volumen se mecía adelante y atrás, con el vigoroso manejo de mi anatomía, como dos generosos postres de gelatina servidos por un camarero cojo. Y supe que, ahora sí, se correría conmigo.

 

Sin embargo, la primera en rasgarse por dentro entre gritos de júbilo fui yo, ensalzándose mis orgásmicas sensaciones por unas penetraciones aún más salvajes ante la inminencia del clímax masculino. El mío, tercero y último de la tarde, me sobrevino con una intensidad tan devastadora, que convirtió mi cuerpo en la zona cero de un ataque nuclear.

 

Cada una de mis células vibró de puro placer. Mi vagina se convirtió en una prensa para el cilindro de carne que la atravesaba, con unas contracciones que me hicieron temblar. Y el gusto de sentir como si me orinase a presión, con un abundante chorro de cálido flujo de corrida femenina completa, me dejó sin aire en el aullido final.

 

— ¡Auuuhhh…!

 

Disfrutando de mí, catapultado por mi orgasmo exprimiéndole, mi semental rugió con su propia catarsis, dándome unas brutales embestidas que, lubricadas con mi eyaculación femenina, sonaron a delirante chapoteo. Hasta que el último empujón me confirmó que ya había descargado toda su furia en mi interior.

 

Abriéndome más de piernas para reclinarse sobre mí, el campeón me dio un profundo beso, y se retiró sacándome ese productor de orgasmos que ya comenzaba a flaquear.

 

Sus ingles y muslos estaban mojados por mi corrida, pero sin darle ninguna importancia, se quitó el condón bien cargado de semen para dejarlo sobre la cama.

 

Yo no pude ni moverme, me había dejado más satisfecha de lo que había estado nunca, y totalmente destrozada. La hora que mi vecino se había pasado follándome, con los únicos recesos del cambio de postura para regalarme tres espectaculares y agotadores orgasmos, hicieron que mis cuarenta y dos años cayeran sobre mí de golpe.

 

— Mayca, eres un auténtico polvazo —me dijo.

 

— Y tú un chulazo que ha cumplido lo que prometía —contesté, sonriéndole.

 

— Bueno, ahora debería volver a casa antes de que se despierte la bella roncante y me vea llegar oliendo a mujer cachonda —bromeó, devolviéndome la sonrisa.

 

— Sí, creo que los dos vamos a necesitar una ducha… Mi albornoz se ha quedado a la entrada, con tu ropa.

 

— ¡Ja, ja! Ya sabes dónde estoy para darte cuando quieras lo que no tienes en casa. ¡Hasta la próxima, preciosa!

 

Con ganas de fumarme el más relajante “cigarrito de después” de toda mi vida, y la más refrescante ducha de la historia, Fernando me dejó a solas. Estaba agotada y profundamente satisfecha, con el coño, muslos, y culo mojados sobre la cama también húmeda, oliendo a hembra en celo, y sobre la que también reposaba un largo preservativo usado, con una buena ración de leche de hombre en su interior.

 

«Si hay una próxima, será él quien acabe sin poder moverse», me propuse.

 

 

 

7

 

Al día siguiente, me levanté con fuerzas renovadas. El estado de ansiedad de las jornadas anteriores había desaparecido por completo y, lo más importante, no tenía ningún remordimiento por lo que había hecho.

 

Consumar una infidelidad con un chico casi veinte años menor que yo, hijo de una amiga y, además, vecino, teniendo en cuenta mis circunstancias personales y el momento de mi vida en el que me encontraba, estaba segura de que se podría considerar como una consecuencia natural.

 

«Si pudiera contarlo, seguro que la mayoría de mis amigas se morirían de envidia», me decía a mí misma. «Sonia ya no sería la única heroína que se tira a un veinteañero macizo».

 

Sonia era una de mis mejores amigas, que había pasado por un duro trance a causa de su traumático divorcio. Sin embargo, en su recuperación anímica había influido notablemente un chico bastante más joven que ella, un ligue que se había echado en el trabajo. Desde que estaba liada con él, se había vuelto más suelta, y no dudaba en contarme morbosos detalles de cómo se lo habían montado en la oficina.

 

Cuando me contaba sus historias, despertaba mi imaginación e, incluso, algo de envidia, y tal vez eso hubiera sido otro granito de arena en la montaña que me había alzado a cometer la locura de acostarme con mi vecino.

 

«¡Una locura increíble y maravillosa!, ¡nunca me había sentido tan viva!»

 

Como ya era mi tónica habitual, fui al gimnasio a primera ahora, antes de que hiciera más calor, y así podría trabajar luego tranquilamente en casa. Además, para la tarde había quedado con Pilar para que viniera a casa a tomarse un café cuando ella llegase del trabajo y, conociéndola, estaba segura de que ese café ya se prolongaría por el resto de la tarde.

 

Después del calentamiento y algunos ejercicios con pesas, ocupé una de las bicicletas estáticas y, ¡qué casualidad!, en la de al lado me encontré con mi amiga Sonia.

 

— Pero, Sonia, ¿qué haces tú aquí a estas horas? —fue mi saludo dándole dos besos.

 

Mi amiga vivía cerca, e íbamos al mismo gimnasio, pero nunca habíamos coincidido por la diferencia de horarios.

 

— Mayca, guapísima —me saludó, correspondiendo mis besos—. Pues ya ves, que esta tarde tengo un viaje de trabajo, y como no volveré hasta mañana por la tarde, entrando en el fin de semana, he preferido madrugar un poco más hoy para no pasar tanto tiempo sin entrenar, que con lo que me ha costado ponerme en forma, como para perderlo ahora…

 

— ¡Venga ya! , ¡pero si estás estupenda! —dije, observándola de pies a cabeza.

 

— La que está estupenda eres tú —replicó, mirándome ella también de abajo arriba—. Y si ahora estoy más en forma, en parte es gracias a ti, que me animaste a apuntarme al gimnasio como vía de escape tras aquello.

 

— Bueno, yo solo te di un empujoncito…

 

— Y el ver los resultados tan divinos en ti, me sirvió de inspiración —afirmó, consiguiendo ponerme colorada.

 

Cada una tomó posesión de su bicicleta y, durante media hora, nos concentramos en el ejercicio sin mediar palabra. Yo me puse música inmediatamente, pues nada más sentarme sobre el sillín, sentí molestias en mis huesos pélvicos como recordatorio del “castigo”  al que mi vecino los había sometido, por lo que preferí sufrir en silencio las consecuencias de mi lujuria y la potencia de mi amante.

 

Cuando terminamos, aún charlamos un rato antes de que ella se duchara en el propio gimnasio para luego irse a trabajar, yo ya me ducharía cómodamente en casa.

 

— ¿Y qué tal está Agustín? —me preguntó—. Hace mucho que no le veo.

 

— Bien —contesté con un suspiro—, de viaje, como casi siempre…

 

— Vaya, pues ya lo siento. Es increíble lo diferentes que son vuestros trabajos: él casi siempre viajando, y tú en casa. ¡Cómo para tener vida en pareja!

 

— Sí, la verdad es que es complicado. Me siento muy sola… —no sabía si le contestaba a ella, o me reafirmaba a mí misma por lo que había hecho.

 

— Qué pena, una mujer que se mantiene tan joven y guapa… ¡La de hombres que harían cola para llenar esa soledad!  —afirmó, guiñándome un ojo de complicidad.

 

— ¡Ja, ja! —reí.  «Si tú supieras», dije mentalmente—. A lo mejor debería buscarme un jovenzuelo que me alegrase, como el tuyo, ¿no?

 

— ¡Absolutamente recomendable! —exclamó entre risas—. Como cantan Los del Río: “Dale a tu cuerpo alegría, Macarena, que tu cuerpo es pa’ darle alegría y cosas buenas…”

 

Reí con ella.

 

— Anda que no te has soltado la melena desde que estás con ese chico —le solté con la confianza que había entre ambas.

 

— ¡Pues claro que sí, chica! La vida son dos días y hay que disfrutarlos. Solo me arrepiento de no haberlo hecho antes, incluso cuando aún estaba con el cabrón de mi ex…

 

«Vaya, sí que se le ha abierto la mente, sí», pensé. «Y eso que su divorcio fue, precisamente, porque él la ponía los cuernos. A lo mejor sí puedo desahogarme en algún momento con ella contándole mi aventurilla. Parece que lo entenderá y me guardará el secreto».

 

— ¿Y cuándo vuelve tu ausente maridito? —me preguntó a bocajarro.

 

— El sábado por la mañana. Ahora está en Grecia. Mañana, cuando acabe de trabajar, tiene que tomar un tren para ir hasta Atenas, hacer noche, y ya coger el vuelo para acá.

 

Me pareció ver un brillo en sus enormes ojos verdes, como los míos, aunque irisaban hacia un fascinante tono gris oliváceo.

 

— Pues como yo vuelvo mañana por la tarde —me recordó con entusiasmo—, ¿qué te parece si te vienes a cenar a casa? Te presentaré a Julio, te va a encantar…

 

«Un momento, ¿quiere presentarme formalmente a su chico?»

 

— No sé, Sonia —dije, dubitativa—. No quisiera meterme en vuestros planes de pareja…

 

— ¿Pareja? No, no, ¡qué va! —negó rotundamente—. Lo último que quiero yo ahora son ataduras, lo que realmente necesito son nuevas experiencias… Julio solo es un miembro de mi equipo… —hizo una pausa dibujándosele una sonrisa de picardía— Un miembro que me gusta y con el que me corro como una loca, ¡ja, ja!

 

Volví a reír con ella. Resultaba chocante y divertido escucharla hablar así, teniendo en cuenta su perfecta corrección y saber estar en todo momento.

 

— Ya veo, ya... Anda, déjalo, que tal y como estoy, hasta me das envidia —dije manteniendo, por el momento, mi imagen de perfecta y fiel esposa de un marido que me tenía abandonada.

 

— ¡Pues por eso! Para no darte envidia, vente a cenar con nosotros —sus bonitos ojos volvieron a adquirir un brillo especial mientras me repasaba visualmente de los pies a la cabeza—. Estoy segura de que Julio estará más que encantado de conocerte. Nos tomamos unos vinitos y que la noche se lleve las penas… Creo que lo podemos pasar muy bien los tres, mi cama es grande…

 

«¿He entendido bien lo que me está proponiendo?», me interrogué mentalmente, sintiendo cómo los pezones se me ponían durísimos para marcarse en el sujetador deportivo y el top. «¿O mi mente recalentada por lo pasado en los últimos días me está haciendo imaginar cosas?»

 

Remarcando sus palabras, Sonia tomó un mechón de mi negra melena, que había escapado de la coleta, para colocármelo tras la oreja con una sutil caricia.

 

«¡Joder, sí quiere nuevas experiencias, sí!»

 

— Yo… eh… necesito pensármelo —contesté, abrumada y curiosamente excitada.

 

— Claro, claro —se apresuró a decir sonriéndome dulcemente, haciéndome apreciar, de un modo distinto al de siempre, la belleza y armonía de su rostro—. Con toda la confianza para lo que decidas, somos amigas —prosiguió, tomando mi mano con las suyas con otra caricia—. Y si este viernes te parece precipitado, y prefieres otro día, ¡pues perfecto!. Si con alguien me gustaría compartir cena, y probar un menú distinto, es contigo.

 

Turbada, aunque no por la propuesta en sí, sino porque mi mente no la rechazaba de pleno, sintiendo incluso curiosidad, liberé mi mano suavemente.

 

Mis ojos recorrieron, inconscientemente, la anatomía de mi amiga, apreciando en sus ajustadas prendas de gimnasio cómo el entrenamiento del último año había tonificado su cuerpo, ensalzando la curvilínea belleza de la que yo siempre había considerado la más guapa, con diferencia, de mis amigas. Aunque, curiosamente, lo que más nos unió cuando nos conocimos en la época universitaria, fue que ella venía del instituto habiendo sido el patito feo de su clase, convirtiéndose en cisne ese verano, y yo venía del mío habiendo sido la guapa acomplejada por una nariz claramente mejorable.

 

— Ya te diré, ¿vale? Si no, ya haremos juntas alguna otra cosa de amigas —le dije, intentando que no se sintiera rechazada en caso de no aceptar algo que nunca me había planteado.

 

Mi vecino, sin proponérselo, había trastocado mi forma de ver las cosas a niveles que ni yo misma conocía, y el erizamiento de mis pezones por esta conversación, y esa nueva forma de mirar a mi amiga, eran pruebas fehacientes de ello.

 

— Pues claro, ¡como siempre! Solo es una idea que se me ha ocurrido para sacarte de la rutina —argumentó alegremente—. Me ayudaste con mi depresión, y no me perdonaría que tú cayeses en una sin haber hecho nada para evitarlo, sea lo que sea —añadió, guiñándome nuevamente el ojo con complicidad—. También podemos cenar, tomar algo y ya está, ¿vale? Y ahora me voy corriendo a la ducha, que si no, no llego al trabajo.

 

Dándonos dos besos, como siempre, nos despedimos quedando en que ya la llamaría para el viernes, o más adelante para lo que fuera.

 

De camino a casa fui dándole vueltas a la conversación. Era increíble el cambio que había experimentado mi amiga. En poco tiempo, lo que parecía un matrimonio perfecto, se había hecho trizas al descubrir que su marido le había estado engañando con una jovencita. Había caído en una profunda depresión, pero había resurgido de ella más fuerte que antes, un poco díscola, pero sin duda más feliz.

 

«¿Haré yo algo así?», me planteé. «Sin duda, Fer me ha revolucionado dándole nuevas emociones a una aburrida vida que paso la mayor parte del tiempo sola, pero, ¿seré capaz de ir más allá? ¡Joder, que Sonia me ha propuesto montarnos un trío con su follamigo!»

 

«¿Y por qué no?», surgió la voz de mi demonio interior. «Sonia es una mujer muy atractiva, ¿has visto cómo le brillaban los ojos?  Es tu amiga de casi toda la vida, hay confianza entre vosotras… Si quisieras acostarte con una mujer para probar lo que es, ¡ella sería la candidata perfecta!»

 

«Pero yo nunca me he planteado acostarme con una mujer...», repliqué.

 

«¡Si eso es, exactamente, lo que estás haciendo ahora!», me desveló vehementemente mi lado oscuro. «Además, como su amante sea la mitad de bueno de lo que ella alardea, vais a pasar una noche para no olvidar jamás… ¡Si hasta te has excitado al mirarla! »

 

«Uf, sí…»

 

En ese debate interno estaba, en el que parecía que mi oscuridad iba a ganar, cuando, llegando al penúltimo escalón del portal para llegar a mi piso, se abrió la puerta de los vecinos, apareciendo Fernando ataviado con unos shorts y una escueta camiseta de tirantes, entallada a las formas de su magnífico cuerpo.

 

— Umm, así da gusto salir de casa —dijo al verme—. Buenos días, pibón —añadió, embebiéndose de mi anatomía embutida en las mallas y el top que delineaban mi figura.

 

— ¡Shhh! —le chisté, poniéndome un dedo en los labios—. No me hables así en público —le advertí con un susurro.

 

«¡Madre mía, qué ejemplar masculino!», no pude evitar gritar por dentro al analizar cómo las prendas deportivas mostraban sus robustos muslos y fuertes brazos, envolviendo su tronco y dibujando las líneas de sus firmes pectorales para describir la forma trapezoidal de su torso.

 

— ¿Por qué? —preguntó, tomándome de las caderas cuando subí el último peldaño—. Mis padres ya se han ido a trabajar, y los abuelos de abajo no se levantarán hasta dentro de un rato. Además, si eres un pibón, eres un pibón, y ya está.

 

— Eres un crío —le espeté, obligándole a apartar las manos de mis caderas.

 

— Ah, ¿sí? Eso no es lo que pensabas ayer, cuando me pedías que te la metiera entera, ¿eh?

 

— ¡¿Serás cabrón?! —le reprendí, abalanzándome sobre él para empujarle contra su puerta, tapándole la boca con una mano—. ¡Nunca menciones eso fuera de mi dormitorio!

 

Apartándome la mano, aprovechó los escasos dos centímetros que separaban nuestros cuerpos para cogerme de mi estrecha cintura y apretarme contra él.

 

— La verdad es que no esperaba volver a tenerte tan pronto… ¿Sientes cómo me has puesto ya? —preguntó, haciéndome sentir, a través de la finas prendas deportivas que ambos llevábamos, su dura erección incrustándose en mi abdomen.

 

— ¡Suéltame! —le ordené revolviéndome, aunque sin verdadera convicción, apreciando cómo el tanga se me humedecía por el roce de mis pezones contra su pecho y su tremenda vara contra mi bajo vientre— Yo solo volvía del gimnasio…

 

— De ponerles la polla dura a todos, como a mí ahora. Hay que ver cómo te queda esa ropita de fitness…

 

— ¿Serás descarado? Yo voy al gimnasio a entrenar, no a lucir palmito —repliqué.

 

— Y yo me iba ahora a correr, pero viendo este palmito, prefiero correrme en él…

 

— No es el momento ni el lugar de que me hables así —le recriminé, bajando nuevamente el tono.

 

Conseguí girarme para marcharme, aunque Fernando no se dio por vencido, logrando retenerme con sus brazos alrededor de mi cintura.

 

— Dios, Mayca, así me pones más —me susurró al oído, atrayéndome hacia sí para que mi culo quedase pegado a su tremendo paquete.

 

En cuanto sentí esa dura barra de carne alojándose entre mis cachetes, únicamente contenida por livianos tejidos, una interjección de placentera sorpresa se escapó de mi garganta.

 

— Joder, qué culazo más rico… —añadió el chico, restregando su potencia entre mis glúteos, produciéndome una electrizante y agradable sensación—. Con estas mallas que llevas, casi puedo taladrártelo…

 

— ¡Uf! —suspiré, con mi tanga ya empapado—. No sigas, por favor…

 

— ¿Que no siga? —se coló su aliento en mi oído con un cosquilleo—. Si ya estás ronroneando, gatita, y este culito prieto lo está pidiendo…

 

Tenía razón. Inconscientemente, mis caderas habían comenzado a acompañar sus movimientos pélvicos, recorriendo con el canal formado por mis nalgas la excitante forma de su virilidad, imposible de ser enmascarada por aquellos shorts.

 

«Me está nublando el juicio…», me dije.

 

Sus manos recorrieron mi vientre, acariciándolo para ascender hasta alcanzar las montañas de enardecidas cumbres. En cuanto rozó los erectos pezones, una descarga provocó un espasmo en mi columna, arqueándola para sentir más intensamente cómo aquella magnífica hombría se incrustaba en mi culo.

 

— Uufff…

 

— Menudos pitones, vecina, listos para una buena corrida —observó, recorriendo el volumen de mis pechos a dos manos, tratando de abarcarlos mientras los presionaba con las yemas de sus dedos.

 

«Me derrite, el muy cabrón me derrite…», confesé, complacida por el exquisito masaje pectoral al que me sometía, sin dejar de hacerme notar el tamaño de su erección.

 

— Aquí no… ahora no… —traté de resistirme entre suspiros—. Vengo sudada del gimnasio…

 

Su mano derecha tomó rumbo sur, y enseguida sentí el calor de sus dedos entre mis muslos recorriendo el elástico tejido, arrancándome otro profundo suspiro.

 

— Estás mojada, Mayca, y no de sudor…

 

«Dios, ya me tiene, ahora sí que voy a sudar».

 

Sus hábiles dedos se colaron por la cinturilla de la prenda, deslizándose bajo el tanga, hasta que toda su mano desapareció arropada.

 

— Umm… —gemí con el tacto de sus falanges en mi mojada vulva.

 

— Ahora vamos a entrar en mi casa, y vamos a hacer que este coñito hambriento trague carne hasta convertirse en una fuente —me propuso, a la vez que su dedo corazón rozaba mi perla, provocando que mi espalda se arquease aún más—. Y después, será el turno de este culazo, que también pide su ración…

 

«¡Oh, Dios mío!», exclamé para mis adentros. «Quiere darme por detrás… Nunca me he dejado, pero, tal y como me tiene ahora…»

 

Su anular y corazón se colaron más abajo, abriéndose camino entre mis pliegues para penetrarme, repentinamente y formando un garfio, mientras me oprimía una teta, me mordisqueaba e lóbulo de la oreja, y nuestros cuerpos se presionaban el uno contra el otro.

 

— ¡Au! —grité, en un tono demasiado audible—. ¡Joder, me molesta!

 

— ¿Pero qué dices? —me preguntó, sorprendido—. Si estás ardiendo y chorreando…

 

Su maniobra, que en cualquier otro momento me habría hecho entrar en combustión, me había producido dolor, tanto en mi sexo, como en los huesos pélvicos, al igual que lo había sentido montando en la bicicleta estática.

 

— Anda, vamos para adentro —siguió—, que lo de ayer nos supo a poco…

 

— No, no, no —me opuse, sacando su mano de mi entrepierna—. ¡No puedo!

 

— Venga, Mayca, estás cachonda perdida y te mereces un polvazo —insistió, excitándome con sus palabras a la vez que su pelvis golpeaba mis posaderas.

 

Pero ese movimiento, que habría podido hacerme perder los papeles, lo único que consiguió fue confirmar la molestia.

 

— De verdad que no puedo —atajé, dándome la vuelta para mirarle a la cara—. Ayer… —hice una pequeña pausa para tragar saliva y bajar más el tono de voz—. Me follaste demasiado duro… Ahora me duele.

 

— Ayer no tenías ninguna queja —contestó con una media sonrisa—. De hecho, fuiste tú la que pedía más. Diría que nadie te había follado nunca así, y sé que te gustó…

 

— Uff, ni te imaginas —le dije, acariciando su torso—. Y ahora mismo me has puesto… que me muero por repetirlo. Pero, de verdad, Fer, me duele un poco, y entre esa intensidad y esto que calzas —no pude evitar que mi mano agarrase la columna de mármol que había entre ambos—, me da miedo que me hagas más daño. Al menos hoy…

 

— ¡Mierda! —maldijo—. Mayca, con lo buena y cachonda que estás… ¿cómo me voy a ir yo ahora así a correr? Tendré que llamar a alguna amiga para que arregle este estropicio que tú has hecho…

 

Esa amenaza, apelando a los celos que había visto en mí el día anterior, me pareció un golpe bajo. «¡Qué cabronazo!». Un golpe que no surtió efecto en mí por celos, sino por el hecho de usarlo. «¡Y cómo me pone este niñato con su chulería!».

 

— Eso no será necesario —le dije, mirándole con el vicio plasmado en mis facciones—. Soy mayorcita para arreglar mis propios asuntos. Y este asunto —remarqué, metiendo mi mano bajo su ropa para empuñar a piel desnuda ese miembro que me fascinaba— requiere que dé lo mejor de mí para obtener lo mejor de él.

 

Me relamí, y a él se le escapó un suspiro contemplando mi lascivo gesto.

 

Sin duda, ahora ya estaba demasiado excitada, y mi juicio se encontraba trastornado. Necesitaba satisfacer mi deseo por el muchacho, necesitaba sentirle dentro de mí, y aunque de cintura para abajo no pudiera complacerme, no quería decir que no pudiera darme un buen banquete.

 

Sin dilación, Fernando se bajó la ropa a medio muslo bien tonificado, dejándome contemplar, al separarme unos centímetros de él, cómo la torre de Pisa parecía haber sido construida en su entrepierna.

 

Obnubilada por la excitación, cediendo el juicio a la lujuria, no me importó que nos encontráramos en el portal. De hecho, la imagen de la primera vez que había pillado al informático con una de sus amiguitas, acudió a mis recuerdos: precisamente en ese mismo lugar, estando el veinteañero con los pantalones a medio muslo mientras una rubia acuclillada movía la cabeza en vaivenes sobre su entrepierna… «¡Qué morbazo!»

 

Bajé hasta ponerme en cuclillas, sin dejar de empuñar el enhiesto músculo que mi mano apenas podía rodear, y cuya amoratada cabeza sobresalía más del doble de lo que mi mano cubría.

 

Se veía tan lozana y apetitosa… Dura como el acero, gruesa como un tronco, larga como una boa, potente como un misil… Surcada de portentosas venas, dotándola de la sangre suficiente para mantener firme semejante dotación; con el redondo glande, de delicada piel de tono violáceo, evidenciando humedad en su extremo para presagiar el postre que me esperaba… ¿Cómo no caer ante la tentación de tan suculento manjar?

 

Humedecí mis sensibles labios y los posé sobre el balano, haciendo que éste se deslizara a través de ellos para introducirse en mi boca. El sabor de su lubricación satisfizo mis papilas gustativas cuando esa testa contactó con mi lengua, y mis pétalos siguieron descendiendo para superar la corona y adaptarse al grosor del tronco que ansiaba engullir a continuación.

 

— Ooh, así…  Suave al principio es como más me gusta —me informó el chico con su glande enterrado en mi cavidad.

 

Sus manos bajaron a mi cabeza, acariciando la coleta que me había hecho para ir al gimnasio, y pensé que me tomaría de ella para marcarme el ritmo de la felación, pero no, por el momento todo el poder era mío, y se dejaría llevar por lo que ya había comprobado que era mi buen hacer.

 

Succioné, tirando de la deliciosa polla para seguir metiéndomela en la boca, alojando su punta entre el final de mi lengua y el velo del paladar, asomándose a mi garganta con algo menos de la mitad del miembro engullido, y la acaricié internamente retorciendo mi lengua contra ella, degustando el salado sabor de su piel mientras mi olfato se colmaba de olor a macho.

 

Volví a subir manteniendo la succión, dejando la porción probada con una fina capa de saliva que produjo un evocador sonido con mis labios, deleitándonos a ambos.

 

— Joder, Mayca, con esos labios y boquita que tienes, siempre supe que tendrías que disfrutar comiéndote mi polla…

 

— Uhum —asentí, chupeteando con mis suaves pétalos y la punta de mi ávida lengua el balano, como si fuera un Chupa Chups.

 

Me excitaba de tal manera comerme esa joven verga, que disfrutaba el acto hasta el punto de sentir cómo mi coñito seguía licuándose con el simple roce del tanga estimulando mi clítoris inflamado.

 

No pocas mamadas le había hecho a Agustín, pero nunca las había disfrutado de esa manera. Siempre se las hacía por él, para su disfrute, no el mío (salvo la última que le hice pensando en el chico), y para contemplar divertida mi efecto sobre él cuando acababa derramándose sobre su barriga. Pero ahora había alcanzado otro nivel, ahora lo disfrutaba de verdad.

 

Con Fernando había descubierto lo increíblemente excitante que podía resultar comerse una buena polla, sentir en los labios y lengua su suavidad y consistencia, cada una de sus venas, su sabor, su longitud obligándome a dilatar mi garganta… Y obtener como premio a la dedicación, el sabroso y exclusivo postre, esa hirviente y abundante leche de macho eyectándose contra mi paladar y garganta para hacerme sentir maravillosamente puta.

 

Mi mano acarició suavemente la estaca y, mientras mi boquita daba buena cuenta de la cabezota, descendió hasta alcanzar los colgantes testículos, sopesándolos, mimándolos y rozando la piel escrotal con las uñas.

 

— Dios, me estás poniendo tan malo que no sé si voy a poder contenerme para no atravesarte.

 

Esas palabras, y sus amortiguados gruñidos, no eran más que otro estímulo para mí, así que cedí a mi gula, y volví a succionar, envolviendo con calor y humedad la espada hasta que topó con mi garganta. Entonces, mi desaforada fogosidad me llevó a poner en práctica aquel talento que había descubierto tan solo unos días antes, con el mismo protagonista.

 

Conteniendo los amagos de arcada, sofocados en mi cerebro por la propia lujuria, mientras sentía cómo algunas lágrimas inundaban mis ojos, enfilé el ángulo correcto para mover la cabeza hacia el pubis del joven, permitiendo que el redondeado glande dilatara mis tragaderas para continuar avanzando y engullendo carne. Hasta que mi quirúrgicamente perfeccionada nariz rozó la piel pélvica.

 

— Joder, Mayca, joder… ¡eres la mejor! —exclamó, tratando de contener su tono mientras los espasmos de mi garganta le volvían loco.

 

Cual faquir, aguanté unos segundos la profunda penetración, hasta que tuve que sacarme el largo miembro masculino, regándolo de babas que escurrieron hasta mi pecho, y tosiendo un par de veces cuando hubo desalojado completamente el estrecho conducto.

 

Pero a pesar del esfuerzo, estaba ya tan sumamente excitada, que tras coger un poco de aire, volví a comerme la polla con ganas, subiendo y bajando por su tronco con los labios, realizando un rítmico “Slurp, slurp, slurp” con el que la verga se deslizaba entre mis esponjosas almohadillas y sobre la lengua, incidiéndome una y otra vez en el velo del paladar.

 

Fer gruñía extasiado, mientras en mí,  el propio movimiento de cervicales se extendía por todo mi cuerpo hasta sentirlo en el coño, contrayéndose y relajándose al mismo compás, llevándome a un estado cercano al orgasmo que incentivaba aún más mi ansia.

 

Succionaba con ganas, hundiendo mis carrillos, como quien está acabando con el más delicioso y refrescante granizado veraniego, apretando con la lengua y los labios, haciendo bufar al macho durante unos minutos que hicieron sus delicias y pusieron a prueba su temple.

 

Con la espalda apoyada en la puerta de su casa y sujetándose a mi cabeza, parecía que le flaqueaban las piernas de puro goce, pero seguía aguantando mi desmedido apetito como el purasangre que era.

 

Con la almeja vibrante y jugosa, y los pezones a punto de rasgar el sujetador y el top, volví a alinear el ariete con mis tragaderas, encajándome el suave glande en la garganta para que éste la dilatara y esa tremenda pitón fuera engullida por mi lasciva voracidad.

 

— Oohh, Diosss… —evocó el informático, disfrutando de la estrechez y profundidad de la penetración oral— Qué vicio tienes… Me tienes ya a punto…

 

Paralizado, con mis manos aferradas a sus sólidos glúteos en tensión, y mi nariz rozando su pubis, el lancero se deleitó con el reflejo de deglución constriñendo su mortífera arma.

 

Pero, aunque la garganta profunda fuera terriblemente excitante en mi mente y, por lo visto, delirantemente placentera para la “víctima”, físicamente resultaba incómoda y agotadora, por lo que solo aguanté los segundos que pude hasta que necesité respirar.

 

Finalmente, con un sonido gutural, me la saqué por completo. Estaba segura de que, al menos en esa ocasión, no sería capaz de repetirlo.

 

— Uff, preciosa —me dijo, observándome con cara de salido mientras me limpiaba la saliva de la barbilla con el dorso de la mano—. Solo me ha faltado un pelín para llenarte directamente el estómago de leche…

 

— Lo que quiero es saborearla —conseguí decir, con la voz rota.

 

— Sin duda, nadie se la ha merecido más que tú, y ya casi la tienes… Quiero correrme en esa sensual boquita viciosa…

 

Sin atisbo de duda, mirándole directamente a los ojos, agarré la marmórea columna bañada en saliva, y la succioné lentamente con los labios, sin perder ni un segundo el contacto visual.

 

— Oohh, me vuelve loco cuando lo haces así…

 

Con tranquilidad, disfrutando de cada milímetro de piel que se deslizaba por mis pétalos y se arrastraba por mi lengua, seguí chupando, arriba y abajo, arriba y abajo, sin ninguna prisa, sacándole brillo a ese juguete al que me había vuelto adicta, con mi excitación en niveles extremos, pero conteniéndome para no ceder a su impulso y comerme la polla con ansia desmesurada.

 

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

 

Así pude realizar una exquisita y pausada mamada, con dedicación, profunda y larga, retardando el éxtasis del macho, llevándole a cumbres de placer que colapsaban todos sus sentidos. Mientras, yo me recreaba viendo cómo su rostro se iluminaba de gozo y sus suspiros eran más largos y sonoros.

 

— Aah… Mayca… aahh… Esos ojazos verdeeess… Tan preciosa y tan putaaahh… Me estás matandoohh…

 

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

 

El sonido de mis succiones, sobre todo cuando la amoratada testa volvía hasta mis labios, y los profundos suspiros de hombre extasiado, eran música celestial para mis oídos, la banda sonora de un orgasmo que también se estaba madurando en mi interior.

 

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

 

De pronto, un portazo nos sacó del onírico momento.

 

— ¡Joder! —exclamó Fer, mientras yo me quedaba catatónica con casi la mitad de su verga dentro de mi boca.

 

— ¿Hay alguien ahí? —escuchamos la voz de Don Mariano, procedente del piso de abajo.

 

— ¡Soy yo… Fernando! —se apresuró a gritar el chico.

 

— ¡Ah!, me habías asustado. ¿Bajas, joven?

 

— No, no, baje usted, Don Mariano. Yo… —Fer volvió a cruzar la mirada conmigo, y una sonrisa se dibujó en sus labios— ¡Me están calentando a tope y me voy correr en cualquier momento!

 

— ¿Mmm? —pregunté de forma casi inaudible, con la boca llena de carne y los ojos como platos.

 

Sus manos presionaron mi cabeza y su pelvis se movió ligeramente hacia delante, incrustándome el balano en la garganta.

 

— No pares ahora —susurró.

 

Estaba desconcertada, pero el morbo de la extraña situación, a medio camino de ser pillados in fraganti, sumado a todo lo que llevaba acumulado, hizo reaccionar a la ninfómana que en los últimos días se había despertado en mí, así que continué con la lenta, profunda y deliciosa mamada de ese pirulo que me arrebataba la capacidad de pensar.

 

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

 

— ¿Cómo has dicho, muchacho? —escuchamos la voz del octogenario.

 

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

 

— ¡Que estoy calentando a tope para irme a correr! —gritó el atlético informático, casi sin respiración.

 

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

 

«Todavía sube y nos pilla», pasaba por mi mente. «Estoy que exploto…»

 

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

 

— Muy bien, muchacho —contestó el anciano—, el deporte es salud. Yo me voy a dar un buen paseo antes de que haga más calor. ¡Lleva cuidado de no lesionarte!

 

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

 

— ¡Igualmente! —le deseó—. Y descuide, Don Mariano —añadió en última instancia, entre gruñidos—, que nunca he calentado tan bien el músculo. ¡Voy a darlo todo!

 

Esa afirmación, junto con el cosquilleo en mis labios y la continua incidencia en mi paladar, me llevaron al límite.

 

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

 

Tras unos pasos, aún más lentos que mis chupadas, al fin escuchamos cerrarse el portal.

 

Arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo…

 

— Dios… ¡Aquí viene tu desayuno, preciosa! —me anunció Fer, clavando su más fiera mirada en la mía.

 

Su polla pareció hincharse aún más en mi boca, la sentí palpitar, y una repentina eyección de fuego seminal se estrelló contra el fondo de mi paladar, anegándome la garganta y abrasándomela al tragar parte del denso y abundante néctar.

 

Esa sensación supuso el detonante de mi propio orgasmo, que nació de mis entrañas para provocar un terremoto en todo mi cuerpo, el cual me incitó a chupar con desesperación la convulsionante verga, que volvía a entrar en erupción con una segunda ráfaga de candente leche de hombre, anegando cada hueco no ocupado por carne.

 

Mi clímax no es que fuera el más intenso que había tenido, pero sí uno de los más buscados, a pesar de que ni había llegado a tocarme, por lo que lo disfruté como una experiencia inolvidable: mi segundo orgasmo espontáneo, haciendo disfrutar a mi amante sin dejar de amamantarme de su excelsa virilidad.

 

Sintiendo el calor de mi propia descarga sexual, saboreé el elixir de mi joven macho derramándose a borbotones en mi boca mientras lo tragaba con avidez, sin dejar de succionar, recibiendo más y más de su esencia, que rebosaba de mis labios por su abundancia.

 

Mis gemidos fueron acallados por esperma y vibrante músculo, así que, finalizada mi breve explosión espontánea, decidí sacarme la verga para poder tragar lo que no daba abasto, mirando atentamente la cara de extremo placer de Fernando, quien aún mantenía sus ojos cerrados y las mandíbulas apretadas.

 

Cuando el glande volvió a emerger de entre mis labios, engrosados por la excitación y el roce, brillantes de saliva y leche, a la vez que tragaba el denso líquido acumulado, el semental abrió los ojos.

 

— ¡Joder, qué diosa! —exclamó entre dientes, mirándome con los ojos desorbitados.

 

Su falo eyaculó con renovado ímpetu, expeliendo un buen chorretón blanco que me cruzó el rostro, a unos milímetros de colarse en mi ojo izquierdo cuando me impactó.

 

Rápidamente, volví a cobijar la anaconda en mi boca, atrapando su cabeza con mis pétalos para que pudiera regalarme sus últimas descargas. Así, entre gruñidos masculinos, sentí cómo esa maravilla que parecía haber cobrado vida propia, soltaba sus menguantes ráfagas postreras sobre mi lengua, permitiéndome saciarme de su agridulce sabor hasta que, con unas pocas succiones más, me cercioré de que me había ofrecido cuanto podía otorgar en ese momento.

 

— Me has dejado seco —confesó mi golosina tras un largo suspiro.

 

— ¿Quién lo diría? —dije yo, levantándome y recogiendo con los dedos los restos de corrida sobre mi cara y barbilla—. ¡Menuda cantidad de leche! —añadí en tono susurrante, mirando mis dedos para chuparlos—. Mmm… parecía que no ibas a acabar nunca…

 

— Eso es porque has conseguido llevarme hasta el límite… Ha sido la mamada del siglo…

 

Me reí, complacida y halagada.

 

— Y por lo que veo —continuó, mirándome la entrepierna— tú también te has corrido, ¿eh?. ¡Me encanta lo calentorra que eres!

 

Dirigí mi mirada en la dirección de la suya, y comprobé cómo una mancha púrpura rodeaba la zona de mi coñito, evidenciando la humedad que habían absorbido las mallas de color violeta.

 

— Uf, sí, estoy hecha un asco —contesté, observando también, cómo mi top estaba salpicado sobre mis pechos con saliva y algo de semen que no había podido llegar a tragar.

 

— Estás preciosa… Como para irme a correr ahora, necesito sentarme un rato. Creo que te has bebido un cuarto de mi vida.

 

Los dos nos reímos.

 

— Yo necesito una ducha ya, ahora sí que me siento sucia de verdad…

 

— Eso es porque eres una auténtica guarrilla, ¿verdad? Solo necesitabas algún incentivo para demostrarlo, incluso a ti misma.

 

— Yo… —no pude evitar esbozar una sonrisa.

 

Unos días atrás, aquello lo habría tomado como un insulto, y me habría ofendido, sin embargo, ante la evidencia, no podía menos que aceptarlo. De hecho, hasta me pareció un halago.

 

—…soy una mujer casada, en mi plena madurez —proseguí—, y nunca había hecho nada así. Hasta en el portal… Supongo que has sacado mi lado oscuro.

 

— No, preciosa, lo que he sacado de ti es tu lado más luminoso. Una hembra como tú debería ser patrimonio de la humanidad, y no restringirse a encasillamientos sociales. Tienes luz propia, y el poder de distribuirla gozando y haciendo gozar a los demás.

 

Me quedé atónita. Fer era inteligente y, además, parecía tener un fondo más allá de su irresistible poderío físico y pose chulesca.

 

— Tal vez tengas razón… Pero nunca más vuelvas a abordarme en un sitio público —le advertí—, ni siquiera mencionarlo. Pones en peligro mi matrimonio y a mí.

 

— Está bien, lo entiendo, ha sido un calentón…. Aunque qué morbazo cuando hemos oído a Don Mariano, ¿eh? Y tú seguías ahí, dale que te pego, zorra cachonda…

 

— ¡¿Serás…?! Has sido tú quien no me ha dejado parar… Bueno, da igual. Sí, ha tenido mucho morbo, pero nunca volverá a pasar nada así, ¿entiendes? —le advertí con un dedo.

 

En ese momento, fui consciente de la diferencia de edad. Me vi a mí misma como una madre riñendo a un niño. Por suerte, ese niño desterró inmediatamente esa imagen de mi cabeza.

 

— Lo entiendo —asintió—. Entonces, ¿cuándo volveré a follarte? ¿Mañana seguirás teniendo molestias?, ¿habrá vuelto Agustín? Mis padres se irán por la tarde al pueblo…

 

— Supongo que mañana estaré totalmente recuperada, y Agustín no volverá hasta el sábado por la mañana… Pero a lo mejor quedo con unos amigos —dije dubitativa, recordando repentinamente el asunto de Sonia.

 

En realidad, no había ninguna duda, en cuanto había mencionado que quería volver a follarme, mi coñito había chapoteado. Solo me hacía de rogar. Ahora que tenía su atención, tampoco era plan de mostrarme a su disposición siempre que él quisiera.

 

— Venga ya, Mayca, ¿a lo mejor quedas con unos amigos? Yo te ofrezco follarte hasta que no te tengas en pie. Vas a tener de esto —se agarró la entrepierna— hasta que te deshidrates de tanto correrte.

 

Sonreí con picardía y fascinación. Ese chico sabía sacar de mí todo lo puta que ni yo misma sabía que era, y me encantaba.

 

— Mañana, a las once de la noche en mi casa —zanjé la conversación, dándome la vuelta y entrando en mi piso.

 

 

 

8

 

— ¿Y qué vas a hacer esta noche? —me preguntó Agustín por teléfono.

 

— No sé —contesté, consciente de que le diría una verdad a medias—, creo que me quedaré en casa viendo una peli, y me acostaré pronto para que se me haga más corta la espera hasta que llegues.

 

— No aterrizo hasta las diez, así que no creo que llegue a casa antes de las once —me informó—. Es viernes, y tienes tiempo más que de sobra para dormir y no madrugar, ¿por qué no quedas con alguien y te diviertes un rato? Así no me echarás de menos tanto como yo te echo a ti…

 

— Eres un cielo, cariño… No sé, ya veré si encuentro algo con lo que entretenerme… —le dejé caer, sin poder evitar que decirle medias verdades me resultara emocionante.

 

«Algo grande, duro y potente que me deje sin respiración», confesó mi diablillo, regodeándose en mi cerebro.

 

— Bueno, tú intenta divertirte, preciosa, que ya no queda nada para que vuelva a casa… Te dejo, que el tren para Atenas ya va a salir. Un beso.

 

— Lo intentaré… ¡Buen viaje! Un beso.

 

«¡Y tanto que lo intentaré!».

 

Aún quedaban casi cuatro horas para la hora señalada, pero tratándose de la primera vez que iba a quedar con mi joven amante con premeditación y alevosía, quería prepararlo todo con tranquilidad. Las inoportunas molestias del día anterior ya habían desaparecido, y quería deslumbrar a Fernando para que, en cuanto cruzase la puerta, no pudiera pensar más que en darme lo que yo deseaba de él.

 

Antes de darme una tranquila ducha, y a pesar de que por la hora que era Sonia ya habría entendido que rechazaba su invitación, preferí escribirle un mensaje a mi amiga para posponer una posible quedada para otra ocasión. Aunque, en última instancia, no pude reprimir mi entusiasmo para insinuarle la razón:

 

— Como me dijiste que era totalmente recomendable… ¡esta noche voy a bailar “La Macarena”!

 

— ¡Di que sí! —me contestó casi al instante— “Que tu cuerpo es pa’ darle alegría y cosas buenas…” ¡Disfruta! Y ya me contarás.

 

Esa pequeña confesión, compartiendo el secreto con mi amiga, lo hacía aún más estimulante. Tenía su bendición para cometer el pecado, y luego reviviría éste contándoselo, ¡qué excitante era ser una pecadora!

 

Justo cuando volvía de la terraza de fumarme un cigarrito tras mi ritual de higiene, escuché el algarabío en el rellano de la escalera que indicaba que Antonio y Pilar ya se marchaban cargando con las maletas. Se me aceleró el corazón, a pesar de que aún faltaba mucho tiempo para la cita.

 

Gran parte de ese tiempo lo consumí eligiendo el vestido perfecto para la ocasión: sugerente, pero no descocado, pues no era ninguna cría deseosa de enseñar carnaza, y Fernando había elevado mi autoestima demostrándome que no lo necesitaba para que me deseara. Finalmente elegí un vestido de un color verde similar al de mis ojos que envolvería toda mi figura, ciñéndose a ella desde las rodillas hasta el escote palabra de honor, delineando mis femeninas formas sin mostrar más piel que la de mis hombros, clavículas, brazos y pantorrillas. Ese vestido había causado sensación en la boda de un sobrino de Agustín un par de meses atrás, en la que, incluso el novio me había dedicado alguna mirada más prolongada de lo política y familiarmente correcto.

 

Apenas pude cenar. «¿Y si al final no viene?», me preguntaba. «¿Y si se ha olvidado de que hemos quedado?, ¿y si le ha salido un plan con alguna de sus amigas y prefiere carne más joven…?»

 

Aún quedaba casi una hora para el encuentro, pero con estas dudas rondando mi cabeza, consumí con ansiedad el último cigarrillo antes de volver a entrar al dormitorio para quitarme la cómoda ropa de estar en casa, enfundarme en el divino vestido, y darme un retoque de maquillaje.

 

Empezaba a anochecer, y la temperatura exterior había descendido lo suficiente como para dejar la terraza abierta y disfrutar de una ligera corriente de aire mientras contemplaba ante el espejo cómo me quedaba la lencería elegida. Era de color negro, con encaje, siendo la prenda inferior un tanga con transparencias cuya tira se perdía entre mis firmes nalgas, dibujando en la parte superior un minúsculo triángulo similar al de la parte delantera. Y el sujetador, con el mismo encaje y transparencias, carecía de tirantes para poder llevarlo con el escote palabra de honor, sujetando apenas lo suficiente mis generosos pechos para mantenerlos erguidos, a la vez que permitía apreciar sin recato  las circunferencias de mis pezones.

 

— ¡Tienes el polvo del siglo! —escuché, procedente de la terraza.

 

Di un respingo, casi me da un infarto, y miré atónita en la dirección de la voz. Allí estaba Fer, apoyado en el marco de la puerta de la terraza, cruzado de brazos, observándome con una sonrisa burlona y lasciva, devorándome con su mirada irradiando fuego.

 

— Pero… pero… ¿tú…? Pero.. ¿cómo…? —tartamudeé.

 

— ¡Joder, qué pitones se te han puesto ya, Mayca! —exclamó, clavando su fogosa mirada en mis pezones—. Y mira cómo me acabas de poner… —añadió, indicándome el impresionante abultamiento de su entrepierna.

 

Sentí cómo me ruborizaba de súbita e incontrolable excitación por la repentina sorpresa, espoleada por el rápido análisis visual del ejemplar masculino que había irrumpido en mi soledad.

 

El chico, con su pelo castaño alborotado con milimétrica dedicación en cada cabello,  vestía de forma casual, luciendo un entallado polo de color blanco cuyo cuello se abría para insinuar la tonicidad de sus pectorales. Y como prenda inferior, llevaba unos ajustados pantalones vaqueros que con orgullo dibujaban la forma de sus cuádriceps de deportista, pero que, sobre todo, marcaban en su entrepierna un glorioso paquete capaz de secuestrar la mirada de la más recatada fémina que se cruzase con él. Me quedó claro que nada de su aspecto había sido dejado al azar, siendo fiel reflejo de su indómita e insolente juventud expuesta a mi experimentada mirada.

 

— ¡Te has colado por la terraza!, ¡esto es allanamiento de morada! —le grité con indignación, sobreponiéndome al escaneo de su planta física— Un asalto a mi intimidad…

 

«No me has dejado arreglarme para ti como tenía pensado, ¡cabronazo!», añadí internamente. «¡Dios, cómo me pone!», me dije, sintiendo hipersensibles los pitones a los que se había referido y la primera humedad en mi cueva.

 

— Pues claro que sí —contestó, acercándose a mí y tomándome por mi estrecha cintura. Sus manos quemaban sobre mi piel—. Y más que pienso asaltar tu intimidad… ¿Acaso creías que iba a venir como un corderito a la hora que me esperabas, que íbamos a tener una cita?

 

— No… —dije, casi sin aliento, sintiendo cómo su portentoso paquete se incrustaba en mi abdomen.

 

— Por supuesto que no. Esto es un “aquí te pillo, aquí te mato”, y eso a ti también te pone más, ¿verdad?

 

— Joder, sí —confesé, rodeando su cuello con mis brazos y restregando mi cuerpo contra su dureza—. Pero no me has dado tiempo a arreglarme bien, y te has colado en mi casa…

 

— Ni falta que te hace andar poniéndote más cosas que te voy a quitar enseguida. Mayca, eres un pibón con lo que sea, y era demasiado tentador saltar la celosía para pillarte así…

 

— Uf, Fer, eres todo un vándalo… ¡Qué engañada tienes a tu madre! —le solté, entregándome a su lujuria, tirando del cuello de su polo para que se lo sacase por la cabeza y así poder disfrutar de su fuerte torso desnudo.

 

— Si ella supiera… Y si tu marido supiera lo zorra que eres tú, tirándote a un jovenzuelo cuando él no está…

 

«¡Touché!».

 

Su boca se lanzó a la mía, acomodando impetuosamente sus labios con los míos y metiéndome la lengua hasta hacer que todo mi tanga se mojara.

 

Sus manos recorrieron mi cintura y caderas hasta tomarme con firmeza del culo, apretándomelo maravillosamente mientras su estaca me imponía toda su dureza y tamaño en el bajo vientre.

 

Mis manos descendieron por su espalda, constatando su envergadura hasta llegar a sus glúteos, redondeados y compactos, invitándome a colar mis dedos por la cintura de su prieto pantalón y bóxer para acariciar la suavidad de su piel, y aferrarme a la consistencia de tan atractivos músculos.

 

La boca del joven abandonó mis labios, succionándome el cuello para hacerme estremecer mientras sus manos ascendían por mi silueta, llegando a apoderarse de mis globosos senos para magrearlos con maestría. En menos de un minuto, ya los había liberado de la sugerente prenda que apenas podía contenerlos, deleitándome con la calidez de su tacto, continuando el apasionado masaje para hacerme jadear de placer.

 

Mi lujuria no le fue a la zaga y, con pasmosa rapidez, mis dedos desabrocharon su pantalón para conseguir bajarle sus dos prendas. Enseguida sentí, libre ya de cualquier restricción, el tamaño de su cálida, pétrea y cilíndrica polla incrustándose en mi abdomen, desde el tanga hasta el ombligo.

 

«¡Por Dios, qué maravilla!», exclamé internamente, sintiendo la humedad de la única tela que me quedaba puesta.

 

Hábilmente, mi asaltante se deshizo del calzado y la ropa que había quedado en sus tobillos, atrapando con su boca, a continuación, mis pechos con gula desmedida, dándose un festín que me llevó al delirio mientras una de sus manos se colaba bajo el tanga para explorar la cálida y lubricada gruta que le aguardaba.

 

— Aaahh… Me matasss, Fer… —dije entre suspiros.

 

Sus traviesos dedos perpetraron diabluras con mi clítoris, haciéndolo vibrar mientras uno de ellos se adentraba en la angosta caverna, produciendo un leve chapoteo delator de cómo me estaba derritiendo con su saber hacer.

 

— Mmm… si sigues así me voy a correr…

 

Empezó a bajarme el tanga, recorriéndome los cachetes con las yemas de sus dedos, colándose entre ellos para explorar su tersa piel interior y recorrer, con una estremecedora caricia, el delicado y sensible camino del perineo, partiendo desde el ano para finalizar en la vulva. Y todo esto, sin dejar de amamantarse glotonamente, comiéndome las tetas de tal modo que los pezones me ardían de puro disfrute.

 

— Dioss, Fer… ¡no puedo más! ¡Fóllame! —supliqué y ordené al mismo tiempo.

 

— Qué ganas tenía de que me lo pidieras —susurró, dejando mi empapado tanga junto a su ropa para, acto seguido, sacar una ristra de condones del bolsillo de su pantalón.

 

— Mira que eres arrogante… —le dije—. Sí, joder, me tienes chorreando, así que te lo vuelvo a pedir: ¡fóllame! Aunque creo que no te hará falta todo eso…

 

— ¿Ah, no? —preguntó con una sonrisa burlona—. Voy a follarte tantas veces como quiera, y no creo que gaste menos de tres de estos —añadió, abriendo un preservativo para colocarlo sobre la punta de su imponente verga.

 

Comprendí que no había entendido a qué me refería, pero no fui capaz de articular palabra para sacarle de su error, pues me quedé embobada contemplando cómo ese diestro muchacho enfundaba su portentosa herramienta con el látex cuyo envoltorio indicaba XL, deslizándolo por el tronco hasta la rasurada base, desenrollándolo con la destreza de la práctica a la vez que enfatizaba el enloquecedor calibre que pensaba endosarme.

 

— Uuufff… —suspiré.

 

Casi al instante, el cuerpo del informático se pegó al mío, haciéndome sentir cómo el grueso glande incidía entre mis labios vaginales.

 

Permaneciendo muda por la impresión, facilité su acometida separando ligeramente las piernas, lo que él aprovechó para cogerme del muslo izquierdo y subírmelo hasta su cadera.

 

— Toma lo que querías, pibón —susurró en mi oído.

 

Con una arremetida de su cadera, su ariete se deslizó entre mis humedades, abriéndose repentinamente paso por mi interior para hacerme gritar de sorpresa y placer.

 

— ¡Aaaahhh!

 

Esa polla era como acero al rojo vivo clavándose en mis carnes, abriéndome por dentro con un rastro de increíble goce a su paso. Y cuando creía que ya iba a retirarse para una segunda embestida, volvió a sorprenderme tomándome del otro muslo, alzándome a pulso y empotrándome contra la pared a la vez que su lanza me perforaba, profundizando aún más para incrustarse en mi matriz.

 

— ¡Oooohhh…! —grité sin mesura.

 

Un súbito y poderoso orgasmo sacudió todo mi cuerpo, convirtiéndolo en una incandescente bengala que se alzó sobre las caderas de mi amante, mientras mi coño, convertido en un hirviente géiser, embadurnaba su pelvis con mis cálidos fluidos.

 

— Me encanta la facilidad con que te corres —me susurró Fer, en el declive de mi clímax.

 

— Es que me pones malísima —confesé, recuperando la respiración—. Me vuelve loca tu pollón… Me desencaja la intensidad con que me follas, tan duro…

 

— No te mereces menos —contestó—. Eres una preciosidad de mujer, con un cuerpo de diosa que incita al pecado y el sacrilegio. Eres una hembra ardiente que siempre ha estado mal follada hasta que me has dejado ponerle remedio… Y me daré el gustazo de seguir dándote lo que, de verdad, necesitas. ¡Toma lo tuyo!

 

Con un nuevo embate, su pelvis incidió con violencia en la mía, presionando su glande en lo más profundo de mi ser.

 

— ¡Oh! —se me escapó una interjección, al quedarme sin aliento.

 

Atrapada por su cuerpo incrustándome en la pared, sentí cómo su pubis impactaba contra mi clítoris, provocándome una eléctrica sensación que recorrió toda mi espina dorsal, a la vez que mis nalgas se aplastaban contra la vertical superficie.

 

Despatarrada sobre sus caderas, gocé de la potencia del joven percutiendo en mi anatomía una y otra vez, con el característico retumbar que se escuchaba como consecuencia de la rítmica compresión de mis glúteos contra la estructura del dormitorio.

 

Cada poderoso impacto me producía un cúmulo de sensaciones que sinérgicamente volvían a disparar mi libido hasta llevarme al borde del orgasmo. Esa maravillosa herramienta masculina exigía el máximo esfuerzo de mis músculos internos para abrazar con fiereza su grosor, mientras su redondeado extremo me cortaba la respiración al presionarme la matriz. Mi botón, duro como una china en el zapato, vibraba con cada golpe pélvico en él, produciendo ondas expansivas que colisionaban con las ondas sísmicas originadas en mi culito sometido al aplastamiento de tan placentera prensa de  carne y yeso. Esa colisión de energías confluía con el tórrido festival de dilataciones y contracciones de mi vagina, precipitándome inminentemente a la liberadora explosión.

 

Entre acompasados martilleos a la pared, mezclados con mis jadeos e interjecciones, pude distinguir en mi oído los bufidos de mi macho comportándose como un toro bravo, embistiéndome sin descanso hasta darme la gran cornada con la que su asta me desgarraría por dentro. Pero su aguante era proporcional al tamaño de su miembro, y antes de que alcanzara su apogeo, provocó de nuevo el mío.

 

— ¡Aaaahhhh…! —grité como una auténtica puta.

 

Completamente abierta, ensartada en esa vigorosa polla, y brutalmente empotrada, alcancé un devastador orgasmo que hizo temblar todo mi cuerpo mientras la cabeza me daba vueltas entre delirios de placer.

 

Como si fuera una exótica fruta tropical, Fer me exprimió hasta que de mí brotó, en cálido estallido, el jugo de hembra lujuriosa que sólo él sabía obtener, regalándole a mi cuerpo las indescriptibles e intensas sensaciones del clímax total.

 

— ¡Dios, qué gozada! —exclamé, recobrando el aliento.

 

— Sí —asintió mi amante—, es una gozada follarte y que te corras así. Estás para empotrarte una y otra vez… —añadió, haciéndome sentir que su verga no había perdido vigor.

 

— ¡Joder!, ¿tú no te has corrido?

 

— He estado a punto de irme contigo, preciosa, pero aún me falta un poco… A lo mejor deberías ponerle remedio, ¿no crees? —preguntó con socarronería, a la vez que sacaba su estoque de mis carnes y me depositaba en el suelo.

 

Volviendo a sentir la fuerza de la gravedad, mis piernas flaquearon un instante, pero mantuve el equilibrio admirando cómo el erecto y enfundado falo brillaba recubierto con mis fluidos, los cuales habían escurrido por los muslos del muchacho delatando mi recientemente descubierta capacidad eyaculatoria.

 

Sabía lo que Fernando quería de mí en ese momento, y no iba a dudar ni un segundo en dárselo, pues era lo que yo misma anhelaba hacer. Así que, sintiendo mi culito algo magullado por el “maltrato” recibido contra la pared, me arrodillé ante mi adonis con las posaderas sobre los talones, y empuñé su cetro para retirarle suavemente la goma que lo cubría.

 

Él me miraba con una sonrisa perversa, disfrutando de cómo mis hábiles dedos desenfundaban su arma mientras mi ruborizado rostro y lasciva mirada de fuego verde declaraban, abiertamente, que yo deseaba aquello tanto como él, siendo mi perversión aún mayor que la suya.

 

Sin barreras de por medio, mis jugosos labios se posaron sobre su glande, llegándome el intenso aroma de mis fluidos derramados sobre su pubis mientras la enrojecida cabeza pasaba entre mis pétalos, que se amoldaban a su forma. La suave piel del pétreo músculo se deslizó por mi lengua, dejando un inicial regusto a látex en mis papilas que se diluyó con saliva para permitirme disfrutar del verdadero sabor a polla, de la que ya brotaban unas deliciosas gotas que barruntaban mi festín.

 

Enfebrecido por la follada que acababa de darme, el chico no estaba para sutilezas, así que, agarrándome la cabeza con las dos manos, me penetró la boca hasta incrustarme la punta de la lanza en la garganta.

 

La brusca exploración de mis tragaderas me provocó una arcada, pero fue inmediatamente contenida al sentir un tirón de cabello con el que la verga desalojó mi cavidad hasta dejarme solo el balano dentro. Fue un breve respiro porque, inmediatamente, mi boca volvió a llenarse de carne que chupé con ganas, succionando con mis carrillos hundidos para acompañar el deslizamiento de la acerada barra que me penetraba oralmente.

 

Una vez superado el inicial impulso de rechazo de mi garganta, tras un par de introducciones con las que Fer ya gruñía de gusto, cedí a mi desbordante ansia por devorarle. Mis manos se aferraron a sus marmóreos glúteos y tiré de él, tragándome su polla hasta el fondo, engulléndola de tal modo que la testa dilató mis profundidades para sondear el estrecho conducto, que estranguló cuanta verga se alojaba en él.

 

Se me hizo la boca agua, salivando de tal modo que el lubricante fluido corría por mi barbilla y goteaba sobre mis pechos al deglutir, con cortos movimientos de entrada y salida, cuanta virilidad fui capaz.

 

— ¡Diooss, Mayca…! —escuché en apenas unos segundos— ¡Me ordeñaaass…!

 

Sentí el espasmo y el ligero aumento de volumen del eyaculatorio músculo, inmediatamente seguido de la cálida sensación de un licor escanciándose en mi faringe.

 

El macho tiró de mi negra melena, desalojando mi garganta para que el glande expeliese un segundo borbotón de leche que inundó mi boca con su ardiente y delicioso sabor.

 

Con la boca llena, mamé de esa impetuosa fuente, tragando el denso elixir a la vez que un nuevo tirón de cabello hacía deslizarse la verga hacia fuera, obligándome a recibir una nueva descarga con el balano emergiendo de entre mis labios, haciendo que el blanco, y aún abundante fluido masculino, rezumase entre ellos.

 

Me chupé los labios tratando de no perder ni una gota del exquisito néctar que ya corría por mis comisuras, pero la gloriosa polución no había concluido, así que con la punta del falo aún en contacto con mis pétalos, recibí un nuevo chorro directamente sobre ellos.

 

Miré fijamente a los ojos del orgásmico informático, quien con las mandíbulas apretadas no perdía detalle de cómo recibía su corrida, y me relamí para él jugueteando con mi lengua para introducirme en la boca la leche nuevamente derramada.

 

La polla, ya totalmente liberada y ante mi rostro, volvió a eyacular por sorpresa, regándome la cara con un nuevo disparo que escurrió densamente por ella.

 

Era la segunda vez que se corría en mi cara, resultándome obsceno y perversamente excitante, por lo que empuñé el tremendo manubrio para masajearlo sobre ella, de tal modo que una última erupción, menos impetuosa y copiosa, salpicó mi cutis de blanquecinas gotas para satisfacción de mi amante, y la mía propia.

 

— Qué preciosidad —comentó, sonriendo complacido.

 

La divina verga aún goteaba cuando volví a dirigirla a mi boca, y la succioné con los labios para mamarla suavemente, obteniendo directamente en mi lengua los restos de una corrida que había sido gloriosamente abundante, y que terminé de degustar junto con la carne de la que había brotado.

 

— Creo que debería limpiarme un poco, ¡me has puesto perdida! —dije con la voz quebrada, observando cómo mi propia saliva y el semen que no había conseguido beberme habían goteado de mi barbilla a mis pechos.

 

Me sentía sucia, maravillosa y excitantemente sucia. Fer me había echado un polvo antológico, me había provocado dos increíbles orgasmos con los que mi coñito se había licuado, y con una sola de sus corridas, me había hecho disfrutar de cómo le hacía derretirse en el fondo de mi garganta, boca, labios y cara.

 

«Me he comportado como una vulgar guarra», me dije, «¡y me ha encantado!».

 

— ¡Uf! —resopló el chico—. Es que ha sido una gozada follarte, y te has tragado mi polla con tantas ganas, que no podía parar de correrme. Eres una diosa que necesitaba desatarse…

 

— ¡Ja, ja, ja! —reí, poniéndome en pie—. Para mí también ha sido una gozada, todo… Sacas lo peor y lo mejor de mí… ¡ja, ja, ja!

 

Fernando rio conmigo, y el brillo en sus avellanados ojos me confirmó que, para él, tampoco había sido un polvo cualquiera. Había disfrutado más que con cualquiera de sus amiguitas, y eso elevó aún más mi ego. Ese jovencito me hacía sentir su esclava, sometida al imperio de sus atributos e ímpetu amatorio y, a la vez, tenía la capacidad de hacerme sentir que era una poderosa diosa, dueña de su placer y deseos.

 

— Bueno, ahora vuelvo. Además de limpiarme, también necesito beber agua —concluí.

 

— Hidrátate bien, que te hará falta —dijo sugerentemente mientras le daba la espalda para salir del dormitorio—. Pero no tardes —añadió, dándome un azote en el culo que me hizo vibrar.

 

Giré la cabeza sonriéndole con picardía, y salí del dormitorio para limpiarme el rostro y los pechos con papel de cocina. Después, me bebí dos vasos de agua que refrescaron mi garganta, calmándola de su sobresfuerzo.

 

— Y ahora, el “cigarrito de después” —anuncié al volver a la habitación.

 

— ¡De eso nada, viciosa! —atajó el portento que me esperaba—. Ya tendrás tiempo para eso… ¡Ahora quiero devorarte!

 

Sin darme tiempo a reaccionar, me tomó por la cintura atrayéndole hacia él, y no pude más que aceptar sus labios asaltando los míos para llenarme la boca con su lengua.

 

Me besó apasionadamente, enroscando su escurridizo músculo con el mío y reactivando mi cuerpo, que respondía fervientemente al impetuoso ósculo y al contacto con esa joven anatomía que me hacía perder completamente los papeles.

 

Apenas percatándome de ello, concentrada en el delicioso combate que se libraba en nuestras bocas, ya me había arrastrado hacia la cama, tumbándome sobre ella para abandonar mis labios y succionarme la yugular mientras sus manos moldeaban mis pechos, poniéndome los pezones como rosadas pagodas birmanas apuntando hacia el cielo.

 

Estrujándome las tetas con un enérgico masaje que hacía mis delicias, se las comió con voracidad, amamantándose con lascivia de su globoso volumen, a la vez que dejaba reposar el peso de su durmiente rabo sobre uno de mis muslos.

 

Dejándome los pezones como buriles para grabar metal, descendió por mi anatomía contorneándola con las palmas de sus manos, al mismo tiempo que sus labios recorrían la ruta que conducía al manantial de mis deseos. Hasta que, situando su cabeza entre mis muslos, y sujetándome firmemente por el culo, fijó su pecaminosa mirada en la mía mientras la punta de su lengua rozaba levemente la suave perla de la ostra que se abría para él.

 

— Uuufff —suspiré, acariciando su cabello con las dos manos.

 

Diligentemente, sus labios atraparon el pequeño apéndice, y lo succionaron con un beso cuyo húmedo chasquido provocó un temblor de todo de mi cuerpo.

 

— ¿Aún quieres salir a fumarte el “cigarrito de después”, viciosa? —me dijo, haciéndome sentir su aliento en la humedad de la entrepierna.

 

— ¡No, joder! ¡Cómeme el coño, cabrón! —grité, desquiciada, tirando de su cabeza hacia mí.

 

La impertinente boca del muchacho se acopló a mis labios vaginales, presionándolos mientras su lengua, convertida en una pequeña y motriz polla, me penetraba con lúbrica suavidad para retorcerse en el vestíbulo de mi ansiosa vagina.

 

— ¡Joder, Dios! —blasfemé.

 

Nunca he sido partidaria de las palabras malsonantes, teniendo en cuenta que me gano la vida con la traducción e interpretación de las escogidas letras de otros. Pero es que en aquellos momentos, mi excitación y placer eran tales, que no encontraba términos lo suficientemente rotundos en mi cerebro para expresar adecuadamente la intensidad de mi gozo.

 

Fernando se comió mi jugosa almeja con apasionada dedicación, devorándome con hambre atrasada para arrancarme sonoros suspiros mientras mis dedos jugueteaban con sus cabellos.

 

Su inquieto músculo exploraba con fluidas caricias y penetraciones cada pliegue de mi sexo, combinándose en perfecta sincronía con sus labios para convertir su comida en un opulento banquete, en el que mi clítoris vibraba y mi coñito boqueaba como un pez fuera de su medio natural.

 

— ¡Oh, Dios!, ¡que me corro, que me corro…! ¡Me corrooo…! —conseguí anunciar intercalando jadeos.

 

Entre convulsiones que me hicieron agarrarme las tetas y estrujarlas en un arrebato orgásmico, alcancé el Elíseo con mi amante libando mi zumo hasta dejarme extasiada.

 

El joven salió de entre mis muslos, con una sonrisa de oreja a oreja, y ascendió hasta atacar mi boca y besarme profundamente, compartiendo conmigo el salado gusto de mi derretida feminidad, a la vez que me hacía sentir cómo su hombría ya había recuperado todo su vigor.

 

Mi vecinito sabía cómo mantener vivo mi fuego, a pesar del orgasmo recién disfrutado, por lo que saboreé mi coño de sus labios y lengua, aferrándome con ambas manos a su duro culo esculpido en níveo mármol, a la vez que me regocijaba con la consistencia de la enhiesta porra que se presionaba contra mi cuerpo.

 

— Nunca había estado tan caliente —le susurré al oído—. Quiero más…

 

Fer se incorporó, poniéndose en pie ante la cama, permitiéndome recrearme la vista con su agraciada planta. Esa joven fisonomía que orgullosa se presentaba a mí, parecía haber sido cincelada siguiendo los dictámenes de mis deseos: fuerte, compacta, de fibrosa consistencia moldeada por el deporte; tersa piel pulida para ser recorrida con dedos y labios, jugando con la luz y las sombras para dibujar la forma de cada músculo y darme una magistral clase de anatomía masculina. Sin olvidar esa imponente torre de Pisa con la que muchas de nosotras fantaseamos, y que había doblegado mi voluntad para convertirme en una lujuriosa adúltera asaltacunas.

 

Se dio la vuelta, agachándose para recoger la ristra de condones que había dejado en el suelo, provocando que me mordiera el labio de puro deseo al contemplar sus redondos glúteos de enloquecedores hoyuelos, y la rasurada bolsa escrotal colgando pesadamente entre sus robustas piernas, como una pera conferencia lista para ser recolectada.

 

«Uf… ¿Cómo puedo haber conseguido a semejante semental purasangre?».

 

— Deja eso —le dije—. No te hará falta…

 

— ¿Es que quieres tragártela otra vez, viciosa? —preguntó, de nuevo ante mí,  preservativo en mano.

 

— Umm… —me relamí—. Tal vez luego… A lo que me refiero es que no te hará falta ponerte eso para follar conmigo. Estás completamente sano, como yo, ¿no?

 

— Sí, claro —contestó ofendido—. Estoy bastante seguro de la salud de todas las tías a las que me he tirado —añadió con su típico tono chulesco—. Además, siempre he tomado precauciones…

 

— ¿Siempre has usado la gomita? —pregunté con morbosa curiosidad.

 

— ¡Por supuesto! No me la juego, por mucho calentón que tenga…

 

— Uufff —suspiré, anticipando lo que a ambos nos esperaba—. Entonces no sabes lo que se siente al follar de verdad… Venga, deja eso, que yo te lo voy a enseñar —le incité, incorporándome y sentándome en el borde de la cama para acariciar suavemente toda la longitud de la vara que apuntaba hacia mi cara.

 

— Pero podría dejarte preñada —alegó, sorprendiéndome por ser capaz de mantenerse cerebral en semejante circunstancia.

 

— Eso no puede pasar, hace más de diez años que me hice la ligadura. Venga, déjame que esta vez sea yo quien monte este pollón y te haga ver las estrellas.

 

— Joder, Mayca, de verdad que eres una auténtica zorra para follársela hasta la extenuación —me alagó a su particular manera, sentándose a mi lado y tomándome por la cintura para que yo me levantara y me pusiera de rodillas sobre él, con sus muslos entre mis piernas—. Es increíble que no hayas sido bien gozada hasta ahora —prosiguió, mirándome desde abajo y lanzando un excitante mordisco a uno de los pezones que quedaban al alcance de su boca—. De haberlo sabido, los cientos de pajas que me he hecho pensando en ti desde la adolescencia, habrían sido polvos para darte lo que te mereces.

 

— Umm, ¿sí? —contesté con un leve gemido al volver a sentir sus labios y dientes en mis pezones.

 

La materialización en mi cerebro de ese delicioso jovencito agarrando su enorme miembro para sacudirlo enérgicamente mientras susurraba mi nombre, volvió a resultarme perversamente excitante.

 

Me eché un poco más hacia delante, permitiendo que se llenara la boca con mi pecho izquierdo mientras me acariciaba el culo, y acabé por empujarle sobre la cama para que se quedara tumbado, contemplándome como a una diosa que, al fin, había ejercido su dominio sobre él.

 

— Desde esta perspectiva, tus tetazas se ven tremendas —me alabó—. Estoy deseando follarte a pelo y verlas botar… ¡Venga! —terminó por animarme, propinándome un azote en el culo que me encantó.

 

— Ahora quien manda soy yo, chavalito —le corregí, posicionándome para empuñar el erecto falo con mi mano derecha—, y vas a saber lo que es que una mujer hecha y derecha te folle de verdad.

 

Ya no hubo réplica, pues mi cadera descendió hasta que el grueso glande fue abrazado por mis labios vaginales.

 

— Ufff —resoplamos al unísono.

 

La redonda cabeza fue acogida por mis húmedos pliegues mientras mi insaciable coñito ya trataba de engullirla. Apenas tardé una décima de segundo en acceder a su ruego, descendiendo lentamente para sentir cómo mis paredes internas se iban dilatando al paso de la pétrea y caliente carne que mi puño mantenía en posición vertical.

 

— Diosss, Mayca, estás empapada y ardiendo —dijo entre dientes mi montura, sujetándome por las caderas.

 

Con casi media tranca dentro de mí, cogiendo aire para no desmayarme de puro gusto, liberé la sujeción de mi mano, constatando que ya no era necesaria para terminar de empalarme, lo que seguí haciendo lentamente, saboreando las placenteras sensaciones por cada milímetro de polla que me introducía.

 

— ¡Joder, qué bueno! —corroboró Fer.

 

Continué bajando, hasta que, por fin, completamente abierta de piernas, quedé montada sobre la pelvis del informático, con algo más de veinte centímetros de grueso músculo masculino ensartándose en mi interior.

 

— ¡Uuuuuuh! —aullé complacida— ¿Qué te parece así, chulazo?

 

— ¡Es la hostia! —contestó, fijando sus incandescentes ojos en los míos— Te siento aún más… Más caliente, más apretada, más jugosa… ¡Quiero más!

 

Sujetándome en sus brazos, que me atenazaban las caderas como si no quisiera que me escapase, me deslicé hacia arriba, y nuevamente hacia abajo, suavemente, escuchando el tenue chapoteo de nuestros lubricados sexos friccionándose en mi interior.

 

Gemimos en dueto, y las manos de mi amante ascendieron para apoderarse de mis senos, exprimiéndolos con los dedos. Demasiado placentero como para seguir manteniendo la calma.

 

Me abalancé sobre Fer. Mis labios asaltaron los suyos, y mi lengua se introdujo en su boca mientras mecía adelante y atrás mis caderas.

 

Sin el látex de por medio, sentía aún más intensamente el calibre de su arma moviéndose en mis profundidades, como un tizón palpitante que incidía en la boca de mi útero con el baile de mi pelvis, provocando maravillosas contracciones de mis músculos internos que intentaban estrangular a tan fiero invasor.

 

Respondiendo a mi ardiente beso, las manos del veinteañero volvieron a descender hasta tomarme fuertemente del culo, apretándolo al compás de mis caderas, al tiempo que elevaba las suyas.

 

En poco tiempo a ambos nos faltaba el aliento, dejándonos de besos, que nada tenían de romántico, para clavar nuestros ojos, cegados por la lujuria, en los del otro, con nuestras frentes pegadas la una a la otra para jadearnos mutuamente.

 

La intensidad fue en aumento, con mis caderas realizando un mayor recorrido adelante y atrás, haciendo que una mayor porción de marmórea verga reptase dentro de mí, sintiendo simultáneamente los choques entre las dos pelvis como deliciosos martillazos en mi clítoris.

 

— Ah, ah, ah… —gemía descontrolada, percibiendo cómo las mejillas me ardían por el esfuerzo y el indescriptible placer que me atravesaba.

 

Pensé que no tardaría en volver a correrme, y no estaba segura de si podría aguantar hasta conseguir que él se desatara conmigo, pues a pesar de que era su primera vez sin barreras, y la sensación era más intensa, seguía aguantando el ritmo como un auténtico campeón.

 

«A lo mejor no debería haberle mamado la polla hasta la última gota», pasó por mi cabeza. «¿Y si le he dejado seco? Pero es que está tan rico…»

 

Enseguida, mi mente volvió a quedarse en blanco. No podía más que disfrutar de clavarme una y otra vez en ese taladro, mientras el avellana de los ojos de Fernando parecía atravesar el esmeralda de los míos del mismo modo que su lanza hacía con mi cuerpo.

 

— Mmm, Mayca, me tienes a punto… —me anunció de repente—. Mátame demostrándome lo puta que eres… ¡A ver cómo botan esos melones!

 

Detuvo su cadera y me hizo incorporarme, dejándome perpendicular a él, con lo que sentí su obelisco tan dentro y con tanto gusto, que a punto estuve de derramarme. Pero no, me mantuve en un desquiciante preorgasmo, necesitada de un poco más de hombre para alcanzar el que sería el cuarto apoteosis de esa noche.

 

A horcajadas sobre el semental, no dudé en demostrar mis dotes de amazona, echando mis hombros hacia atrás para sujetarme con las manos de los fuertes cuádriceps de mi montura, en una postura que ensalzaba todo mi poderío pectoral.

 

— ¡Qué maravilla de tetas! —recibí como halago.

 

— Mmm… Para maravilla el pollón que me clavas —le correspondí—. Quiero sentir cómo te corres dentro de mí…

 

— Pues no te cortes, que me falta muy poco para llenarte de leche…

 

Aprovechando los apoyos de manos y rodillas, me icé deslizándome por la pértiga hasta que solo una porción quedó dentro de mí, y me dejé caer, empalándome salvajemente.

 

— ¡Oooh —exclamamos los dos.

 

Aquello era una delicia, sentía toda la polla en mi interior, dura y enorme, abriéndome violentamente en canal, exigiendo lo mejor de mí para obtener lo mejor de ella, por lo que mi cuerpo actuó instintivamente, volviendo a subir y bajar bruscamente, realizando una serie de placenteras sentadillas con las que el macho comenzó a gruñir, acompañando mis interjecciones con cada profunda perforación que me dejaba sin aire.

 

— Ah… ah… ah…

 

La cabeza me daba vueltas, con mis pensamientos sumidos en una neblina de placer, perdiendo el control de mis acciones para no poder dejar de subir y bajar, atravesando rítmicamente mis carnes con ese mástil que me mantenía erguida, a punto de alcanzar un glorioso desenlace para mi ejercicio gimnástico sobre barra fija. Pero este no terminaba de llegar, sacándome completamente de mis casillas en mi desesperada cabalgada.

 

A pesar de que unos minutos antes, Fer me había anunciado que él también estaba a punto, parecía no desfallecer. Aguantaba la intensa sesión recreándose la vista con mis expresiones de gusto y vicio, y con cómo mis pechos botaban pesadamente con cada empalada. Hasta que, por fin, dio rienda suelta a sus instintos, anunciándome con sus acciones la inminencia de su culmen.

 

Las manos del joven atenazaron mis tersos muslos con más fuerza, y sus caderas comenzaron a elevarse abruptamente, con espasmódicas embestidas para taladrarme profundamente con su barrena, haciéndome saltar sobre él, gritando descontrolada, enloqueciéndome de placer.

 

Montada sobre ese indómito toro mecánico, entre alaridos de goce que coreaban el palmoteo de nuestras carnes en frenético choque, todo mi cuerpo era sacudido desaforadamente, haciéndome sentir más intensamente las hondas penetraciones que iban acompañadas de un tsunami recorriendo cada una de mis fibras.

 

Mis tetas, libres de sujeción alguna, se agitaban arriba y abajo, como en una desenfrenada carrera cuya meta era el inevitable éxtasis, manteniendo a mi amante hipnotizado con su enérgico bamboleo mientras rugía por el placer y el esfuerzo.

 

— ¡Me muero, me muero, me mueroooo…! —articulé entre aullidos, anunciando mi clímax.

 

La erupción del volcán se produjo en mis profundidades, con la polla clavándose brutalmente en mi matriz, deleitándome con su incandescente lava regando explosivamente mi interior, lo que me provocó el anhelado y devastador orgasmo que triunfalmente confirmé:

 

— ¡Siíííí´…!

 

Perdida en mi propia tormenta de gloriosas sensaciones, tan solo la vara que me ensartaba impedía que cayera arrastrada por la mutua catarsis, atravesándome verticalmente para, con algunas estocadas más, descargar dentro de mí hasta el último de los ardientes trallazos de semen que pusieron fin al obsceno rodeo.

 

Finalmente caí, casi desmayada, sobre el ancho pecho de mi amante, recibiéndome éste con un reconfortante abrazo que hubiera podido ser confundido con romanticismo. Pero entre nosotros no había sentimientos transcendentales más allá del deseo, tan solo el más puro e incontrolable instinto animal guiaba nuestros actos, una atracción que había traspasado mi inmaculado matrimonio, derribando su fachada y salvando la diferencia de edad entre nosotros para despertar a la hembra salvaje que en mí dormitaba.

 

«Ni él es mi Romeo, ni yo su Julieta», pensé, sintiendo cómo nuestras respiraciones se calmaban y acompasaban. «Más bien, él es mi cabrón y yo soy su puta… Somos tan buenos siendo malos…»

 

 

 

9

 

— Este sí ha sido el polvo del siglo —comentó Fer, echándome hacia un lado para desenvainar su ya decadente espada de mi cuerpo.

 

Semejante afirmación constataba todo un logro para mí. Era conocedora, a ciencia cierta, de la abundante experiencia sexual que tenía el joven con diferentes chicas y en multitud de ocasiones, pues, bravuconadas aparte, yo había sido testigo auditivo y presencial, a escondidas, de algunas de sus aventuras. De modo que, el que dijera eso, significaba que yo había superado sus expectativas, y las mías, convirtiéndome en la hembra que más le había hecho disfrutar.

 

— Umm, sí —corroboré, exhausta—. Nunca había estado tan satisfecha… Ha sido espectacular, y sentir cómo derramabas tu leche dentro de mí… Ummm…

 

— Sin duda, follar sin condón es mucho mejor. Sentía que me abrasabas la polla, mucho más intenso que con la goma, aparte de que follas como la reina de las putas…

 

— ¡Ja, ja, ja! —reí, tomándomelo como una alabanza.

 

— Y correrme dentro de ti ha sido el máximo. ¡Cómo me exprimías mientras te rellenaba!

 

Volví a reír. Me encantaba la naturalidad con la que se expresaba, resultándome adictiva y pegadiza la vulgar manera que tenía de decir las cosas.

 

— Me has dejado seco —prosiguió—. ¿No tendrás una cervecita bien fría?

 

— Sí, claro —contesté—. Yo también estoy seca, ¿vienes a la cocina? —propuse levantándome.

 

Le ofrecí una cerveza, cuyo primer trago paladeó con satisfacción mientras yo daba buena cuenta de un vaso de agua.

 

— Ahora sí que me he ganado el “cigarrito de después”, ¿no? —le dije con una pícara sonrisa.

 

— Uno y los que quieras, viciosa —respondió, dándole un buen trago a su bebida—. Si no te importa, me quedaré aquí, que no creo que tarde en matar esta birra, y seguro que después me tomaré otra, así que no tengas prisa.

 

Dejándole apoyado en la encimera de la cocina, cerveza en mano, volví al dormitorio para coger el tabaco y salir a la terraza, no sin antes echarle un último vistazo furtivo.

 

«Parece que me he ligado al chulazo de la discoteca», bromeé para mis adentros.

 

Era la primera vez que salía a la terraza completamente desnuda, resultándome una experiencia eróticamente gratificante. Sentía el aire de la noche veraniega sobre mi piel, hipersensibilizada por cuanto había ocurrido en el interior, como una sensual caricia recorriendo todo mi cuerpo.

 

Encendí un cigarrillo, saboreando el cálido humo al introducirse en mi boca y la refrescante sensación del mentol en la garganta, para soplarlo suavemente con un cosquilleo en los labios.

 

«¡Dios, esto es la gloria!», exclamé internamente, disfrutando de las relajantes sensaciones.

 

Apoyada en la barandilla, satisfice mi vicio pausadamente, contemplando el estival cielo nocturno con algunas estrellas que conseguían imponerse a la contaminación lumínica de la urbe que quedaba a mis espaldas.

 

Me resultó tan agradable disfrutar de mi desnudez al aire libre, amparada en la  ausencia de edificios y miradas indiscretas frente a la terraza, que decidí que esa experiencia podría convertirse en una tónica habitual.

 

«Pero le prometiste a Agustín que dejarías de fumar cuando volviera mañana», objeté para mí misma. «Sí, y también le prometí fidelidad eterna cuando nos casamos… Y aquí estoy, recién follada por el vecino», acallé a mi conciencia.

 

Nunca me había sentido tan relajada, tan realizada, tan viva. Era como si me hubiera despertado a un nuevo mundo, repleto de sensaciones por descubrir, en el que la más mínima chispa era capaz de hacer saltar todo por los aires, para lo bueno y para lo malo, y eso era tan emocionante… La conciencia solo era un lastre que me anclaba en mi matrimonio y una vida aburrida, impidiéndome desatar cuanto había descubierto que reprimía dentro de mí.

 

Estaba en mi mejor momento, en todos los sentidos, física y mentalmente: maduramente joven y bella por fuera, y juvenilmente madura y segura por dentro, ¿por qué no disfrutar de ello?

 

“Que tu cuerpo es pa’ darle alegría y cosas buenas…”, me había dicho mi amiga Sonia. «¡Y tan buenas!», me dije.

 

Fer era un auténtico bombón, ese bombón que no puedes resistirte a comer aunque estés a dieta, porque es una tentación superior a ti. Y cuando lo pruebas y paladeas, es aún mejor de lo que habías imaginado. Su desbordante sexualidad había sacado de su letargo a la mía y, a golpes del bastón de mando que blandía entre las piernas, me había guiado a su mundo de galácticos polvos y cósmicos orgasmos, donde yo me había revelado como la más brillante de las estrellas.

 

«Por cierto, ¿dónde está este tío?», me pregunté, al ser consciente de que ya había consumido el cigarrillo y llevaba, al menos, otros quince minutos mirando embobada hacia el cielo. «Capaz de haberse ido sin decirme nada», me contesté. «Se ha largado tal y como ha aparecido, aunque esta vez usando la puerta».

 

Teniendo en cuenta que el muchacho ya había obtenido cuanto quería de mí, me autoconvencí de que eso era lo que había pasado. Al fin y al cabo, yo también había obtenido cuanto quería de él, no necesitaba más, al menos por esa noche.

 

Encendí otro cigarrillo, no tenía ninguna prisa por meterme en la cama, pues no tenía que madrugar al día siguiente y quería disfrutar un poco más de la sensación del aire sobre mi piel desnuda mientras exhalaba plácidamente el humo de mi malsano hábito.

 

— ¡Qué sexy estás! —escuché a mis espaldas.

 

Con una vaporosa columna blanca saliendo de entre mis labios, me giré sorprendida, hallando a Fer apoyado en el quicio de la puerta de la terraza, observándome con su cautivadora sonrisa.

 

— ¡Vaya! —exclamé—, daba por hecho que te habías marchado.

 

— ¿Marcharme? No, no con estas espectaculares vistas. Me he trincado un par de birras y me he dado una ducha para refrescarme.

 

— ¿Has usado mi ducha? —pregunté perpleja, reparando en su cabello mojado.

 

— Me he tomado esa libertad —contestó con arrogancia—. Después de haber follado a pelo, creo que ya hay confianza de sobra entre nosotros, ¿no?

 

— Sí, supongo —dije, sintiendo un escalofrío al comprobar que él también seguía completamente desnudo, con su miembro colgando morcillón entre sus piernas.

 

No solo no se había marchado, sino que parecía que esperaba darme un nuevo asalto. ¿Sería yo capaz de plantar cara en otra batalla? Al estudiar su anatomía con mi verde mirada, escrutando cada centímetro cuadrado de su cuerpo de dios griego, un hormigueo que me recorrió de pies a cabeza me dio la respuesta.

 

Fui a apagar el cigarrillo recién encendido.

 

— ¡No! —me detuvo con su voz—. Sigue como estabas antes de que llegara. Eres tan sexy…

 

Enarcando una ceja de forma interrogativa, me giré, reclinándome hacia delante para volver a apoyar mis brazos en la barandilla de la terraza.

 

— Mmm, eso es —aprobó acercándose—. Ahora sigue a lo tuyo, como si yo no estuviera. No tenemos ninguna prisa, disfruta de tu vicio…

 

Otro hormigueo me recorrió. No terminaba de entender el juego, pero solo su voz y actitud ya comenzaban a reactivar mi excitación, por lo que accedí a su requerimiento mirando al horizonte y llevándome el cigarrillo a los labios, besándolo para soplar suavemente el cálido y blanquecino humo.

 

— Uf, Mayca… —escuché, justo tras de mí— No podrías ser más sensual…

 

Manteniendo la actitud de impávida y relajada soledad que me pedía, sonreí por dentro. Me encantaba cómo me hacía sentir: diosa y esclava al mismo tiempo. Así que le seguí el juego, volviendo a tomar el estrecho cilindro con mis pétalos mientras sentía cómo uno de sus dedos recorría con un roce mi columna vertebral, partiendo de la nuca para bajar por mi espalda, describiendo el arco formado por mis lumbares, y delineando la redondez de mis nalgas alzadas.

 

El humo salió de mi boca emitiendo un profundo suspiro, poniéndoseme la piel de gallina y los pezones como pitones de morlaco.

 

Justo después, sentí sus dos manos sobre mis hombros, descendiendo por los omoplatos para dirigirse a los costados y recorrer mi sinuosa silueta, culminando en el culo, el cual recorrió con delicados movimientos circulares en cada glúteo.

 

Noté cómo mi coñito se abría y la humedad volvía a hacerse patente en él, pero mantuve la compostura a pesar de que las caricias en mi trasero aumentaban de intensidad, convirtiéndose en un verdadero masaje que oprimía mis cachetes comprobando su firmeza.

 

— Qué culo más rico tienes, cabrona —escuché en un susurro—. Cómo se nota que te machacas bien en el gimnasio. Más quisieran muchas tías de mi edad tener un culo así…

 

No pude evitar una carcajada, lo que me granjeó un sorprendente azote que hizo vibrar mis carnes, excitándome aún más.

 

— Te he dicho que siguieras a lo tuyo —me susurró al oído, apoyando su tremendo rabo, aún semirrígido, en la raja formada por mis nalgas.

 

El azote, la excitación, y el que ese juego estuviera empezando a gustarme más de lo que habría imaginado, me corrigieron para que recuperase la pose, dándole una nueva calada al cigarrillo.

 

— Así, viciosa, así… —siguió susurrándome a la vez que sus manos pasaban hacia delante.

 

Con las palmas situadas bajo mis pechos, los sopesó, emitiendo un sonido de asentimiento. Después, abarcó cuanto volumen pudo, calibrando su tamaño para volver a asentir.

 

— Esto son unas tetazas como Dios manda —comentó—. Redondas y aún firmes —añadió, comenzando a apretarlas con los dedos—. No me extraña que te hicieras la ligadura para no tener críos, estos dos monumentos son para mantenerlos así de bien puestos, ¿verdad?

 

— Sí… —contesté, inconscientemente y de forma casi inaudible.

 

Un fuerte apretón en ambos senos fue lo que recibí como represalia por contestar a una pregunta que no esperaba respuesta. Resultándome extrañamente placentero, pues, a pesar de que había percibido dolor, este se había propagado hacia mis erizados pezones convirtiéndose en una satisfactoria sensación.

 

«Joder, me pone muy burra cierto grado de dolor», me dije, disfrutándolo y recordando cómo Fer me había revelado esa faceta de mí que yo no conocía, con medidos tirones de cabello, sondeo de mi garganta, poderosas arremetidas contra la pelvis, aplastamiento de culo contra la pared, y algún que otro azote.

 

El joven estrujó mis pechos apasionadamente, amasándolos y magnificando la chocante y deliciosa sensación de dolor y placer, mientras notaba cómo su falo, algo más consistente, incrustaba toda su longitud en la falla de mis posaderas.

 

Mi coñito no dejaba de lubricar, ardiendo como las hogueras del infierno, obligándome a esforzarme para mantener la disciplina de mujer impasible que el juego de Fernando requería.

 

«Cualquiera que nos viera pensaría que se está aprovechando de mí», pensé. «Y, ¡uf!, estamos fuera, a la vista de todo el mundo…» Añadí, repitiéndolo una y otra vez para mí misma, recreándome en la morbosa idea que disparaba aún más mi excitación. Aunque, en el fondo, sabía que la posibilidad de que alguien nos viera era extremadamente remota.

 

Las manos liberaron mis glorificados pechos, momento que aproveché para dar una nueva calada a mi cigarrillo como si nada de aquello estuviera pasando, pero sus dedos no los abandonaron, dirigiéndose a mis pezones para hacer vibrar su aguda punta y pellizcarlos, proporcionándome ese exquisito efecto contradictorio que me arrancó otro suspiro cargado de humo.

 

Lentamente, como si estuviera saliendo de una hibernación, pues ya me había dado su potencia dos veces casi seguidas, fui notando cómo el pedazo de carne inserto entre mis glúteos iba reviviendo, lo que me ponía aún más cardiaca.

 

— Lo estás haciendo muy bien —me informó el aprovechado, jugueteando con mis pezones entre sus dedos como si fueran la corona de un reloj de cuerda.

 

— Umm, gracias —contesté, a sabiendas de que eso tendría ricas consecuencias que no se hicieron esperar.

 

Recibí un pellizco más intenso en sendos pezones, y apenas pude reprimir un chillido con la boca cerrada.

 

«¡Cabrón, me ha encantado!».

 

— Mmm… Mayca… —escuché mi nombre colándose en mi oído con un cosquilleo, mientras sus manos descendían por mi abdomen hasta llegar a la vulva.

 

Consciente de que ya me sería imposible seguir manteniéndome impertérrita, apuré con dos profundas caladas el cigarrillo mientras mis labios inferiores eran masajeados y abiertos. Conseguí apagarlo, justo, en el momento en que mi clítoris era frotado a la vez que un dedo penetraba la mojada entrada a mi horno.

 

— Uuuhhh… —ululé acompañando la última vaharada de humo.

 

— Eres tan sensual… —volvió a susurrarme, masturbándome maravillosamente—. ¿Sabes?, estás cumpliendo una de mis fantasías más recurrentes.

 

— ¿Ah, sí?, ¿y qué fantasía es esa? —pregunté, saliéndome de mi papel.

 

— Shhh… —me chistó, hundiéndome sin contemplaciones dos dedos en el coño.

 

— Uuumm…

 

— Te lo explicaré si sigues como hasta ahora —propuso—. Aguanta un poco más.

 

Chapoteando en mi gruta, sus dedos me estaban derritiendo, obligándome a morderme el labio inferior para ahogar mis gemidos, mientras tenía que hacer un sobresfuerzo para no empujar hacia atrás y sentir mejor cómo su polla se estaba poniendo dura en mi culo.

 

— Muchas veces he fantaseado con encontrarte así: desnuda, fumando sensualmente, indiferente a mí como siempre te habías comportado hasta demostrarme  lo cachonda que eres en realidad —expuso.

 

— Mmm… —gemí con la boca cerrada, gozando de cómo sus dedos entraban y salían de la angosta cueva mientras su otra mano me frotaba el endurecido botón.

 

«No podía dejar ver cómo me pones», estuve a punto de decir, aunque me contuve para no interrumpir el interesante relato. «Soy una mujer casada, y tú un crío, el hijo de mi amiga…»

 

— Me imaginaba que me acercaba a ti por detrás —prosiguió—, y que comenzaba a acariciar tu cuerpazo mientras seguías sin hacerme ni caso, fumando de esa manera con la que me haces desear meterte el rabo entre los labios… Y cuanto más te acariciaba, más parecías ignorarme, como si fueras demasiada mujer para mí, pero a la vez, dejándote hacer, obligándome a aumentar el atrevimiento de mis caricias para disfrutar de tus tetazas y descubrir que, aunque seguías sin inmutarte por fuera, tu coño ardía chorreante…

 

— Uufff… —suspiré, costándome no rendirme a la experta masturbación aderezada con tórridas palabras en mi oído.

 

— Eso es, así… —afirmó el muchacho— Así empezabas a suspirar en mi fantasía, doblegándote lentamente a mis dedos en tu coño y mi polla contra tu culo.

 

— Mmm… —gemí, mordiéndome nuevamente el labio al constatar que la barra de carne instalada entre mis cachetes se endurecía.

 

El relato se detuvo a la vez que sentí los labios de mi fantasioso amante depositando suaves besos en mi cuello. Sus manos abandonaron mi entrepierna, convertida en un balneario de aguas termales, para apartar a un lado mi negra cabellera mientras sus besos se dirigían a la zona cervical e iban bajando por el centro de mi espalda.

 

La verga se apartó de mis redondeces, haciéndome añorarla apenas un instante, pues las manos de Fernando me tomaron por las caderas mientras su lengua me provocaba un escalofrío al recorrer mi columna vertebral, descendiendo para alcanzar el pasadizo entre mis nalgas y lamerlo describiendo su redondeada forma, hasta terminar con un beso en el perineo.

 

— Dios, Fer… —dije entre dientes.

 

Recibí otro azote que propagó su vibración por todo mi cuerpo y me arrancó un gritito de dolor y placer:

 

— ¡Aum!

 

La lengua volvió a ascender entre mis nalgas, colándose entre ellas, sondeando su profundidad y lamiendo hasta dar con mi agujerito secreto.

 

— Uuuhhh… —aullé, sorprendida y encantada con la insólita sensación.

 

Las firmes manos sujetaron mis glúteos, abriéndolos para que la atrevida lengua se moviera libremente en mi delicado ojal, produciéndome unas deliciosas cosquillas que me pusieron los pezones hasta el punto de dolor, y el coño como una cafetera hirviendo.

 

— Mmm…  Fer, ¿qué me haces? —pregunté con mi voz quebrada por el gusto, sujetándome con fuerza a la barandilla de la terraza.

 

El intrépido músculo continuó retorciéndose sobre el pequeño orificio, embadurnándolo de saliva y produciéndome ese cosquilleo casi insoportable, arrancándome carcajadas difícilmente contenidas y relajando mi esfínter como consecuencia de la terrible excitación que sobrecargaba mi cuerpo.

 

Nunca había sentido una lengua ahí, y jamás habría imaginado que fuera tan placentero. En internet había leído algo al respecto, pero me había parecido una práctica sucia, antinatural, de auténticos pervertidos.

 

«Soy una guarra, una pervertida… ¡Dios, cómo me gusta!», exclamé internamente, sintiendo cómo la punta se colaba en el hoyo y se retorcía dentro para hacerme ronronear como una gata en celo.

 

Inconscientemente, mi espalda se había arqueado aún más, elevando mi trasero y facilitando el acceso de la divina lengua para que se introdujese en el ojal cuanto alcanzara.

 

Sentía los labios del informático pegados al contorno de la sensible entrada, y esa húmeda culebrilla penetrándome y chapoteando con abundante saliva en el delicado interior, provocando que mi ano se dilatara en agradecimiento a tan magníficas y prohibidas sensaciones.

 

— ¡Oh!  —exclamé al notar que, repentinamente, el vivaz músculo era sustituido por un dedo que se colaba con suavidad en mi interior.

 

Éste empezó a entrar y salir de mi culito, produciéndome una extraña sensación que rápidamente se convirtió en muy placentera. Me penetró con fluidez, realizando giros que me hicieron jadear, por mucho que intenté mantener la discreción. Pero ya me había salido completamente de mi papel, aquello era demasiado morboso y exquisito como para no dejarse llevar, y más cuando un segundo dedo forzó mis esfínteres externo e interno para hacerme aullar con esa característica mezcla de dolor y placer que  ahora tanto me gustaba.

 

— ¡Aauuu…!

 

Los dos invasores incidieron en el agujero, entrando y saliendo de él varias veces para dejarme sin aliento, hasta que fueron sustituidos por la maravillosa lengua que, de nuevo, volvió a retorcerse en mi interior con su húmedo cosquilleo.

 

No pude soportar más la gratificante tortura.

 

— Fer, fóllame —supliqué—. Por favor, ¡fóllame ya!

 

La boca del chico abandonó mi culo, siendo sustituida por la rotunda dureza de su verga, ya completamente erecta y lista para responder a mi súplica.

 

— Así me lo pedías en mis fantasías —me informó, dirigiendo su arma con una mano—. Y esta vez será real…

 

El glande se deslizó por mi raja trasera, recorriéndola hacia abajo para continuar con el camino del perineo, mientras la mano libre aferraba uno de mis pechos y lo amasaba con devoción. Y, al fin, dio con mis labios mayores, que lo acogieron expectantes hasta que, con una estocada, me penetró hasta el fondo, con un certero movimiento que concluyó con su pelvis azotando mis glúteos.

 

— Ooohhh… —gemí, embriagada de placer.

 

La enhiesta polla se había clavado en mi babeante coño con la suavidad de un cuchillo caliente entrando en la mantequilla, colmando todos mis sentidos con la satisfacción de recibir al deseado macho, el cual, aferrándose al pecho libre con su otra mano para masajearlo del mismo modo que el que ya amasaba, realizó una serie de profundas penetraciones que arrancaron de mí los primeros gemidos totalmente descontrolados.

 

Sin embargo, de repente, me la desenvainó entera, dejando mi almeja abierta y con una desasosegante sensación de vacío en mi interior.

 

— ¿Qué haces, cabrón? —pregunté, girando mi rostro para mirarle por el rabillo del ojo—. ¿Por qué me la sacas?

 

Con una malévola sonrisa y expresión de pervertido, el informático me soltó los pechos para colocar sus manos sobre mi culo expuesto, tirando de ambas nalgas para ampliar el surco entre ellas y colocar en él la punta de su lanza.

 

— Ahora viene la segunda parte de mi fantasía —me anunció, agarrando su miembro ya enfilado para que la gruesa cabeza presionase mi arito.

 

Aquello me hiperexcitó y, a la vez, me causó terror. Pero el joven, avezado en ese arte, no dio tiempo a que me pusiera en tensión, empujando con su pelvis para que el balano se abriera paso a través del relajado esfínter externo, dilatándome el ojal para que toda la testa entrara justa en mi virgen culito, forzando su anillo interno

 

— ¡Aaagg! —grité, paralizada por un súbito escozor que apenas duró un par de segundos.

 

Eso no detuvo al macho que, manteniendo firme la posición de su vara, empujó un poco más, embutiéndome un buen pedazo de su férrea verga en el recto, minimizándose el abrasivo roce de piel con piel con la lubricación de mi fluido femenino embadurnando su ariete, y su saliva recubriendo mi secreta entrada.

 

Con un sonido gutural escapando de mi garganta, expresé la ráfaga de dolor que me atravesó en primera instancia al forzarse el diámetro de mi ano más allá de sus límites establecidos.

 

Respiré profundamente, tratando de dominarme, sintiendo cómo el inicial latigazo se iba transformando en una cálida sensación al adaptarse mi anillo a la forzada apertura, resultándome inusitadamente placentero el cómo mi culito estrujaba el tremendo cilindro que lo profanaba. Además, el notar esa dura herramienta dentro de mí, donde nadie había estado, presionando y dilatando mis entrañas, se tradujo en mi cerebro como una idea y experiencia especialmente excitantes.

 

— Mmm… Qué culo tan rico y apretado… —escuché a Fer tras de mí, a la vez que una de sus manos se dirigía a mi coñito para acariciar su perla, dándome una satisfacción que arrancó de cuajo toda contraindicación.

 

Antes de ser consciente de ello, mis hondas respiraciones tratando de coger aire se habían convertido en leves jadeos. Era la primera vez que me enculaban, pero mi vecinito estaba sabiendo hacerlo tan bien, que no sería una experiencia traumática, sino, más bien, todo lo contrario: un triunfo para guardar en el recuerdo.

 

Incrédula ante lo que me estaba pasando y cómo lo sentía, bajé la cabeza, cerrando los ojos y concentrándome en los dedos que masajeaban deliciosamente mi clítoris mientras la barrena comenzaba a moverse dentro de mí, deslizándose a través de mi ojal con la suavidad de los fluidos previamente aplicados.

 

Con gusto sentí cada penetración como un nuevo logro. La polla de Fer, convertida en exitoso taladro, me perforaba cada vez más adentro, descubriéndome la capacidad de mi entrada trasera para ampliarse sin dejar de oprimir al implacable invasor.

 

Una deliciosa sensación de calor acompañaba cada introducción, combinándose con las gratificantes caricias en mi clítoris para hacerme gemir y disfrutar de cómo la herramienta masculina palpitaba en mis entrañas dilatándolas, cada vez, a mayor profundidad.

 

Podía oír, junto a mis gemidos, los leves gruñidos del macho. Sin duda, él también estaba disfrutando, aunque tuve la impresión de que se estaba conteniendo al percibir que era el primero en explorar la lujuria de mi trasero.

 

Levanté la cabeza y la giré para mirarle por encima del hombro, encontrándole concentrado en su tarea, mordiéndose el labio inferior mientras observaba cómo me insertaba su falo entre las nalgas, a la vez que alargaba el brazo para hacer vibrar mi botoncito.

 

Sus pectorales y bíceps se marcaban más de lo habitual, en tensión mientras me sujetaba y se afanaba en darle satisfacción a mi pepita. Pero lo que más alimentó el incendio de mi mente, derritiendo mis retinas, fue la enloquecedora forma en que sus abdominales se contraían cada vez que su pelvis acometía contra mi culo, dibujándose en su vientre para convertirme en privilegiada espectadora de su atractiva forma. Y por si eso aún no fuera suficiente para fundir mi cerebro, cuando se retiraba hacia atrás me deleitaba con la contemplación, por encima de los montículos de mi grupa, de ese irresistible cinturón de adonis con el que miles de veces había fantaseado en mis días de soledad.

 

«¡Dios, lo quiero todo dentro de mí!»

 

— Me está encantando compartir tu fantasía —le dije, conteniendo los gemidos con una lasciva sonrisa en mi rostro—. ¡Métemela entera!

 

— Sabía que no tardarías en pedírmelo —contestó con su habitual arrogancia.

 

¡¡¡Zas!!!, restalló un súbito azote en mi nalga derecha.

 

— ¡Au! —me quejé, denotando el fondo de disfrute en mi voz.

 

— Estaba seguro de que tenías un culito tragón, solo había que estrenártelo. ¡Te vas a enterar! —acabó sentenciando el enardecido muchacho.

 

Sujetándome de las caderas a dos manos, Fernando embistió salvajemente el corazón dibujado por mis glúteos, endosándome toda su pétrea carne a través de mi agujerito,  llenándome las entrañas con su portentosa polla hasta que su pelvis aplastó mis redondeces y sus pelotas chocaron contra mi incandescente vulva.

 

— ¡Aaaahhhgg! —grité primitivamente. Pero no de dolor, sino del más brutal y desgarrador placer liberando mis más ancestrales instintos.

 

La longitud y calibre de esa arma de destrucción masiva enfundándose completamente en mis carnes por la puerta de atrás, no era una experiencia para remilgadas. Me dejó sin aliento, provocándome temblores por todo el cuerpo, que parecía haberse abierto en canal, pero que, a la vez, se contraía estrangulando al violento invasor que lo destrozaba de gusto. Y sentir la pelvis del macho azotando mis redondas cachas a la vez que las colgantes pelotas rebotaban contra mi coño, había constituido el magnífico aderezo para un perfecto empalamiento.

 

El ariete fue desalojando el estrecho conducto, dejando un rastro de alivio en su retirada y un abrasador calor en el agujero (ya no tan pequeño) de entrada. Pero no hubo descanso, pues el toro bravo, inmediatamente, volvió a arremeter con furia, manteniéndome fuertemente sujeta por las caderas para que aguantase la embestida y gozara la más profunda penetración que se me podía dar.

 

— ¡Aaahgg…! —volvió a salir, gutural y agudamente, de mi garganta— Aaahgg… ahg… ahg … ahg … ahg…

 

Los embates se sucedieron, arrancándome de las cuerdas vocales sonidos que nunca antes había emitido, más parecidos a gruñidos animales, por la bestialidad de lo que estaba sintiendo, que a gemidos femeninos, denotando la inabarcable dimensión de mi disfrute.

 

— Ahg … ahg… ahg … ahg … ahg….

 

Con mis manos convertidas en garras, me sujeté firmemente a la barandilla, aguantando como una leona el severo castigo al que estaba siendo sometido mi culo, mientras mis pechos se zarandeaban adelante y atrás.

 

— Ahg … ahg… ahg …

 

Fer también gruñía, deslizándose sus manos de mis caderas a mi estrecha cintura para seguir sujetándome y, además, tirar de mi cuerpo hacia él cada vez que me ensartaba, aumentando la magnitud del terremoto desatado en mi anatomía.

 

— Ahg … ahg… ahg …

 

Aunque no se nos pudiera ver, al estar en la terraza chillando escandalosamente mi desfloramiento anal, tanto los vecinos de los pisos inferiores, como los de los edificios colindantes, estaban siendo testigos auditivos de cómo un joven estaba acuchillando sin compasión, y por la retaguardia, a una mujer para matarla de placer. Pero nadie podría averiguar que era yo, nadie sospecharía jamás de la intachable mujer madura, y casada desde hacía casi quince años, que vivía en el tercero “A” del portal catorce.

 

— Ahg … ahg… ahg …

 

El bombeo era incesante y abrumador. El sudor recubría mi piel, refrescándola del intenso ejercicio mientras mechones de azabache cabello se agitaban ante mis ojos.

 

— Ahg … ahg… ahg …

 

Tenía la garganta seca, pero no podía ni tragar saliva, pues mi empalador no me daba tregua, ni yo quería que me la diera.

 

— Ahg … ahg… ahg …

 

La polla se movía en mi interior como una anaconda que quisiera salir por el otro extremo, estimulando regiones de mi cuerpo desconocidas para mí, y que irradiaban un placer que me hacía estremecer.

 

— Ahg … ahg… ahg …

 

Mi ojal se relajaba y contraía, tirando de la estaca como si quisiera arrancarla de su masculina base, deleitándome con un húmedo calor y cosquilleo que se propagaban hacia mi sexo, haciéndolo llorar con saladas lágrimas que resbalaban por la cara interna de mis muslos.

 

— Ahg … ahg… ahg …

 

El semental seguía dándome sin compasión, rebotando una y otra vez contra mi culo, golpeándome inmisericorde la grupa, produciendo unas maravillosas ondulaciones en mis nalgas que subían hasta mis danzarinas tetas como una marejada sobre mi piel.

 

— ¡Joderrr… jodeeerrr … jodeeerrr…! —verbalicé mi cercanía al punto culminante.

 

— Siií —dijo él entre dientes—. Joderte bien es lo que estoy haciendo…

 

El cúmulo de tan salvajes estocadas horadando y sacudiendo mi anatomía, y esas excitantes palabras grabándose en mi cerebro, me hicieron entrar en una especie de trance en el que arqueé un poco más mi espalda levantando los hombros, sobreponiéndome al sometimiento, lo que a ambos nos proporcionó un nuevo ángulo de penetración de lo más exquisito.

 

— Cómo te gusta, ¿eh, cabrona? —escuché.

 

Mi cuerpo, llevado por el goce, respondió por sí mismo, empujando hacia atrás con cada embestida de mi amante, aumentando un poco más, si eso era posible, la intensidad de las perforaciones.

 

— Umm… umm… ummmm…—gemí, sintiendo que me catapultaba hacia el nirvana con el sincrónico empuje.

 

Fer subió sus manos hasta mis hombros, tirando de ellos, y yo ya no pude más. Estallé en un increíble orgasmo que me hizo aullar como una loba, con todos mis músculos en tensión y mi arito y glúteos exprimiendo al duro profanador.

 

Fue una desconcertante descarga, tan intensa como la que más, pero a la vez distinta a cuantas había experimentado hasta el momento, con un origen más profundo y una electrizante sensación al ascender por mi espina dorsal. Una delicia cuya diferencia achaqué a la vía por la que había sido alcanzada.

 

El chico sintió en sus propias carnes la vorágine de mi clímax estrangulando desesperadamente su verga. Y su respuesta fue encularme con más avidez, prolongando mi éxtasis, haciéndome sentir su polla latiendo en mi interior, demencialmente gorda. Hasta que, clavándomela con mis nalgas aplastadas contra su pubis y sus huevos presionándome el coño, rodeó con su brazo derecho mi cintura,  atenazando fieramente con la otra mano mi teta izquierda, como si fuera una pelota antiestrés, mientras su esencia se inyectaba en mis entrañas, escaldándome con cada espasmo dentro de mí.

 

Eso me hizo perder completamente la cabeza, pues como primicia en mi vida, encadené un segundo orgasmo consecutivo, superando al anterior. Las explosiones pirotécnicas se sucedieron llevándome a cotas jamás alcanzadas, dejándome sin voz, con mi cuerpo sumido en convulsiones que hicieron rugir al macho mientras terminaba de regarme con cuanta leche le quedaba.

 

Creo que por un momento me desmayé, aunque no podría afirmarlo, pues volví a sentirme terrenal cuando abrí los ojos y me encontré agarrada a la barandilla de la terraza con los nudillos blancos, mechones de pelo pegados a la frente, la piel recubierta de sudor, y la cara interna de mis muslos mojada con zumo de hembra escurriendo en regueros.

 

Mi amante aún resoplaba en mi oído, relajando la sujeción con la que me tenía atrapada por la cintura y el pecho, mientras su bayoneta perdía firmeza en mi interior. Hasta que decidió sacármela con un suspiro simultáneo.

 

— Ha sido brutal cumplir mis fantasías contigo —comentó—. Me ha encantado romperte este divino culo —añadió, acariciando mis enrojecidas y sensibles nalgas—. Sabía que, con tu vocación de puta, en cuanto te lo abriera por primera vez, ibas a disfrutarlo tanto o más que yo…

 

— ¿Y a ti quién te ha dicho que has sido el primero en entrar por ahí? —le espeté, mostrándome altiva y tratando de disimular el temblor de piernas.

 

— ¡Ja, ja, ja! —estalló en una carcajada—. Aunque al final pareciera que ya tenías práctica, eso se nota, sobre todo al principio. Sin contar el cómo chillabas… Alucinabas con cómo te estaba gustando, ¿verdad?

 

Sentí mis mejillas ardiendo, avergonzada porque un veinteañero me estuviera dando lecciones.

 

— Venga, Mayca, que no te de vergüenza que haya sido yo quien te ha desvirgado el culo —añadió al ver mi reacción—. Eres una diosa con necesidades y deseos que tu marido no puede llegar a satisfacer, y para eso estoy yo…

 

— Uf, sí —admití—. Supongo que eres lo que más necesito ahora. Tan joven y atractivo, fuerte y bien dotado…Por no mencionar tu modestia, ¡ja, ja, ja!

 

— ¡Ja, ja! Ha sido la hostia montarte. Y como muestra de mi modestia —me guiñó un ojo—, te confieso que nunca lo había disfrutado tanto… Para mí también ha sido la primera vez, sin condón, claro, y te aseguro que nunca lo olvidaré.

 

— Tampoco ha sido para tanto —mentí con una sonrisa maliciosa, eludiendo la transcendencia compartida de dicha afirmación y volviendo a interpretar mi  papel de “soy tuya pero no lo soy”, que a ambos tanto nos gustaba.

 

— ¡Ja, ja, ja! Ya lo he visto, ya… Bueno, te dejo para que disfrutes de otro “cigarrito de después”, que veo que el anterior te ha sabido a poco…

 

Para mi perplejidad, se encaramó a la celosía que separaba nuestras viviendas, tal y como estaba, completamente desnudo. Y justo antes de pasar al otro lado, se despidió con una inesperada petición:

 

— Deberías tirarme la ropa a la terraza antes de que llegue Agustín, a no ser que la quieras como recuerdo... ¡Hasta la próxima!

 

Y así me quedé, alucinada y físicamente destrozada por una noche de primitiva lujuria que me había hecho volar como nunca y, a la vez, sumergirme en las abisales profundidades de un océano que apenas estaba empezando a explorar.

 

 

 

10

 

No puedo negar que al día siguiente me levanté con dolores por todo el cuerpo, especialmente en el culito, aunque mucho menos intensos de lo que habría cabido esperar, teniendo en cuenta la dura sesión de sexo a la que mi vecinito me había sometido.

 

Parecía que, tras varios encuentros, empezaba a acostumbrarme a esa enérgica forma de follar, en la que el arrebato salvaje se revelaba como un indiscutible catalizador que elevaba la excitación y el grado de disfrute hasta cotas nunca antes vislumbradas, a años luz del sexo con Agustín. Y eso me hacía estar completamente segura de que jamás podría obtener eso con mi marido, por lo que no sentía ningún remordimiento que enturbiara la magnífica experiencia.

 

En casa, junto a la estabilidad de una vida hecha, tenía cuanto necesitaba a nivel sentimental y emocional. Y en el piso de al lado, junto a la emoción de la clandestinidad, tenía lo que me faltaba para sentirme completa dando rienda suelta a mis instintos. Nunca había sido tan feliz.

 

Antes de que mi marido llegara del aeropuerto, le devolví a mi vecino su ropa lanzándosela de una terraza a la otra, tal y como me había pedido. Aunque me permití una travesura, fruto de la jovialidad que el chico despertaba en mí. Me quedé su bóxer como trofeo, ocultándolo en un lugar donde estaba segura que Agustín jamás lo encontraría, y lo sustituí por mi tanguita usado la noche anterior. Sospechaba que no sería la primera prenda íntima femenina que el joven recibiría o tomaría como regalo, pero aun así, me resultó una idea divertida.

 

Cuando mi marido llegó a casa, ya con el primer abrazo y beso, me hizo saber cuánto me había echado de menos. Conseguí desviar su atención preguntándole por el viaje, pero enseguida volvió a atacarme, convirtiendo un segundo amoroso abrazo y devoto ósculo en una verdadera declaración de intenciones de su entrepierna.

 

Quise entregarme a él, pues le amaba aunque no llegara a excitarme, ni de lejos, tanto como lo hacía el superdotado muchacho. Y así lo hice en primera instancia, dejándome llevar por besos y caricias mientras nuestras ropas iban cayendo al suelo, hasta que mis molestias me obligaron a desistir de cumplir con mis derechos y obligaciones de ferviente esposa.

 

— Lo siento, cariño —le dije, estando ya los dos desnudos a los pies de la cama—, pero estoy hecha polvo… Creo que estos días de atrás me he pasado con el gimnasio, me duele todo, y sobre todo creo que me he pasado con la bici estática… Me duele especialmente por ahí abajo…

 

«El sillín estaba taaaaan duro…», bromeó internamente mi lado oscuro.

 

El gesto de decepción de Agustín sí que me causó algún que otro remordimiento, más cuando, mansamente, aceptó la situación acariciándome, besándome y diciendo: “Ya será en otro momento, lo importante es que tú estés bien”.

 

El más profundo sentimiento de amor por mi hombre me embargó, sancionándome internamente por mi egoísmo e injusto trato a quien tanto me quería y cuidaba. Así que, en consecuencia, acabé sentándome en el borde de la cama para hacerle una felación compensatoria, degustando su polla como si fuera un caramelo del que mis labios y lengua dieron buena cuenta.

 

Tardó poco en avisarme de que iba a eyacular, por lo que, para asegurarme de que quedaba bien satisfecho, le permití correrse sobre mis tetas para su disfrute visual, regándomelas con copiosos chorretones de semen caliente que llevaba toda la semana acumulando para mí.

 

Por último, y posiblemente influenciada por cómo el veinteañero del piso de al lado me hacía sentir, tomé el móvil para pedirle que me hiciera una foto con la que recordarme durante sus continuos viajes de trabajo. Ni que decir tiene que la idea le encantó, por lo que me retrató alzándome los pechos con mis propias manos para mostrarlos recubiertos de su lechosa simiente, acompañados de una viciosa mirada lamiéndome con erotismo el labio superior.

 

Pasamos el resto del fin de semana como dos enamorados, pues ese era el motivo de nuestro matrimonio, en el que desde el primer momento tuvimos claro que ninguno de los dos quería tener hijos que perturbaran nuestra vida de pareja. Y, al final, la noche del domingo, completamente recuperada, ya pude darle a mi querido marido la satisfacción de cabalgarle hasta dejarle seco y roncando, mientras yo me fumaba a escondidas un cigarrillo en la terraza pues, al menos en su presencia, había comenzado a cumplir mi promesa de dejar el hábito.

 

La nueva semana transcurrió tranquila, sin noticias de Fernando, pues Agustín, sin tener que volver a viajar hasta el lunes siguiente, había conseguido que en su empresa le dejasen una semana de trabajo más relajado en casa.

 

En ese tiempo, no escuché ni un ruido a través de la pared que delatara los frecuentes escarceos del vecino, ni siquiera con la asistenta cuando no había nadie más en su casa. Tal vez fuera porque sabía que mi marido estaba conmigo, o porque yo ya le había dado el suficiente sexo para una temporada.

 

«No», me dije en una ocasión. «Es un auténtico semental, necesita y tiene la oportunidad de follar cuanto quiera. Seguro que lo está haciendo por ahí, o con la rumana en el dormitorio de sus padres…»

 

La verdad es que no me importaba, no tenía derecho a sentir celos, y ya había interiorizado profundamente la idea de que el chico no debía representar para mí más que un magnífico juguete con el que disfrutar en mis periodos de soledad.

 

--------------------------------------------------------

 

El sábado siguiente amaneció como un día especialmente caluroso, lo que, en un principio, me dio mucha pereza para acudir con Agustín a un concierto de música clásica al aire libre. Pero, al final, mi maridito consiguió convencerme para no dejar de ir, pues hacía un mes que teníamos las entradas y, además, me informó de que ese mismo día, Pilar y José Antonio nos habían vuelto a invitar a comer en su casa y tomar unas copas hasta que cayese el calor.

 

La idea de volver a encontrarme con mi amante en presencia de mi marido y sus padres me causó cierto desasosiego, pero a la vez, me resultó emocionante. No había vuelto a verle desde que me había empotrado en la pared y, entre otras deliciosas cosas, me había descubierto las excelencias del sexo anal… ¿Habría guardado mi tanga con olor a hembra?

 

Tras varios días batallando con la ansiedad de haber dejado forzosamente de fumar por tener siempre a Agustín cerca, sentí la necesidad de aprovechar la oportunidad de que se metía en la ducha para consumir, fuera y apresuradamente, un cigarrillo que me trajo gratos recuerdos. Un buen enjuague bucal y concienzudo lavado de manos en el aseo del dormitorio enmascararon la falta a la promesa hecha a mi esposo.

 

«El más intrascendente de los pecados que tengo que ocultar…»

 

Más serena, tomé la determinación de divertirme con la situación por la que tendría que pasar. Aprovechando que debía arreglarme para asistir al concierto, decidí ponerme el elegante y ajustado vestido verde que había seleccionado una semana atrás para deslumbrar a Fer, habiéndome impedido su impetuoso asalto lucirlo para él.

 

En el cajón de la ropa interior comprobé que el único sujetador que quedaba bien con la prenda elegida era, precisamente, aquél que iba a juego con el tanga que había regalado al chico a cambio de su bóxer.

 

«¡No puedo ir con una pieza de cada!», me dije. «¡Sería un sacrilegio no llevar el conjunto completo!», añadí, dibujándoseme una pícara sonrisa en los labios.

 

Por primera vez en mi vida, me vestí sin llevar prenda íntima inferior, y me resultó de lo más excitante.

 

Coqueteando con mi propio reflejo en el espejo, comprobé que el vestido me quedaba como un guante, ajustándose a cada vertiginosa curva de mi cuerpo; cubriendo mis voluptuosos pechos para formar el escote palabra de honor, pero, a la vez, remarcando su globosidad y turgencia; ciñéndose a mi esbelta cintura, de invertidos paréntesis que han eludido el inevitable ensanchamiento  de la procreación; delineando mis pronunciadas caderas de ánfora romana; dibujando la rotundidad de mis firmes nalgas, redondeadas rocas de ribera fluvial, y envolviendo mis tersos muslos hasta casi las rodillas, formando una campana bajo la cual, en lugar de badajo, se encontraba mi jugoso coñito.

 

Agustín salió de su tranquila ducha, entrando en el dormitorio en el momento en que terminaba de calzarme los taconazos y comprobaba cómo ensalzaban la tonicidad de mis piernas y elevaban, aún más, mi prieto culito.

 

— ¡Estás espectacular, nena! —exclamó al verme—. No habías vuelto a ponerte ese modelito desde la boda de mi sobrino… ¡Anda que no voy a presumir de mujer en el concierto!

 

— Exagerado —contesté, riéndome encantada por el cumplido. «Y si supieras que no llevo bragas…»—. Seguro que allí habrá jovencitas que atraigan más las miradas —terminé diciendo.

 

— Ninguna te llegará a la tapa de los tacones —aseguró, rodeándome la cintura con los brazos y haciéndome sentir, a través de la toalla enrollada en su cintura, que era lo que realmente pensaba.

 

— Cuánto te quiero… —susurré, absolutamente convencida de ello.

 

Me besó apasionadamente, estrechando su abrazo, y sus manos comenzaron a recorrerme la cintura con suaves caricias que comenzaban a bajar hacia mi culo.

 

«¡Va a notar que no llevo tanga!», grité por dentro.

 

Sentí un escalofrío y, a la vez, una terrible excitación, por lo que, manteniendo a duras penas la cabeza fría, me separé de mi esposo apartando suavemente sus manos, que ya alcanzaban a donde debería haber notado la tira del tanga.

 

«No se ha dado cuenta. Menos mal que la cabeza con la que está pensando ahora mismo no es la que tiene sobre los hombros».

 

— Venga ya, Mayca, que estás muy buena y tenemos tiempo para uno rapidito, ¿no? —me recriminó.

 

— Yo todavía no me he maquillado —traté de poner una excusa—, y ya me he peinado…

 

— Venga, cariño —insistió él, devorándome con la mirada—. No puedes ponerte así y no dejarme catarte… Nos da tiempo a todo, y siempre puedes hacerte una coleta con la que estás súper sexy…

 

No me quedaban excusas, me iba a pillar sin ropa interior e iba alucinar. ¿Cómo podría explicarle que iba a un concierto de música clásica y, sobre todo, a casa de los vecinos con el coño al aire?

 

El miedo me dejó paralizada, pero, de repente, la providencia vino en mi auxilio. El nudo de la toalla de Agustín se había aflojado al frotarse contra mí y, justo en ese momento, se le cayó al suelo, mostrándome su pene erecto apuntándome a la cara, como una señal.

 

No lo dudé ni un segundo. Ante un incrédulo Agustín, me puse de rodillas, agarré su polla sobresaliendo de mi puño poco más que la testa, y le di un jugoso beso.

 

— ¡Joder, cariño! —exclamó.

 

Chupeteé el glande con mis labios y lengua, besándoselo golosamente. Había encontrado una salida para no tener que dar una explicación que no podía, ¿y por qué no disfrutarlo?

 

Me comí el balano, haciéndolo entrar en mi boca hasta que mis labios dieron con mi puño, y continué succionando hacia dentro y hacia fuera, con mis suculentos pétalos envolviéndolo mientras la lengua le acariciaba el frenillo.

 

— Uf, nena —escuché desde las alturas—, si sigues así no me va a dar para echarte un polvo, ufff…

 

«¡Oído cocina!», gritó mi demonio interno.

 

Quité la mano para agarrarme a sus muslos y devorar toda la verga hasta el final, alcanzándome la campanilla, aunque no pudiendo pasar de ese límite que otro había rebasado sobradamente.

 

— ¡Dios!

 

Chupé sacándome el enhiesto músculo lentamente, hundiendo mis carrillos para que mi mojada cavidad bucal se adaptase a todo el contorno del tronco, presionando con los labios como suaves y mullidos cojines masajeando la dura carne, hasta que la punta emergió, teñida con un tono violáceo y acompañada de un húmedo sonido de succión.

 

Miré a los ojos de mi esposo, quien me contemplaba con su rostro desencajado por el gusto, y le sonreí con malicia, lo que le provocó un suspiro mientras brotaban un par de transparentes gotas del pequeño orificio de su vara.

 

Mi lengua salió para lamer esa muestra de máxima excitación, tomándola para volver a mi boca convirtiendo las gotas en un fino y brillante hilo de aceitoso fluido que colgó hasta mi labio inferior, cortándose cuando me relamí paladeando su salado sabor.

 

Otro profundo suspiro y la emergencia de más lubricante, me indicaron que mi hombre ya estaba totalmente bajo mi control, permitiéndome hacer con él lo que quisiera.

 

«Ya no habrá posibilidad de preguntas incómodas», me dije. «Le tengo dominado», concluí, sintiendo cómo mi desnudo coñito se humedecía bajo la falda del divino vestido.

 

Volví a comerme la polla, succionándola hasta el fondo, abrasándola con el calor de mi paladar, y comencé un suave vaivén cervical con chupadas que arrancaron gemidos masculinos.

 

— Así me matas, preciosa —dijo Agustín entre dientes—. Cada vez lo haces mejor…

 

«Porque ahora me gusta de verdad», contesté para mí misma, con la boca llena de la palpitante estaca de mi marido y mayor humedad en mi entrepierna. «Solo necesitaba comerme un buen rabo para que despertara mi apetito, y aunque el tuyo no sea lo mismo, tampoco está nada mal. A falta de pan, buenas son tortas».

 

Mamé con verdaderas ganas, saboreando el duro falo, excitándome con el roce en mis sensibles labios y mi capacidad para engullirlo entero sin apenas esfuerzo, disfrutándolo mientras volvía loco a mi hombre.

 

Lo que había comenzado como una vía de escape, se había convertido en algo que realmente quería hacer, y tan cachonda me estaba poniendo, que, por un momento, temí que mi coñito desnudo acabara mojándome el vestido. Así que, tenía que poner fin a aquello cuanto antes.

 

Aspiré con todas mis fuerzas, convirtiendo la felación en una salvaje mamada de vertiginoso ritmo, lo que no tardó en producir el efecto deseado.

 

— Dios… Dios… Dios… —bufaba mi esposo— Cariño, me voy a correr… Si no paras me corro…. Me voy a correr…

 

Por supuesto, hice caso omiso a su advertencia, y continué con mi tarea hasta que, al momento, la verga se hinchó en mi boca y sentí el primer espasmo ascender por el tronco que se deslizaba sobre mi lengua.

 

— Me corro, Mayca, me corroooohh… —anunció Agustín entre jadeos, tratando de no alzar la voz, sorprendido y extasiado porque, por segunda vez en toda nuestra vida como pareja, no se la soltara.

 

Comiéndome toda la carne hasta que la punta se asomó a mi garganta, sentí en ésta la primera descarga eyaculatoria de mi hombre, tragándola directamente. Y así me mantuve, alcanzando con mi mano los testículos para apretarlos suavemente y exprimir a mi orgásmico maridito, quien me dio hasta la última gota de su densa leche en varias ráfagas, colándose directamente a través del sumidero de mis tragaderas.

 

Con una última succión, dejé la cincuentona herramienta reluciente, y al satisfecho beneficiario apoyado en la cómoda del dormitorio.

 

Me puse en pie, comprobando que la humedad de mi almeja no había sido lo suficientemente abundante como para evidenciarse en el verde de mi prenda.

 

— Uf, nena, ha sido increíble… —recibí como halago a mi perfecto trabajito oral.

 

— Gracias —contesté con una complaciente sonrisa—, me alegra que te haya gustado.

 

— Joder, ¡y tanto! Y aunque te he avisado, como siempre, es la segunda vez que me dejas correrme en tu boca… Y eso es… ¡buf! Y encima esta vez te lo has tragado todo, ¿no…?

 

— Claro, no iba a dejar que me mancharas el vestido —le confesé, dándole la verdadera razón por la cual le había hecho eyacular directamente en mi garganta—. Así que no te acostumbres a ello, ¿eh? —le advertí, remarcándole que era yo quien tenía el mando.

 

— ¡Ja, ja, ja! Eres increíble. De todos modos —añadió pensativo—, no sé en qué estarás metida ahora…

 

— ¿Y eso a qué viene? —pregunte con curiosidad, con mis manos sobre las caderas.

 

— Es que, últimamente, cuando hacemos el amor, te noto distinta, no sé… como más desatada…

 

Sentí un escalofrío atravesándome.

 

— Y luego está lo otro —continuó—. Hace poco, después de quince años juntos, me dejaste correrme por primera vez en tu boca… Y el otro día en esos pechotes que me vuelven loco… Y ahora hasta te lo has tragado…

 

Un nudo se me hizo en el estómago, y no por el biberón que acababa de tomarme.

 

— ¿No estarás traduciendo una novela erótica? —terminó por preguntar.

 

Una increíble sensación de alivio me hizo resoplar por dentro. Me había temido lo peor: que mi amado esposo sospechase algo. Sin embargo, su confianza en mí era ciega, pues nunca le había dado motivos para lo contrario y, además, la confianza se basaba en un principio de reciprocidad, ya que él se pasaba la vida viajando de un sitio a otro, conociendo a gente, lejos de casa…

 

— No, no, qué va —negué, riéndome con la curiosa teoría—. Solo es que te echo mucho de menos cuando estás fuera. Así que, cuando estás, quiero disfrutarlo al máximo y que tú también lo hagas… Así no te buscarás alguna jovencita por ahí —terminé, dándole la vuelta a la tortilla.

 

— Venga ya, preciosa. ¿Cómo voy a buscarme nada por ahí? ¿Para qué quiero una jovenzuela, teniendo semejante mujer en casa, y que encima me hace estas cositas?

 

Me dio un cariñoso beso que, encantada con mi cinismo, le correspondí.

 

— Vale, pero como ya te he dicho antes —le insistí ante su entusiasmo—, no te acostumbres a cómo ha terminado ahora, que ha sido una excepción —«¿Seguro? ¡Si a ti también te encanta!», dijo mi diablillo interno—. Solo quería que no me pusieras perdida para poder lucir este vestido que tanto te gusta.

 

«Cínica, cínica, cínica…» canturreó mi conciencia.

 

— ¡Claro como el agua, mi señora! —se cuadró cómicamente— Entonces, ¿terminamos de arreglarnos y vamos a que presuma de mujer?

 

Ya en el baño, antes de darme un retoque de maquillaje y carmín en los labios, y volver a cepillarme la melena, sequé la humedad de mi entrepierna, disfrutando nuevamente de la excitante sensación de ir sin ropa interior. Sin duda, esa travesura y lo que acababa de pasar con Agustín sin satisfacción para mí, mantendrían mi libido, al menos, durante un buen rato.

 

El concierto mereció la pena, aunque el calor, en determinados momentos, fuera abrumador. La orquesta había sonado maravillosamente en una de las más populares zonas verdes de la ciudad, habiendo interpretado algunas de mis piezas favoritas. Y la guinda definitiva del pastel consistió en el aire colándose por la abertura de mi falda, transportándome mentalmente al fin de semana anterior, dejándome meridianamente claro que iba a estar bien calentita todo el día.

 

Después, volvimos al  barrio para tomarnos un par de vinos y hacer tiempo para acudir a casa de los vecinos. En ese tiempo, mientras Agustín entablaba conversación con un conocido, intercambié mensajes con mi amiga Sonia. No habíamos hablado en toda la semana, debido a que ella había estado muy liada en el trabajo, por lo que enseguida me preguntó por mi experiencia del viernes anterior.

 

Con un lenguaje en clave para que solo ambas pudiéramos entendernos, en el caso de que mi marido echase un vistazo a la pantalla de mi móvil, le conté, a grandes rasgos, lo que había hecho, cómo lo había disfrutado, y lo increíblemente viva que me había hecho sentir. ¡Como para bajárseme la calentura que llevaba arrastrando desde primera hora!

 

Mi amiga lo entendió y me apoyó animándome, incluso, a repetir:

 

— Me alegro por ti. Ya tenemos una edad como para no estar perdiendo el tiempo. Date todos los caprichos que te hagan disfrutar, ya has visto que la juventud puede darte gratas satisfacciones, y  bien dotadas, por lo que dices. ¡Aprovéchalo!

 

Agustín ya se despedía del conocido, por lo que concluí el intercambio de mensajes con un “Así haré en cuanto pueda. Besos”.

 

— ¡Bravo! —leí, justo antes de que mi marido volviera a prestarme toda su atención—. Por cierto, que mi oferta sigue en pie para cuando quieras… ¡Carpe diem! Besos.

 

Sentí una corriente en mi vulva, y esa vez no había sido producida por el aire.

 

Acabadas las consumiciones, y algo afectados por el vino cayendo en estómago vacío (bueno, el mío no tan vacío), nos presentamos ante la puerta de los vecinos, la cual se abrió antes de llamar al timbre.

 

— ¡Hombre, chaval! No me digas que te vas ahora que llegamos nosotros —dijo Agustín al encontrarnos con Fernando, dispuesto a salir.

 

— Pues sí, me iba a comer con los colegas del fútbol —contestó el chico para mi frustrante alivio—. Aunque… la verdad es que no me apetece mucho… —añadió, realizándome un rápido escáner de pies a cabeza que mi esposo no percibió—. ¡Mira, acabo de cambiar de opinión! Me quedaré a comer con vosotros… Mi madre ha hecho paella —aclaró en última instancia.

 

— ¡Cómo sois los jóvenes! —exclamó Agustín con una carcajada—. Di que sí, que donde comen cuatro, comen cinco, y la paella de tu madre está para chuparse los dedos.

 

— Tú sí que sabes, Agustín. Las cosas ricas siempre hay que compartirlas, ¿verdad, María del Carmen? —se dirigió a mí como siempre hacía en presencia de los demás.

 

— Sí, claro —contesté acalorada, fijando mis verdes ojos en la refulgente mirada del chico—, siempre que cada uno tenga lo suyo.

 

Fer nos dejó pasar para dirigirnos al salón al encuentro de sus padres, siguiéndonos por el pasillo. Con un fugaz giro de cabeza comprobé, por el rabillo del ojo, que su vista iba fija en mi culo enfundado en el ajustado vestido. Sentí la ansiedad que solo un cigarro, que no podía fumarme, podría calmar.

 

Pilar y José Antonio nos recibieron con besos y abrazos mientras su hijo se marchaba a su cuarto, reincorporándose unos minutos después para explicarle a su madre que, al final, comía con nosotros.

 

Aprovechando que nadie me prestaba atención en ese momento, con mi marido riendo a carcajadas con su amigo, me embebí de la juvenil anatomía que quedaba de espaldas a mí, en una perspectiva que pocas veces había podido disfrutar.

 

Con su castaño cabello alborotado, formando su característico peinado de calculado despeinado, Fer vestía una camisa azul celeste, de manga corta ceñida a sus brazos para evidenciar la tonicidad de sus tríceps, quedándole perfectamente ajustada a las líneas de sus anchos hombros para descender estrechándose deliciosamente, en consonancia con las oblicuas formas de su fuerte espalda, hasta llegar ligeramente por debajo de la cintura; permitiéndome vislumbrar, en sus pantalones cortos de color blanco, la forma de sus redondeados glúteos, bien prietos y propensos a que mis uñas anhelaran clavarse en ellos.

 

«¡Dios, qué mordisco le daba ahora mismo!», gritó mi leona interna.

 

Las patas de esos pantalanes, bajo el dulce melocotón que remataba la espalda, envolvían hasta casi las rodillas esas piernas robustas como centenarios robles de agraciado crecimiento, permitiéndome disfrutar de la vista de unos gemelos potentes, duros y con forma de corazón, que daban fe de la futbolística afición del muchacho.

 

«Es un demonio vestido de ángel… ¿Cuándo volveré a arder en su celestial infierno?».

 

Cuando se dio la vuelta, rápidamente tuve que apartar mi vista simulando contemplar un cuadro, pues estaba segura que, tanto mi mirada como el rubor de mis mejillas, podrían delatar la lujuria de mis pensamientos, y no solo a él.

 

— Bueno, pues ahora traigo otro plato y cubiertos —dijo finalmente Pilar tras la explicación de su hijo—. Id sentándoos, por favor, que la comida está en su punto.

 

Nuestros encantadores vecinos habían preparado la mesa redonda del salón para estar más frescos con el aire acondicionado, pues el día no estaba como para salir a comer al bochorno de la terraza. Así que acabamos allí sentados los cinco, un poco más apretados, quedándose Agustín a mi izquierda y Fernando a mi derecha, peligrosamente juntos los tres.

 

«¡Qué casualidad!», me dije, sintiendo nuevamente el desasosiego. «Como si fuera una comedia de Hollywood que acabará en enredo, sentada entre mi marido y mi amante».

 

Como era de esperar, la conversación fue amena y el alimento delicioso, mi esposo no exageraba cuando decía que la paella de Pilar era para chuparse los dedos. Así que dimos buena cuenta de toda la comida regada con un par de botellas de vino, de las cuales el joven no probó ni una gota. Todo lo contrario que yo, que no dejando de sentir la mirada de soslayo del chico, traté de ahogar el nerviosismo con más cantidad de la habitual.

 

— ¿Y cómo vas con la búsqueda de trabajo, chaval? —le preguntó mi amado a mi amante—. Imagino que el verano es mala época para encontrar algo, ¿no?

 

— Así es, Agustín —contestó el aludido, girando un poco su cuerpo para dirigirse a quien preguntaba, permitiendo que mi subrepticia mirada reparara en cómo su camisa llevaba desabrochados los dos botones superiores, formando una abertura en la cual sus cincelados pectorales se vislumbraban para que las yemas de mis dedos ardiesen ambicionando recorrer su escultural consistencia.

 

— Ahora es bastante complicado —corroboró—. Solo hay “empresas cárnicas”, de las que, por ahora, paso, a no ser que en tres meses más no encuentre algo mejor.

 

Sentí la rodilla del chico contactando con mi muslo, produciéndome una descarga eléctrica que subió hasta mi cerebro, el cual, ligeramente ebrio, ordenó a mis ojos dirigir la mirada más abajo, por debajo del borde de la mesa. Apenas fue un vistazo de dos segundos, lo suficiente para comprobar que, con el giro para atender a mi esposo, la entrepierna del joven ya no permanecía oculta bajo la mesa, quedando expuesta a mis atentas pupilas para que pudiera apreciar cómo se marcaba un llamativo paquete que sugería el tamaño de la artillería ahí guardada. Me sentí sofocada y tuve que apartar rápidamente la vista.

 

— ¿”Empresas cárnicas”? —preguntó Agustín.

 

— Sí, así es como se las conoce en nuestro mundillo… —aclaró Fer, incidiendo nuevamente con su rodilla en mi muslo para comenzar a frotarlo lentamente.

 

No pude atender a la explicación, pues el cosquilleo recorrió mi cuerpo incitando a mis globos oculares a dirigirse, una y otra vez, al atractivo abultamiento que parecía acrecentarse con ese clandestino roce, al tiempo que mis pezones también se endurecían.

 

Afortunadamente, mis continuas miradas pasaban desapercibidas para el resto de comensales, pues todos estaban atentos a la exposición del informático. Y él se estaba recreando en ser el centro de atención, explayándose sobre su futuro laboral y las oportunidades que esperaba aprovechar, seguro de lo que estaba provocando en mí, ya que era la única persona consciente de cómo mis verdes ojos se dirigían bastante más abajo que los del resto de oyentes.

 

Yo ya tenía los pezones como para rayar cristal, hecho que, con un vistazo indiscreto, se podría comprobar evidenciándose a través del ligero sujetador y la fina tela ajustada del vestido. Por suerte, la única mirada que percibí, de soslayo, fue precisamente la de aquel que estaba produciendo esa reacción, sonriendo mientras hablaba.

 

— De todos modos —intervino de pronto Pilar—, también estamos pendientes de lo de mi empresa, del posible puesto libre en Zaragoza…

 

— Sí, mamá —le atajó condescendientemente su hijo—. Pero esa es una posibilidad remota, y preferiría encontrar algo por mí mismo. Ya estoy más que crecidito…

 

Con esa última afirmación, clavó su rodilla en mi muslo, obligándome a echar un último vistazo allá abajo. Sentí que me humedecía al comprobar el intencionado doble sentido con que se había expresado para que yo lo captase. En el pantalón corto se podía apreciar una tremenda hinchazón de fálica forma que se prolongaba desde la entrepierna hacia el mulso derecho del chico, como si bajo su ropa escondiese una boa constrictor que estuviera buscando la luz en la pernera de la prenda.

 

«¡Dios mío, y tan crecidito que está!», me dije, mordiéndome el labio.

 

Frotando mis muslos uno contra otro de forma nerviosa, traté de contener la natural lubricación de mi coñito desnudo, siendo en vano, por lo que, al igual que me había ocurrido estando arrodillada ante mi hombre, comencé a temer por la posibilidad de mojarme el vestido.

 

— ¡Di que sí, chaval! —aprobó mi marido sobresaltándome—. Confiar en uno mismo y conseguir las cosas por tu propia mano es lo que más satisfacciones da, ¿verdad, cariño? —preguntó en última instancia, dándome un leve codazo.

 

Ese gesto logró sacarme del trance en el que estaba sumergiéndome, e incluso, consiguió que Fernando apartase su rodilla de mí al convertirme, en ese momento, en el centro de atención.

 

— Sí, claro —dije yo, serenándome y tratando de disimular mis erectos chupetes para dirigirme al chico—. Seguro que si confías en tus aptitudes, podrás conseguir cosas que antes parecían impensables, pura fantasía…

 

Nuestras miradas se encontraron con un choque de fuego entre ambas, siendo imposible la interpretación de su correcto significado para el resto de tertulianos. Solo nosotros dos teníamos la clave para desencriptar el mensaje, ¡y cómo nos gustaba jugar a ello!

 

El joven esbozó una sonrisa de medio lado.

 

— Y la fantasía se puede cumplir —continué, animada por la ligera embriaguez y el morbo de que solo uno de los presentes entendiera a qué me estaba refiriendo en realidad—. Seguro que puedes abrir puertas que nadie más había abierto, y deslumbrar con tu talento y dura perseverancia… Así que tendrás que aprovechar la más mínima oportunidad para meter la cabeza…

 

— Gracias, María del Carmen —contestó, manteniendo mi mirada—. La cosa se está alargando, y es duro… Pero tengo bien claro mi objetivo, así que en cuanto vea esa oportunidad, me aplicaré para entrar hasta el fondo…

 

«¡Uf!, y tan a fondo que sabes entrar, cabronazo…», contesté mentalmente.

 

— ¡Bien dicho, hijo! —cortó José Antonio la velada declaración de intenciones entre su vástago y yo—. Y eso también te valdrá si entras en la empresa de tu madre. ¿Quién sabe?, a lo mejor te sirve de trampolín para algo aún mejor, o hasta puede que te guste y vayas ascendiendo… Lo importante es lo que te ha dicho Mayca: confiar en uno mismo, aprovechar las oportunidades y dar lo mejor de ti.

 

— Sin duda que eso haré —convino el veinteañero—. Agradezco tu consejo, María del Carmen —volvió a dirigirse a mí—, lo seguiré al pie de la letra. Entrar por la puerta de atrás, si la preparación es buena, puede conseguir éxitos inimaginables, ¿no?

 

Por un instante, me quedé sin aliento, sintiendo un desasosegante vacío en mis entrañas. «Bien que lo sabes, experto empalador…».

 

— Claro que sí —contesté, manteniendo la compostura—. Si sabes manejar tus armas, entrar por la puerta de atrás puede conseguir que se encadene un éxito tras otro… Sin olvidar que la precipitación no es buena compañera. Ya sabes que, sobre todo en los inicios, y para que las cosas no se disparen antes de tiempo, hay mucho que tragar…

 

Los avellanados ojos de Fer refulgieron, mientras los otros tres seguían la conversación como espectadores de un partido amistoso de tenis, sin percibir que bajo la liza deportiva subyacía una exposición de encarnizadas batallas libradas por contrincantes que ansiaban enzarzarse en un nuevo cuerpo a cuerpo.

 

— Por supuesto —asintió él—. Aunque no todos los tragos son amargos, ¿verdad? Y pueden dar buena medida de las profundas aspiraciones que se pueden alcanzar…

 

«¡Joder!», grité por dentro, hambrienta a pesar del banquete que nos acabábamos de dar. «Te arrancaba la ropa ahora mismo y te devoraba, demostrándote lo profundo que puedo aspirar hasta conseguir ese trago dulce…»

 

— Al menos eso es lo que dice mi experiencia —afirmé.

 

— Y creo que la de todos —intervino Pilar— ¿Ves, Fernando, cómo hasta Mayca te dice lo mismo que yo llevo semanas diciéndote?

 

«Sí, seguro que las mismas palabras y significado», no pude evitar reír internamente por el inocente desconocimiento de mi amiga.

 

— Sí, mamá —volvió el informático a usar el tono condescendiente—, tenéis razón. Lo he entendido todo perfectamente, y actuaré en consecuencia.

 

«Ummm… Lo que me espera en cuanto Agustín vuelva a marcharse el lunes…»

 

Con un asentimiento y una petición de mi amiga para que su adorado niño le ayudase a traer el postre, la conversación se dio por zanjada. Fer acompañó a su madre a la cocina, no sin antes estirarse bajo la mesa los faldones de la celeste camisa para ocultar la erección que portaba, y volvió a mi lado cargando con una fuente rebosante de un espectacular flan casero. Al sentarse y recogérsele la prenda superior, con un discreto y rápido repaso, pude comprobar que, a pesar de haberse relajado el músculo cubierto por el inmaculado pantalón, el tremendo paquete seguía produciéndome unos calores que ya no había forma de disipar.

 

Durante el postre ya no hubo jueguecitos de piernas rozándose, ni intercambio de mandobles de doble filo, pero aun así, mi entrepierna al aire bajo el vestido, los furtivos vistazos hacia la derecha, y el vino, mantuvieron en alza mi temperatura, haciéndome sentir algo mareada.

 

— Y ahora, unas copitas para hacer bien la digestión —propuso José Antonio—. Agustín, ¿llevamos esto a la cocina y elegimos digestivos? Tengo de todo, pero sobre todo, una pequeña colección de whiskies que tendrás que catar…

 

— ¡Cómo sabes lo que me gusta, bribón! —contestó mi marido, levantándose con él para empezar a recoger platos.

 

— ¿Nos echamos un cigarrito fuera mientras estos eligen? —me invitó Pilar.

 

— Tendrás que salir sola —contesté muy a mi pesar, pues en mi estado, me moría por satisfacer el vicio que mantenía a escondidas—. Le prometí a Agustín que lo dejaría…

 

— ¡Y lo está consiguiendo! —terció él con orgullo—. Así que no la tientes.

 

«No es la principal tentación que tengo aquí», repliqué para mis adentros, observando cómo Fer también se ponía en pie.

 

— ¡Bravo por ti! —exclamó Pilar— Ojalá yo tuviera tu fuerza de voluntad, pero ya estoy mayor para cambiar costumbres —añadió, tomando el paquete de tabaco de su bolso—. Tranquila, que no te tentaré. Ponte cómoda en el sofá mientras tanto, a ver qué nos ofrecen estos dos para tomarnos… Fernando, ¿podrías acompañarla un poco?

 

— Será un placer —contestó el informático, haciendo un galante gesto para invitarme a levantarme de la mesa y dirigirme al sofá.

 

En un momento, me quedé a solas con mi secreta tentación, sentada en el sofá, prudentemente cruzada de piernas, y mordiéndome el labio mientras él permanecía ante mí exhibiendo su planta esculpida en roca viva. La camisa había vuelto a ocultar decorosamente su entrepierna, pero los botones superiores desabrochados no dejaban de invitar a mis orbes de esmeralda a colarse por la abertura para acariciar visualmente la tersura de sus pectorales. De no ser porque su madre estaba en la terraza, y nuestros maridos en la cocina, no habría podido evitar abalanzarme sobre él como una tigresa con hambre atrasada.

 

La tensión sexual se palpaba en el ambiente, con ígneas ráfagas partiendo de nuestras miradas para encontrarse a medio camino entre ambos y confluir en un choque de energía que cualquiera podría sentir. Así que, sobreponiéndome a mi fogosidad y desinhibición etílica, quise decir algo para suavizar la situación:

 

— Tus padres son encantadores…

 

No pude continuar la frase, pues sintiendo el rubor encendiendo mis mejillas, observé cómo Fer se sacaba del bolsillo una pequeña pieza de lencería negra, para llevarla a su nariz.

 

— Qué cabrón… —susurré—. ¿Llevas siempre mi tanga en el bolsillo para acordarte de mí? —le pregunté, escuchando las risas de José Antonio y Agustín en la cocina.

 

— Claro que no —contestó tranquilamente, usando el mismo tono susurrante—. No necesito esto para pensar continuamente en ti y en lo que te haría… Lo he cogido de mi habitación cuando he visto cómo venías vestida para mí, obligándome a quedarme a comer. Querías provocarme, ¿eh? Ese modelito te queda espectacular, estás para darte bien...

 

— ¿Ah, sí? Mmm… —me relamí, alisando las arrugas de mi segunda piel y estirando la espalda para realzar mis prominentes pechos—. Pues que sepas que ese es el tanga que combina con el sujetador que llevo —me dejé arrastrar por mi excitación, confiada porque nadie podía escucharnos—, y odio no ir conjuntada.

 

Recordando la película “Instinto Básico”, interpreté el papel de Sharon Stone. Descrucé mis piernas lentamente, dejándolas abiertas unos instantes, a la vez que movía el culo sobre el sofá para que el vestido se recogiera un poco. Provocando una sonrisa perversa en el chico, éste pudo contemplar sin reparos mi lampiño y húmedo coñito.

 

— Uf —dejó escapar un suspiro—. Cómo te gusta calentarme…

 

Guardó de nuevo mi prenda interior en su bolsillo, abriéndose en el mismo gesto los faldones de la camisa para dejarme bien clara la portentosa erección que su pantalón apenas podía retener. Pero, enseguida, tuvo que disimular mi efecto sobre él, recolocándose el instrumento y la ropa al percibir el ruido de los mayores volviendo por el pasillo con su botín.

 

Volví a cruzar mis piernas estirando la parte baja de mi prenda, sintiéndome aún más excitada y mareada, pero teniendo que realizar una magistral actuación para ocultar mi volcán interior, ya que los dos cincuentones entraban en la sala cargando cuatro botellas cada uno. Y al minuto, con un aroma a tabaco que disparó mi angustia, volvió Pilar de la terraza.

 

Alegando que ya era hora de dejar a los mayores con sus cosas, Fer se retiró a su cuarto, lanzándome un último vistazo a la vez que metía su mano en el bolsillo. ¿Significaba eso que se pajearía pensando en mí? Mi ansiedad alcanzó una nueva cota.

 

«Joder, estoy más salida que el pico de una plancha», me dije, «y al final se va a notar que estoy mojada… Tengo que salir de aquí, necesito un cigarro y… un buen dedo».

 

— Pero, mujer, ¿cómo te vas a ir ahora? —me reprochó la vecina al anunciar mi intención de abandonarles—. Podemos pasar aquí toda la tarde, fresquitos, tomándonos unas copas y riéndonos…

 

— Lo siento, Pilar —me disculpé—. No me siento muy bien, estoy un poco mareada y creo que voy a dormir un rato de siesta… Pero no os preocupéis, que estoy bien, solo necesito descansar. A lo mejor vuelvo con vosotros más tarde, ¿vale?

 

— Descansa, cariño, que será que se te ha subido el vino —me dijo tiernamente mi esposo—. Aquí estaremos para cuando te hayas recuperado, aunque no te garantizo que nos mantengamos muy serenos —añadió con una sonrisa—. Le he prometido a José Antonio que probaría una buena parte de su colección…

 

— Ni caso —le interrumpió Pilar—. Vuelve cuando estés mejor, que ya me encargaré yo de que no se nos vaya la mano a ninguno, que estos dos se comportan como críos cuando están juntos. ¡Que duermas y descanses bien!

 

«Mejor dicho: ¡que fume y me masturbe bien!», contestó internamente mi lado oscuro.

 

Agradecí las amables palabras, y con un beso a mi esposo, me despedí estando convencida de que le esperaría en casa.

 

«Seguro que llegará tan borracho como para no poder echarme ni un polvo, por mucho que le provoque», me aseveré. Así que decidí que aprovecharía el tiempo para hacerme, al menos, un par de buenos dedos, con sus “cigarritos de después” entre medias.

 

En cuanto llegué a casa, saqué el paquete de tabaco que tenía escondido y salí a la terraza, donde el mentolado humo entrando en mi garganta y pulmones rebajó considerablemente la desazón que se había apoderado de mí. Sin embargo, no tuvo ningún efecto en el vacío que sentía en mis entrañas, ni en el cosquilleo de mi húmeda almeja, por lo que volví dentro para saciar mi otra gran necesidad.

 

No había hecho más que poner un tacón dentro, cuando me pareció escuchar que alguien llamaba a la puerta con los nudillos.

 

«¡No puede ser!», exclamé internamente con frustración. «Que no use la llave, que no use la llave, que no use la llave…» Me repetí mientras me metía rápidamente en el aseo para lavarme las manos y refrescar mi aliento ante la posibilidad de que mi esposo decidiera entrar.

 

El toque en la puerta se repitió, algo más fuerte.

 

«¿Querrá comprobar que estoy bien y si ya me he quedado dormida? Es un amor, pero lo que yo necesito ahora es otra cosa…»

 

Me sequé y me dirigí a abrir la puerta, agradeciendo al cielo por haberme dado tiempo a enmascarar mi vicioso pecadillo.

 

— Cariño… —dije, abriendo la puerta y quedándome sin palabras.

 

— No es cariño, precisamente, lo que vengo a darte… —me cortó Fernando, entrando directamente y cerrando la puerta tras de sí.

 

 

 

11

 

— ¿Pero estás loco? —pregunté, aún conmocionada—. ¡No deberías estar aquí!

 

— ¿Cómo que no? —replicó Fer con autosuficiencia, tomándome por la cintura para pegar su cuerpo al mío y hacerme sentir la rotundidad de ese paquete que no había dejado de captar mi atención durante la comida—. Aquí es donde debo estar… ¿Por qué hacerme una paja pensando en ti, cuando puedo follarte?

 

Sus manos ascendieron por mi talle hasta alcanzar mis pechos y acariciarlos por encima de la tela, donde se volvían a marcar descaradamente mis erectos pezones, mientras su boca atacaba mi cuello besándolo y produciéndome un estremecimiento.

 

— Mmm… No puede ser —traté de negarme, pero aun así, derritiéndome con sus labios y manos, a la par que las mías se sujetaban a su cintura—. Tus padres y mi marido están ahí al lado… Agustín podría venir en cualquier momento…

 

— Sabes tan bien como yo que eso no va a pasar —me susurró al oído, a medida que su ímpetu presionándome con la pelvis me iba empujando por el pasillo en dirección al dormitorio—. Esos tres ya estaban arreglando el mundo entre tragos, y no se van a mover de ahí en mucho rato. Tienen su propia fiesta, así que vamos a montarnos nosotros la nuestra…

 

Aprovechando cómo el vestido se ceñía a toda mi figura, sus manos siguieron recorriendo mi anatomía como si fuera un alfarero que le diera forma al barro, acariciando con su calor cada curva para volver a provocar la humedad en mi intimidad.

 

— Yo no tenía intención…—traté de oponerme sin convicción, denotando en mi agitada forma de respirar cómo la excitación se adueñaba de mí.

 

Las manos del veinteañero me voltearon, amasando mis pechos mientras su duro paquete empujaba mi culito hasta la puerta del dormitorio. Los tacones me daban la altura precisa para que sintiera, de forma terriblemente excitante, todo el armamento del chico incrustándose ente mis nalgas, desde su parte más baja.

 

— ¿De qué no tenías intención, Mayca? —me preguntó, guiándome con su empuje hasta situarme a los pies de la cama—. Te pones este modelito para remarcar los buena que estás y te presentas en mi casa sin bragas… —aseveró, haciéndome sentir cómo una de sus manos recorría mi terso muslo, ascendiendo por él y colándose bajo la tela—. ¿No tenías intención de calentarme la polla?

 

— Uf, sí —acabé confesando—. Pero no podemos ir más lejos…

 

— Eres una auténtica zorra, ¡y me encanta! Tu boca dice una cosa, y tus actos otra… Así, sigue meneando el culo así, que ya me va a reventar el pantalón.

 

En ese momento fui consciente del movimiento de mi trasero frotándose contra la dureza que tenía detrás, buscando sentirla más intensamente.

 

— Me has calentado la polla a conciencia —continuó—, y no dejas de hacerlo. Quieres quemarte, ¿verdad? Y el que el cornudo esté casi aquí al lado te da más morbo, ¿eh?

 

— Joder, sí —respondí jadeando.

 

La mano que se colaba bajo mi falda me incitó a subir la rodilla sobre el lecho, a la vez que la otra me tomaba del hombro, obligándome a agacharme para acabar gateando sobre la cama.

 

— Muy bien, así, a cuatro patas… Tienes un pollazo… —dijo, acariciando mis muslos y subiendo a mi culito alzado para magrear su acorazonada forma—. Toda una jaca para ser bien montada…

 

— Mmm… ¿Vas a montarme así, sin quitarme la ropa ni los tacones? —pregunté, arqueando ligeramente la espalda para ofrecerle la más provocativa imagen de mi cuerpo.

 

— ¡Uf, sin duda! Estás divina… Tan elegante y tan puta…

 

Sus dedos tomaron los bordes de la falda y la subieron lentamente, recogiéndomela hasta la cintura como quien desenvuelve un regalo, dejándome el culo desnudo y expuesto para él.

 

Hasta mí llegó el aroma de mi propia excitación, al quedarse mi mojado coñito sin la prenda que había actuado como retén de su perfume a hembra ansiosa.

 

— No deberíamos —aún tuve la osadía de decir, teniendo la certeza de que no había vuelta atrás—. Todavía puede venir Agustín…

 

“¡Zas!”. Un azote en mi nalga derecha, que me hizo proferir un quejido cargado de deseo, acalló mi pobre oposición.

 

— Ya estará con el segundo whisky, y si viniera, me da que es de esos a los que les gustaría ver cómo su mujercita disfruta a cuatro patas de una buena polla, recibiendo lo que él no puede darle… Seguro que sabe que tanta hembra necesita un buen macho que la satisfaga…

 

Nunca se me había ocurrido tal posibilidad. «¿Disfrutaría Agustín viéndome gozar con otro?», me pregunté. «No creo, es bastante tradicional, pero… ¡Uf, qué idea más morbosa!».

 

Sentí los dedos de Fer acariciando mi congestionada vulva, arrancándome un largo suspiro.

 

— Estás chorreando —observó—, necesitas rabo ya.

 

— Sí…

 

Giré la cabeza para ver, de soslayo, cómo el veinteañero se quitaba rápidamente la ropa para dejarla sobre la cama, regalándome por unos instantes la espectacular imagen de su trabajada anatomía, esculpida para mi goce personal, con su portentoso obelisco apuntando a mi cuerpo ofrecido.

 

«Dios, que este Robin Hood vuelva a ser certero en la diana…»

 

Sus manos se posaron sobre mis nalgas y, dando un paso hacia mí, sentí su glande abriendo mis hinchados labios vaginales con puntería, penetrando con fluidez a través de ellos, hundiéndose entre mis pliegues como un pico de pan en queso fundido.

 

— Ooohhh —gemí, disfrutando de cómo la pétrea herramienta me iba dilatando por dentro, insertándose en mis lubricadas y ardientes profundidades hasta incrustarse en mi matriz, aumentando la intensidad de mi gemido—. ¡Dios, cómo lo necesitaba!

 

— Uf, no hace falta que lo jures. Quemas por dentro… ¿Sientes cómo me la has puesto con tu vestidito y ausencia de tanga? —preguntó él, empujando para clavarme la polla con ahínco, aplastándome los cachetes con su pelvis.

 

— Diosss… —solo pude contestar, vislumbrando un precipitado orgasmo.

 

Con sus manos sobre mi grupa, sujetándome por la parte más elevada de mis glúteos como un auténtico cowboy, Fer empezó un lento mete y saca de fluido movimiento, con el que la cabeza de su ariete percutía en la boca de mi útero y nuestra carnes chocaban en rítmico palmoteo.

 

Yo gemía tratando de no elevar el tono, muerta de gusto por cómo ese acerado trozo de carne me abría y horadaba en una postura con la que el balano frotaba todas mis paredes internas, estimulando sus regiones más sensibles, a la vez que mi cuerpo se mecía acompañando el vaivén e impactos en el trasero.

 

El macho bufaba, clavando sus dedos en mis prietas carnes y acelerando el compás de sus embestidas como claro indicativo de que él tampoco tardaría en llegar al clímax. Pero yo fui más rápida que él. Todo el día arrastrando una calentura con momentos álgidos entre los que sobresalía ese joven semental follándome a cuatro patas, sin siquiera desnudarme, en un “aquí te pillo y aquí te mato”, fue demasiado para mí.

 

— Ummm… —gemí desesperadamente, cerrando los ojos y la boca mientras un seísmo sacudía toda mi anatomía.

 

— ¡Joder, cómo tiras, pedazo de jaca! —escuché a mis espaldas.

 

Vibré con un profundo orgasmo en el que todos mis músculos se tensaron exprimiendo la vara inserta en mí, ansiando recibir su fogosa descarga en mis adentros. Y hasta me pareció escuchar música en mi delirante apogeo.

 

— ¡Qué oportuno el puñetero móvil! —escuché al chico, esclareciéndome el motivo por el cual, a pesar de estar al borde del colapso, no se había derramado en mi interior con mi furia orgásmica.

 

Como si estuviéramos enlazados por bluetooth, el final de mis fuegos artificiales coincidió con el de la música del dispositivo, cortándose la llamada y la posible liberación del informático.

 

«Si ha estado a punto de correrse tan pronto conmigo», vino a mis pensamientos, «es porque le pongo muy burro, y a lo mejor no ha estado con ninguna otra en toda la semana…»

 

— ¡Quiero tu leche ya! —me sorprendí a mí misma diciendo, a la vez que gateaba sobre la cama para desenvainar la espada de mi cuerpo.

 

Ante un sorprendido Fernando, me di la vuelta y avancé a cuatro patas hasta que me introduje la gruesa lanza en la boca, engulléndola hasta que su punta atravesó mi garganta y me provocó una arcada que me obligó a retroceder un poco para no ahogarme con mi propia gula y lujuria.

 

— ¡Joder, y así la vas a tener ya!

 

Sus manos me agarraron de los negros cabellos y, lanzando el avellanado fuego de su mirada a las verdes lagunas de la mía, me folló la boca sin contemplaciones.

 

Su dura carne sabía a coño, a mi licuado coño, que seguía contrayéndose con esa excitante y exigente profanación oral, y era deliciosa.

 

En menos de un minuto, mi amante demostró cuán inminente había sido su orgasmo cuando el teléfono se lo había arrebatado, tirándome de la melena para colocarme la cabezota de su polla entre la lengua y el paladar, y gruñir con su impetuosa polución llenándome la boca de cálido y denso elixir seminal, que saboreé y tragué mientras los espasmos se sucedían en mi cavidad, colmándomela nuevamente para que rebosara entre mis labios y su estaca.

 

Con una última succión, y Fer relajando el tirón de mis cabellos, me saqué la verga de la boca, paladeando el exquisito sabor de la generosa y juvenil leche candente que sus testículos habían fabricado para mí.

 

— Qué maravilla de perrita complaciente y golosa eres —me dijo, meneando su falo ante mi rostro y observando cómo me relamía los labios con dos regueros que partían de mis comisuras adornando mi barbilla.

 

— Tú me has hecho así —le acusé sonriente, llevándome un dedo a la barbilla para recoger y degustar el néctar que había escapado a mi glotonería.

 

— ¡No! —me detuvo sujetándome la muñeca—. Estás preciosa así, es una muestra de lo cachonda que eres…

 

— Pero ya hemos terminado, ¿no? —objeté—. Uno rapidito para calmar el calentón y ya está.  No deberíamos seguir tentando a la suerte…

 

— Esto solo ha sido el aperitivo, demasiado rápido. Será porque llevo toda la semana reservándome para ti…

 

— ¿Ah, sí? —pregunté melosamente, sentándome sobre los talones y sintiendo el peculiar tacto de los estilizados tacones sobre mi culito desnudo; olvidando por completo la remota posibilidad de que apareciera Agustín en cualquier momento—. ¿No le has dado duro a ninguna de tus amiguitas o a la asistenta?

 

— Qué mala eres… Cuando se ha probado el caviar, uno ya no se conforma con sucedáneos.

 

— Uf, me halagas mucho —confesé, sintiendo cómo enrojecían mis mejillas.

 

— No es halago, sino un hecho. Eres mucho más interesante que cualquiera de ellas, con ese erotismo de mujer madura que te convierte en diosa… ¡Me das muchísimo morbo! Y estás buenísima, follas como la reina de las putas, eres complaciente, y encima puedo montarte a pelo… ¡uf!

 

Con sus palabras y cimbreante verga ente mi rostro, habiendo perdido apenas consistencia tras la eyaculación, mantuvo mi libido en niveles que me emborracharon más que todo el vino que había tomado.

 

— ¿Entonces, me lo vas a dar todo a mí? —pregunté, sacándome por la cabeza el ajustado vestido que ya me incomodaba por estar recogido en mi cintura.

 

El veinteañero resopló contemplándome, y hasta me pareció percibir un espasmo de su miembro a media asta cuando me quité el sujetador. Mis pechos se liberaron con un bamboleo, mostrando sus rosados pezones erectos como pitones, y el chico no pudo evitar alargar la mano para acariciarlos suavemente.

 

— Aún me pesan los huevos —contestó—, no estoy acostumbrado a la abstinencia. Y, como puedes ver, no voy a tardar en volver a estar a tope para darte lo tuyo…

 

— Mmm… a ver cómo los tienes…

 

Con mi mano tomé sus testículos, sopesándolos con delicadeza a la vez que acariciaba todo el escroto.

 

— Sí parecen cargados, sí —comenté.

 

Las yemas de mis dedos alcanzaron el perineo, delineándolo suavemente mientras la palma de mi mano abarcaba las tremendas pelotas, sujetándolas.

 

Un leve jadeo masculino y espasmo de la vara semirrígida, me confirmaron que el semental no exageraba. Con poco que le hiciera, ya tendría esa maravillosa polla como un barrote para reventarme el coñito.

 

Masajeando con delicadeza la región testicular, mi otra mano tiró de la piel de la gruesa pieza de embutido para descapuchar completamente la redondeada cabeza, que parcialmente había quedado resguardada en ese estado de erección a medias.

 

Ignorando los restos de semen que habían fluido de mis comisuras para no limpiármelos y lamerlos como pedían mi instinto y gula, mi lengua se alargó a través de los labios para alcanzar el rosado glande y lamerlo de abajo a arriba, punteando jugosamente en el frenillo.

 

Otro jadeo y un aumento de calibre corroboraron que estaba en el buen camino.

 

Mi húmedo músculo recorrió la viril herramienta, desde la punta hasta la base, donde mi mano apretaba cariñosamente sus colgantes gemelos, y constaté que ya no necesitaba sujetar la vara con la otra mano para mantenerla erguida. Besé sonoramente el tronco en su nacimiento con mis esponjosos labios, y fui recorriendo toda su extensión, ascendiendo poco a poco por su longitud para que mis pétalos, finalmente, dedicaran sus golosas atenciones al balano, que ya permanecía completamente descubierto por sí solo.

 

— Ufff, Mayca, qué boquita tienes….

 

Ya volvía a tenerle en pie de guerra, casi totalmente rearmado para atacarme con mayor contundencia que mi marido en su época de gloria, pero me gustaba tanto su polla, que no pude resistirme a metérmela en la boca para chuparla tranquilamente, agasajándola con todo el calor, suavidad y jugosidad de mis carrillos, lengua, paladar y labios.

 

La humedad de mi entrepierna se hizo más patente cuando sentí cómo ese manjar terminaba de engrosarse dentro de mi cavidad oral, poniéndose duro como la porra de un policía antidisturbios, excitándome tanto, que comencé a succionar con más fuerza.

 

— Para, golosa, que te vicias —dijo Fer, sujetándome la mandíbula y sacándome el trabuco—. Si sigues comiéndomela así, no voy a querer que pares, y tenemos pendiente acabar lo de antes… Venga, date la vuelta y ponte como la perrita que eres.

 

— No soy una perrita —le solté con orgullo.

 

— No, claro que no… Eres una leona, y como tal te pienso follar…

 

«¡Dios, cómo sabe accionar siempre la tecla correcta! Que haga conmigo lo que quiera…»

 

Fui a quitarme los tacones, pero él me detuvo.

 

— Estás muy sexy con ellos. En mi opinión, te dan aún más clase —añadió.

 

Ese comentario y el fuego de su mirada me hicieron sonreír, por lo que obedecí sin dudar, volviendo a ponerme a cuatro patas sobre la cama, ofreciéndole mi retaguardia.

 

Inmediatamente, me sujetó por las caderas, y con una potencia que casi me hace dar con mi cara sobre el lecho, me arremetió brutalmente, ensartándome hasta que nuestros cuerpos restallaron con una profundísima penetración que hizo las delicias de mi encharcada vagina.

 

— ¡Mmmm! —gemí mordiéndome el labio.

 

Con mayor bravura que antes de mi orgasmo, Fernando comenzó a darme poderosas embestidas, con las que su ariete parecía querer reventarme por dentro, a la vez que sus pelotas golpeaban mi vulva como si pudieran atravesar sus inflamados labios para introducirse, también, en mi gruta de lujuria.

 

El placer de tan salvaje arrebato era incontenible. Sentía que me acuchillaba con su afilada bayoneta como si quisiera matarme de gusto, y apenas conseguía ahogar los gritos que nacían en mi garganta para amortiguarlos con mi boca cerrada.

 

El mástil se deslizaba por mi interior con la lúbrica facilidad de mis descontrolados fluidos, a la vez que mis músculos internos se contraían para volverme loca con el desquiciante grosor de una polla que cualquier mujer desearía para ella.

 

Haciendo fuerza con los brazos para mantener la postura, aguantando los empellones, sentí cómo, perseverando en taladrarme, el macho masajeaba mis nalgas, acariciaba mi cintura, subía por mis arqueadas lumbares, y terminaba agarrando con fiereza mis colgantes pechos violentamente zarandeados. Los apretó apasionadamente, estrujándolos con cada empujón, ampliando las indescriptibles sensaciones que me hacían temblar, y disfrutó de su volumen y turgencia disparando mi goce y excitación hasta cotas ya insoportables.

 

— Me revientas, me revientas, me revientas… —repetí entre jadeos, tratando de no alzar la voz

 

Iba a estallar ya, parecía inevitable pero, de nuevo, el tono de llamada del móvil del chico llegó a mis oídos, impidiendo mi precipitación al vacío y manteniéndome en ese intolerable estado de preorgasmo.

 

— ¡Joder! —protesté con frustración, escuchando la rockera melodía.

 

El jinete detuvo la cabalgada dejándome su verga dentro, y cuando pensé que iba a tomar el aparato para acallarlo, me sorprendió agarrándome por los hombros para tirar de mí, clavándome en su lanza con más ahínco.

 

— Ni caso —le oí decir entre dientes—. Quien sea, que espere, que ya te tengo otra vez donde quería.

 

La melodía se prolongó un poco más, tal vez medio minuto, tiempo en el que mi amante me ensartó como si estuviera domándome, y cuando al fin se detuvo, sentí cómo mi hombro derecho era liberado de su sujeción.

 

Giré la cabeza y, por el rabillo del ojo, vi cómo el informático se chupaba un pulgar. Lo siguiente que sentí fue la apoteosis, pues poniendo la mano sobre mi grupa, sin dejar de taladrarme el coño, me metió ese dedo por el culo con tal facilidad y gustazo para mí, que aullé derramándome en un desgarrador éxtasis.

 

— ¡Auuuuuuu…!

 

Mi convulsionante coño expulsó a presión cálidos fluidos que mojaron mis muslos y las sábanas, y todo mi cuerpo vibró llevándome al olimpo, hasta que las aguas volvieron a su cauce y mi rostro acabó sobre la almohada.

 

Estaba recuperando el ritmo respiratorio aprovechando la breve tregua que me daba mi macho, quien con su enhiesta polla dentro de mí hacía gala de su aguante para seguir complaciéndome, cuando la melodía del teléfono volvió a inundar el dormitorio.

 

— Joder, voy a tener que cogerlo —protestó el joven desenfundando su arma de mis carnes—. No te muevas, que solo será un segundo.

 

— Ahora mismo no puedo ni moverme —contesté con una sonrisa de satisfacción, cerrando las piernas y bajando las caderas para descansar.

 

— ¿Sí, mamá? —preguntó Fer al descolgar la llamada, tras tomar el móvil del bolsillo de su pantalón.

 

Un escalofrío puso toda mi piel de gallina.

 

— …

 

— ¿Y eso era tan urgente como para llamarme tres veces casi seguidas?

 

— …

 

— Sí, sí que lo he oído, pero no podía contestar.

 

— …

 

— Porque, entre otras cosas, tenía las manos ocupadas —me lanzó un malicioso guiño.

 

— …

 

— ¿Y a ti qué más te da? Cosas mías…

 

— …

 

— Venga, vale… Bueno, pues si no os vais a mover de ahí, ya llamaré cuando vuelva. Pasadlo bien y no te preocupes por mí. Un beso.

 

Cortó la llamada y tiró el móvil sobre su ropa.

 

— ¿Qué pasa? —interrogué con preocupación, dispuesta a levantarme de inmediato.

 

— Nada, solo quería decirme que me he dejado las llaves en casa. Ya sabes, madres… Por cierto, que me ha dicho que tienen para rato con tu marido, así que, ¿dónde lo habíamos dejado? —terminó preguntándome, hipnotizándome con el movimiento de su monumental monolito recubierto por mis fluidos.

 

Cualquier temor que momentáneamente hubiera pasado por mi cabeza, quedó completamente eclipsado por semejante visión.

 

— Acababas de hacer que me corriera como una loca. He tenido un squirt de esos…

 

— Mmm… Si es que estás hecha para gozar y gozarte —comentó, poniéndose nuevamente tras de mí a los pies de la cama—. Ven aquí.

 

Levanté la cadera volviendo a separar mis muslos, y me incorporé para presentarme totalmente dispuesta a ser sometida a una nueva sesión de gran felina en celo.

 

Fer volvió a tomarme por la grupa, y me preparé para recibir su certera estocada en mi jugosa almeja. Sin embargo, la redondeada punta de su polla no tomó ese camino, sino que se abrió paso entre mis cachetes hasta incidir sobre mi agujerito.

 

— Por ahí, ahora, no —me negué, girando la cabeza para contemplar cómo sonreía con cara de pervertido.

 

— Mayca, tienes un culito precioso, redondo y prieto, está pidiéndome rabo desde que apareciste con ese vestido y sin tanga en mi casa.

 

— ¡Pero no me has preparado! —objeté, disfrutando de la excitante sensación de tener esa pértiga aprisionada entre mis firmes glúteos mientras su extremo me dilataba el anillo exterior sin dificultad.

 

Sin duda alguna, el lubricante natural de mi almeja recubriendo al invasor, facilitaba un cálido deslizamiento que me hizo agarrarme a las sábanas.

 

— Ni falta que te hace, ¿ves? —recibí como respuesta, dejándome sin aliento al notar cómo la cabeza de la pitón también se abría paso a través del segundo anillo para ir dilatándolo con un cosquilleo—. El otro día ya te lo abrí y: “cuando haces pop, ya no hay stop”. Estás tan cachonda que antes te ha entrado mi dedo a la primera… Ahora siente cómo entra toda mi polla en este culito provocativo y tragón que tienes…

 

— Uuuhhh —ululé, comprobando que tenía razón, sintiendo cómo mi recto se iba llenando de pétreo músculo de macho.

 

Arrugué las sábanas con mis dedos convertidos en garras, pues la sensación de tener algo entrando por ahí, abriéndome en canal, era tan poderosa que me arrancaba sollozos de puro placer.

 

— Mmm… sigues teniéndolo bien apretadito —escuché—, y me encanta… Voy a tener que encularte hasta el final…

 

— ¡Oh, Dios, sí!, ¡métemela toda ya! —supliqué entre más sollozos, deleitándome con la exquisita presión y calor.

 

Con un contundente empujón que acabó de endosarme la mitad del ariete que faltaba por profanarme, Fernando terminó por azotar mi culo con su pelvis, arrancándome un alarido de extremo placer naciente en mi garganta, y que tuve que acallar mordiéndome el labio hasta casi hacerme sangre.

 

¡Cómo me gustaba esa penetración trasera! Era tan profunda y bestial, tan pecaminosa, excitante y placentera, que me iba a crear más adicción que el tabaco.

 

Entre gruñidos de macho y sacudidas de mis nalgas, berreé cada profundo sondeo de mis entrañas, tratando de mantener la boca cerrada.

 

— Uuhm… uuhm… uuhm…

 

Mis brazos no tardaron en flaquear ante el empuje del toro bravo, y acabé, nuevamente, con el rostro sobre la almohada, mordiéndola para acallar mis sollozos y gritos de extremo goce a la vez que la abrazaba.

 

— Uuhm… uuhm… uuhm…

 

Así recibí un severo “castigo” que, de nuevo, hizo gotear mi coño, llorando de gusto por la severa azotaina que mi culito estaba recibiendo.

 

«Estás más para darte un buen azote que para ofrecerte asiento en el metro», recordé que me había dicho con descaro la primera vez que entró en mi casa. «A este tipo de azote se estaba refiriendo, el muy cabrón… ¡Dios, me encanta!».

 

Con mi cuerpo inclinado y mi trasero en alto, al joven le costaba enfilarme entera toda su herramienta para seguir rebotando contra mis vibrantes carnes, así que me la sacó, dejándome la más increíble sensación de vacío que jamás había experimentado.

 

Apenas tuve dos segundos de tregua, pues inmediatamente, Fernando se subió a la cama, colocándose en pie para quedar por encima de mis orgullosas cachas y, dirigiendo su mortal flecha a la acorazonada diana, volvió a penetrarla a fondo con la facilidad propiciada por mi ojal completamente abierto para él.

 

— Uuuuhmmm… —amortiguó la almohada.

 

Desde su posición de superioridad, inclinándose sobre mí, mi amante castigó mis posaderas sin compasión, empalándome con toda su pértiga de arriba abajo, metiéndome toda la polla con su pubis impactando en mis enrojecidas redondeces, mientras sus pelotas rebotaban contra el frontón de mi vulva y perineo.

 

— Uuhm… uuhm… uuhm…

 

Me moría del bestial gusto que experimentaba siendo dominada de esa exquisita manera, como una yegua montada y sometida a la férrea voluntad de su jinete convertido en dios.

 

— Uuhm… uuhm… uuhm…

 

Empotrándome en la cama y almohada, Fer bombeó incesantemente mi culito en alto, con su verga perforándome como si buscara petróleo en las profundidades de mi curvilínea anatomía. Y no tardó en obtener la recompensa a tan placentero esfuerzo, rompiéndome por dentro como un martillo neumático que acaba por resquebrajar el suelo sobre el que percute sin denuedo.

 

— Uuhm… uuhm… uuhm… ¡Uuuuuhmmm…!

 

El orgasmo se propagó por cada una de mis fibras, profundo, devastador, salvaje; tensando todos mis músculos hasta el borde de la ruptura, constriñendo la excelsa virilidad del veinteañero hasta hacerle estallar inundando mis entrañas con su hirviente esencia, lo que provocó que encadenase otro clímax que sacudió toda mi anatomía y que terminó por derrumbarme en la cama con más de veinte centímetros de duro y lozano varón metidos por el culo.

 

— Ahora sí que hemos terminado —me susurró al oído con satisfacción, una vez que nuestras respiraciones se calmaron—. Te dejo tiempo para cambiar las sábanas antes de que aparezca tu marido.

 

Aún extasiada, pero consciente del riesgo que seguíamos corriendo, me pareció la mejor idea. El dormitorio olía a sexo, las sábanas estaban mojadas con zumo de hembra, deseaba fumarme el relajante “cigarrito de después”, y necesitaba una ducha. Así que nos desacoplamos, sintiendo un reconfortante cosquilleo y alivio al expulsar al poderoso conquistador de mi multiorgásmico placer anal.

 

— ¿Cuándo vuelve a irse de viaje Agustín? —me preguntó el dueño de mi más profunda satisfacción mientras se vestía.

 

— El lunes por la tarde —contesté, sentada en la cama, recreándome la vista con cómo agarraba la apaciguada anaconda para guarecerla en la elástica ropa interior que anteriormente no me había dado tiempo a apreciar.

 

«Uf, si no fuera demasiado arriesgado, volvería a ponerle bruto, aunque solo fuera para disfrutar viendo cómo ese pollón se marca en la licra, como si fuera un superhéroe pornográfico…».

 

— Pues el lunes por la tarde me tendrás aquí —sentenció, seguro de que no habría oposición alguna por mi parte—. Que pases un buen resto de fin de semana —se despidió, terminando de calzarse.

 

— Lo mejor ya ha pasado… Ya estoy deseando que llegue el lunes.

 

Con un guiño mutuo, Fernando se marchó y, a pesar de haberme dejado hecha una ruina, me puse rápidamente en movimiento para ocultar cualquier pista de lo que ahí acababa de ocurrir.

 

Al final, incluso me sobró tiempo hasta que Agustín volvió a casa con una considerable melopea, encontrándose todo recogido y a su mujercita bien follada y fresca como una rosa.

 

 

 

--------------------------------------------------------

 

El día siguiente fue como el cantante de ópera: Plácido Domingo, pues lo pasamos en la piscina del club de campo del que mi esposo es socio. Y el lunes por la tarde, le acompañé al aeropuerto para despedirme cariñosamente de él. Se llevaría mi amor por cuatro días, tiempo en el que sería consolada con lujuria.

 

Cuando llegué a casa, me cambié la camisa que pudorosamente había tapado mi culo enfundado en unos estupendos leggins de cuero rojo brillante, los mismos que llevaba la primera vez que tonteé en serio con el vecinito, y me puse sin sujetador el mismo top blanco de aquella ocasión, ajustado y con escote redondo, que realzaba el globoso volumen de mis tetas y marcaba los pezones, erizados por el contacto directo con la tela.

 

También me cambié las sandalias, siendo sustituidas por unos taconazos negros. Y cuando terminaba de recoger mi azabache melena con una larga coleta, el toque de timbre que anhelaba disparó mi excitación.

 

Con pose seductora, ladeando cadera, abrí la puerta.

 

— ¡Uy, Pilar, no te esperaba! —exclamé descolocada.

 

— Ya veo… —contestó mi amiga, haciéndome un escáner de pies a cabeza con el que me sacó los colores—. Ya se ha ido Agustín, ¿verdad? —añadió, entrando en mi casa y cerrando la puerta.

 

— Eeeh, sí… —contesté desconcertada.

 

— Y por eso vas de putón, para seducir a mi Fernando…

 

— ¿Qué dices? —pregunté con incredulidad.

 

«¡Oh, Dios mío, se ha dado cuenta de que hay algo entre nosotros! ¿Cómo puede haber atado cabos?», me pregunté.

 

— Venga, Mayca, no hay más que verte…

 

«Niega, niega y niega», dijo mi diablillo interno. «Seguro que puedes darle una explicación convincente para acallar sus sospechas…»

 

— Pilar, creo que te estás haciendo una idea equivocada… ¿Fernando, tu hijo?, ¿cómo voy a querer yo seducirle?

 

— ¡Basta ya con esta farsa! —explotó mi vecina—. ¡Eres una zorra mentirosa! ¿Cómo tienes la indecencia de seducir a un crío, a mi hijo, y de ponerle los cuernos a tu marido?

 

«¡Joder, lo sabe! ¿Pero cómo?».

 

— Tranquilízate, Pilar —traté de calmarla—. Vamos a sentarnos y me lo explicas…

 

— ¿Que me tranquilice? ¡Bastante tuve que aguantar el sábado y ayer para no montar la tercera guerra mundial!

 

«¡Mierda! Seguro que vio desde la terraza, cuando salió a fumar, la provocación de Fer con mi tanga».

 

— Pero, ¿de qué hablas? —intenté agarrarme a un clavo ardiendo, buscando en mi cerebro una rápida explicación a ese lance.

 

Mi amiga respiró hondo, serenándose un momento y cogiendo aire para, sin pausa, empezar a disparar como una ametralladora:

 

— El sábado, cuando se suponía que tú estabas durmiendo una siesta porque no te encontrabas bien, yo pasé por la habitación de mi hijo y vi que se había marchado dejándose un llavero sobre su escritorio. Entré para comprobar si eran las llaves de casa, y como sí lo eran, le llamé con ellas en la mano para avisarle. Entonces, de repente, oí un largo gemido que vino del otro lado de la pared. Ya sabes que estas paredes son de papel…

 

«¡Y tanto que lo sé! No tenías por qué estar en el cuarto del chico…»

 

— “¡Anda, mira!”, pensé en ese momento —prosiguió Pilar con su relato—, “Mayca se está dando un homenaje ella solita”. ¡Pero no! Porque, a la vez, también escuché la música del teléfono de Fernando con la misma procedencia. “Será una casualidad”, me dije. ¡Pero tampoco! Porque después me pareció escuchar su voz… contigo…

 

Un escalofrío sacudió mi columna vertebral, poniéndome la piel de gallina. No había explicación posible, no había escapatoria.

 

— Me quedé en silencio, a la escucha —continuó—, y sólo pude captar algunos susurros a dos voces, aunque no podía asegurar que una de ellas fuera la de mi hijo. Me puse nerviosísima, no podía creerlo, y no estaba segura de si quería comprobarlo, así que me fui de allí. Pero después de unos minutos dándole vueltas, viendo a tu marido tan felizmente ignorante, no pude evitar volver para tratar de averiguar si con quien le estabas engañando era mi niño… Y empecé a escucharte gemir otra vez, más fuerte, ¡como una puta! Porque es lo que eres… Así que decidí llamar otra vez, y volví a escuchar la inconfundible musiquilla del otro lado, acompañando tus gemidos. Esa fue la prueba que me dejó claro que con quien estabas ejerciendo era con mi Fernando.

 

«Por unas malditas llaves», me dije, resignándome.

 

— Y cuando la llamada se cortó, te oí gritar —el monólogo no tenía descanso—. ¿Cómo puedes ser tan puta, a tu edad…? Sentí la necesidad de volver a llamar, de hacer algo para que esa aberración no continuase, y cuando mi hijo contestó al teléfono, pude escuchar claramente su voz, tanto en el auricular como a través de la pared, tomándome el pelo sin cortarse, mientras yo le hablaba bajito para que nuestros maridos no me oyesen... ¡Y ya no pude más! Volví con José Antonio y Agustín, disimulando mientras me pensaba si contárselo a ambos…

 

«Por lo menos no escuchaste cómo tu “niñito” me daba bien por el culo», dijo mi lado oscuro.

 

— Y no se lo has contado, ¿verdad? —al fin intervine, segura de ello por la actitud de mi esposo.

 

— ¡Pues claro que no! Por la amistad que hasta ahora nos unía, no le iba a decir a tu marido que le estabas engañando con otro, ¡que eres la puta de Babilonia!

 

— ¿Serás falsa? —le espeté, ya harta de que me llamase puta. Una cosa es que me lo dijera su hijo en momentos de calentón, resultándome un halago, y otra que ella lo utilizara para ofenderme, escupiéndomelo en la cara en mi propia casa—. ¿Cómo que no se lo has contado a Agustín por nuestra amistad? Y resulta que vienes a mi casa a insultarme… No se lo has contado porque el que me hace gritar como una puta es tu hijo, ¿eh? Y mi marido le cortaría los huevos si se enterase…

 

Las dos estábamos furiosas, y aquello significaría el fin de muchas cosas.

 

— ¿Y cómo que yo le he seducido? —continué, cegada por la rabia de haber sido descubierta y acusada de ser la única culpable— ¡Fue tu hijo el que vino a por mí! Fue él quien me calentó y me llevó a su terreno, aprovechándose de que paso mucho tiempo sola, aprovechándose de su juventud y atractivo, haciéndome sentir deseada…

 

— ¡Da igual quién lo empezara! Tú eres una mujer hecha y derecha, y él solo un muchacho jugando a ser hombre… Tenías que haberle parado los pies. Esto se quedará aquí, entre nosotras, y nunca más volverás a verle…

 

— ¿Y qué me lo impide? —me revolví—. ¿La amenaza de que se lo cuentes a Agustín, con la vergüenza de que quien me folla a sus espaldas es tu hijo?

 

— Mira que eres zorra, ¡qué engañada me tenías! No volverás a verle porque ayer estuve haciendo llamadas, moviendo hilos para acelerar las cosas, y esta misma mañana le he mandado a Zaragoza a hacer la entrevista para mi empresa. Te aseguro que le van a dar el puesto inmediatamente, por mis santos ovarios, ¡así que se quedará allí! De momento, en casa de mi hermano.

 

Me quedé de piedra, eso sí que no me lo esperaba. Pero al instante reaccioné con rabia, una rabia visceral que nubló mi juicio, y eso provocó que mi demonio interior hablara por mí para echar más leña al fuego:

 

— Pero vendrá a ver a su mamaíta, ¿no? Y en cuanto venga y me vea a mí —hice un gesto con las manos remarcando mi físico ceñido con sugerentes prendas—, querrá echarme un polvo que hará temblar las paredes… ¡No te imaginas el pollón que gasta tu hijo!

 

Pilar se quedó impactada, recorriendo toda mi anatomía con su mirada, asimilando y calibrando mi amenaza a la vez que digería la aseveración sobre los genitales de su muchacho.

 

— Ya me aseguraré de que eso no pase —dijo finalmente—. Eres más zorra de lo que me imaginaba, una auténtica bruja disfrazada. Con tu cara bonita y tu tipito despampanante… Más vale que tampoco te acerques a mi marido —me amenazó con un dedo.

 

— ¡Estás loca! —le espeté—. Ni con un palo tocaría a José Antonio…

 

— ¡Mejor! ¡Adiós, Mayca!

 

Con un portazo que retumbó en todo el edificio, se acabó la discusión y mi aventura.

 

Y así me quedé, con mis provocativos tacones, leggins y top, pensando en la cruel ironía de cómo esas paredes de papel me habían brindado la oportunidad de alcanzar las mayores satisfacciones de mi vida, pero a su vez y del mismo modo, me las habían arrebatado dejándome con la miel en los labios.

 

Sin duda, aquella experiencia cambiaría mi percepción vital para siempre, pues lo que Fernando había despertado en mí, jamás volvería a ser reprimido.

 

 

 

EPÍLOGO

 

Han pasado dos meses desde aquel día. Por supuesto, no he vuelto a saber nada de Fer. Supongo que estará en Zaragoza, trabajando y dándole duro a cuantas afortunadas aragonesas se le pongan a tiro.

 

Al mes de su marcha y bronca con su madre, me enteré por Agustín de que nuestros vecinos, aprovechando la independización del chico, se mudaban a vivir a la casa del pueblo, poniendo su piso en alquiler.

 

Hace tan solo quince días que han conseguido alquilar el piso a un par de estudiantes universitarios. Sospecho que el que haya sido a tales inquilinos, constituye una venganza de Pilar, pues es sobradamente conocedora de lo ruidosos que suelen ser esos jóvenes. Así que creo que mi examiga tiene la esperanza de que, por culpa de estas paredes, sus arrendatarios me hagan la vida imposible. Sin embargo, el tiro le ha salido por la culata.

 

Lo que ella no puede imaginar es que, la primera vez que fui a llamar la atención a mis nuevos vecinos por el volumen de su música, estos, amablemente, me invitaron a tomar una copa con ellos para disculparse, y la acepté. La segunda vez que acudí también me invitaron, y no solo acepté, sino que antes de acabarme la copa, ya estábamos los tres realizando una libre representación del puente de Londres, conmigo entre ambos briosos jovencitos, con una polla clavándose fogosamente en mi coñito mientras la otra se derretía en mi boca.

 

Y aquí estoy ahora, en la terraza, terminando esta historia con mi portátil mientras me fumo un cigarrillo mentolado. Hace media hora que mi marido se ha marchado de viaje, de lo cual mis nuevos vecinitos están puntualmente informados. Así que concluyo estas líneas esperando a que vengan para convertirse en mi rica y abundante “merienda”, pues estoy deseando satisfacer, a dos bandas, todos los apetitos que Fernando despertó en mí.

 

FIN