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Masaje de próstata

en Sexo con maduras

              Me bajé la aplicación para celular Happn con ganas de conocer a alguien. Me divorcié hace 3 años y tengo 48. El tiempo apremia y yo soy una mujer que aún conserva la libido intacta. En la configuración de la aplicación marqué un rango de edad de 25 a 50. Tuve la aplicación activa un par de días, la verdad que no me encontré cómoda con las conversaciones que tuve. La mayoría me aburría o me parecían muy literales, con chamuyos trillados o ni hablar del que en la primera línea te escribe “¿Cogemos?”. Cuando estaba a punto de desinstalarla, me apareció la imagen de Cristian, un morocho de 26 años. “¡Tienes un crush! decía la pantalla y ahí estaba él, tan rústico, con su camiseta de River Plate posando a cámara con una sonrisa picarona. La primera impresión fue buena. Después seguí mirando sus fotos y llegué a la conclusión de que se trataba de un joven del montón, pero que se había fijado en una mujer 22 años mayor que él. Eso no era poca cosa y yo estaba agradecida. Antes de que se arrepienta, decidí tomar la iniciativa y este fue el diálogo inicial:

            –Hola Cristian ¿Cómo estás?

            –Hola mamasa –respondió sin pelos en la lengua.

            – ¿Todo bien? –arranqué inhibida por su “mamasa”

            –Hacía rato que quería pegar onda con una mujer de tu edad –se sinceró Cristian.

            –Qué bueno –respondí–. Me gusta que las generaciones no nos separen.

            –La verdad que me cogí mujeres de todas las edades pero no tan maduras como vos –dijo Cristian y mientras leía eso los pezones se me pusieron duros como dos pastillas.

            –Bueno, parece que tenés muy claro lo que querés –traté de ser maternal.

            –Disculpá si soy lanzado, pero voy de frente. Yo soy así –dijo Cristian y me reblandeció.

            No tardó en preguntarme dónde vivía. Por esas buenas casualidades de la vida vivíamos a 15 cuadras de distancia. Yo pretendía que el ritual de conquista fuese mucho más alargado, que él se tomase el trabajo de hablarme dulcemente, de pedirme el WhatsApp, de que vayamos charlando y viendo cómo nos caía el otro. Imaginé otro ritmo. Pero Cristian pasó de primera a quinta sin frenos y me propuso encontrarnos en un bar esa misma noche. Eran las siete de la tarde y él quería que nos encontremos a las diez. Le dije si podíamos encontrarnos a las once, así me daba tiempo de cambiarme. La verdad que no sabía con qué me iba a encontrar. Pero le dije que sí. El hecho de que fuese un martes de otoño también le agregaba cierta adrenalina al encuentro. La gente suele salir los viernes, los sábados. Pero las citas a contramano del mundo siempre me generaron una sensación especial, un cosquilleo en la panza, otro aroma inexplicable en el aire.     

            Me puse mis mejores zapatos, mis mejores medibachas, una linda pollera, una blusa que me encanta y un saco arriba. En el cuello, una bufanda roja. Me sentía linda mientras iba caminando rumbo al bar que me había propuesto Cristian. Llegué un poco antes de lo pactado pero no me impacienté. Encendí un cigarrillo mientras miraba al resto de las pocas parejas que había en el bar. Casi todas coincidían en edades. Tal vez Cristian y yo sentados en una mesa llamaríamos un poco la atención. Traté de no pensar. Mientras le daba vueltas a la cabeza con esas cosas, llegó Cristian. Me reconoció porque le dije que iba a tener una bufanda roja. Me saludó un poco parco, serio. Yo amagué a darle un pequeño abrazo pero no me dejó. Tenía el ceño fruncido que le delineaba el resto de los contornos de la cara: labios gruesos, nariz trigueña, pelo cortado al ras tipo personal trainer. El mozo se acercó y nos dejó la carta. Cristian la agarró y se la puso a hojear. Estuve por decirle “Las damas primero” pero me contuve. La hojeó dos veces y mientras meneaba la cabeza, la cerró bruscamente.

            –Es carísimo este lugar –me dijo y recién ahí por primera vez hicimos contacto visual.

            – ¿Para tanto? Yo invito sino... –me atreví a decir.

            –Tengo unas cervezas en la heladera de mi casa y podemos pedir una pizza a un lugar buenísimo que conozco –respondió Cristian, claramente invitándome a un lugar más privado.

            – ¿Vas a meter a una desconocida en tu casa? –bromeé.

            –Ya te conocí, ya no sos desconocida –dijo con la cara seria pero yo me reí.

              No me quedó otra que aceptar. La noche ya estaba invertida ahí. Me había bañado, peinado, perfumado y vestido. Además no tenía pinta de secuestrador o de asesino serial. Simplemente, tenía esa cadencia hosca y ruda. Pero me daba la impresión de que alguna grieta de ternura iba a poder encontrarle a este joven de 26 años.

            Caminamos unas cinco cuadras y llegamos a su departamento. Subimos por escalera hasta el segundo piso. Abrió la puerta y entró él primero. Definitivamente no tenía alma de caballero.

            – ¿Te traigo una birra? –me dijo con su voz monótona

            –Me encantaría –le dije y agregué mintiendo–. Qué lindo departamento que tenés.

            El departamento era un monoambiente bastante caótico. Había ropa y cosas tiradas por el piso, el sillón estaba desordenado y desde donde yo estaba parada se veía la cama, también hecha un desastre. Cristian volvió con dos porrones de cerveza y recién ahí tuvo su primer gesto de amabilidad.

            –Salud –dijo Cristian y chocó mi botellita de Quilmes. No pretendía que me diera de tomar una cerveza importada a esa altura del partido.

            Nos sentamos en el sillón y él encendió la tele. Me sentí un poco ofendida hasta que me mostró que la usaba para escuchar música. Puso un disco de Los Rolling Stones. Me agradó bastante lo que eligió. Hubo un silencio un tanto incómodo mientras él se tomaba a tragos largos la cerveza y yo miraba para todos lados y movía la cabeza al ritmo de la música. Después de vaciar la botellita, la dejó a un costado y se inclinó hacia mí:

            –Estás muy linda –me dijo y otra vez me reblandeció pese a su rudeza.

            –Vos también –le respondí con una sonrisa.

            Hicimos contacto visual y él avanzó hacia mí. Agarró mi cara del mentón y me clavó un beso fuerte y certero en la boca. No tardó en abrir la boca para sacar su lengua, ágil e imprecisa por momentos pero no por eso desagradable. Yo también lo agarré de la nuca para atraerlo aún más hacia mi cara y así consumar un buen beso de película. El romanticismo es mi fuerte, aunque en breve iba a descubrir que esta noche no era el caso.

            Cristian no se anduvo con muchas vueltas. A los pocos minutos bajó hacia mi cuello y empezó a trabajarlo con lamidas intensas. Yo para ese momento ya estaba totalmente encendida. Me sorprendió lo rápido que este joven me hizo subir la temperatura. Percibí los cambios en mi cuerpo, el endurecimiento de mis pechos, la humedad en mi entrepierna, la amistosa relajación de mi ano.

            – ¿Te gusta? ¿Te gusta? –insistió Cristian

            –Si, me gusta Cristian, seguí –respondí extasiada.

            No tardó en buscarme las tetas con sus manos descontroladas. Me las apretaba fuerte por encima de la ropa. Me hacía doler un poco pero me gustaba.

            – ¿No te querés sacar la blusa y el corpiño? –me ordenó con su voz al oído.

            Acaté la orden. Las lamidas en el cuello me habían hecho bajar la guardia. Ahora quería que este niño malcriado me chupe bien las tetas. Quería amamantarlo como la mujer con experiencia que soy. A ver si dándole de mamar se calma este bebito encabritado, pensé.

            Me ayudó a quitarme la blusa y el corpiño. Se sorprendió por el tamaño de mis tetas. Me sentí orgullosa de su presentación: las ví turgentes, de buen color. Un verdadero par de pechos de mujer. Cristian las apretó fuerte con sus dos manos, como si quisiera amasar una pizza. Parecía no saber qué hacer con tanta teta así que ahora yo dí la orden:

            –Chupámelas –le dije–. Chupámelas como si quisieras sacarme leche.

            Cristian se agachó ante mis grandes montes. Se prendió de uno de los pezones como si fuese un chupete. Primero lo besó tímidamente y luego empezó a succionarlo y a paladearlo con su lengua movediza. Yo gemía mientras el me chupaba las tetas y jugueteaba con sus manos sobre mis muslos, cerca de la entrada prohibida que había debajo de mi pollera, protegida por mis medibachas.

            –Tengo la chota que me está doliendo –dijo sin escrúpulos Cristian–. Necesito sacarme el pantalón o me va a explotar.

            – ¿Querés que te ayude? –le dije gentilmente.

            –Vos si querés andá sacándote la pollera –ordenó con severidad.

            Mientras me desabrochaba la pollera con paciencia, ví la urgencia con la que Cristian se sacaba el pantalón. Ni bien bajó el jean dejó al descubierto su bulto cubierto por un bóxer color verde claro. Había una buena verga debajo de esa tela elastizada.

            – ¿Me lo saco o...? –dudó un poco Cristian al ver que yo todavía tenía la medibacha puesta.

            –Sí, sacatelo pero esperame un poquito –le dije dulcemente.

            Cristian se sacó el bóxer y una pija larga y carnosa se alzó por encima de sus testículos. Tenía un color marrón claro que se despegaba del color marrón oscuro del resto de su cuerpo. La cabeza ya estaba salida para afuera incitando la acción, morada y brillosa.

            –Voy a ponerme un forro –dijo y sacó una caja de preservativos de un cajón.

            Yo terminé de desnudarme mientras Cristian desenrollaba el preservativo sobre su verga dura como una estaca. Apenas terminé de sacarme las medibachas, se acercó y me levantó las piernas. Todavía me quedaba la bombacha puesta.

            –Dejame que te ayude –dijo y con algo de brutalidad me la sacó rápidamente.

            Cristian se mojó el dedo pulgar y friccionó por dentro de mi vulva buscando el clítoris.

            –Ya estoy mojada, Cristian –le dije para su tranquilidad.

            Agarró su verga desde la base del tronco y se abalanzó hacia mí. Yo abrí las piernas lo más que pude dejándolo entrar. Sentí como esa cosa dura se adentraba profunda en mi cuerpo. Cristian apoyó las manos a mis costados y empezó a bombear muy fuerte. Tenía un cuerpo fibroso, bastante atlético. Su pelvis chocaba contra la mía haciendo ruido de chapoteo. Realmente me daba muy duro. Era una extraña mezcla de placer y dolor, sobre todo cuando apretó mis tetas como si quisiera reventarlas como un globo.

            – ¿Te gusta? ¿Te gusta? –repetía Cristian sin parar.

            –Sí, Cristian, me gusta –le decía yo para calmar su ansiedad.

            –Hacía rato que me quería coger a una hembra como vos –me dijo.

            –Qué bueno, pendejo –le dije ya más suelta de lengua–. Yo también quería que uno como vos me coja.

            –Date vuelta –ordenó–. Quiero dártela de perrito.

            Giré rápidamente sobre el sillón y me puse en cuatro patas. Cristian apretó con violencia mis nalgas y las separó.

            –Tenés un buen agujero –dijo y me metió el dedo índice en el culo.

            Después procedió a enterrarme su verga de nuevo. Se deslizaba con naturalidad, yo estaba bien lubricada. Ahora me metía y me sacaba el dedo del culo, a la vez que me cogía fuerte, con brutalidad. Una vez que se aburrió de jugar con mi culo, me agarró de las caderas, para hacer fuerza y llevarme hacia él y que los bombeos y los impactos fuesen más violentos todavía.

            – ¿Te gusta que te nalgueen? –preguntó y no me dejó responder.

            La primera nalgada me dolió, pero la segunda empecé a disfrutarla cada vez más. Sentía como la temperatura subía en mis nalgas. Me ardían, pero todo ese despliegue de brutalidad me estaba haciendo gozar mucho. Ya estaba por alcanzar mi primero de varios orgasmos.

            Ya iban cuarenta minutos de bomba y bomba. Yo ya había alcanzado varios orgasmos pero veía que Cristian estaba agotado y no acababa. Estaba transpirado y sus bombeos ya no eran  intensos como al principio.

            – ¿Estás bien? –le pregunté con dulzura.

            –Sí, sí –dijo él sin dejar de taladrarme la vagina pero cada vez más cansinamente.

            – ¿Querés que te ayude a acabar?

            –La verdad es que me cuesta mucho acabar –se sinceró y se dejó caer encima de mí agotado.

            Estuvimos así abrazados unos instantes. Yo le acaricié el pelo. Parecía exhausto y lo peor de todo es que no había alcanzado su clímax. Me sentí culpable y se lo hice saber.

            – ¿No te caliento, Cristian? ¿Es por eso que no acabás?

            –No... No es por eso –me dijo–. Siempre me pasa. Casi nunca acabo, no sé que me pasa, no me sale. Ni siquiera si me hacen la paja o me la chupan.

            – ¿Querés que te la chupe? –le pregunté.        

            –No... Está bien... Va a ser lo mismo –dijo compungido–. Ahora descanso un poco y si querés seguimos cogiendo como hasta ahora.

            –Quiero que vos acabes –insistí–. Yo ya acabé.

            –Si pero, no puedo, no sé, no me sale...

            –Yo tengo una manera que te va a hacer acabar y no falla.

            – ¿Cuál?

            –Masaje de próstata –respondí y le sonreí.

            – ¿Qué es eso?

            –Tenés que dejarme deslizar un dedo adentro de tu cola y dejarme alcanzar tu punto G...

            –Ni loco me dejo meter un dedo en el culo.

            – ¿Pensás que es algo homosexual?

            –Sí –me dijo ofuscado.

            –La verdad que me extraña que seas tan joven y tan obtuso –le dije–. Si te lo hago yo, que soy una mujer, sigue siendo sexo heterosexual, si eso es lo que tanto te preocupa.

            –No... No me quieras convencer.

            –Dejame probar un poquito, Cristian.

            –No.

            –Yo acepté todas tus propuestas hasta el momento –le dije seria–. Ahora deberías ser un poco menos rudo y aceptar algo que te propongo yo.

            Se quedó en silencio un rato. Yo me recosté a su lado y empecé a acariciarle el pecho. Le daba besos en el brazo. Jugaba con los pocos pelos que tenía en su vientre.

            –Bueno, está bien –dijo Cristian por fin–. Pero si no me gusta, te aviso y lo dejamos.

            –Trato hecho –dije y le mostré las manos–. Tengo manos chiquitas y de uñas cortas. No te va a pasar nada.

            Le indiqué a Cristian que se coloque en cuatro patas sobre el sillón. Me puse detrás de él. Como no tenía vaselina, me prestó un pote de crema enjuague. Buen reemplazo de lubricante. Estaba nervioso. Noté que las piernas le temblaban pero igual me dejó hacer. Llené mi dedo índice de crema enjuague y me adentré. Busqué hasta palpar algo suavecito, al fondo de su agujero, algo al tacto parecido a una molleja a punto recién salida de la parrilla. Me dí cuenta que había hallado lo que buscaba por que Cristian arqueó su cuerpo levemente hacia atrás. Empecé a frotarle con sumo cuidado y delicadeza, mientras que con la otra mano aproveché para hacerle un mimo suavecito en los testículos, acunándolos y después deslizando mi mano hasta su verga que ya estaba otra vez dura como un desodorante Rexona. Hice movimientos sincronizados entre la paja suave que le hacía a su pene y los frotamientos suaves que le hacía a su glándula prostática. El cuerpo de Cristian se retorcía. De a poco empezó a soltarse y a emitir pequeños quejidos que fueron convirtiéndose en jadeos profundos. De repente la verga se le descontroló. Parecía que se le estaba moviendo sola. Su pelvis también empezó a tratar de cogerse mi mano. Estaba realmente deseoso de frotarse contra lo que sea para alimentar el deseo inminente de soltar todo eso que tenía prisionero de sus huevos. Incrementé la intensidad de la frotada prostática y el milagro ocurrió: Cristian largó toda la Plasticola que tenía acumulada, un engrudo espeso, bien blanco y cremoso, una cantidad abrumadora de leche enchastró su sillón. Creo que nunca ví una cantidad de semen así saliendo de una verga. Y lo más conmovedor fue la liberación vocal de Cristian. Si creen que L’Petit Mort es sólo femenina, sinceramente lo dudo mucho. Le ordeñé la verga hasta que la última gota se derramó sobre el tapizado del sillón. Retiré suavemente mi dedo índice de adentro del culo de Cristian. Bajó su pecho hacia un almohadón y se quedó rendido, respirando agitada y profundamente, con el culo para arriba y la verga que de a poco se le iba desinflando. Le acaricié la espalda. No le dije nada, sólo esperaba que me diga algo él y lo hizo:

            –Gracias. Fue lo más lindo que me pasó en la vida.