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La verdadera cubana

en Interracial

             Antes de viajar a La Habana me habían comentado que los cubanos tienen la costumbre de invitarte a comer a sus casas por muy pocos dólares. Yo soy algo sofisticado a la hora de comer y pensaba que no me atrevería a aceptar la invitación de un desconocido. Sin embargo, cuando me encontré con Elizabeth, cambié rotundamente de parecer.

            –¿Le gustaría venir a almorzar a mi casa? –me dijo después de tocarme el hombro.

            Me dí vuelta y la miré de arriba a abajo. No parecía tener más de 20 años. Era morena, de piel brillante y fresca. Tenía un vestido rojo que contrastaba a la perfección con su color y que le descubría sus piernas. Estaba maquillada, su pelo negro le caía a los costados del rostro, contorneándolo. Flaca, de buenas caderas. Sin embargo, lo más hipnótico que tenía esta joven eran los pechos: inmensos y turgentes, de buena caída, separados por una línea gruesa que se le formaba en el escote. Esa línea no era ni más ni menos que un hermoso hueco para deslizar mi verga.

            Me quedé hipnotizado unos segundos mirando sus senos. Ni siquiera había respondido y la verga en mi pantalón trataba de aceptar la invitación por mí: su majestad de mi entrepierna quería salir de la prisión de tela a toda costa.

            –¿Qué hay de comer? –le pregunté a Elizabeth como para no parecer tan pajero.

            –Carne con papas, señor –me respondió.

            –Qué rico –dije más pensando en su cuerpo desnudo que en la comida.

            Avanzamos por unas callecitas y entré a la casa de Elizabeth. Era una vivienda humilde, de tamaño pequeño, un ambiente donde estaba la cocina, una mesa, el baño y una habitación. Elizabeth vivía con su madre, una señora de unos 65 años, regordeta y petisa que ni bien me vio entrar me observó con cara de seriedad. Tendrá olfato para los pajeros, pensé en ese momento.

            Elizabeth me invitó a sentarme y me sirvió un jugo preparado por ella. Yo tenía la mente fijada en sus tetas, podría haberme servido agua de un pozo que para mí era lo mismo. Y ahora, cada vez que se daba vuelta, me concentraba en su culo. Esas pompas latinas también se llevaban los mismos aplausos que sus tetas. Lo que más me calentaba era la actitud inocente de Elizabeth: parecía no tener idea del cuerpo caliente que portaba. Como para sacar conversación, se me ocurrió preguntarle la edad.

            –No quiero incomodarte, Elizabeth –le dije mientras me servía la carne con papas–. ¿Puedo saber tu edad?

            –Tengo 19 años –me dijo y me mostró su sonrisa blanca por primera vez.

            Ahora su boca también entraba en el podio junto con sus tetas y su culo. La madre de Elizabeth me miraba con el ceño fruncido desde un rincón. Por su mirada inquisidora casi que puedo decir que tenía el poder de leer mi mente. ¿Cuántos turistas como yo habrían ido a comer en esta semana, o en los meses pasados? La verdad que Elizabeth superaba todos los criterios. Creo que pocos hombres se negarían a acostarse con semejante manjar.

            Cuando terminé el plato de carne con papas, quedé pipón. Les pregunté si podía quedarme un rato más a hacer la digestión. Elizabeth se sonrió y me ofreció café. Acepté. A todo esto vi que su madre guardaba articulos de limpieza en una cartera. ¡Bingo!, pensé. La vieja se va y me deja vía libre. Dicho y hecho. A los pocos minutos la madre, sin dejar de echarme unas cuantas miradas de odio le dijo a Elizabeth:

            –Voy a casa de la patrona, Eli. Estaré de vuelta cuando baje el sol.

            –Sí, mamá. Te esperaré con la cena lista –respondió Elizabeth con su dulce voz.

            Me había enamorado en menos de dos horas. Hacía un tiempo largo que no sentía una pulsión tan irrefrenable. Yo tengo 35 años y las mujeres de mi edad manejan una cadencia muy distinta a la de Elizabeth. Persiguen otros intereses, ya perdieron la inocencia. Todos estos pensamientos y palabrerío se me venían a la cabeza mientras observaba la silueta fresca de Elizabeth sirviendo el café. Todavía no tenía ninguna certeza de que ella fuera a aceptar tener nada conmigo. Y yo jugando de visitante tampoco podía hacerme demasiado el loco.

            De repente, ocurrió el milagro habilitador. Elizabeth venía sosteniendo con cuidado la taza de café, con tanta mala suerte que resbaló y se cayó al piso. La taza se hizo trizas y el café quedó hecho un charco. Sus pompas la amortiguaron pero igual se golpeó la espalda.

            –¿Estás bien, Eli? –me atreví a tutearla mientras la socorría levantándola del suelo.

            –Sí, señor. Estoy bien, no se preocupe.

            –¿Te golpeaste la espalda?

            –Me duele un poco pero no hay problema. Ya le prepararé un nuevo café.

            –Vení, sentate Eli –le dije dulcemente y mentí–: Justo da la casualidad de que soy kinesiólogo.

            Elaboré de forma grandilocuente mi mentira. Le dije que era especialista en columna y espalda y que me ofrecía a hacerle un masaje. Le resultó tierno de mi parte porque me ofreció su mejor sonrisa. La ayudé a juntar los restos de la taza de café y a limpiar. Finalmente, se sentó en una silla. Se recogió el pelo en un rodete y dejó su espalda a mi merced. Me coloqué de pie detrás de ella. Desde la altura que me concedía mi posición pude ver sus tetas. No tenía sostén. Desde arriba se veían más grandes que nunca. Tenían el tamaño de dos pelotas de handball.

            Empecé a trabajarle el cuello con mis manos. Apoyé mis dedos por encima de sus omoplatos y con el dedo pulgar le busqué nudos en la espalda, para deshacerle las contracturas. Después metí mis manos por adentro de su vestido a la altura de la espalda media.

            –¡Ahí! ¡Ahí me duele! –dijo Elizabeth

            –¿Acá? –le apreté un poco más fuerte.

            –Sí, sí, ahí necesito el masaje –respondió.

            –¿Estás cómoda? –dije para evidenciar mis movimientos torpes teniendo la mano dentro de su vestido.

            –¿Quieres que me corra el vestido? –preguntó con total naturalidad.

            –Si no te incomoda, sería bueno –dije mientras otra vez mi verga se hinchaba en mi pantalón y aclaré–: Tranquila. Si estás de espalda, no voy a verte nada, Eli.

            Elizabeth deslizó los breteles de su vestido por encima de sus brazos y descubrío su espalda hasta la mitad. Se echó hacia adelante para cubrir con su cuerpo esas dos pelotas hermosas que llevaba como senos. Empecé a trabajarle la espalda con masajes suaves. Su piel era tersa y suave, mis manos se deslizaban como por una pista de patinaje.

            –También me duele un poco aquí –me dijo de golpe y se señaló las costillas, muy cerca de donde terminaban sus tetas.

            Con mis manos cuidadosas y hábiles avance hacia adelante. No tardé en rozar con la superficie de mi dedo índice la piel de sus pechos. Apreté suavemente sus costillas buscando nudos, me mantenía haciendo un trabajo muy profesional. A todo esto mi pene estaba furioso exigiendo participar de la escena. También sentía que la temperatura de mis testículos se había incrementado sensiblemente. Empecé a transpirar. No pude controlar el impulso mucho más. Iba a tocarle las tetas a Elizabeth pero me prometí decir que me equivoqué si ella se resistía.

            Por suerte mis temores casi nunca se hacen realidad. Subí con mis manos hacía sus senos. Ella inhaló aire de forma entrecortada pero no emitió otro sonido. Despegó su cuerpo de la mesa para dejarme hacer. Acuné sus pechos, uno en cada una de mis manos. Los sostuve y después recorrí suavemente su circunferencia. Elizabeth sólo respiraba hondo. Su respiración se hizo más pronunciada cuando empecé a tocarle los pezones con mi dedo pulgar, mientras acariciaba el resto de sus pechos con mis otros dedos de la mano. Se endurecieron en pocos segundos. Elizabeth tenía unos timbres preciosos. Hice movimiento de tijeras con mi dedo índice y mayor para acariciarle los pezones puntiagudos y duros como una bala.

            –¿Te gusta? –se me ocurrió preguntar gentilmente.

            –Sí –susurró muy suave Elizabeth y se soltó el pelo dejandolo caer sobre su espalda.

            –Me gustaría verte de frente, Eli –sugerí como quien dice algo al pasar.

             Elizabeth tomó la silla y apenas levantando su culo giró 180 grados hacia mí. Primero tenía la mirada cabisbaja. Pero después levantó la vista hasta encontrarse con mis ojos y me sonrió otra vez. Me tomó las manos y las llevó de nuevo hacia sus pechos.

             –Me encanta como me tocas –dijo y cerró los ojos, para entregarse a mis masajes.

             –También te encantará cuando los bese –respondí a lo galán.

             Me arrodillé ante ese hermoso espectáculo y no tardé en hundir mi cara entre esos dos montes oscuros y carnosos. Elizabeth empezó a acariciarme la cabeza, rascandome la nuca mientras yo le chupaba los pezones: primero paladeando de a poquito con la lengua y luego succionándolos como si quisiera sacarles leche. Me atreví a darle pequeños mordiscos a lo que Elizabeth respondía con quejiditos. En un momento de locura arremetí y empecé a lamer de un pecho al otro.

             –Me gusta como tu barba me pincha –dijo Elizabeth y se rió.

             –¿Te gusta? –pregunté mientras le frotaba los pechos y los pezones con mi barba a propósito.

             –Me encanta como me tocas –repitió.

             –Me encanta como me ponés –le dije y me arqueé hacia atrás, mostrándole el bulto en mi pantalón.

             –¿Puedo ver? –preguntó.

             No dudé ni un segundo. Bajé mi bragueta y la susodicha se abrió paso entre la tela del calzoncillo por sí sola. Me dio orgullo verla tan erecta, pronta para cualquier batalla que estuviera ocurriendo ahí afuera. Estaba roja y brillosa, con la piel arremangada y la cabeza expectante con algo de néctar transparente brotando del agujerito.

             Elizabeth la tomó entre sus manos. Empezó a hacerme la puñeta mientras me miraba a los ojos. Su rostro había adquirido un gesto adulto, parecía haber madurado de golpe. Sabía hacerlo bien. Me ordeñaba el tronco a buen ritmo. No tardé en supurar un poco más de lubricante humano, lo que ayudo a la cuestión del deslice de sus manos. Lo que puso en jaque mi resistencia al derrame de mi leche fue que empezó a rascarme los testiculos suavemente con sus uñas. Sentía que estaba al borde de que el volcán erupcione toda su lava blanca.

             –Esperá Eli, estoy muy caliente y me gustaría hacer algo –le dije sin pelos en la lengua.

             –¿Qué te gustaría? –me dijo sin dejar de mirarme a los ojos ni detener la puñeta.

             –Quiero metertela entre las tetas –le solté de un tirón–. Quiero una cubana verdadera.

             Me senté en una silla y la traje hacia mí. Ella ahora estaba arrodillada. Acomodé sus tetas sobre mis muslos y después envolví mi cetro de carne con sus pelotas de handball. Se sentía maravilloso. Tenía la verga tan enhiesta y húmeda de mi propio líquido preseminal, que el deslizar entre sus tetas fluía de forma inmejorable. Sentí que mi pene estaba en su mejor versión: había que estar a la altura de esas tetas enormes, logrando que la cabeza asome entre los pechos. Elizabeth arqueó su cabeza hacia adelante y cuando el glande húmedo asomaba le daba un besito. Uno y otro, y otro besito. Esa ternura me estaba carcomiendo el cerebro. El derramamiento de semen era inminente. Sentía los testiculos pesados, cargados. Traté de pensar en algo feo como el resumen de mi tarjeta de crédito cuando regresara de vacaciones, pero no hubo caso. Para colmo, hacía cuatro días que no vaciaba la represa de leche. Cuando las compuertas se abren y el torrente de engrudo empieza a avanzar por los conductos que conectan los testiculos con la verga; todo hombre lo sabe: no hay vuelta atrás.

             –Ahhhhhh, ahhhhhhhh, ahhhhhhhh –salió de mi boca como si hubiese subido a la superficie a respirar desde abajo del agua.

             Cuando abrí los ojos me encontré con el hermoso desastre: Elizabeth tenía la cara llena de leche, desde la frente hasta la boca, con un grueso goterón que le bajaba por la nariz. También la lefa había saltado hasta sus tetas. Después del primer tiro, pensé que no había más. Pero sí: seguía habiendo leche como para preñar a un pueblo entero. Elizabeth apretó fuerte con sus tetas mi pene y otro chorro blanco irrumpió en escena. Esta vez, Elizabeth estaba preparada con la boquita abierta y saboreó con cara de felicidad.

             Le acaricié el pelo y le dí un beso en la frente. Ella agarró un repasador de una mesada de la cocina y se limpió mis restos de la cara. Levantó los breteles de su vestido y me dijo al oído:

             –Voy a darme un baño para limpiarme. ¿Quieres venir conmigo?