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El Roast de Adolf Hitler 3

en MicroRelatos

3. Gordo presuntuoso

Stalin se inclina ligeramente hacia Hitler y se dirige a su asiento arrullado por la ovación del público.

Sin solución de continuidad, Sammy llama al siguiente invitado:

—Vamos, querido Hermann, no seas tímido. Es tu turno.

El Reichmarshall se levanta y se estira teatralmente la guerrera azul cielo antes de dirigirse al atril. Con parsimonia saca unos papeles y los ordena mientras aprovecha para echar una de esas típicas miradas autocomplacientes al público que tanto le caracterizan. Sonríe al notar que es el centro de atención y solo antes de comenzar a leer su discurso, echa una rápida y nerviosa mirada a Adolf.

—Gracias, gracias. La verdad es que es un honor para mí haber sido invitado para hablar un rato de esta insigne... persona. Estadista, visionario y amigo querido, realmente sería el perfecto hombre alemán salvo por su estilo... y que no era alemán, eso también.

—Pero, antes de que empecemos, veo bastantes caras conocidas. ¿Cómo estás Friderich? —dice dirigiéndose a Paulus— ¿A mejorado tu colon irritable? Por el tono de tu piel y la cara de limón agrio que pones imagino que no mucho. ¿Y qué veo por aquí? Pero si esta mi colega de la conferencia de Wannsee. ¿Qué tal, Reinhard, querido bribón? ¿Qué escuece más? ¿Esa herida del costado o los dos aficionados que se las arreglaron para mandarte al otro barrio con armas improvisadas? Siempre has sido un tipo en el que confiar, sobre todo cuando necesitaba un par de putas para aliviar el tedio de mis deberes ministeriales. Eso de tener tu Salón Kitty a la vuelta de la esquina del Ministerio del Aire era la mar de práctico.

Heydrich ni se molesta en girar la cabeza para mirar a su antiguo colega de conspiraciones. Sigue mirando al frente, sentado tan rígido como si la verdadera causa de la muerte hubiese sido el tétanos.

—Me gustaría seguir saludando a todos estos amiguetes, pero el tiempo vuela, así que volvamos a la estrella de la noche; mi admirado Adolf.

—¡Qué ironía! Aun recuerdo la primera vez que te vi, querido amigo. En esa ocasión ni siquiera llegamos a hablar, yo acababa de aterrizar en mi Spatz tras haber derribado un par de aviones yanquis, cuando te vi aparecer corriendo como un galgo para llevar un paquete al capitán Richtoffen. Si hubieses sabido que era una colección de fotos pornográficas, quizás no hubieses corrido tanto, pero en fin, ese no es el tema; el caso es que ya de aquellas lo único que pulías era tu cruz de hierro. Tu uniforme estaba hecho harapos, las botas estaban llenas de barro y la gorra tenía un agujero de bala... —comenta el general con gesto despectivo mientras se quita una imaginaria mota de polvo de su resplandeciente guerrera— La verdad es que cuando saliste del barracón de oficiales, delante de mí, no pude evitar dar un par de pasitos hacia atrás para que no me manchases el uniforme.

—Pero olvidémonos estos pequeños detalles y volvamos a tu estilo. La verdad es que, querido Adolf, nunca has tenido demasiado sentido de la estética. Y eso que ibas para artista... Aun recuerdo cuando visitaste París en la primavera de 1940.  Solo fuiste una vez, viste un par de edificios y dijiste que no tenía nada de especial y que el Berlín que estabas planeando le daría mil vueltas a la capital francesa. ¡POR FAVOR! Pasaste más tiempo mirando las maquetas que te hacia ese pelotero de Speer,* esos mazacotes pesados y gigantescos, que observando los incontables tesoros de la ciudad luz.

Adolf le miró y resopló indignado. ¿Cómo podía ese mequetrefe atreverse a censurar su gusto? ¿Acaso no veía todo el mundo que París es la mejor muestra del derroche y la degeneración de la raza? Solo el panteón y el arco del triunfo eran dignos de un poco de atención.

—La verdad es que cada vez que te invitaba a Carinhall,** intentaba mostrarte mis nuevas adquisiciones con la esperanza de refinar un poco tus puntos de vista, pero todo era en vano. Las esbeltas bellezas de Modigliani te parecían pésimos ejemplos de lo que debía ser una buena mujer nacionalsocialista, los cuadros de Picasso eran los garabatos de un rojo degenerado y solo valían para atizar el fuego de tus desfiles nocturnos y las estatuas griegas te parecían pornografía barata además de la demostración palpable de la influencia semita en las naciones mediterráneas.

—Y qué decir de la caza, ¿Cómo puede un hombre torturar y matar a cientos miles de hombres y detestar el honorable y milenario deporte de la caza? Decir que los soldados rusos se les puede matar porque son solo animales y negarse a comer una paloma torcaz solo porque ha sufrido en el momento de su muerte... Era francamente desconcertante. Al menos no te oponías a que el resto nos alimentásemos como seres humanos, así que nosotros nos poníamos tibios a base de venado y faisán y procurábamos ocultar nuestro descojonamiento como podíamos al verte comer verduras como si fueses un jodido conejo.

Hitler tensó todo su cuerpo. Aquel idiota le pone del hígado. Intenta gritar a aquella sabandija, pero solo le sale un gañido estrangulado acompañado de un hilillo de baba que escapa de la comisura de su boca.

Göring ignora a su amigo y  continua:

—La verdad es que a pesar de todos estos defectos te adoraba, así que cuando me pediste lo imposible acepté el reto. Intenté abastecer a tu Sexto Ejército, ese ejército acorralado en Stalingrado que debías haber retirado y como podía esperarse, fracasé. Esa rata de Von Paulus, —dice señalando al mariscal— ni siquiera intentó defender la  postura lógica de intentar romper el cerco y largarse y cuando los rusos nos dieron por el culo, se limitó a echarme la culpa... y rendirse.

—¡Cabrón! ¡Gordo morfinómano y presuntuoso! —exclama Paulus levantándose de su asiento como un resorte— ¿Qué podía hacer yo si me habías prometido que abastecerías a mi ejercito en pleno invierno ruso, aun a sabiendas de que ni siquiera con óptimas condiciones climatológicas podrías conseguirlo?

Göring lo miró con desprecio y desechó sus palabras con un gesto de la mano.

—No discutiré con un hombre que después de haber lamido todos los culos que encontró desde Berlín a Stalingrado, cuando vinieron mal dadas ni siquiera tuvo la decencia de suicidarse. Se rindió a la primera ocasión y se vendió a esos cerdos comunistas.

—Paulus, rojo como la grana intenta defenderse, pero algo le impide  levantarse a él también.

El público aplaude e insulta a uno y a otro por igual hasta que el Reichmarshall consigue tomar de nuevo la palabra.

—Sé que no pude cumplir la promesa, pero no fue mi culpa. Yo confié en mis hombres, pero estos me traicionaron y prefirieron dejarse derribar a cumplir mis órdenes. Pero la forma en que me trataste fue injusta. —dijo Göring enjugando una lágrima— Yo siempre he cumplido tus órdenes y si hubieses seguido confiando en mí hubiésemos llegado muy lejos juntos.

Todo el público ríe, e  incluso Hitler no puede evitar una sonrisa ante la estúpida afirmación.

—Está bien, está bien. Quizás he sido un poco exagerado, pero solo tengo que decir que mi afecto por ti siempre fue sincero. A pesar de tus ventosidades y de tu pésimo gusto en la vestimenta. Podías haber aprendido algo de Himmler, eso sí que es elegancia. Solo a un hombre con gusto se le ocurriría seleccionar como diseñador para los uniformes de sus SS al mismísimo Hugo Boss.

—En realidad, el verdadero causante de mi desgracia fue esa hiena de Bormann,***, ese hijoputa me hizo creer que habías muerto y que tenía que tomar las riendas de la nación según el decreto de 1941 que tú mismo firmaste y en cuanto vio que había picado fue corriendo a comerte la oreja diciéndote que estaba preparando un golpe de estado.

Adolf le mira y resopla sin creer  ni una sola palabra de aquel gordo pomposo. Una mentira más de las innumerables que han salido de su boca a lo largo de su vida.

—¡Tienes que creerme, mi Führer! —dice poniéndose de rodillas— Yo jamás hubiese intentado nada contra ti, de hecho morí por ti. En vez de huir como Bormann me quedé a dar la cara en los juicios de Nuremberg e intenté defender tu memoria hasta que...

Hitler ya no puede escuchar más. La ira hace que sus sentidos se nublen y deje de escuchar las sandeces que dice aquel que fue su mano derecha y que ahora no es más que una ruina gorda, fofa e inútil.

Hermann intenta levantarse, pero no puede hacerlo solo. Su frente se llena de sudor y gime por el esfuerzo, pero hasta que no aparecen cuatro asistentes para ayudarle no consigue despegar las rodillas del suelo.

—Gracias, Hermann, has sido muy elocuente. —interviene Sammy de nuevo mientras Göring empuja a los ayudantes y se dirige solo a su asiento intentando recuperar un poco de la dignidad perdida— Deberías hacer un poco más de ejercicio, si te crece un poco más ese pandero voy a tener que contratar a más ayudantes y eso no sale barato...

—En fin, un aplauso para nuestro Reichmarshall y ahora demos paso a nuestra siguiente invitada. Esos rizos rubios y esa sonrisa inocente es inconfundible. Demos una cálida bienvenida a la Marilyn nazi... ¡La mismísima Eva Brauuun!

*Albert Speer arquitecto y ministro de armamento de Hitler. Formaba parte del círculo más íntimo que rodeaba al dictador.<<

**Casa de campo de Göring, famosa por las fiestas y cacerías que organizaba y donde guardaba gran parte del arte que saqueó en sus correrías por la Europa ocupada.<<

***Martin Bormann secretario personal de Hitler.<<

Esta nueva serie consta de 12 capítulos. Publicaré uno más o menos cada 5 días. Si no queréis esperar o deseáis tenerla en un formato más cómodo, podéis obtenerla en el siguiente enlace de Amazón:

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