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Tormenta de Primavera

en Trios

-Ana, lo he dejado.

La voz de Ruth sonaba entre sollozos a través del teléfono.

-Has dejado a quién. ¿A Carlos?- preguntó Ana elevando la voz.

-Ya no podía más Ruth. Ya me he cansado de ser la tonta de la casa- respondió esta vez con voz más solemne, intentando eliminar el llanto y hacer aparecer su dignidad. -Esta vez ha ido muy lejos. He encontrado en el coche un foulard cuando él me dijo que ayer estuvo toda la tarde con sus amigos viendo el fútbol. Y al preguntarle, no ha sabido qué responder. Casi le temblaban las piernas. No sé si se ha follado o no a la clienta ésa que tanto lo llama, pero lo que tengo claro es que no me está diciendo la verdad. Y si fuese sólo ésto. Pero es que entre las llamaditas extrañas que siempre responde y se va de mi lado y tantas noches de horas extras, esto ya me huele a cuerno quemado. Además, sinceramente, no puede decirse que yo sea feliz. Y tú lo sabes.

Ana escuchaba las palabras de Ruth como si fuesen una ametralladora que no deja de disparar. Pero ante esas parrafadas, tampoco tenía mucho que decir. Ella siempre había pensado que Carlos no era hombre para su amiga. Ella valía mucho más.

 

Tras conocerse en el instituto, Ana y Ruth se habían vuelto inseparables. Además, siempre habían sido muy populares entre sus compañeros. Posiblemente porque, tal y como les comentó una vez en una fiesta para el viaje de fin de curso Raúl, el malote de la clase, –Estáis las dos tan buenas que sois como un Donut y un Xuxo. No sé cuál me comería primero-. Y Raúl no es que fuese muy descaminado. Eran dos amigas diferentes, pero a la vez complementadas. Ruth era la típica niña deportista. Entrenaba por las tardes en las pistas de atletismo y no se le daba mal. Tenía marcas que podían hacerle soñar con competir alguna vez en la élite. Tenía un cuerpo fibrado, que le hacía tener un culo tan apretado que era la sensación del instituto cuando se ponía esos vaqueros ajustados con un roto en la base de la nalga derecha. Todos los tíos jugaban a imaginar qué habría más allá de esa tela rasgada. Sus pechos eran pequeños, pero firmes y debido a ello, el uso del sujetador era casi anecdótico, por lo que en primavera, cuando ya empezaba a apretar el calor, se ponía esas camisetas de algodón que hacían que sus pezones se marcasen a través del tejido. Qué decir de la reacción de sus compañeros.

Ruth era morena y siempre había llevado el pelo largo y ondulado. Hecho que en combinación con sus ojos azules hacían que su belleza fuera la envidia de muchas chicas del centro.

Y su forma de ser, siempre alegre y echada para adelante hacía que en todas las fiestas fuera el centro de atención.

Ana, por otro lado era también una belleza, pero totalmente antagonista a Ruth. Ella era pelirroja, con un pelo largo y rizado y unos ojos de color miel grandes y serenos. Su piel era blanca y contrastaba con el color de las pecas que inundaban su cara y su cuerpo. Más que española, parecía una princesa escocesa que había desembarcado hace tres días en el puerto. Su cuerpo no era delgado pero las curvas de vértigo que giraban en torno a sus pechos grandes y hermosos y sus caderas redondeadas hacían que fuese objeto de miradas allí por donde pasaba.

Su estilo era más “pijo” que el de Ruth. A decir verdad, no es que fuese demasiado deportista. A ella le inquietaban más los asuntos de actualidad y el llegar a terminar sus estudios de periodismo, que era lo que desde pequeña siempre le había entusiasmado.

 

-Qué cabrón- fue lo que Ana acertó a decir tras lo contado por su amiga.

-Y tanto. Pero ¿crees que he hecho bien?

Ana sabía que opinar abiertamente acerca de las relaciones de gente de su alrededor no era lo ideal. Alguna vez se había expresado sin tapujos sobre alguna ex de un compañero suyo de la redacción y a las pocas semanas volvieron a juntarse. Y para colmo, coincidieron en la comida de navidad del periódico. Las miradas que la buena señora le echaba no tenían desperdicio.

Pero en este caso era diferente. Ana era su amiga de toda la vida. No podía mantenerse al margen.

-Bien no Ruth. Lo has hecho de puta madre.

Nunca había confiado en Carlos. Era el típico hombre que le gustaba hacerse el gracioso en las reuniones en las que estaba y que solía desentonar con chistes machistas y homófobos. Odiaba cuando se ponía a menear una servilleta al aire para imitar a los gays y sacar una gracia que sólo él encontraba.

Nunca se explicó cómo Ruth pudo fijarse en ese trozo de carne con pantalones. Estaba totalmente en las antípodas de su amiga. Pero como dicen, el amor es ciego y Ruth acabó casándose por la iglesia -quién lo hubiese dicho- y yéndose de viaje de novios a un todo incluido en Cancún.

Gracias a Dios, los astros, el karma o lo que sea, a los treinta y tres años su amiga se había quitado por fin la venda de sus ojos y Ana tenía que tratar por todos los medios que no se la volviese a poner.

 

Tras hablar largo y tendido sobre las maldades que había tenido que soportar y la de proposiciones indiscretas de tíos buenorros que la muy tonta había dejado pasar, acordaron que tenían que volver a retomar esa amistad cercana que su matrimonio había hecho no distanciarse, pero sí alargar demasiado el tiempo entre sus encuentros.

-Tengo una semana de descanso en la redacción. Después de lo del asunto del político éste que nos ha tenido en vilo durante casi un mes, ahora la cosa está más tranquila por allí. ¿Nos pillamos una casita rural y nos dedicamos a hacer senderismo, comer como vacas y charlar? -dijo Ana muy entusiasmada.

-Yo me hubiese ido a la costa a follarme a todos los guiris que me encontrase. Pero sí, quizá sea mejor tu idea -. Respondió Ruth ya con media sonrisa en su voz.

 

De toda la logística se encargó Ana. Ruth estaba dedicándose a amueblar el apartamento que se había alquilado y no tenía demasiado tiempo para dedicarlo a buscar casas por internet.

Encontró una pequeña casa preciosa en la zona boscosa junto al monte Rendón, a tan sólo 140 km de su ciudad. Y el casero tenía una puntuación excelente en la web. Además, parecía hasta guapo el tío. Ahí, en la foto, con su labrador de pelo largo. Pero eso era lo menos importante. Ellas iban a estar juntas, comer, emborracharse y poner verde a Carlos. Punto.

 

Salieron en coche el viernes por la tarde, después de almorzar y tras pasar por carreteras preciosas, cruzando bosques y puentes sobre riachuelos, llegaron a La Casa del Monte, que así se llamaba en internet. Era principios de mayo y hacía calor. Eso facilitaba que los alrededores de la casa estuviesen repletos de flores rojas, amarillas y naranjas, que en contraste con el color de la piedra de las paredes de la cabaña, hacían que la imagen pudiese reproducirse en algún valle suizo. De la chimenea salía algo de humo, por lo que Ana pensó: - ¿Con este calor y la chimenea encendida?

Delante de la puerta había aparcada una furgoneta pick-up llena de bollos y barro en los bajos. Se notaba que se usaba para trabajar por la zona.

Ana mandó un whatsapp a Mario, el casero.

Estamos en la puerta”.

El doble check azul se marcó en la pantalla y al instante:

Salgo”.

Se abrió la puerta de la cabaña y el casero salió al jardín.

Ana y Ruth se miraron la una a la otra y tuvieron que contener una sonrisa de satisfacción. Mario era un tipo alto, bastante fuerte y de unos cuarenta y pocos años. Tenía el pelo negro y algo greñoso en el que ya se entreveían algunas canas dispersas por entre sus cabellos. Tenía un aspecto rudo pero limpio, con una barba de tres días que le daba un aire de tipo duro muy atractivo. Vestía con una camisa de cuadros leñadores en tonos rojos remangada por encima de los codos, unos vaqueros gastados a los que seguramente se les había sacado mucho más rendimiento de lo que realmente costaron y unas botas amarillas muy usadas pero limpias. Sus antebrazos se veían muy musculados y sus manos eran grandes y aparentaban ser fuertes como pinzas mecánicas.

-¡Bienvenidas!- dijo acercándose y brindándoles la mano para saludarlas. Ana le estrechó la mano, pero Ruth, ni corta ni perezosa, apartó la mano y le dio dos besos, uno en cada mejilla, mientras le guiñaba un ojo a su amiga.

Mario cogió las maletas de ambas y dirigiéndose al interior de la cabaña les dijo -Acompañadme dentro, que os voy a explicar cómo van las dos o tres cosillas de la casa, el agua caliente y la chimenea.

-Eso quería preguntar- dijo Ana. -He visto que está la chimenea encendida. ¿No hace mucho calor?

-Uf, qué va. Calor hace durante el día. Pero en cuanto cae el sol, la temperatura baja entre diez y quince grados. Así que no os va a sobrar la chimenea. Para nada.

Ya una vez dentro, la cabaña estaba decorada con mucho gusto. Jarapas colgando de las paredes de piedra, aperos de labranza antiguos colocados de forma adecuada y una preciosa alfombra de pelo frente a la chimenea que le daban al lugar un ambiente muy acogedor.

-Aquí vamos a estar como reinas- pensó Ruth antes de despotricar contra su ex diciéndole en voz baja a su amiga: -Carlos nunca me hubiese traído aquí. No hay tele-. Para luego soltar ambas una carcajada.

Mario les explicó el funcionamiento de la cocina de gas, del calentador de agua y de la chimenea.

-Si queréis, la chimenea no la apaguéis- les comentó el anfitrión. -Simplemente dejadle un tronco que se vaya consumiendo durante el día y a la noche, la aviváis con más troncos y aire.

-Muchas gracias- dijo Ana. -La verdad es que durante el día estaremos poco, porque tengo planificada una ruta de senderismo para subir al monte Rendón. No es muy complicado ¿no?

-No demasiado. Pero tened en cuenta que mañana se prevé que pueda llover algo durante el día.

-¿Llover? Pero si hace un calor fuera de lo normal. Parece que estemos en Julio.

Mario sonrió y comentó: -Las tormentas de esta época son muy traicioneras. No es que os vaya a pasar nada. Pero os podéis poner como una sopa si no estáis preparadas.

-Vale. Entendido- respondió Ana.

-Bueno, si necesitáis algo a lo largo del fin de semana, no dudéis en llamarme. Vivo en el pueblo. A unos diez kilómetros de aquí, pero en el coche estoy aquí en quince minutos.

-Una pregunta- interrogó Ruth -. ¿La casa la has decorado tú o tu mujer? Porque está muy cuca.

Mario sonrió y respondió: -Mucha gente me hace el mismo comentario. ¿Te extraña que los hombres seamos capaces de decorar o hacer otras muchas cosas con gusto?

-No. Para nada. Tan sólo es que yo he estado mucho tiempo con el claro ejemplo de los que no saben hacer nada con gusto- respondió Ruth con cara de resignación. -Entonces ¿eres decorador o algo así?

-¡Jajajaja!- rió sonoramente Mario-. Qué va. Soy bombero forestal. Pero mi trabajo me da mucho tiempo libre y puedo dedicarlo a mis cosas, que como verás son trabajar la madera y la jardinería. Aunque también hago mis pinitos en albañilería. De hecho, en esta cabaña he trabajado mucho ayudando a la cuadrilla de albañiles que la construyeron. Me gusta saber que yo he puesto mi grano de arena en hacer esta casa.

-Pues anda que tu mujer debe estar contenta. Si no estás apagando fuegos, estás liado con “tus cosas”- comentó Ruth.

-Pues no sé si estará contenta o no. Falleció hace cuatro años y no tengo medio de preguntarle.

Un incómodo silencio inundó el salón de la cabaña.

-Lo…, lo siento- dijo Ruth avergonzada-. No era mi intención bromear con ello.

-No te preocupes. Al principio me dejó hecho polvo, pero con el tiempo he aprendido a reírme de todo. Incluso de las calamidades- respondió él encogiéndose de hombros.

Mario las dejó y se marchó en su pick-up, dejando una nube de polvo conforme se alejaba por el camino de tierra.

 

Las amigas deshicieron el equipaje y decidieron ir a pasear por el campo hasta un arroyo que según el mapa se encontraba tan sólo a trescientos metros colina abajo. Durante el paseo hablaron de los nuevos proyectos que se abrían en la vida para Ruth y también tuvieron tiempo para recordar cosas de juventud que les hizo reír a carcajadas. Nada mejor de qué hablar que de todo lo que vivieron juntas en el instituto y luego en las marchas que se pegaron durante la universidad.

En un momento de la conversación y después de haber repasado ocho años de sus vidas, Ruth preguntó a Ana: -Oye. Y tu vida sexual ¿qué tal va?

-¡Uf! Pues nada fuera de lo común. Sabes que no he encontrado a ningún príncipe azul. Es más, dudo que existan.

-Vale, sí. ¿Pero tes has follado a alguien últimamente?

Ana dejó de caminar y mirando a Ruth con displicencia respondió: -Claro que sí. Pero no logro repetir con el mismo tío más de dos o tres veces. Me aburren- aludió moviendo la mano de arriba abajo con gesto de descarte.

-Entonces tendremos que llamar al bombero para que apague tus llamas ¿no?- dijo Ruth sonriendo y guiñando un ojo pícaramente.

-Mujer, no lo descartaría-. Y ambas soltaron una carcajada.

 

Por la noche decidieron quedarse en la cabaña, ya que al día siguiente les quedaba una jornada de senderismo en subida al monte. Excusa ideal para tomarse esa botella de vino blanco que habían traído desde la ciudad y que tenían bien fría en el frigorífico.

Tras una cena con risas entre copa y copa, las dos, literalmente abatidas, se fueron a dormir hasta la mañana siguiente.

 

 

 

Un rico olor a café despertó a Ruth.

-¡Las tostadaaaaas, que se enfríaaaaan!- oyó decir a Ana desde la cocina.

Cuando arrastrando los pies, con los ojos hinchados de sueño y totalmente despeinada, Ruth llegó al salón, Ana tenía puesta una mesa con todo lo necesario para un desayuno pantagruélico. Tostadas de pan de molde, mantequilla, mermeladas de fresa y naranja amarga, una jarra de zumo de naranja, otra de leche y una cafetera que olía a las mil maravillas.

-¡Cómo te pasas Ana!

-Nada, nada. Tenemos que alimentarnos que hoy vamos a ponernos los muslos duros.

 

Tras el exquisito desayuno, ambas se prepararon para el camino. Se colocaron sus pantalones cortos, sus botas de trekking y unas camisetas de algodón, ya que a primera hora de la mañana ya iba apretando el sol. Prepararon a su vez una pequeña mochila con avituallamiento y salieron a marchar.

El camino al principio era bastante fácil, atravesando senderos preciosos entre robles y chopos que bordeaban pequeños riachuelos por los que corría bastante agua a causa del deshielo primaveral.

Cuando llevaban un par de kilómetros de camino, Ana se paró en seco y con cara circunspecta comentó: -¿No nos dijo ayer Mario que hoy llovía? ¿Has metido algo para la lluvia en la mochila?

-Para nada- respondió Ruth. -Con este calor no tiene pinta alguna de que vaya a llover. Vamos, sería un milagro. No hay ni una sola nube.

-Esperemos que tengas razón y no nos arrepintamos luego. Venga, vamos a seguir, que aún nos queda un buen camino por delante.

Tras una caminata espléndida y llegar a la cima del monte Rendón, desde donde se podían divisar los robledos de la zona y tres o cuatro pueblos en la distancia, comenzaron a bajar.

-Oye Ruth, por ahí se ven unas nubes muy negras.

-Joder, es verdad. Al final vas a ser gafe. Pues vamos a aligerar el paso no sea que nos vaya a coger una tormenta.

Aumentaron el ritmo de sus pasos para lograr llegar a la cabaña antes de que las nubes rompiesen a llover, llegando por momentos casi a correr, pero de poco les sirvió. Cuando aún se encontraban a casi un kilómetro de la casita, unas pequeñas gotas comenzaron a caer sobre sus cabezas, las que poco a poco se fueron convirtiendo en una lluvia copiosa que hizo que ambas amigas se echaran a correr, como si la carrera fuese a mantenerlas a salvo del chaparrón. Se salieron del camino y fueron caminando entre los árboles para así mitigar un poco la cantidad de agua que les caía del cielo, pero la idea no tuvo ningún éxito. La tromba de agua las había empapado por completo. Sus botas estaban llenas de agua y sus pies se estaban enfriando por momentos. El calor con el que el día había comenzado había dado paso a una tarde lluviosa y desapacible. Por ello, decidieron volver a la carretera para acortar camino y llegar antes a la cabaña.

Mientras ambas caminaban a paso rápido por el arcén de la carretera, escucharon un pitido y al volverse, vieron unas luces que se les acercaban. Al llegar a su altura, pudieron comprobar que era Mario en su camioneta. El vehículo paró a su altura y abrió su puerta derecha.

-¡Dios mío, cómo os estáis poniendo!

Ruth sin responder a su observación, se introdujo rápidamente en la pick-up, sentándose en la parte de la banqueta más pegada a Mario y dejando sitio para que Ana también subiese.

-¡Vamos, móntate que te vas a mojar!- dijo él con sorna.

Ella subió también y cerró la puerta rápidamente, como si la prisa fuese a mitigar todo el agua que ya les había caído encima.

-¿No llevabais ropa de agua? ¿Al final no recordé de comentaros que hoy llovía?

-Sí. Nos lo comentaste. Pero entre el desayuno, los preparativos y que hacía un sol de justicia por la mañana, salimos con lo puesto- dijo Ruth señalando con la cabeza su ropa.

En ese momento se dio cuenta de que, como era habitual en ella, no llevaba sujetador. Lo que unido al agua caída, el frío y la humedad, hacía que sus pezones estuviesen queriendo atravesar el algodón de su camiseta.

Levantó la mirada y pudo ver cómo Mario le miraba sus tetas, para al momento, desviar la vista rápidamente a la carretera.

A los pocos instantes llegaron a la cabaña y los tres salieron de la furgoneta corriendo bajo la lluvia para llegar a la entrada.

Al abrir la puerta, entraron en el salón y ambas comenzaron a quitarse las botas empapadas en agua. Las camisetas de ambas, igualmente mojadas, se ceñían a sus cuerpos y dejaban intuir todo lo que había debajo. En el caso de Ruth, sus pechos pequeños y erguidos y en el de Ana, sus hermosas tetas bajo un sujetador de encaje.

Mario no sabía a dónde mirar y dijo: - Bueno, menos mal que he pasado por allí de casualidad ¿eh? Si no necesitáis nada más, os dejo que os sequéis y os calentéis.

-No Mario, espera- dijo Ana. -Nosotras no somos muy buenas con las chimeneas y creo que hoy nos va a hacer falta que tengamos un buen fuego para no pillar una pulmonía. ¿Te importaría avivárnosla y de paso te invitamos a un café?

Mientras le decía eso se acercó a él y le rozó el brazo derecho sin querer con sus pechos, lo que provocó en Mario un chispazo que le aceleró el corazón.

Llevaba varios años viudo y desde que falleció su mujer, tan sólo había tenido un par de escarceos con amigas de sus compañeros del Parque Central que le habían presentado en alguna quedada. Y allí se encontraba ahora. En una cabaña, con dos preciosas mujeres empapadas; enseñando más de lo que tapaban y que le estaban pidiendo que se quedase con ellas a tomar café. Sería un perfecto gilipollas si lo rechazase.

-Claro. Sí. Por supuesto- respondió vacilante Mario. -Voy a echar un par de troncos al fuego para que comience a calentar bien.

-¡Gracias! Ahora mismo me pongo algo seco y voy preparando un café calentito que nos entone el cuerpo- comentó Ana muy dispuesta.

Mario se agachó frente a la chimenea y del cesto de mimbre que había junto a ella cogió un tronco grueso de madera de encina, lo colocó en el centro del fuego y lo rodeó con otros más pequeños, comenzando a aventarlo con una revista sobre turismo rural que había sobre la mesa. Tan pronto comenzó a entrar aire en la chimenea, unas pequeñas llamas comenzaron a crecer entre las maderas y un reconfortante calor empezó a salir hacia el salón.

En ese instante, aún agachado, Mario se giró con la intención de anunciar a ambas que el fuego ya había comenzado a calentar. Sin embargo lo que vio, hizo en él más efecto que las ardientes llamas de la chimenea. Se encontró a Ruth saliendo de su habitación envuelta en una toalla blanca que por lo corta que era, no acertaba a tapar su cuerpo más allá de la parte baja de sus nalgas, dejando sus piernas a la vista en todo su esplendor. Ello unido a su pelo ondulado y mojado le otorgaban un aire de recién salida de la ducha que a él le hicieron reaccionar. Sintió cómo su polla crecía dentro de sus vaqueros, por lo que se levantó y rápidamente se sentó en el sofá colocándose sobre el regazo un cojín para disimular el bulto tan evidente que ya sobresalía de su entrepierna.

Ana, tras poner la cafetera italiana de aluminio a calentar en la cocina de gas, se metió en la habitación y desde allí les gritó: -¡Echadle un vistazo al café, que ya voy a aprovechar y me voy a dar una ducha!

Ruth, tras escuchar cómo desde el baño el agua de la ducha comenzaba a salir, se acercó a la chimenea atusándose su pelo con los dedos mientras inclinaba la cabeza y se quedó parada ante ella, mirando cómo las pequeñas llamas empezaban a sobresalir de entre los troncos pequeños.

Al poco, el café comenzó a borbotar, inundando con su aroma toda la cabaña. Mario se levantó y se dirigió a la cocina, apartando la cafetera del fuego y vertiendo café en dos de las tres tazas que Ana había dejado preparadas sobre la encimera. Las tomó y se dirigió al salón con ellas. Mientras se acercaba, vio a Ruth de pie, inmóvil frente a la chimenea, con la mirada fija en las brasas. La imagen era casi un sueño. La silueta del cuerpo de ella se perfilaba sobre los tonos rojizos que salían de la chimenea. Podía perfectamente adivinar la forma exacta de su cuerpo. Sus hombros, brazos y piernas definidos. Y sus caderas, no demasiado pronunciadas pero muy estilizadas.

Al acercarse, con las dos tazas humeantes en la mano, se colocó tras ella y le preguntó: -¿Azúcar?

Ella tardó un par de segundos en darse la vuelta. Y cuando lo hizo, miró fijamente a los ojos de él y no dijo nada. Muy despacio, le cogió las dos tazas de las manos y las dejó sobre una mesa baja. Acto seguido, pasó sus dedos índice y corazón con suavidad por la barba de Mario mientras seguía con sus ojos clavados en las pupilas de él. Y después, también muy lentamente, deshizo el nudo que mantenía la toalla rodeando su cuerpo y ésta cayó a sus pies, dejando a Ruth desnuda frente a él. Estaba esplendorosa. La piel de su delgado cuerpo brillaba gracias al aceite corporal y las llamas de la chimenea.

Mario estaba paralizado, por lo que Ruth se acercó y poniéndose ligeramente de puntillas, comenzó a besarle. Primero sus labios se unieron en encuentros entrecortados, para luego llegar el turno de sus lenguas, que comenzaron a recorrer mutuamente sus bocas. Él dejó su pasividad anterior y comenzó a recorrer el cuerpo de ella de arriba a abajo como si estuviese moldeando una figura de barro en un torno. Las manos de Ruth se colocaron tras la espalda de Mario y lo atrajeron hacia ella, apretándolo para sí y sintiendo todo el tamaño de su miembro viril.

De la parsimonia inicial, se fue pasando a la pasión. Ruth empezó a desabotonar con deseo la camisa de cuadros de él, mientras Mario la besaba con vehemencia y agarraba su culo como queriendo levantarla en peso. Cuando tuvo el torso musculado desnudo, ella comenzó a recorrer ese duro pecho con sus pequeñas manos, tratando de abarcar cada centímetro cuadrado de piel curtida. Tras reconocer esa parte del cuerpo de su amante accidental, inició un descenso hasta llegar a manosear la hebilla de hierro del cinturón de sus tejanos, luchando con vehemencia contra ella para poder desabrocharla. Cuando ya sintió la tira de cuero ceder, rápidamente y valiéndose de sus dos manos, tiró hacia ambos lados para, con un sonido ahogado y brusco, soltar los corchetes de la bragueta de su vaquero y dejar al descubierto sus bóxers negros. Desde ese instante, su mano comenzó a frotar el miembro de Mario que luchaba por salir del encorsetamiento de sus calzoncillos. Ruth podía perfectamente sentir el contorno de esa maravillosa verga aunque aún estuviese cubierta de la licra de la ropa interior. No contenta con ello, sus dedos comenzaron a introducirse por el elástico hasta tocar piel con piel el húmedo y suave glande que ella estaba loca por disfrutar. Ya no podía más. Dejó de besar salvajemente la boca para bajar con cierta ansia, recorriendo primero con su lengua los trabajados pectorales, sus pezones, su vientre; hasta llegar a ponerse de rodillas frente a él. Momento en el que tras respirar entrecortadamente varias veces y mirar hacia arriba como queriendo expresar con sus ojos la lujuria que sentía, agarró la polla con una mano y comenzó a introducírsela en la boca. Primero abarcando con sus labios todo su capullo y recorriéndolo a la vez con su lengua, para seguidamente iniciar un movimiento controlado y de vaivén en el que él veía desaparecer su verga en las fauces de ella.

Ahí estaban, ella desnuda y arrodillada frente a su adonis, haciéndole una mamada a un casi desconocido en una cabaña de campo y él, con la camisa abierta y sus pantalones por las rodillas, siendo devorado por una mujer pantera. Algo que ninguno de los dos hubiese ni sospechado unas horas antes.

La sabia maestría de la boca de Ruth, que chupaba ese falo como si de una actriz porno se tratase, hacía que Mario sintiese lo que hacía mucho tiempo que había dejado de sentir. Pasión desenfrenada.

Terminó de quitarse su camisa y se zafó completamente de sus tejanos, para unirse en su desnudez a la de Ruth. Sentía un extremo placer mientras ella jugueteaba con sus testículos mientras con la otra mano apretaba su falo. Ella alternaba la succión con lametazos a toda la largura de su polla, sin dejar atrás sus huevos y su perineo, hecho que hacía que tuviese todo su sexo y alrededores bien ensalivados, lo que le provocaba cierto frescor placentero al sentir el aliento de Ruth.

Al poco, Mario comenzó a sentir cómo sus músculos se comenzaban a tensar y el placer comenzaba a invadirle. Pronto iba a correrse. Pero no quería que ese momento terminase tan rápido. Puso sus manos en los hombros de ella y la empujó levemente hacia atrás hasta que la polla salió de su boca. Sin hablar, la hizo ponerse nuevamente de pie y volviéndola a besar apasionadamente, la fue llevando con sus manos hasta el sofá frente a la chimenea. Allí la sentó sobre el respaldo, dejando sus pies apoyados sobre los cojines asientos. Empujó sus rodillas hacia ambos lados, dejando abierto frente a él su coño húmedo y con el vello recortado, coronado con un penacho que le daba incluso cierto aire divertido. Podía perfectamente ver cómo éste se iba dilatando frente a sus ojos y le mostraba todo su interior. Casi como hipnotizado por esa imagen, Mario de fue acercando muy despacio hasta que su respiración caliente hizo a Ruth estremecerse. Así, comenzó a pasar su lengua muy lentamente desde su culo hasta su clítoris, para allí golpearlo suavemente con la punta y volver a recorrer los labios en movimientos circulares que hacían a Ruth soltar pequeños gemidos de placer. Ella agarró con sus manos la cabeza de Mario, apretándola contra sí misma y guiándola con leves movimientos hacia donde la lengua de él debía trabajar.

-¡Sigue así!... ¡Sigue así!... ¡Sigue así!

Mario entonces introdujo dos de sus dedos en su coño y mientras seguía lamiéndolo, comenzó a moverlos dentro presionando la cara anterior de su vagina muy despacio, como si estuviese diciéndole desde abajo: -Ven aquí.

Ruth comenzó a aumentar el tono de su voz anunciando de esa manera un orgasmo que se inició con un grito apagado por un resoplido que acompañó a unos movimientos espasmódicos mientras apretaba la cabeza de su amante contra su vulva. Él continuó lamiendo su clítoris unos instantes más como si de un cachorro se tratase hasta que ella le apartó su cara de entre sus piernas para hacerle ponerse de rodillas en el sofá frente a sí y enfrascarse ambos en un nuevo y apasionado beso de agradecimiento por esa corrida tan espectacular que acababa de tener.

Sin darle mucho tiempo a Mario, Ruth se giró sobre ella misma, poniendo ahora ella sus codos sobre el respaldo, sus rodillas sobre el asiento y ofreciendo su coño hacia atrás.

-¡Fóllame! ¡Fóllame bien fuerte!- dijo girando su cabeza y mirándolo con los ojos llenos de deseo.

Mario puso sus manos a cada lado de sus caderas y colocó su glande en la entrada de su chocho. De un sólo empujón entró casi resbalando. Ella estaba empapada. Tras un orgasmo como aquel no era para menos.

Mario comenzó a follarla con deseo. Tensando todos los músculos de su cuerpo. Dándole a ese pequeño cuerpo de mujer toda la fuerza que él podía ofrecer. El movimiento brusco pero acompasado de ambos le permitían ver cómo su verga entraba y salía del cuerpo de Ruth. Recorría con sus dedos el surco central que formaban los músculos de su espalda. Apretaba para sí sus paletillas. Arañaba su culo. La agarraba del pelo. Pellizcaba sus pezones desde atrás y mordía su nuca. Sólo tenía dos manos para disfrutar de aquel cuerpo. Hubiese querido tener más.

Ruth sentía los jadeos de él tras sus orejas y esto la calentaba aún más. Estaba siendo empalada y manoseada. Y eso la enardecía. Con su mano comenzó a acariciar rápidamente su clítoris mientras la polla de Mario la penetraba cada vez con más vehemencia, haciendo subir las pulsaciones de su corazón nuevamente, hasta que ambos comenzaron a correrse simultáneamente con gritos ahogados y fuertes empujones.

La cadencia de los movimientos de caderas de Mario comenzó a ralentizarse cada vez más hasta que cayó sobre la espalda de Ruth, exhalando un bufido sordo. Así quedaron ambos durante un instantes. Sudorosos. Con el sexo de él aún dentro de ella. De rodillas sobre el sofá y desnudos.

Ruth, aún sintiendo el peso de su amante sobre su espalda, giró su cabeza hacia atrás mientras en su cara se dibujaba una amplia sonrisa de satisfacción, cuando vio a Mario mirando fijamente a su izquierda. Con los ojos clavados en algo. Súbitamente, recordó que no estaban solos en la casa. No lo habían estado ni tan sólo un momento. Al mirar hacia donde lo hacía él, vio a Ana de pie, bajo el quicio de la puerta de la habitación. Inmóvil. Con los ojos muy abiertos.

 

Ana, tras salir de la ducha, se había embadurnado su cuerpo con un aceite corporal que llevaba unas semanas utilizando y que dejaba su piel tan suave como el satén. Se esmeró en masajear con el óleo sus piernas, ya que según le había recomendado su esteticista, tenía un fuerte componente reafirmante. Y si eso era verdad, tampoco le vendría mal a sus tetas un poco de eso, para que se mantuviesen firmes, que con el tamaño que tenían, había que mantenerlas.

Tras la sesión de manoseo de tetas, se puso una camiseta de tirantas y un pantalón corto de algodón que había traído para estar cómoda en la cabaña. Frotó con su mano el espejo que estaba totalmente empañado a causa del vapor y pudo verse en él. Se veía bonita. Su pelo rojizo y mojado caía sobre sus hombros y pensó que tenía su no sé qué el tener a un hombre tan varonil como Mario en casa. Era excitante.

Salió dispuesta a tomarse el café que había dejado al fuego y al abrir la puerta del baño oyó algo extraño. Del salón venían sonidos ahogados que no acertó a identificar en primer momento. Pero al llegar a la puerta del salón, quedó atónita. Su amiga y el casero estaban follando como descosidos sobre el sofá. Así. Sin anestesia. Él la tenía agarrada por detrás y la penetraba con fuerza y podría decirse que con casi violencia. Mientras, le tiraba del pelo haciendo levantar la cabeza de su amiga que sin embargo no tenía en su cara gesto alguno de dolor, sino de una lujuria que nunca había visto en ella en los años que se conocían.

Pero algo extraño en Ana sucedió. De la infinita sorpresa inicial, pasó a un cierto placer vouyeur al ver en vivo y en directo cómo una mujer y un hombre practicaban sexo salvaje frente a ella. En la misma habitación. Y además, uno de los participantes era su amiga del alma desde el instituto.

Vio cómo los movimientos de ambos cada vez eran más fuertes, uniendo sus sexos como si nunca fuesen a separarse. Sus jadeos iban en aumento hasta oírles casi gritar de placer. Y llegó la explosión. Él la apretó hacia su polla para descargar su semen por completo dentro de su coño y vio en su rostro una mueca mezcla de placer y extenuación, para tras ello, caer rendido sobre la espalda de Ruth, respirando rápidamente para tratar de introducir el máximo posible de oxígeno en su cuerpo y recuperarlo del titánico esfuerzo que Ana había presenciado. Fue en ese instante cuando él giró su cabeza y sus ojos oscuros se cruzaron con los de ella. Permanecieron fijos los unos en los otros durante unos instantes. En el rostro de Mario no había la más mínima señal de vergüenza, sino más bien de relajación y de complacencia. Como si con su mirada le estuviese diciendo: -Ana. Lo siento. Pero ha sido inevitable.

Pero cuando Ruth la miró, aún ensartada por la verga de Mario, su rostro sí mostró cierto sentimiento de que lo que estaba ocurriendo no estaba bien. Pero aún así los amantes permanecieron inmóviles y mirando fijamente a Ana. Sin decir una palabra.

 

 

Las llamas de la chimenea ya crepitaban y junto a la respiración entrecortada de Mario y Ruth, eran los únicos sonidos que se escuchaban en la casa.

Él se puso de pie y rápidamente la mirada de Ana se clavó en su grande, húmeda y aún enhiesta polla. Ese hecho no pasó desapercibido a ninguno de los dos amantes, haciendo que Ruth sonriese pícaramente.

La vergüenza inicial desapareció como por arte de magia. Se levantó y, dirigiéndose desnuda hacia su amiga, la cogió de la mano y se acercó junto a ella a Mario.

-Las amigas lo comparten todo ¿no?- Le dijo mientras cogía una de sus manos y la colocaba en el pecho del hombre, comenzando a guiarla por todo su torso.

-Todo- repitió a su oído desplazándose hacia detrás con dos pequeños pasos para dejarla sola.

Ahí estaba a Ana. Mostrada como una ofrenda frente a un hermoso hombre desnudo, cuya verga, sabiendo lo que le esperaba, no llegó a bajar. Al contrario, la sangre volvió a inundar el falo de Mario y su erección no ocultaba su deseo también por esa pelirroja de preciosas curvas.

Mientras Ana continuaba acariciando su pecho, él introdujo sus dedos en las tirantas de la camiseta de Ana y las bajó cada una a un lado, dejando desnudas dos maravillosas tetas coronadas por unos grandes pezones rosáceos. No eran tan firmes como los de Ruth, pero con lo lascivas que se ofrecían frente a sí, eso no era defecto ninguno. Al contrario, eran unos pechos que invitaban a sumergirse en ellos. A tocarlos. A chuparlos. A follarlos.

Sus bocas se unieron, dejando un sabor que Ana reconoció como el sabor a sexo. Pero que sin embargo no le desagradó. Sus lenguas luchaban entre sí, queriendo hacerse un sitio y quedar por encima de la de su partenaire. Las manos de él masajeaban los pechos de Ana, acariciando con sus pulgares sus pezones y pellizcándolos con suavidad como si quisiese alargarlos. Eso a ella le producía una sensación algo dolorosa, pero a la vez, tan placentera que la iba calentando cada vez más.

De la lucha de lenguas fueron pasando a los mordiscos en los labios. Algunos tan fuertes que a Mario se le abrió una pequeña herida en el labio inferior de la que brotó un punto de sangre. Ana, al verlo, se enardeció mucho más y agarrándole la cabeza fuertemente, volvió a abalanzarse contra su boca como si de una vampiresa se tratara.

Ya estaba fuera de sí. La imagen de verlos follar. Los pellizcos en sus pezones y ahora, la sangre en la boca de Mario, habían despertado en ella a una bestia que hasta ahora desconocía.

Empujó al hombre bruscamente hacia atrás, haciéndole caer de espaladas en el sofá. Ana terminó de quitarse su camiseta y sus shorts, quedándose completamente desnuda. Mario no pudo evitar quedarse ensimismado con la visión que le ofrecía su vulva depilada. Tenía un monte de venus redondeado y voluptuoso. Sus labios rosas y entreabiertos brillaban con los flujos que ya iban preparando el terreno. Y ella no dudó. Se subió delante de él, poniendo una pierna a cada lado de sus fuertes hombros y pegó su coño a la cara de su amante. Sintió cómo su nariz tocaba su clítoris y su lengua comenzó a recorrer cada pliegue, cada labio, cada orificio de su entrepierna. Ana abrió con sus dedos los labios de su vagina para descubrir el punto en el que él debía concentrar toda sus sabiduría. Mario, de mientras le apretaba el culo con sus manos empujándola hacia sí, logrando que su lengua se introdujese más adentro. La cabeza de ella cayó hacia atrás, dejando esa melena pelirroja derramarse sobre su espalada y haciéndola exhalar de placer. La lengua recorría cada vez más rápido el diámetro de su clítoris, frotándolo y golpeándolo, mientras clavaba cada vez más fuerte los dedos en sus glúteos, dejándolos marcados en su carne. La mezcla de placer y dolor dieron rienda suelta en Ana una escalada de sensaciones, que aceleraron sus latidos y comenzaron a hacer temblar sus piernas abiertas, que junto a pequeños gritos entrecortados, anunciaron la llegada de un espasmódico y electrizante orgasmo que hizo temblar todo su cuerpo, erizándole la piel y llevándola a un éxtasis como hacía tiempo que no sentía. La lengua de Mario continuaba su trabajo, sintiendo cómo ella intercalaba jadeos con convulsiones cada vez más espaciadas hasta que en un determinado momento, apartó su entrepierna de su cara.

Ana se había corrido. Y aunque había sido muy rápido, se había corrido bien. Pero su cuerpo no se conformaba con eso. Pedía más. Más de ese cuerpo fornido que no había hecho más que empezar a disfrutar. Se bajó del sofá y untando su mano derecha con la mezcla de saliva y flujo que había en su coño, embadurnó el poste de carne que apuntaba hacia ella. Se giró, dándole a él su espalda y agachándose lentamente, como en cuclillas, comenzó a introducirse ese nabo que estaba esperando. Sintió perfectamente el relieve de su capullo que iba abriéndose camino en su interior. Empezó a subir y bajar muy despacio, como midiendo el tamaño de la polla con su coño. Echó sus brazos atrás, apoyando sus manos en el respaldo del sofá y comenzó a galopar sobre su potro. Impulsaba sus caderas hacia adelante, haciendo que la punta de la verga de Mario rozase con la pared anterior de su vagina. Esto le hacía enloquecer. Sentir la carne en todo su tamaño dentro de ella era como llegar a la plenitud de la unión carnal. La fusión de dos cuerpos en perfecta unión para el placer.

Una gota de sudor comenzó a caer desde la nuca por el espinazo de Ana. Mario lamió desde su espalda hacia arriba, hasta que la gota y su lengua se unieron, sintiendo el chispazo del sabor salado de su amante. Estaba fuera de sí. Nunca había estado con dos mujeres y mucho menos con dos diosas como ésas.

Mientras follaban, Mario agarró la melena cobriza de Ana y tiró hacia sí, haciendo que de ella levantase su mirada al techo y soltase un gemido que lo enardeció más si cabe. Estaba poseyéndola. Todo el cuerpo que frente a él se balanceaba era suyo. Tenía el control total sobre ella.

Agarró sus tetas desde atrás, pudiendo comprobar el volumen de esos pechos y apretándolos para que dejasen de botar. Con sus brazos podía sentir el contacto de sus costillas que se marcaban al arquear Ana su espalda para poder hacer que la verga llegase a lo más profundo.

Y de esa manera, acelerando cada vez más sus movimientos, comenzaron a llegar al éxtasis. En ese momento, Mario sintió que las manos de Ruth cogían su cara y la giraban hacia un lado, para ver cómo ella le besaba apasionadamente y hacía que su lengua entrase en su boca.

El clímax del placer. Mientras sentía cómo Ana botaba sobre su polla cada vez más rápido, Ruth comía su boca con pasión y se masajeaba el clítoris casi con violencia. Tres cuerpos como uno sólo alcanzando el máximo placer. Desnudos. Frente a la chimenea.

Mario descargó toda su leche dentro del coño de Ana soltando una ahogada exhalación mientras agarraba fuertemente sus caderas y empujaba con su pelvis para asegurarse de que la leche que aún le quedaba regara el interior de su amante. Ruth llegó al orgasmo apretando su boca al cuello de él para allí hacerle saber con un bufido al oído que se había corrido por segunda vez. Y Ana también llegó a correrse subiendo y bajando sus caderas sobre ese falo duro y grueso que la penetraba, clavando sus uñas a la vez en los fuertes antebrazos de Mario.

Y así quedaron los tres. Exhaustos.

Sobre la mesa baja quedaban dos tazas de café frío y en la alfombra del salón las Panama amarillas de Mario junto a sus tejanos arrugados, una toalla blanca y los shorts de Ana. La chimenea seguía crepitando como si la sesión de sexo desenfrenado frente a ella nunca hubiese ocurrido.

Ana giró su cabeza hacia atrás y vio a Ruth tumbada sobre un lateral del sofá. Sus miradas se cruzaron y tras un pequeño momento de reparo, ambas comenzaron a reír a carcajadas. Mario al principio algo sorprendido, se contagió del momento y se unió a las risas.

Dos amigas que habían compartido secretos y confesiones habían acabado compartiendo amante una tarde de tormenta.

¿No es eso verdadera amistad?