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Un día de trabajo

en Grandes Relatos

En el trabajo se iba a celebrar una convocatoria para que los empleados de nuestra empresa nos conociéramos y de paso limáramos las posibles rencillas que siempre hay en los lugares de trabajo. Mi compañera más cercana a mi por el trabajo que yo realizaba por entonces, venía de Madrid. Por razones que ahora no vienen a cuento, no puedo explicar los motivos que llevaron a hacer la reserva del hotel de forma precipitada. El caso es que al conocer el limitado número de habitaciones que hotel disponía, los organizadores nos sugirieron amablemente que nos pusiésemos de acuerdo entre los compañeros para compartir.

Lo que oímos, nos puso cara de circunstancias por lo inédito de la situación, ya que una cosa es compartir horas de trabajo y otra muy distinta compartir una habitación. En ese ámbito todos éramos gente desconocida.

Cuando el organizador de aquella convocatoria terminó de hablarnos, mi compañera y yo tuvimos una violenta y angustiosa sensación, ya que habitualmente ambos compartíamos la oficina. Esta oficina estaba situada justamente al margen del resto de la empresa lo que nos apartaba del resto de compañeros y esto hacía que cualquier otro compañero nos pareciese mucho menos cercano.

Casi como era de esperar, y después de varios minutos de silencio, todos los compañeros supieron entender la situación y más o menos fueron poniéndose de acuerdo con quienes creían que serían también buenos compañeros de habitación. Al fin y al cabo, todo sería cuestión de horas.

Lo que ahora escribo en este relato, sucedió en aquella habitación...

Desde la ventana principal de la estancia se veía que el día no acompañaba precisamente. Era una tarde lluviosa y gris. Después de risas y de hablar y hablar sobre aquella inédita situación “laboral”, nos dio por ver algo de televisión y pensar sobre la jornada que nos esperaba a la mañana siguiente.

La verdad es que entre nervios y bromas, la situación se relajó de aquella violenta sensación tensión y lo que al principio era silencio, se convirtió en risas, chistes y miradas. Creo que fue la situación la que nos llevó a reír y reír de forma ininterrumpida. Las risas fueron a más y los chistes invitaban a hacer bromas de mano que finalmente hicieron que yo perdiera el equilibrio.

Así, estando en la habitación del hotel, yo caí sin darme cuenta en el suelo, bocarriba. Tú tenías una bonita falda que permitía ver tus apetitosas y deseables piernas. Unas piernas carnosas y suaves que casi al instante hacían pensar en momentos lujuriosos y libidinosos. Te diste cuenta de que yo las miraba con deseo. Las miraba de arriba a bajo, desde el tobillo hasta el comienzo del muslo. Unos muslos que invitaban todavía más al pecado. Estando así, mirando hacia arriba y con mi espalda pegada al suelo, yo te miraba y tú me mirabas. Sin pensármelo demasiado y sabiendo que no teníamos la confianza suficiente, te dije que te fueras levantando poco a poco la falda y me dejaras ver totalmente tus piernas, que hacían un bonito conjunto con los zapatos negros que llevabas. Así lo hiciste y me dejaste ver unas bragas negras que se ajustaban perfectamente a tu pelvis. Todo lo que veían mis ojos era una verdadera hembra.

         Viendo esos muslos tuyos, tuve que pedirte que me dieras la espalda y me dejases ver tu trasero tan bien hecho. Así lo hiciste. Me lo enseñaste. Estabas excitada y eras tú quien estaba más interesada en que yo viera tu carnosa mercancía. Por eso sacaste tu desnudo trasero, te bajaste las bragas  y con tus manos lo abriste para regalarme todo aquello.

Lo que vi, hizo que mi miembro se pusiese duro como un leño. En aquel momento yo quise "regalarte" algo y te enseñé aquel pene que ya estaba rojo y duro. Los dos nos mirábamos y nos entendíamos. En ese instante no lo dudé más y te pedí que lentamente y sin dejar de enseñármelo todo, te fueses acercando hacia mi. Mientras lo hacías, mi lengua humedecía mis labios casi sin darme cuenta mientras advertí como tu respiración se aceleraba silenciosamente. A medida que te acercabas era como si viera tu culo más goloso y grande. Eso me excitaba mucho. Fui viendo poco a poco el túnel negro que se dejaba ver en el centro de toda aquella carne. Ya estabas muy cerca, casi te podía tocar.

Pude oler tu perfume mientras acercabas a mi cara todo lo que mis ojos veían. Luego te dije: "por favor, ven aquí y siéntate en mi cara". Lo hiciste sin dudarlo. Cuando te sentí en mi cara, la excitación me subió al máximo y noté inmediatamente lo húmeda que estabas. De nuevo abriste aún más tu trasero y mi cara pudo alcanzar tus partes más íntimas. Yo sentía como si hubiesen apagado la luz y tu empezabas a gemir. Fue entonces cuando mi lengua quiso actuar. Era como si no tuviese control sobre ella. Entraba y salía de tu sexo que ya estaba muy mojado. Todo era muy placentero. Sentí claramente el olor de tu sexo, y eso hizo que automáticamente se me hiciera la boca agua. Noté en ese momento como de mi boca salía saliva. Quise que participaras de ello y en un momento separé mi cara de tu trasero. Me incorporé y nos miramos cara a cara. Frente a frente. Nuestras narices casi se tocaban. Estabas rabiosa, radiante. Querías mucho. Lo querías todo. Inmediatamente captaste mi intención y me pediste que te echara mi saliva en tu boca. Poco a poco.

Así lo hice. Estabas deseándolo. La tragaste.

Cuando acabé de hacerlo, quise darte tu “alimento” y de nuevo metí la cara en el lugar de dónde no debí sacarla. Así que continué.

Una vez debajo de tu trasero me dispuse a continuar . La excitación me invitaba a comérmerlo todo. Tú seguías gimiendo. Aquel sabor que tenía en mi boca me tenía prisionero de aquella situación de la que no quería salir. En ese momento te desplazaste ligeramente a propósito. Fue cuándo mi lengua dejó de lamerte y buscó automáticamente tu segunda entrada. Tu cuerpo estaba ardiendo y tus movimientos me estaban diciendo que dedicara mi lengua a tu otro agujero. Así lo hice y empecé a lamerlo suavemente al principio. Tú te movías y empezaste a  acariciarte tus senos y tu sexo.

Yo mientras, lamía tu ano. Mi excitación hizo que mi juguetona lengua intentara entrar en aquel vicioso túnel. Te diste cuenta de ello y tu calentura subió aún más. Poco a poco se abría paso. Mientras, mi pene casi me dolía. Tú lo veías y gemías pensando en lo que harías si lo tuvieses cerca. Mi lengua entraba y salía de tu ano como si de un pene se tratara. Todo era muy placentero. Por fin sentiste toda mi lengua entrando y saliendo de lleno. Ahora los dos gemíamos. Mi pene iba a correrse de un momento a otro y tú no dejabas de pedirme que no parara de penetrarte con mi lengua. En un momento dado nos levantamos y rápidamente te introduje mi miembro en tu boca. Mientras tú compulsivamente me masturbabas. Pero lo pensamos mejor y decidimos parar. ¡Siiii¡..... parar. Nos resultó muy difícil pero sabíamos que sería bastante más rentable para  más tarde.

         Nos llevamos casi quince minutos disimulando una conversación. Una conversación que ya se nos hacía imposible de mantener. Hablábamos de qué haríamos en esa jornada siguiente y si íbamos a oír buena música el próximo sábado en algún local. Casi al terminar de decir esto último, tú resoplaste para aliviar tu tormento. Instintivamente, me llevaste mi mano derecha a tu trasero. Fue lo que nos llevó de nuevo a comernos el uno al otro. Pensamientos de morbo y carne nos invadían la cabeza permanentemente. Te lo pedí de nuevo: “déjame verlo de nuevo, por favor”.

Así lo hiciste y te vi de espaldas, con las piernas bien abiertas y tu trasero muy sacado, regalándomelo. Vi entonces, tu vagina que iba prácticamente a explotar. No me lo pensé y metí de lleno la cara en ella, deseándolo. Yo comía y comía. Tú, empezaste casi a decir guarradas que nos hacían perder más la cabeza. Vi tu ano. Estaba dilatado, deseando ser comido y lamido. Mi lengua no lo dudó y se dirigió hacia él, saboreándolo, queriendo entrar y sentir el vicio de aquélla carne.

Por cierto, en aquéllos días, tú no estabas tomando anticonceptivos, así que en caso de penetración habría un enorme riesgo de embarazo. Lo comentamos y decidimos no hacer nada imprudente, sobretodo por hacerme la confidencia que me hiciste de que aquel día era justamente el más fértil de tu período. Estando así, no lo dudamos  más y quisimos darnos algo especial, así que empecé a escupir en tu ano. Tú diste un respingo y casi empezabas a babear de gusto. Una vez que te lo humedecí bastante, me incorporé hacia ti y besé tu nuca. Tú ya sabías lo que nos esperaba, por eso alzaste tu pelvis y me ofreciste aquellos glúteos generosos. Mientras lamía tu cuello y de camino a tu boca, mi polla empezaba a entrar tímidamente en tu trasero. No sería fácil del todo pero aquello nos hacía pensar que merecería la pena. Al poco, media verga mía ya la tenías dentro de tu trasero.

Por fin mi boca alcanzó la tuya. Nuestras salivas se unían en una sola. Nuestras lenguas no evitaban el chasquido que producían aquellos besos. Me pediste que hundiera más y más mi lengua dentro de tu boca a la vez que sentías ya mi polla muy adentro. La sentías entrar y salir. La sentías toda dentro. Querías más y más polla. Eso hizo que se me hinchara más. Mi polla estaba más larga y dura, pero sobretodo más gruesa. Todo tu interior iba a reventar de placer, cosa que hizo que tu cara reflejara el morbo más sabroso. Todo era placentero, caliente y lleno de complicidad. Mi lengua ocupaba tu boca y mi polla tu culo, así que decidí que mis dedos fueran a tu vagina que ya estaba mojadísima. Al notarlo, me llevé uno de mis dedos a mi boca para saborearte.

A los pocos segundos ya tenías todo tu cuerpo lleno de mi. Así quedamos, entrando y saliendo, gozando y babeando los dos. Sabíamos lo que nos esperaba y seguimos y seguimos. Cuándo ya no podíamos esperar más, me pediste que te inundara tu vagina. En ese momento hablamos de nuevo de la posibilidad de un embarazo y de la mala suerte de ser un día realmente arriesgado. Nos miramos sin decir nada, pero al cabo de unos diez segundos, me dijiste: “La necesito totalmente dentro, muy dentro”.  Mi polla no pudo aguantar aquellas palabras tuyas y metí automáticamente mi verga muy profundamente, casi notando tu útero y fue cuándo notaste el salpicón de semen muy dentro de tus entrañas, inundando la entrada de tu útero. Estabas ardiendo. Mi polla roja y nuestras caras, complacientes. Bebí de tu saliva y tú bebiste de la mía. Dijimos que aquella tarde había ocurrido algo muy especial y así quedó en nuestras cabezas.  

         Acabamos extenuados pero muy satisfechos. Nos besamos y fuimos a asearnos, prometiéndonos que aquélla no sería la última vez y nos besamos. Todo quedó como empezó, en una complicidad inteligente, apasionada, pero sobretodo prometedora.