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Paredes de papel (8)

en Sexo con maduras

8

— ¿Y qué vas a hacer esta noche? —me preguntó Agustín por teléfono.

— No sé —contesté, consciente de que le diría una verdad a medias—, creo que me quedaré en casa viendo una peli, y me acostaré pronto para que se me haga más corta la espera hasta que llegues.

— No aterrizo hasta las diez, así que no creo que llegue a casa antes de las once —me informó—. Es viernes, y tienes tiempo más que de sobra para dormir y no madrugar, ¿por qué no quedas con alguien y te diviertes un rato? Así no me echarás de menos tanto como yo te echo a ti…

— Eres un cielo, cariño… No sé, ya veré si encuentro algo con lo que entretenerme… —le dejé caer, sin poder evitar que decirle medias verdades me resultara emocionante.

«Algo grande, duro y potente que me deje sin respiración», confesó mi diablillo, regodeándose en mi cerebro.

— Bueno, tú intenta divertirte, preciosa, que ya no queda nada para que vuelva a casa… Te dejo, que el tren para Atenas ya va a salir. Un beso.

— Lo intentaré… ¡Buen viaje! Un beso.

«¡Y tanto que lo intentaré!».

Aún quedaban casi cuatro horas para la hora señalada, pero tratándose de la primera vez que iba a quedar con mi joven amante con premeditación y alevosía, quería prepararlo todo con tranquilidad. Las inoportunas molestias del día anterior ya habían desaparecido, y quería deslumbrar a Fernando para que, en cuanto cruzase la puerta, no pudiera pensar más que en darme lo que yo deseaba de él.

Antes de darme una tranquila ducha, y a pesar de que por la hora que era Sonia ya habría entendido que rechazaba su invitación, preferí escribirle un mensaje a mi amiga para posponer una posible quedada para otra ocasión. Aunque, en última instancia, no pude reprimir mi entusiasmo para insinuarle la razón:

— Como me dijiste que era totalmente recomendable… ¡esta noche voy a bailar “La Macarena”!

— ¡Di que sí! —me contestó casi al instante— “Que tu cuerpo es pa’ darle alegría y cosas buenas…” ¡Disfruta! Y ya me contarás.

Esa pequeña confesión, compartiendo el secreto con mi amiga, lo hacía aún más estimulante. Tenía su bendición para cometer el pecado, y luego reviviría éste contándoselo, ¡qué excitante era ser una pecadora!

Justo cuando volvía de la terraza de fumarme un cigarrito tras mi ritual de higiene, escuché el algarabío en el rellano de la escalera que indicaba que Antonio y Pilar ya se marchaban cargando con las maletas. Se me aceleró el corazón, a pesar de que aún faltaba mucho tiempo para la cita.

Gran parte de ese tiempo lo consumí eligiendo el vestido perfecto para la ocasión: sugerente, pero no descocado, pues no era ninguna cría deseosa de enseñar carnaza, y Fernando había elevado mi autoestima demostrándome que no lo necesitaba para que me deseara. Finalmente elegí un vestido de un color verde similar al de mis ojos que envolvería toda mi figura, ciñéndose a ella desde las rodillas hasta el escote palabra de honor, delineando mis femeninas formas sin mostrar más piel que la de mis hombros, clavículas, brazos y pantorrillas. Ese vestido había causado sensación en la boda de un sobrino de Agustín un par de meses atrás, en la que, incluso el novio me había dedicado alguna mirada más prolongada de lo política y familiarmente correcto.

Apenas pude cenar. «¿Y si al final no viene?», me preguntaba. «¿Y si se ha olvidado de que hemos quedado?, ¿y si le ha salido un plan con alguna de sus amigas y prefiere carne más joven…?»

Aún quedaba casi una hora para el encuentro, pero con estas dudas rondando mi cabeza, consumí con ansiedad el último cigarrillo antes de volver a entrar al dormitorio para quitarme la cómoda ropa de estar en casa, enfundarme en el divino vestido, y darme un retoque de maquillaje.

Empezaba a anochecer, y la temperatura exterior había descendido lo suficiente como para dejar la terraza abierta y disfrutar de una ligera corriente de aire mientras contemplaba ante el espejo cómo me quedaba la lencería elegida. Era de color negro, con encaje, siendo la prenda inferior un tanga con transparencias cuya tira se perdía entre mis firmes nalgas, dibujando en la parte superior un minúsculo triángulo similar al de la parte delantera. Y el sujetador, con el mismo encaje y transparencias, carecía de tirantes para poder llevarlo con el escote palabra de honor, sujetando apenas lo suficiente mis generosos pechos para mantenerlos erguidos, a la vez que permitía apreciar sin recato  las circunferencias de mis pezones.

— ¡Tienes el polvo del siglo! —escuché, procedente de la terraza.

Di un respingo, casi me da un infarto, y miré atónita en la dirección de la voz. Allí estaba Fer, apoyado en el marco de la puerta de la terraza, cruzado de brazos, observándome con una sonrisa burlona y lasciva, devorándome con su mirada irradiando fuego.

— Pero… pero… ¿tú…? Pero.. ¿cómo…? —tartamudeé.

— ¡Joder, qué pitones se te han puesto ya, Mayca! —exclamó, clavando su fogosa mirada en mis pezones—. Y mira cómo me acabas de poner… —añadió, indicándome el impresionante abultamiento de su entrepierna.

Sentí cómo me ruborizaba de súbita e incontrolable excitación por la repentina sorpresa, espoleada por el rápido análisis visual del ejemplar masculino que había irrumpido en mi soledad.

El chico, con su pelo castaño alborotado con milimétrica dedicación en cada cabello,  vestía de forma casual, luciendo un entallado polo de color blanco cuyo cuello se abría para insinuar la tonicidad de sus pectorales. Y como prenda inferior, llevaba unos ajustados pantalones vaqueros que con orgullo dibujaban la forma de sus cuádriceps de deportista, pero que, sobre todo, marcaban en su entrepierna un glorioso paquete capaz de secuestrar la mirada de la más recatada fémina que se cruzase con él. Me quedó claro que nada de su aspecto había sido dejado al azar, siendo fiel reflejo de su indómita e insolente juventud expuesta a mi experimentada mirada.

— ¡Te has colado por la terraza!, ¡esto es allanamiento de morada! —le grité con indignación, sobreponiéndome al escaneo de su planta física— Un asalto a mi intimidad…

«No me has dejado arreglarme para ti como tenía pensado, ¡cabronazo!», añadí internamente. «¡Dios, cómo me pone!», me dije, sintiendo hipersensibles los pitones a los que se había referido y la primera humedad en mi cueva.

— Pues claro que sí —contestó, acercándose a mí y tomándome por mi estrecha cintura. Sus manos quemaban sobre mi piel—. Y más que pienso asaltar tu intimidad… ¿Acaso creías que iba a venir como un corderito a la hora que me esperabas, que íbamos a tener una cita?

— No… —dije, casi sin aliento, sintiendo cómo su portentoso paquete se incrustaba en mi abdomen.

— Por supuesto que no. Esto es un “aquí te pillo, aquí te mato”, y eso a ti también te pone más, ¿verdad?

— Joder, sí —confesé, rodeando su cuello con mis brazos y restregando mi cuerpo contra su dureza—. Pero no me has dado tiempo a arreglarme bien, y te has colado en mi casa…

— Ni falta que te hace andar poniéndote más cosas que te voy a quitar enseguida. Mayca, eres un pibón con lo que sea, y era demasiado tentador saltar la celosía para pillarte así…

— Uf, Fer, eres todo un vándalo… ¡Qué engañada tienes a tu madre! —le solté, entregándome a su lujuria, tirando del cuello de su polo para que se lo sacase por la cabeza y así poder disfrutar de su fuerte torso desnudo.  

— Si ella supiera… Y si tu marido supiera lo zorra que eres tú, tirándote a un jovenzuelo cuando él no está…

«¡Touché!».

Su boca se lanzó a la mía, acomodando impetuosamente sus labios con los míos y metiéndome la lengua hasta hacer que todo mi tanga se mojara.

Sus manos recorrieron mi cintura y caderas hasta tomarme con firmeza del culo, apretándomelo maravillosamente mientras su estaca me imponía toda su dureza y tamaño en el bajo vientre.

Mis manos descendieron por su espalda, constatando su envergadura hasta llegar a sus glúteos, redondeados y compactos, invitándome a colar mis dedos por la cintura de su prieto pantalón y bóxer para acariciar la suavidad de su piel, y aferrarme a la consistencia de tan atractivos músculos.

La boca del joven abandonó mis labios, succionándome el cuello para hacerme estremecer mientras sus manos ascendían por mi silueta, llegando a apoderarse de mis globosos senos para magrearlos con maestría. En menos de un minuto, ya los había liberado de la sugerente prenda que apenas podía contenerlos, deleitándome con la calidez de su tacto, continuando el apasionado masaje para hacerme jadear de placer.

Mi lujuria no le fue a la zaga y, con pasmosa rapidez, mis dedos desabrocharon su pantalón para conseguir bajarle sus dos prendas. Enseguida sentí, libre ya de cualquier restricción, el tamaño de su cálida, pétrea y cilíndrica polla incrustándose en mi abdomen, desde el tanga hasta el ombligo.

«¡Por Dios, qué maravilla!», exclamé internamente, sintiendo la humedad de la única tela que me quedaba puesta.

Hábilmente, mi asaltante se deshizo del calzado y la ropa que había quedado en sus tobillos, atrapando con su boca, a continuación, mis pechos con gula desmedida, dándose un festín que me llevó al delirio mientras una de sus manos se colaba bajo el tanga para explorar la cálida y lubricada gruta que le aguardaba.

— Aaahh… Me matasss, Fer… —dije entre suspiros.

Sus traviesos dedos perpetraron diabluras con mi clítoris, haciéndolo vibrar mientras uno de ellos se adentraba en la angosta caverna, produciendo un leve chapoteo delator de cómo me estaba derritiendo con su saber hacer.

— Mmm… si sigues así me voy a correr…

Empezó a bajarme el tanga, recorriéndome los cachetes con las yemas de sus dedos, colándose entre ellos para explorar su tersa piel interior y recorrer, con una estremecedora caricia, el delicado y sensible camino del perineo, partiendo desde el ano para finalizar en la vulva. Y todo esto, sin dejar de amamantarse glotonamente, comiéndome las tetas de tal modo que los pezones me ardían de puro disfrute.

— Dioss, Fer… ¡no puedo más! ¡Fóllame! —supliqué y ordené al mismo tiempo.

— Qué ganas tenía de que me lo pidieras —susurró, dejando mi empapado tanga junto a su ropa para, acto seguido, sacar una ristra de condones del bolsillo de su pantalón.

— Mira que eres arrogante… —le dije—. Sí, joder, me tienes chorreando, así que te lo vuelvo a pedir: ¡fóllame! Aunque creo que no te hará falta todo eso…

— ¿Ah, no? —preguntó con una sonrisa burlona—. Voy a follarte tantas veces como quiera, y no creo que gaste menos de tres de estos —añadió, abriendo un preservativo para colocarlo sobre la punta de su imponente verga.

Comprendí que no había entendido a qué me refería, pero no fui capaz de articular palabra para sacarle de su error, pues me quedé embobada contemplando cómo ese diestro muchacho enfundaba su portentosa herramienta con el látex cuyo envoltorio indicaba XL, deslizándolo por el tronco hasta la rasurada base, desenrollándolo con la destreza de la práctica a la vez que enfatizaba el enloquecedor calibre que pensaba endosarme.

— Uuufff… —suspiré.

Casi al instante, el cuerpo del informático se pegó al mío, haciéndome sentir cómo el grueso glande incidía entre mis labios vaginales.

Permaneciendo muda por la impresión, facilité su acometida separando ligeramente las piernas, lo que él aprovechó para cogerme del muslo izquierdo y subírmelo hasta su cadera.

— Toma lo que querías, pibón —susurró en mi oído.

Con una arremetida de su cadera, su ariete se deslizó entre mis humedades, abriéndose repentinamente paso por mi interior para hacerme gritar de sorpresa y placer.

— ¡Aaaahhh!

Esa polla era como acero al rojo vivo clavándose en mis carnes, abriéndome por dentro con un rastro de increíble goce a su paso. Y cuando creía que ya iba a retirarse para una segunda embestida, volvió a sorprenderme tomándome del otro muslo, alzándome a pulso y empotrándome contra la pared a la vez que su lanza me perforaba, profundizando aún más para incrustarse en mi matriz.

— ¡Oooohhh…! —grité sin mesura.

Un súbito y poderoso orgasmo sacudió todo mi cuerpo, convirtiéndolo en una incandescente bengala que se alzó sobre las caderas de mi amante, mientras mi coño, convertido en un hirviente géiser, embadurnaba su pelvis con mis cálidos fluidos.

— Me encanta la facilidad con que te corres —me susurró Fer, en el declive de mi clímax.

— Es que me pones malísima —confesé, recuperando la respiración—. Me vuelve loca tu pollón… Me desencaja la intensidad con que me follas, tan duro…

— No te mereces menos —contestó—. Eres una preciosidad de mujer, con un cuerpo de diosa que incita al pecado y el sacrilegio. Eres una hembra ardiente que siempre ha estado mal follada hasta que me has dejado ponerle remedio… Y me daré el gustazo de seguir dándote lo que, de verdad, necesitas. ¡Toma lo tuyo!

Con un nuevo embate, su pelvis incidió con violencia en la mía, presionando su glande en lo más profundo de mi ser.

— ¡Oh! —se me escapó una interjección, al quedarme sin aliento.

Atrapada por su cuerpo incrustándome en la pared, sentí cómo su pubis impactaba contra mi clítoris, provocándome una eléctrica sensación que recorrió toda mi espina dorsal, a la vez que mis nalgas se aplastaban contra la vertical superficie.

Despatarrada sobre sus caderas, gocé de la potencia del joven percutiendo en mi anatomía una y otra vez, con el característico retumbar que se escuchaba como consecuencia de la rítmica compresión de mis glúteos contra la estructura del dormitorio.

Cada poderoso impacto me producía un cúmulo de sensaciones que sinérgicamente volvían a disparar mi libido hasta llevarme al borde del orgasmo. Esa maravillosa herramienta masculina exigía el máximo esfuerzo de mis músculos internos para abrazar con fiereza su grosor, mientras su redondeado extremo me cortaba la respiración al presionarme la matriz. Mi botón, duro como una china en el zapato, vibraba con cada golpe pélvico en él, produciendo ondas expansivas que colisionaban con las ondas sísmicas originadas en mi culito sometido al aplastamiento de tan placentera prensa de  carne y yeso. Esa colisión de energías confluía con el tórrido festival de dilataciones y contracciones de mi vagina, precipitándome inminentemente a la liberadora explosión.

Entre acompasados martilleos a la pared, mezclados con mis jadeos e interjecciones, pude distinguir en mi oído los bufidos de mi macho comportándose como un toro bravo, embistiéndome sin descanso hasta darme la gran cornada con la que su asta me desgarraría por dentro. Pero su aguante era proporcional al tamaño de su miembro, y antes de que alcanzara su apogeo, provocó de nuevo el mío.

— ¡Aaaahhhh…! —grité como una auténtica puta.

Completamente abierta, ensartada en esa vigorosa polla, y brutalmente empotrada, alcancé un devastador orgasmo que hizo temblar todo mi cuerpo mientras la cabeza me daba vueltas entre delirios de placer.

Como si fuera una exótica fruta tropical, Fer me exprimió hasta que de mí brotó, en cálida estallido, el jugo de hembra lujuriosa que sólo él sabía obtener, regalándole a mi cuerpo las indescriptibles e intensas sensaciones del clímax total.

— ¡Dios, qué gozada! —exclamé, recobrando el aliento.

— Sí —asintió mi amante—, es una gozada follarte y que te corras así. Estás para empotrarte una y otra vez… —añadió, haciéndome sentir que su verga no había perdido vigor.

— ¡Joder!, ¿tú no te has corrido?

— He estado a punto de irme contigo, preciosa, pero aún me falta un poco… A lo mejor deberías ponerle remedio, ¿no crees? —preguntó con socarronería, a la vez que sacaba su estoque de mis carnes y me depositaba en el suelo.

Volviendo a sentir la fuerza de la gravedad, mis piernas flaquearon un instante, pero mantuve el equilibrio admirando cómo el erecto y enfundado falo brillaba recubierto con mis fluidos, los cuales habían escurrido por los muslos del muchacho delatando mi recientemente descubierta capacidad eyaculatoria.

Sabía lo que Fernando quería de mí en ese momento, y no iba a dudar ni un segundo en dárselo, pues era lo que yo misma anhelaba hacer. Así que, sintiendo mi culito algo magullado por el “maltrato” recibido contra la pared, me arrodillé ante mi adonis con las posaderas sobre los talones, y empuñé su cetro para retirarle suavemente la goma que lo cubría.

Él me miraba con una sonrisa perversa, disfrutando de cómo mis hábiles dedos desenfundaban su arma mientras mi ruborizado rostro y lasciva mirada de fuego verde declaraban, abiertamente, que yo deseaba aquello tanto como él, siendo mi perversión aún mayor que la suya.

Sin barreras de por medio, mis jugosos labios se posaron sobre su glande, llegándome el intenso aroma de mis fluidos derramados sobre su pubis mientras la enrojecida cabeza pasaba entre mis pétalos, que se amoldaban a su forma. La suave piel del pétreo músculo se deslizó por mi lengua, dejando un inicial regusto a látex en mis papilas que se diluyó con saliva para permitirme disfrutar del verdadero sabor a polla, de la que ya brotaban unas deliciosas gotas que barruntaban mi festín.

Enfebrecido por la follada que acababa de darme, el chico no estaba para sutilezas, así que, agarrándome la cabeza con las dos manos, me penetró la boca hasta incrustarme la punta de la lanza en la garganta.

La brusca exploración de mis tragaderas me provocó una arcada, pero fue inmediatamente contenida al sentir un tirón de cabello con el que la verga desalojó mi cavidad hasta dejarme solo el balano dentro. Fue un breve respiro porque, inmediatamente, mi boca volvió a llenarse de carne que chupé con ganas, succionando con mis carrillos hundidos para acompañar el deslizamiento de la acerada barra que me penetraba oralmente.

Una vez superado el inicial impulso de rechazo de mi garganta, tras un par de introducciones con las que Fer ya gruñía de gusto, cedí a mi desbordante ansia por devorarle. Mis manos se aferraron a sus marmóreos glúteos y tiré de él, tragándome su polla hasta el fondo, engulléndola de tal modo que la testa dilató mis profundidades para sondear el estrecho conducto, que estranguló cuanta verga se alojaba en él.

Se me hizo la boca agua, salivando de tal modo que el lubricante fluido corría por mi barbilla y goteaba sobre mis pechos al deglutir, con cortos movimientos de entrada y salida, cuanta virilidad fui capaz.

— ¡Diooss, Mayca…! —escuché en apenas unos segundos— ¡Me ordeñaaass…!

Sentí el espasmo y el ligero aumento de volumen del eyaculatorio músculo, inmediatamente seguido de la cálida sensación de un licor escanciándose en mi faringe.

El macho tiró de mi negra melena, desalojando mi garganta para que el glande expeliese un segundo borbotón de leche que inundó mi boca con su ardiente y delicioso sabor.

Con la boca llena, mamé de esa impetuosa fuente, tragando el denso elixir a la vez que un nuevo tirón de cabello hacía deslizarse la verga hacia fuera, obligándome a recibir una nueva descarga con el balano emergiendo de entre mis labios, haciendo que el blanco, y aún abundante fluido masculino, rezumase entre ellos.

Me chupé los labios tratando de no perder ni una gota del exquisito néctar que ya corría por mis comisuras, pero la gloriosa polución no había concluido, así que con la punta del falo aún en contacto con mis pétalos, recibí un nuevo chorro directamente sobre ellos.

Miré fijamente a los ojos del orgásmico informático, quien con las mandíbulas apretadas no perdía detalle de cómo recibía su corrida, y me relamí para él jugueteando con mi lengua para introducirme en la boca la leche nuevamente derramada.

La polla, ya totalmente liberada y ante mi rostro, volvió a eyacular por sorpresa, regándome la cara con un nuevo disparo que escurrió densamente por ella.

Era la segunda vez que se corría en mi cara, resultándome obsceno y perversamente excitante, por lo que empuñé el tremendo manubrio para masajearlo sobre ella, de tal modo que una última erupción, menos impetuosa y copiosa, salpicó mi cutis de blanquecinas gotas para satisfacción de mi amante, y la mía propia.

— Qué preciosidad —comentó, sonriendo complacido.

La divina verga aún goteaba cuando volví a dirigirla a mi boca, y la succioné con los labios para mamarla suavemente, obteniendo directamente en mi lengua los restos de una corrida que había sido gloriosamente abundante, y que terminé de degustar junto con la carne de la que había brotado.

— Creo que debería limpiarme un poco, ¡me has puesto perdida! —dije con la voz quebrada, observando cómo mi propia saliva y el semen que no había conseguido beberme habían goteado de mi barbilla a mis pechos.

Me sentía sucia, maravillosa y excitantemente sucia. Fer me había echado un polvo antológico, me había provocado dos increíbles orgasmos con los que mi coñito se había licuado, y con una sola de sus corridas, me había hecho disfrutar de cómo le hacía derretirse en el fondo de mi garganta, boca, labios y cara.

«Me he comportado como una vulgar guarra», me dije, «¡y me ha encantado!».

— ¡Uf! —resopló el chico—. Es que ha sido una gozada follarte, y te has tragado mi polla con tantas ganas, que no podía parar de correrme. Eres una diosa que necesitaba desatarse…

— ¡Ja, ja, ja! —reí, poniéndome en pie—. Para mí también ha sido una gozada, todo… Sacas lo peor y lo mejor de mí… ¡ja, ja, ja!

Fernando rio conmigo, y el brillo en sus avellanados ojos me confirmó que, para él, tampoco había sido un polvo cualquiera. Había disfrutado más que con cualquiera de sus amiguitas, y eso elevó aún más mi ego. Ese jovencito me hacía sentir su esclava, sometida al imperio de sus atributos e ímpetu amatorio y, a la vez, tenía la capacidad de hacerme sentir que era una poderosa diosa, dueña de su placer y deseos.

— Bueno, ahora vuelvo. Además de limpiarme, también necesito beber agua —concluí.

— Hidrátate bien, que te hará falta —dijo sugerentemente mientras le daba la espalda para salir del dormitorio—. Pero no tardes —añadió, dándome un azote en el culo que me hizo vibrar.

Giré la cabeza sonriéndole con picardía, y salí del dormitorio para limpiarme el rostro y los pechos con papel de cocina. Después, me bebí dos vasos de agua que refrescaron mi garganta, calmándola de su sobresfuerzo.

— Y ahora, el “cigarrito de después” —anuncié al volver a la habitación.

— ¡De eso nada, viciosa! —atajó el portento que me esperaba—. Ya tendrás tiempo para eso… ¡Ahora quiero devorarte!

Sin darme tiempo a reaccionar, me tomó por la cintura atrayéndole hacia él, y no pude más que aceptar sus labios asaltando los míos para llenarme la boca con su lengua.

Me besó apasionadamente, enroscando su escurridizo músculo con el mío y reactivando mi cuerpo, que respondía fervientemente al impetuoso ósculo y al contacto con esa joven anatomía que me hacía perder completamente los papeles.

Apenas percatándome de ello, concentrada en el delicioso combate que se libraba en nuestras bocas, ya me había arrastrado hacia la cama, tumbándome sobre ella para abandonar mis labios y succionarme la yugular mientras sus manos moldeaban mis pechos, poniéndome los pezones como rosadas pagodas birmanas apuntando hacia el cielo.

Estrujándome las tetas con un enérgico masaje que hacía mis delicias, se las comió con voracidad, amamantándose con lascivia de su globoso volumen, a la vez que dejaba reposar el peso de su durmiente rabo sobre uno de mis muslos.

Dejándome los pezones como buriles para grabar metal, descendió por mi anatomía contorneándola con las palmas de sus manos, al mismo tiempo que sus labios recorrían la ruta que conducía al manantial de mis deseos. Hasta que, situando su cabeza entre mis muslos, y sujetándome firmemente por el culo, fijó su pecaminosa mirada en la mía mientras la punta de su lengua rozaba levemente la suave perla de la ostra que se abría para él.

— Uuufff —suspiré, acariciando su cabello con las dos manos.

Diligentemente, sus labios atraparon el pequeño apéndice, y lo succionaron con un beso cuyo húmedo chasquido provocó un temblor de todo de mi cuerpo.

— ¿Aún quieres salir a fumarte el “cigarrito de después”, viciosa? —me dijo, haciéndome sentir su aliento en la humedad de la entrepierna.

— ¡No, joder! ¡Cómeme el coño, cabrón! —grité, desquiciada, tirando de su cabeza hacia mí.

La impertinente boca del muchacho se acopló a mis labios vaginales, presionándolos mientras su lengua, convertida en una pequeña y motriz polla, me penetraba con lúbrica suavidad para retorcerse en el vestíbulo de mi ansiosa vagina.

— ¡Joder, Dios! —blasfemé.

Nunca he sido partidaria de las palabras malsonantes, teniendo en cuenta que me gano la vida con la traducción e interpretación de las escogidas letras de otros. Pero es que en aquellos momentos, mi excitación y placer eran tales, que no encontraba términos lo suficientemente rotundos en mi cerebro para expresar adecuadamente la intensidad de mi gozo.

Fernando se comió mi jugosa almeja con apasionada dedicación, devorándome con hambre atrasada para arrancarme sonoros suspiros mientras mis dedos jugueteaban con sus cabellos.

Su inquieto músculo exploraba con fluidas caricias y penetraciones cada pliegue de mi sexo, combinándose en perfecta sincronía con sus labios para convertir su comida en un opulento banquete, en el que mi clítoris vibraba y mi coñito boqueaba como un pez fuera de su medio natural.

— ¡Oh, Dios!, ¡que me corro, que me corro…! ¡Me corrooo…! —conseguí anunciar en intercalando jadeos.

Entre convulsiones que me hicieron agarrarme las tetas y estrujarlas en un arrebato orgásmico, alcancé el Elíseo con mi amante libando mi zumo hasta dejarme extasiada.

El joven salió de entre mis muslos, con una sonrisa de oreja a oreja, y ascendió hasta atacar mi boca y besarme profundamente, compartiendo conmigo el salado gusto de mi derretida feminidad, a la vez que me hacía sentir cómo su hombría ya había recuperado todo su vigor.

Mi vecinito sabía cómo mantener vivo mi fuego, a pesar del orgasmo recién disfrutado, por lo que saboreé mi coño de sus labios y lengua, aferrándome con ambas manos a su duro culo esculpido en níveo mármol, a la vez que me regocijaba con la consistencia de la enhiesta porra que se presionaba contra mi cuerpo.

— Nunca había estado tan caliente —le susurré al oído—. Quiero más…

Fer se incorporó, poniéndose en pie ante la cama, permitiéndome recrearme la vista con su agraciada planta. Esa joven fisonomía que orgullosa se presentaba a mí, parecía haber sido cincelada siguiendo los dictámenes de mis deseos: fuerte, compacta, de fibrosa consistencia moldeada por el deporte; tersa piel pulida para ser recorrida con dedos y labios, jugando con la luz y las sombras para dibujar la forma de cada músculo y darme una magistral clase de anatomía masculina. Sin olvidar esa imponente torre de Pisa con la que muchas de nosotras fantaseamos, y que había doblegado mi voluntad para convertirme en una lujuriosa adúltera asaltacunas.

Se dio la vuelta, agachándose para recoger la ristra de condones que había dejado en el suelo, provocando que me mordiera el labio de puro deseo al contemplar sus redondos glúteos de enloquecedores hoyuelos, y la rasurada bolsa escrotal colgando pesadamente entre sus robustas piernas, como una pera conferencia lista para ser recolectada.

«Uf… ¿Cómo puedo haber conseguido a semejante semental purasangre?».

— Deja eso —le dije—. No te hará falta…

— ¿Es que quieres tragártela otra vez, viciosa? —preguntó, de nuevo ante mí,  preservativo en mano.

— Umm… —me relamí—. Tal vez luego… A lo que me refiero es que no te hará falta ponerte eso para follar conmigo. Estás completamente sano, como yo, ¿no?

— Sí, claro —contestó ofendido—. Estoy bastante seguro de la salud de todas las tías a las que me he tirado —añadió con su típico tono chulesco—. Además, siempre he tomado precauciones…

— ¿Siempre has usado la gomita? —pregunté con morbosa curiosidad.

— ¡Por supuesto! No me la juego, por mucho calentón que tenga…

— Uufff —suspiré, anticipando lo que a ambos nos esperaba—. Entonces no sabes lo que se siente al follar de verdad… Venga, deja eso, que yo te lo voy a enseñar —le incité, incorporándome y sentándome en el borde de la cama para acariciar suavemente toda la longitud de la vara que apuntaba hacia mi cara.

— Pero podría dejarte preñada —alegó, sorprendiéndome por ser capaz de mantenerse cerebral en semejante circunstancia.

— Eso no puede pasar, hace más de diez años que me hice la ligadura. Venga, déjame que esta vez sea yo quien monte este pollón y te haga ver las estrellas.

— Joder, Mayca, de verdad que eres una auténtica zorra para follársela hasta la extenuación —me alagó a su particular manera, sentándose a mi lado y tomándome por la cintura para que yo me levantara y me pusiera de rodillas sobre él, con sus muslos entre mis piernas—. Es increíble que no hayas sido bien gozada hasta ahora —prosiguió, mirándome desde abajo y lanzando un excitante mordisco a uno de los pezones que quedaban al alcance de su boca—. De haberlo sabido, los cientos de pajas que me he hecho pensando en ti desde la adolescencia, habrían sido polvos para darte lo que te mereces.

— Umm, ¿sí? —contesté con un leve gemido al volver a sentir sus labios y dientes en mis pezones.

La materialización en mi cerebro de ese delicioso jovencito agarrando su enorme miembro para sacudirlo enérgicamente mientras susurraba mi nombre, volvió a resultarme perversamente excitante.

Me eché un poco más hacia delante, permitiendo que se llenara la boca con mi pecho izquierdo mientras me acariciaba el culo, y acabé por empujarle sobre la cama para que se quedara tumbado, contemplándome como a una diosa que, al fin, había ejercido su dominio sobre él.

— Desde esta perspectiva, tus tetazas se ven tremendas —me alabó—. Estoy deseando follarte a pelo y verlas botar… ¡Venga! —terminó por animarme, propinándome un azote en el culo que me encantó.

— Ahora quien manda soy yo, chavalito —le corregí, posicionándome para empuñar el erecto falo con mi mano derecha—, y vas a saber lo que es que una mujer hecha y derecha te folle de verdad.

Ya no hubo réplica, pues mi cadera descendió hasta que el grueso glande fue abrazado por mis labios vaginales.

— Ufff —resoplamos al unísono.

La redonda cabeza fue acogida por mis húmedos pliegues mientras mi insaciable coñito ya trataba de engullirla. Apenas tardé una décima de segundo en acceder a su ruego, descendiendo lentamente para sentir cómo mis paredes internas se iban dilatando al paso de la pétrea y caliente carne que mi puño mantenía en posición vertical.

— Diosss, Mayca, estás empapada y ardiendo —dijo entre dientes mi montura, sujetándome por las caderas.

Con casi media tranca dentro de mí, cogiendo aire para no desmayarme de puro gusto, liberé la sujeción de mi mano, constatando que ya no era necesaria para terminar de empalarme, lo que seguí haciendo lentamente, saboreando las placenteras sensaciones por cada milímetro de polla que me introducía.

— ¡Joder, qué bueno! —corroboró Fer.

Continué bajando, hasta que, por fin, completamente abierta de piernas, quedé montada sobre la pelvis del informático, con algo más de veinte centímetros de grueso músculo masculino ensartándose en mi interior.

— ¡Uuuuuuh! —aullé complacida— ¿Qué te parece así, chulazo?

— ¡Es la hostia! —contestó, fijando sus incandescentes ojos en los míos— Te siento aún más… Más caliente, más apretada, más jugosa… ¡Quiero más!

Sujetándome en sus brazos, que me atenazaban las caderas como si no quisiera que me escapase, me deslicé hacia arriba, y nuevamente hacia abajo, suavemente, escuchando el tenue chapoteo de nuestros lubricados sexos friccionándose en mi interior.

Gemimos en dueto, y las manos de mi amante ascendieron para apoderarse de mis senos, exprimiéndolos con los dedos. Demasiado placentero como para seguir manteniendo la calma.

Me abalancé sobre Fer. Mis labios asaltaron los suyos, y mi lengua se introdujo en su boca mientras mecía adelante y atrás mis caderas.

Sin el látex de por medio, sentía aún más intensamente el calibre de su arma moviéndose en mis profundidades, como un tizón palpitante que incidía en la boca de mi útero con el baile de mi pelvis, provocando maravillosas contracciones de mis músculos internos que intentaban estrangular a tan fiero invasor.

Respondiendo a mi ardiente beso, las manos del veinteañero volvieron a descender hasta tomarme fuertemente del culo, apretándolo al compás de mis caderas, al tiempo que elevaba las suyas.

En poco tiempo a ambos nos faltaba el aliento, dejándonos de besos, que nada tenían de romántico, para clavar nuestros ojos, cegados por la lujuria, en los del otro, con nuestras frentes pegadas la una a la otra para jadearnos mutuamente.

La intensidad fue en aumento, con mis caderas realizando un mayor recorrido adelante y atrás, haciendo que una mayor porción de marmórea verga reptase dentro de mí, sintiendo simultáneamente los choques entre las dos pelvis como deliciosos martillazos en mi clítoris.

— Ah, ah, ah… —gemía descontrolada, percibiendo cómo las mejillas me ardían por el esfuerzo y el indescriptible placer que me atravesaba.

Pensé que no tardaría en volver a correrme, y no estaba segura de si podría aguantar hasta conseguir que él se desatara conmigo, pues a pesar de que era su primera vez sin barreras, y la sensación era más intensa, seguía aguantando el ritmo como un auténtico campeón.

«A lo mejor no debería haberle mamado la polla hasta la última gota», pasó por mi cabeza. «¿Y si le he dejado seco? Pero es que está tan rico…»

Enseguida, mi mente volvió a quedarse en blanco. No podía más que disfrutar de clavarme una y otra vez en ese taladro, mientras el avellana de los ojos de Fernando parecía atravesar el esmeralda de los míos del mismo modo que su lanza hacía con mi cuerpo.

— Mmm, Mayca, me tienes a punto… —me anunció de repente—. Mátame demostrándome lo puta que eres… ¡A ver cómo botan esos melones!

Detuvo su cadera y me hizo incorporarme, dejándome perpendicular a él, con lo que sentí su obelisco tan dentro y con tanto gusto, que a punto estuve de derramarme. Pero no, me mantuve en un desquiciante preorgasmo, necesitada de un poco más de hombre para alcanzar el que sería el cuarto apoteosis de esa noche.

A horcajadas sobre el semental, no dudé en demostrar mis dotes de amazona, echando mis hombros hacia atrás para sujetarme con las manos de los fuertes cuádriceps de mi montura, en una postura que ensalzaba todo mi poderío pectoral.

— ¡Qué maravilla de tetas! —recibí como halago.

— Mmm… Para maravilla el pollón que me clavas —le correspondí—. Quiero sentir cómo te corres dentro de mí…

— Pues no te cortes, que me falta muy poco para llenarte de leche…

Aprovechando los apoyos de manos y rodillas, me icé deslizándome por la pértiga hasta que solo una porción quedó dentro de mí, y me dejé caer, empalándome salvajemente.

— ¡Oooh —exclamamos los dos.

Aquello era una delicia, sentía toda la polla en mi interior, dura y enorme, abriéndome violentamente en canal, exigiendo lo mejor de mí para obtener lo mejor de ella, por lo que mi cuerpo actuó instintivamente, volviendo a subir y bajar bruscamente, realizando una serie de placenteras sentadillas con las que el macho comenzó a gruñir, acompañando mis interjecciones con cada profunda perforación que me dejaba sin aire.

— Ah… ah… ah…

La cabeza me daba vueltas, con mis pensamientos sumidos en una neblina de placer, perdiendo el control de mis acciones para no poder dejar de subir y bajar, atravesando rítmicamente mis carnes con ese mástil que me mantenía erguida, a punto de alcanzar un glorioso desenlace para mi ejercicio gimnástico sobre barra fija. Pero este no terminaba de llegar, sacándome completamente de mis casillas en mi desesperada cabalgada.

A pesar de que unos minutos antes, Fer me había anunciado que él también estaba a punto, parecía no desfallecer. Aguantaba la intensa sesión recreándose la vista con mis expresiones de gusto y vicio, y con cómo mis pechos botaban pesadamente con cada empalada. Hasta que, por fin, dio rienda suelta a sus instintos, anunciándome con sus acciones la inminencia de su culmen.

Las manos del joven atenazaron mis tersos muslos con más fuerza, y sus caderas comenzaron a elevarse abruptamente, con espasmódicas embestidas para taladrarme profundamente con su barrena, haciéndome saltar sobre él, gritando descontrolada, enloqueciéndome de placer.

Montada sobre ese indómito toro mecánico, entre alaridos de goce que coreaban el palmoteo de nuestras carnes en frenético choque, todo mi cuerpo era sacudido desaforadamente, haciéndome sentir más intensamente las hondas penetraciones que iban acompañadas de un tsunami recorriendo cada una de mis fibras.

Mis tetas, libres de sujeción alguna, se agitaban arriba y abajo, como en una desenfrenada carrera cuya meta era el inevitable éxtasis, manteniendo a mi amante hipnotizado con su enérgico bamboleo mientras rugía por el placer y el esfuerzo.

— ¡Me muero, me muero, me mueroooo…! —articulé entre aullidos, anunciando mi clímax.

La erupción del volcán se produjo en mis profundidades, con la polla clavándose brutalmente en mi matriz, deleitándome con su incandescente lava regando explosivamente mi interior, lo que me provocó el anhelado y devastador orgasmo que triunfalmente confirmé:

— ¡Siíííí´…!

Perdida en mi propia tormenta de gloriosas sensaciones, tan solo la vara que me ensartaba impedía que cayera arrastrada por la mutua catarsis, atravesándome verticalmente para, con algunas estocadas más, descargar dentro de mí hasta el último de los ardientes trallazos de semen que pusieron fin al obsceno rodeo.

Finalmente caí, casi desmayada, sobre el ancho pecho de mi amante, recibiéndome éste con un reconfortante abrazo que hubiera podido ser confundido con romanticismo. Pero entre nosotros no había sentimientos transcendentales más allá del deseo, tan solo el más puro e incontrolable instinto animal guiaba nuestros actos, una atracción que había traspasado mi inmaculado matrimonio, derribando su fachada y salvando la diferencia de edad entre nosotros para despertar a la hembra salvaje que en mí dormitaba.

«Ni él es mi Romeo, ni yo su Julieta», pensé, sintiendo cómo nuestras respiraciones se calmaban y acompasaban. «Más bien, él es mi cabrón y yo soy su puta… Somos tan buenos siendo malos…»

CONTINUARÁ…