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El refugio

en Intercambios

A mediados de enero mi marido y yo fuimos a pasar el fin de semana en una casa rural de media montaña. Como viene siendo habitual, yo no me decidí a hacer la excursión hasta unos días antes, y como castigo me tuve que encargar yo sola de elegir el lugar y hacer la reserva con premura y sin prestar atención a los detalles. Tras dos horas en coche, al fin alcanzamos nuestro destino. El entorno era precioso, más de lo que podíamos imaginar, y encontramos una casa moderna pero con un estilo rústico muy acogedor. En cuanto llegamos, me di cuenta de dos detalles que había ignorado hasta entonces. Uno fue la previsión del tiempo, con altas posibilidades de nevadas, como así ocurrió nada más apagar el motor del coche. El otro pequeño detalle era que compartíamos la casa con otros huéspedes. Intenté disimular mi decepción cuando me di cuenta de ese inconveniente, pues la idea era pasar unos días a solas, aislados de la sociedad.

Nuestros compañeros de casa resultaron ser otra pareja de mediana edad, que también habían venido a pasar un fin de semana de descanso. Eran muy discretos y nos tranquilizó saber que tendríamos, en cierta forma, la tranquilidad que habíamos ido a buscar. Aprovechamos lo que quedaba de tarde para ver el entorno blanqueado de nuestro refugio y más tarde compartimos la cena con nuestros nuevos amigos. Nosotros nos retiramos apenas acabamos los postres, pues arrastrábamos el cansancio de haber enlazado el trabajo con el viaje a la montaña.

Nos quedamos dormidos muy pronto, pero al cabo de una hora me desperté tras un mal sueño. A oscuras, me dirigí a la cocina para tomar un vaso de agua, pero antes de llegar oí un pequeño rumor que venía del salón. Cocina y salón se comunicaban, así que me quedé quieta para intentar reconocer del origen del ruido. Soy muy urbanita, y de siempre los bichejos del campo me han dado mucho pavor, da igual su tamaño. Lo que oí entonces fueron sonidos apagados, secos, pero húmedos a la vez. Aquello no me sonaba a un animal. Sea lo que fuere, estaba en la penumbra del salón, intentando pasar desapercibido. Me acerqué en el más completo silencio y asomé la cabeza.

En la mesita de la sala había una botella vacía de vino y dos copas a medias. En el sillón descansaba nuestro nuevo amigo, con los brazos extendidos en el respaldo, mirando a su ingle. En medio de sus piernas abiertas, su mujer estaba de rodillas frente a él, con la cabeza pegada y la nariz tocando su pubis. Reconocía una felación, pero no podía componer las piezas. No veía pene, sólo la cabeza pegada, inmóvil. Poco a poco fue subiendo, mostrando la verga erecta de su pareja. Me estremeció ver aparecer por su boca esa masa tan gorda, en una longitud que entonces parecía no tener fin, y sin prisas por liberarse de ella. Me pregunté qué se sentiría al meter un pene como ese tan dentro.

En cuanto la boca quedó libre respiró profundamente para tomar aire. Sus labios brillaban en la oscuridad, al igual que la verga. Vi aparecer la mano de la mujer desde muy abajo y se llevó los dedos a los labios para acabar chupándoselos. Miré hacia sus piernas y pude ver que no tenía los pantalones puestos, sólo llevaba el jersey térmico. Con esa misma mano mojada masturbó al hombre y volví a oír ese ruido seco y húmedo. A pesar de tener ya muy húmedo mi sexo, el pudor me estaba taladrando la cabeza pero era incapaz de volver a mi dormitorio. La mujer volvió a esconder la mano entre sus muslos, y al poco volvió a abrir la boca, ahogando un suspiro, y volví a escuchar otro ruido seco y húmedo, pero esta vez mucho más atenuado. Volvió a suspirar más fuerte y sacó la lengua, que llevó al labio superior. Suspiró profundamente antes de llevarse el glande a la boca y empezó a mezclar el sonido de su boca chupando con el de los jadeos ahogados.

Me di cuenta de que mi mano estaba dentro del pijama, tocando mi vello púbico y, ahora sí, decidí irme. En ese momento, la boca de la mujer empezó a succionar el falo, y fue bajando en pequeños golpes hasta que los labios tocaron la ingle. Verla hacer eso era hipnótico y muy excitante. El glande del hombre debía estar atrapado en su garganta. Me preguntaba si le dolería a la mujer, pero cuando ésta empezó a mover la cabeza, haciendo que el extremo del pene siempre estuviese dentro de su cuello, comprendí que no. Cuando la mujer sacaba la verga para respirar, de su boca húmeda salían jadeos e hilos de babas y semen. En cuanto tomaba el resuello, volvía a meterla hasta el fondo. Su mano, metida en la entrepierna, se movía frenética sin parar. La mía iba más lenta. En un momento dado, él llevó las manos al cogote de la mujer, acariciándola.

— ¡Ya viene! —jadeó el hombre.

Ella sacó la cabeza para poder respirar y mientras una mano seguía en su propio sexo, la otra agarró el pene y empezó a moverlo. En cuanto recuperó los niveles de oxígeno, introdujo buena parte del falo y empezó a succionar, esperando una eyaculación que estaba al llegar. El hombre empezó a mover las caderas y por los gemidos de ambos comprendí que su corrida ya había empezado. Ella siguió succionando y moviendo la verga un buen rato, hasta que mostró la boca vacía a su hombre. Este se acercó a ella y volviendo a cogerla de la nuca, se unió a ella en un largo beso, tras el cual, la mujer se tumbó en el suelo abriendo las piernas y él se arrodilló para terminarla en un intenso cunnilingus.

Eso no lo vi, porque volví muy excitada a nuestro dormitorio sin haber tomado ese vaso de agua. Me metí entre las sábanas y me tumbé boca abajo, tocándome el clítoris y buscando el pene de mi marido con la boca. No me costó endurecerlo. Mientras me masturbaba, intentaba recrear lo que acababa de ver. Primero me dieron arcadas, pero insistí, porque si ella podía, yo también. Mi marido ya tendría que estar despierto, pero se hacía el dormido. En mi tocamiento, iba frenando el momento de correrme, pues estaba muy motivada por mejorar mi técnica. Cada vez que el capullo tocaba mi campanilla, sentía la necesidad ancestral de alejarlo de mi boca. Al poco, y una vez superadas las ganas de vomitar, el sentir su verga recorrer libremente mi garganta me excitó más de lo que podía contener. Me sentía capaz de hacer cualquier cosa y quería probarme más. Mientras el pene me impedía respirar, podía sentir en él pequeñas sacudidas involuntarias producidas por la excitación de mi marido. Saqué buena parte y le hice eyacular a la vez que me corría, tragándome por primera vez en mi vida todo el semen que brotaba de una eyaculación. Me dio la impresión de que nunca acababa, pero cuando el flujo disminuyó, me atreví a jugar con su densa leche en la boca. Mi marido seguía haciéndose el dormido y no interrumpió mi exploración personal.

A la mañana siguiente, fuimos los dos a dar un largo paseo por los senderos silvestres cercanos a la casa. La nieve casi se había derretido y el cielo estaba despejado. El iba delante y se iba girando mirándome con una mezcla de complicidad y deseo, pues su vista se desviaba a mi monte de Venus. He de reconocer que yo llevaba un chándal muy ajustado, uno que elegí a propósito pues aún estaba influenciada por mi arrebato nocturno. En un momento dado me adelanté y en la primera cuesta complicada que nos encontramos, sus manos acabaron en mis muslos, para ayudarme a subir. Tal y como esperaba, y deseaba, que sucediese, esas manos terminaron pasando por mis glúteos y cintura. Era sábado por la mañana, y nos cruzábamos con otros excursionistas ocasionales, así que sus caricias duraban poco. Su pene cada vez ocupaba más volumen y yo sentía la necesidad de tener sus manos siempre sobre mí.

Nos hicimos a un lado del camino y nos besamos. Sin saber cómo lo hizo, sentí cómo sus fríos dedos tocaban mis glúteos, dentro de mi pantalón. Estaba a cien y deseaba hacer el amor con él. Sacó el pene y me hizo cogérselo, conforme le fui masturbando, más miedo me iba dando de que nos viese alguien. Aquello era superior a mí. Podía oír a los senderistas caminar cerca, aunque no llegaba a verlos. ¿Y si pasaba un guarda forestal y nos llevaba al cuartelillo? Cada vez estaba más asustada, pero también excitada. Mi marido se dio cuenta de que algo me bajaba la libido e intentó animarme, recordándome lo bien que lo pasó por la noche, lo cachondo que sería hacerlo al aire libre... no sirvió. Lo curioso es que me avergonzó más no ser capaz de seguir con la travesura que intentar hacerla. Reanudamos el camino y él intentó hacerme sentir cómoda quitando hierro al episodio. Yo estaba irritada por mi cobardía, pero pensaba que si nos hubiese pillado el guarda, igual me hubiese obligado a tener sexo con él para evitar la multa, compartiéndome con mi esposo. No le quise comentar mis fantasías para no animarlo inútilmente.

Aquella noche volvimos a cenar juntos los cuatro. Cada vez que veía a la mujer, no podía evitar mirar sus labios. Y con el hombre tenía que hacer un esfuerzo titánico para no mirarle el paquete. Estábamos todos muy animados y vaciamos una botella y media de vino antes de llegar a los postres. La mujer, que estaba en éxtasis saboreando unas fresas, las endulzó con leche condensada, con la mala fortuna de que se manchó la barbilla. Ella estaba ensimismada con el postre y no se dio cuenta, pero aquel denso hilo blanco atrapó la mirada del resto de nosotros. Mi marido me miró, enrojecido por el deseo y la culpa, y le hice ver que comprendía la sensualidad de la escena. El otro hombre le indicó a su mujer que se había manchado y esta sacó la lengua, creyendo que con eso bastaba. Naturalmente, aquello aumentó nuestro deseo, pues su húmedo músculo apareció enorme, ágil. No me explicaba cómo podía caber en su boca. Su esposo le hizo saber que aún tenía dulce más abajo y ella acabó pasando el dedo y éste a la boca, en un gesto totalmente inocente inducido por su apetito. Aquello fue el gran final de esa pequeña exhibición sexual. La mujer nos miró abriendo mucho los ojos, y temí que fuera consciente de nuestra perversa visión.

— ¡Es increíble lo buenas que están, y eso que todavía no es tiempo de fresas! —dijo para mi alivio.

La conversación derivó hacia los sentidos, en especial sobre cómo el olfato puede hacerse incluso más protagonista que el gusto. También mencionamos las texturas y las sensaciones tan subjetivas que generan. Entonces iniciamos un juego y me tocó ser la protagonista. Me vendaron los ojos y tenía que adivinar qué comida me daban a probar, para ello tapamos también mi nariz para que no pudiese tener la ayuda del olfato. A ciegas, abrí la boca. Seguí las indicaciones que me daba la mujer, a saber, que sacara la lengua y tantease con ella el alimento, que lo chupase ligeramente, que lo mordiese y, finalmente, que lo tragase. El primer trozo era de una mandarina, y aunque lo adiviné muy pronto, seguí el juego hasta el final. Sabía que ellos miraban mi boca abierta y dócil, a la espera de la pulpa de un trozo de fruta. Era consciente de que miraban cómo mi lengua tocaba la jugosa y dulce carne. El tercer alimento era duro y áspero, pero su forma me fue familiar. Esta vez la mujer pasó el trozo por mis labios, de un lado a otro, haciéndome cosquillas. Me hizo sacar la lengua y colocó el objeto en el extremo y lo movió hasta mis labios, repitiendo el movimiento hasta hacerme sentir cosquillas nuevamente. Finalmente lo introdujo a medias en mi boca y me hizo chuparlo. Era una fresa. Comprendí que me había hecho chuparla como si fuera un la cabeza de un pene y me puse muy colorada. No obstante, a pesar de haber identificado la fruta, oculté mi descubrimiento para ver hasta dónde llegaría el juego. Volvió a repetir el movimiento de la fresa en mis labios, pero esta vez puse la boca más receptiva. Estaba segura que los demás estaban tan cachondos como yo en ese momento. Para la siguiente prueba me hizo sacar la lengua todo lo posible, y me hizo pasarla por medio de una pulpa muy carnosa, blanda y suave. Sólo pude averiguar que era una fruta muy dulce.

— ¡Bueno! Creo eso ha sido toda una experiencia extrasensorial —dijo nuestro compañero de casa dando por terminado el juego. Nos reímos todos mientras mi marido me quitaba la venda.

Mientras apuraba mi copa de vino, ellos empezaron a recoger. Vi sobre la mesa las frutas que me habían ido dando y comprobé que lo último había sido un higo abierto. Higo que la mujer me había hecho lamer como si fuera una vulva. Eso explicaba el silencio sepulcral que reinaba mientras lo hacía. También vi que junto a él había un plátano a medio pelar, preparado para el juego, y comprendí que el hombre interrumpió la sesión a propósito. Sin embargo, la mujer y mi marido habrían continuado, llevando el falo frutal a mis labios, mi lengua, y posiblemente lo habrían hecho desaparecer en mi boca. Sorprendentemente para mí, no me molestó. En cierta manera le debía una a mi marido por haberlo encendido esa la mañana en nuestro paseo sin haber llegado a nada después, y sabía que esto lo compensaba en cierta manera. Mientras despejábamos la mesa, la mujer cogió unas cerezas que también habían entrado en el juego y, sosteniéndolas por el pedúnculo, las mojó en licor y las lamió en alto como preludio a su ingesta final. Ni a mi marido ni a mí se nos pasó por alto la destreza exhibida en el uso de la lengua jugando con las dos bolitas.

Nos sentamos junto a la chimenea para tomar unas copas. Su luz cálida y el ambiente distendido hizo que la sensualidad de la cena continuase entre nosotros. Estábamos muy a gusto, relajados, y una melodía destacó entre las canciones que se oían de fondo. Habíamos bailado muchas veces al son de aquellos acordes y, sin pensarlo mucho, me levanté e hice que mi marido me siguiese para que me cogiese de la cintura para empezar a bailar muy juntos. La otra pareja se unió a nosotros y seguimos así canción tras canción. Nuestro amigo me pidió para bailar e hicimos un cambio de parejas.

Observar a mi marido agarrado a aquella mujer fue excitándome poco a poco. Cuando me di cuenta, yo también estaba muy pegada al hombre y pude notar su erección creciente. Estaba muy excitada, y pensaba en aquella mujer lamiendo el escroto de mi marido igual que había hecho con las cerezas bañadas en licor. Pensé en mí chupando el pene del hombre tal y como había hecho la noche anterior con el de mi marido. Pero a la vez sabía que mi propia inseguridad y mi enfermizo pudor me impedirían llegar a más, a pesar de estar convencida que los otros tres sí serían capaces de dar ese paso. Desanimada, me fui enfriando poco a poco, hasta que se me ocurrió una idea.

Le dije al hombre que me vendase los ojos, como en la cena. Sin embargo fue mi marido quien se puso atrás y me los tapó con el mismo pañuelo de antes. Cuando retiró las manos, las llevó rozando por mi espalda hasta la cintura, erizándome completamente. Seguí bailando con el hombre. Podía ser mi percepción, pero algo había cambiado en la forma de cogerme la cintura, como si sus manos se hubiesen hecho más grandes o me agarrasen mejor. Me pegué más a él, respirando profundamente y rezando para no meter la pata y salir huyendo de la estancia.

Oí un pequeño chasquido y supe que la otra pareja se estaba besando. Me agarré más al hombre, muerta de miedo y de excitación. Mi pareja de baile fue muy inteligente y no cedió a su más que evidente excitación, pues cualquier paso en falso me hubiese hecho reaccionar rompiendo la magia del momento. No obstante, sus manos cubrían mi espalda y mi cintura, en una libertad de movimiento que sólo había conocido en las manos de mi marido. Los chasquidos de los besos ajenos se hacían más húmedos en mi conciencia, y se les unió pequeños suspiros y cierto roce extra de ropa. El hombre se separó y hubo un cambio de pareja.

La mujer se pegó a mí y me agarró de la cintura, cerca de las costillas. Yo no podía dejar de sonreír, muy nerviosa. Esas manos, más pequeñas que las otras, me daban menos calor, pero no se separaron de mí en ningún momento, y fueron muy precisas en su movimiento. Nos pegamos completamente mientras nos mecíamos y su mejilla rozó a la mía, con su boca muy cerca al lóbulo de mi oreja. Pasó los brazos por mi nuca pero unas manos empezaron a desabotonar su camisa, apartándola ligeramente de mí. Podía notar esos otros nudillos moverse, rozando mis pechos mientras iban bajando poco a poco. Los dedos de la mujer acariciando mi nuca y su aliento a unos centímetros de mi boca me hizo ver que, al fin, yo ya había cruzado el umbral. Separó los brazos el tiempo justo para quitarse la camisa, volviendo a mi cuello en unos suaves zarandeos que identifiqué con la pérdida equilibrio al desprenderse de los pantalones. Cuando terminó, se acercó a mi boca y me besó. A pesar de no poder verla, no me sorprendió el contacto. Acaricié su cuerpo, completamente desnudo salvo por el sujetador, que aún seguía en su sitio. Su tacto y sentir su lengua dentro de mi boca me hizo gemir.

Me empezaron a tocar desde atrás. Recorrían mi cuerpo con masculina brusquedad, a cuatro manos. A diferencia de la mujer, que había acudido a la velada en vaqueros y camisa, yo llevaba un atuendo más sport, con unas mallas y una camiseta de lycra, de tal manera que los hombres me tocaban como si ya estuviese desnuda. Me quitaron la camiseta y el sujetador prácticamente a la vez. Y mientras unas manos me agarraron los pechos, intentando abarcarlos, las otras me quitaron los pantaloncillos y las braguitas. Hice que la mujer se acercara otra vez, y su calor en mi torso me animó a besarla nuevamente.

Seguía sin ver nada, pero tenía una boca a cada lado de mi cuello besándome, otra compartiendo su lengua con la mía, y una infinidad de manos recorriendo mi piel. Dedos fuertes de distintos cuerpos apretaron mis pechos, y los dientes de la mujer soltaron mis labios para morderme los pezones. Yo gemía cada vez más fuerte y eché las manos hacia atrás, buscando las vergas que me estaban rozando, encontrándolas completamente erectas. Empecé a masturbarlos y la mujer dejó de chupar mis pechos, yendo a mi sexo, así que separé los pies para abrir ligeramente mis piernas. Mientras la lengua de ella recorría mis pliegues con sus manos sujetas en la parte posterior de mis muslos, me di cuenta de que los penes que estaba tocando eran similares en tamaño, pero uno destacaba sobre el otro: estaba mojado. Comprendí que lo habían chupado muy recientemente, pero la mujer llevaba mucho tiempo conmigo... descarté la idea de que lo hicieran entre ellos, a mi marido no le iban esas cosas ¿o sí? Me convencí de que seguramente era semen o una enorme cantidad de líquido preseminal. Pero... tenía un falo en cada mano y una lengua de mujer recorría mi vulva. Y estaba disfrutando como nunca. Me dio igual que se hubiesen hecho un oral entre ellos, yo lo hubiese hecho y en ese momento me lo estaban haciendo. Comprendí que había eliminado otra capa de moral de salón que no aportaba nada a mi vida.

A ciegas, con un pene en cada mano, giré la cabeza y busque una boca, que me besó con ardor. Luego la volví al otro lado y otra boca me recibió con la misma pasión mientras la otra me chupaba el cuello. Me puse de rodillas, me llevé brevemente ambas vergas a la boca, y me di la vuelta hacia la mujer, tumbándola y junté mis labios a su vulva. Olía a sexo y estaba mojado. Era mi primera vez, y lo lamí de la misma forma en que me gusta que me lo hagan cuando me hacen un oral. En esa postura, dando la espalda a los hombres, me quité al fin la venda. La mujer mantenía el sujetador, pero los pechos estaban fuera de ellos, apretados, y le estuve pellizcando los pezones hasta que pude oír sus gemidos. Mi marido quiso darme el relevo, pero no le dejé, pues quería que ella se viniese en mi boca. Se quedó de rodillas junto a mí, viéndome saborear a otra mujer. La lengua del hombre entró  entonces en mi vagina. Cogí la mano de mi marido, le lamí un dedo, que introduje en la vagina de la mujer. En cuanto pudo sentir lo mojada que estaba, lo saqué para volverlo a lamer y lo llevé hacia atrás. Comprendiendo lo que quería de él, la falange llegó a mi ano y empujó, apretando hasta que introdujo la punta. Luego lo mojó en mi vagina, peleando con la lengua que me estaba penetrando, y volvió a introducirlo por mi puerta trasera. La lengua y el dedo me hicieron gemir mucho, y eso fue demasiado para la mujer, que empezó a correrse, al fin, mientras mis dedos dentro de ella y mi lengua en su clítoris intentaban no salir despedidos de su sexo.

Con el dedo siempre metido en mi ano, mi marido introdujo el pene en mi vagina, sin darle tiempo al hombre de apartarse. Tras hacerme gemir en varias embestidas, lo sacó para abrirse paso en mi culo. La fue metiendo lentamente hasta llegar al fondo, para retroceder lentamente, hasta sentir la corona de su capullo en el ano y volver con más celeridad hasta fondo. Mis gemidos cada vez eran mayores.

— ¡Fóllame fuerte! —dije. Me sentía muy bien con la pareja y me salió natural ser tan efusiva, a pesar de que no suelo usar ese lenguaje con mi marido.

La mujer se incorporó y se acercó a mí con los ojos encendidos, besándome muy apasionada, salivando en exceso, demasiado, y la recibí con el mismo ardor. Mi marido tampoco se esperaba oírme decir eso y lo noté más vigoroso. El hombre intentó volver a lamerme la vagina, pero el movimiento de mi marido era muy potente, así que elevé más el culo, con mi cara tocando el suelo y mis pechos calentando la fría losa. Pude sentir la lengua en mi sexo, pero no fue posible mantenerla ahí mucho tiempo. La mujer me habló al oído.

— Me ha puesto muy cachonda oírte, me gustaría escucharte más, pidiendo que te follen y eso...

— ¡Ah, ah, ah! —era lo único que podía decir con esa verga metida atrás.

— ¿Te gustaría? Lo de hablar guarro... que pidas polla.

— ¡Me gusta tener tu polla en mi culo! ¡Ah, ah, ah! ¡No la saques, cariño! —cuatro manos me agarraron las nalgas mientras mi marido me sodomizaba.

— ¡Qué puta eres! —me susurró la mujer—. ¿Te puedo hablar así?

— ¡Ah, ah, ah! ¡Dame duro! —fue lo que alcancé a decir. La mujer me lamió la cara.

— Vas a ser una buena puta ahora.

— Sí, una buena puta —repetí entre gemidos.

Las cuatro manos seguían en mi trasero y miré atrás. Mi marido movía frenético las caderas, y el hombre estaba detrás de él. Debía tener su pene dentro de mi hombre, o quizás estaba frotándolo entre sus testículos. Esa noche no había límites para nadie. Me saqué la verga que tanto placer me estaba dando.

— ¡Quiero la otra polla, en mi culo!

Mientras mis deseos se hacían verbo y penetración, puse a la mujer a cuatro frente a mí y lamí su ano. También fue la primera vez que hacía lo que algunas veces mi esposo me había hecho a mí.

— ¡Sí, cómeme el culo, puta!

El sabor amargo y seco inundando mi boca, mi consagración de puta en celo, y esa verga desconocida fornicando un agujerito que había usado tan pocas veces, me hizo venirme. Empecé a manosearme la vulva al inicio del orgasmo y ya no paré de tocarme mientras tuve ese falo dentro. Esta vez tenía sólo dos manos en mis caderas y aparté mi lengua, metiendo un dedo en el ano de la mujer. Miré desde abajo, y entre mis pechos pude ver que mi marido estaba penetrando al hombre mientras este me penetraba a mí. Volví a llevar mi lengua dentro de la mujer, muy excitada al formar parte de ese tren anal.

— Me voy a correr —dijo el hombre en una especie de ruego o permiso por eyacularme.

La mujer me miró, para saber qué quería hacer y le hice un gesto de aprobación.

— ¡Córrete en la puta! —dijo ella.

— ¡Córrete, cabrón, no me dejes así! —dije.

— ¡Córrete dentro del culo de mi mujer! —dijo mi marido.

— En mi culo de puta...

Con mi marido habíamos intentado hablarnos así, pero me había sentido muy ridícula. Pero esa noche fue distinto. Pude ver la excitación de la mujer, que aumentaba por momentos, buscando mi cara con su culo mientras se metía frenética dos dedos en la vagina. El hombre empezó a eyacular y jamás pensé que se pudiera sentir ese chorro caliente inundando el recto. Mientras se vaciaba completamente, me erguí un tanto y metí dos dedos en el ano de su mujer. En cuanto terminó, cogí la mano de mi marido para que cambiase un ano por otro. Yo misma introduje su verga hasta el fondo, mientras lo besaba ansiosa.

Con tanto estímulo, mi marido estaba aguantando mucho e intenté apartarme para descansar y dejar que terminara en la mujer, pero me sujetó del brazo y me hizo ponerme junto a ella, en la misma posición, a cuatro las dos. Ahora tenía su cara junto a la mía, gimiendo, mirándome a duras penas. Me pegué a ella y nos besamos, intentando con mis mordiscos que su cabeza no se moviese al ritmo de mi marido. Este cesó su arremetida y procedió a introducir su verga nuevamente en mi culo. 

— Dame tu polla, cariño.

Mientras ahora era yo la que estaba siendo arrastrada por su movimiento, pensé en lo poco que habíamos hecho el anal hasta entonces, y en cómo aquellos penes ahora entraban tan fácilmente en mi puerta trasera. Comprendí que eyacularía muy pronto, y en mi ardor conseguí meterme dos dedos en la vagina. Sus embestidas acabaron con un buen chorro dentro de mí, el segundo.

Mi marido se fue al baño y a la vuelta se puso a charlar con el hombre, desnudos y con una copa por delante. Mientras, la mujer me besó dulcemente y estuvo lamiéndome con mucha minuciosidad aquellas partes que habían sido cubiertas por nuestros hombres.

— Lámeme bien el culo, mi culo de perra—pude oír sus dedos frotar su sexo frenéticamente y sentir la lengua traspasar mi ano—. Toda esa leche es para ti —cada vez que yo abría la boca, aumentaba la intensidad de nuestra excitación. Esta Alicia me estaba gustando mucho y me prometí no perderla.

Cuando acabó, nos tocó a nosotras hacer un breve descanso, pero yo me había quedado con más ganas de gozar con un pene en la vagina. El hombre estaba sentado en un sillón, así que me acerqué y de rodillas ante él le hice una felación, buscando la erección. La verga blanda no reaccionó hasta que su mujer no empezó a masturbar a mi marido, que sí respondió con más celeridad. Ella lo hacía magistralmente mientras dirigía el falo hacia nosotros, con la verga en una mano y la otra cubriendo los testículos.

En cuanto la que yo tenía en la boca se hizo sólida, me subí encima. La sujeté con la mano, puse la punta a la entrada de mi vagina y me dejé caer. Empecé a moverme. Mis pechos rozaban su cara, los pezones tocando a cada vez las mejillas. Sentí cómo lubricaba cada vez más e intenté que mi pubis rozase lo máximo en el suyo. La mano de mi marido me tocó la cadera y me paré. Se situó detrás de mí con una pierna entre las nuestras y la otra subida en el sillón. Su verga se abrió paso en mi ano tan fácilmente como había ocurrido minutos atrás. Podía sentir cómo los penes convergían en mi interior y cuando mi marido empezó a moverse, pude sentirme muy apretada entre los falos, en una competición para ver cuál me hacía gozar más.

Me abrían entre los dos como si fuesen autómatas poseídos de lujuria. A veces se producían interrupciones porque alguna de las vergas acababa saliéndose. Yo no dejaba de gemir como una perra en celo. Así era cómo me sentía, como una perra, una perra que goza. Le había dicho a mi marido tantas veces que no quería tener sexo en situaciones extravagantes, cuando en realidad era el miedo y la vergüenza los que me habían impedido disfrutar del momento, que oír mis propios gemidos en voz alta expandían mi excitación.

El hombre sugirió que fuésemos al sofá. Allí se tumbó mi marido y yo me subí encima, recibiendo la otra detrás. Esta vez el único que se movía era el hombre. Mi marido me confesó más tarde que podía sentir la otra verga a través de mí, y que los testículos chocaban con los suyos a cada vez. Yo me hubiese quedado en esa postura toda la noche, y besé a mi marido mientras aquel falo ajeno me estaba haciendo llegar a un lento orgasmo.

La mujer se acercó y se subió a la cara de mi hombre, dejándose lamer mientras me acariciaba la nuca. Yo tenía la cabeza entre sus pechos, rozando sus pezones con mis labios sin llegar la chupárselos. Me subió la cabeza y nos besamos. De forma clara, y tras lamer un par de dedos, se llevó la mano atrás, seguramente para preparar el ano. Me sacó del sofá, ocupando mi lugar, y dejé a los tres gozarse solos, mientras yo me masturbaba acercándome lo que podía para ver cómo la mujer era penetrada por los dos hombres.

En los descansos tomábamos más alcohol, mezclando vino y ginebra, y creo que algún reconstituyente en forma de pastilla. Lo que ocurrió el resto de la noche se me hace muy confuso, y recuerdo episodios a modo de flashes. Sé que la mujer se metió el cuello de la botella de Rioja en la vagina, entrándola y sacándola moviéndola como si fuese un destornillador, y luego me dio a beber de ella, haciendo que el vino saliese a borbotones de mi boca, mojándome entera para que después se me echasen encima para envolverme en lametones. Las bocas succionaban mis pechos y mi ingle, pero el vino hizo que mi percepción táctil se atenuara, obligándolos a ser más voraces en sus atenciones. Varios dedos entraron en mis orificios, puede que parte de la botella.

Recuerdo verme subida sobre el hombre, moviéndome y haciendo que su gorda verga se deslizara en mi vagina. Mientras gemía y me tiraba de los pezones, pensaba que a esa altura de la noche nos iba a costar corrernos a los dos. Entonces vino la mujer y puso su mano entre mi sexo y el vientre de su hombre, haciendo que me rozase en sus nudillos a cada movimiento. Mientras, se puso a chupar los pezones de su pareja mientras miraba mi sudado cuerpo moverse, con la otra mano metida en su entrepierna. Mi marido se acercó. Creía que iba a penetrar a la mujer, que estaba en cuatro, pero, dando un rodeo, metió la verga en la boca del hombre. Este se la agarró por la base y los testículos, iniciando una apasionada felación y haciendo que el pene que me taladraba a mí se hiciese más grande.

La mujer abandonó el pecho de su marido y compartieron entre besos la verga de mi marido. Finalmente, con los testículos en la boca del hombre y el falo en la boca de la mujer, mi marido miró al techo, en éxtasis. La mujer sacó el pene y besó a su marido, compartiendo el poco semen que pudo recibir, haciendo que éste eyaculara en mí. Seguí moviéndome hasta que la verga dejó tener la consistencia suficiente como para seguir, y caí rendida en la cama, quedándome dormida ya hasta bien entrada la mañana.

Tras el desayuno, nos intercambiamos los teléfonos y nos despedimos. Ellos se fueron los primeros y mi marido y yo nos quedamos a solas. Nos reímos y nos besamos. Hicimos el amor vestidos como estábamos, con la ropa arañando nuestra piel. Después, y por una vez, terminé mi maleta antes que él y lo esperé en el salón. Me había sentado en el mismo sitio donde vi al hombre la madrugada del viernes. Abrí mis piernas y pensé en qué veía él con su pareja en medio de ellas, chupándole el pene. Miré hacia delante y vi el mueble con su puerta de cristal. Tal y como nos indicaron, ya habíamos cerrado ya las persianas de la casa y estaba todo a oscuras. Vi el reflejo del pasillo en la puerta del mueble, y vi que una débil luz lo mantenía en una apagada penumbra. Vi la silueta de mi marido pasar por el mismo sitio en el que yo había estado mirando a la pareja y comprendí que el hombre no miraba a su mujer cuando eyaculó en su boca esa noche. Me levanté haciendo sentar a mi marido en el sillón y le advertí que saldríamos un poco más tarde. Me puse de rodillas y me recogí el pelo.