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Paredes de papel (6)

en Sexo con maduras

6

Pasé dos días sin volver a saber de Fer. Ni una coincidencia con él en la calle o el portal de casa, ni siquiera un fugaz vistazo a través de la rendija de la celosía de la terraza, teniendo en cuenta que mis salidas para fumar se habían vuelto más frecuentes, a pesar de que le había prometido a mi marido que lo dejaría definitivamente cuando volviese de viaje.

Mi estado de ansiedad sancionándome mentalmente, y a la vez congratulándome por lo ocurrido con el chico, me llevaba a consumir un cigarrillo cada hora, encendiendo también en mi interior la pequeña esperanza de verle aparecer en su terraza mientras yo exhalaba humo.

La soledad por la ausencia de mi esposo, aunque intentase refugiarme en el trabajo, me daba muchas horas al día para rememorar una y otra vez cada mínimo detalle de lo que ya había supuesto un punto de inflexión en mi vida.

El premeditado ataque a mi, hasta entonces, intachable fidelidad, no solo no había servido para apaciguar mis oscuros deseos, sino que los había catapultado para hacerme sentir que quería más, que necesitaba más, y que el artífice del más devastador orgasmo que había disfrutado en mi vida, me había convertido en esclava del placer que me podría proporcionar entregándole mi cuerpo para que lo utilizase a su antojo.

No podía apartar de mi mente la imagen de ese joven y atractivo ejemplar de macho desnudo para mí, con todos sus músculos en tensión y su potente polla erecta dispuesta a ser tragada con una gula que nunca antes había sentido. Mi ropa interior se humedecía con el recuerdo, y en cuanto éste evolucionaba hasta el momento de ver su castaño cabello entre mis muslos, no podía evitar acariciarme hasta descargar la excitación acumulada.

En menos de cuarenta y ocho horas, había perdido la cuenta de las veces que me había masturbado. Ni siquiera en la época de mi despertar sexual, fantaseando con el cantante de moda del momento, mis dedos habían trabajado tanto en mi coñito.

Y así fue que, aquella mañana, mientras masajeaba mi clítoris por enésima vez tumbada en la cama, escuché unos inequívocos jadeos femeninos que llegaban del otro lado de la pared.

Detuve mi autosatisfacción, y agucé el oído, percibiendo más claramente los gemidos, acompañados del inconfundible palmeo que indica un rítmico choque de carne contra carne.

«¡Qué cabrón!», dije para mis adentros. «Se está follando a una de sus amiguitas, teniéndome aquí al lado más salida que el pico de una plancha por su culpa».

Unas palabras incomprensibles para mí, en voz femenina, me hicieron saber que la amiguita estaba disfrutando por todo lo alto, dado el tono en que eran pronunciadas.

“¡Plas!”. Un sonoro azote, seguido de un quejido de mujer cargado de excitación, fueron los teloneros de la autoritaria voz de mi vecino:

— ¡En español, zorrita, que quiero entenderte! —dijo, sin detener el rítmico golpeteo de lo que yo ya estaba segura que era su pubis sobre las nalgas de la chica.

— ¡Sí, siñor! —exclamó ella entre jadeos, con un marcado acento del este—, ¡Mi mata, siñor, mi mataaa…!

En ese momento, asociando el acento a la voz, reconocí a la afortunada que estaba recibiendo las duras estocadas de mi deseado: «Joder, ¡es Dana!».

Dana era la asistenta que mi vecina Pilar había contratado tan solo  tres meses atrás, en sustitución de la mujer que había limpiado la casa durante veinte años, y que se acababa de jubilar.

— Hace poco que ha llegado de Rumanía —me había dicho mi amiga al poco de contratarla—, pero ya se maneja bastante bien en español, y entre que solo tiene veintidós añitos, y que es puro nervio, me deja la casa como nueva. Estoy encantada con ella,  y aunque creo que hasta le sobra tiempo, no me importa pagárselo si sigue trabajando así de bien. ¡Divina juventud!

«¡Y tanto que le sobra el tiempo!», me dije, recordando la conversación sin dejar de escuchar cómo gozaba la rumana:

— Sí, siñor, mi gusta, siñor… Impuja fuerte a Danaaahh… —pedía, aumentándose el escándalo del otro lado de la pared.

«Así aprovecha el tiempo que le sobra, la lista», pensé, «follándose al “siñor buenorro”. Normal que limpie bien, ¡porque el polvo se lo lleva ella!».

Entre aullidos, la asistenta delató su orgasmo, pero el bombeo no se detuvo, aumentando en intensidad para que el cabecero de la cama también retumbase contra la pared.

Como en ocasiones anteriores, escuchar aquello resultaba excitante, sin embargo, no reanudé las caricias en mi entrepierna, pues por encima de la excitación, un sentimiento de envidia empezó a corroerme. ¿Por qué no era yo a quien mi vecino mataba de placer?

«Prefiere follarse a una cría delgaducha, que casi no tiene tetas, antes que a mí…», me decía, dejando que el veneno de los celos corriese por mis venas mientras escuchaba cómo Fernando rugía su catarsis con fuertes embestidas que catapultaban nuevamente a la muchacha hacia el delirio.

Tras esa traca final, no quise escuchar más, me fui a darme una ducha fría que calmase mis ánimos y refrescara mis ideas. Sin embargo, con el agua incidiendo en mi rostro, no podía dejar de pensar en ello.

«¿Cómo puedo obsesionarme así? Vale, el chaval está buenísimo, y todo indica que es un dios en la cama, pero no deja de ser un crío en comparación conmigo. Joder, y estoy casada… ¡Pero cómo me pone el cabrón…! Porque es eso, un cabrón que se tira todo lo que se menea… Esa rumana es guapita de cara, no se puede negar, pero es todo hueso, y en comparación con una mujer hecha y derecha como yo, con todo bien puesto…»

Así pasé el resto de la mañana, hasta que, un rato después de comer, tomé una decisión: Mi matrimonio se había convertido en una monotonía de ausencias, y yo necesitaba emociones fuertes que llenasen los vacíos de mi soledad, anímica y físicamente. Mi vecino había encendido en mí un fuego que solo él podía apagar, y  me encontraba en un momento cumbre de mi vida, en mi máximo esplendor, como decía mi marido, más guapa que nunca, como decían mis amigas, y con unas necesidades que tenía claro que el joven macho que vivía al lado podía cubrir con holgura…

Vistiendo unos shorts y una ajustada camiseta de tirantes bajo la cual me puse un sujetador que realzaba mi generoso busto, formando un provocativo escote, «Esto son tetas, y no las de la rumana», a las cuatro de la tarde llamé a su timbre.

— Hola, Mayca —me saludó Pilar al abrirme la puerta—, no te esperaba. ¿Te apetece un café?

Me quedé de piedra, era yo quien no se esperaba encontrarla a ella. En mi estado de cerebro recalentado por mis bajas pasiones, había olvidado por completo que mi amiga no trabajaba los miércoles por la tarde.

— Hola, Pilar. No, gracias, tengo mucho trabajo… —contesté, tratando de ocultar mi sorpresa.

Mi amiga me miró confusa.

— Yo solo venía a pedirte un cigarrito —solté lo primero que se me ocurrió—. Me he quedado sin tabaco, y preferiría no salir a comprar hasta que no acabe con lo que estoy…

— Por supuesto, mujer. Pero pasa, que tengo que ir a buscarlo —dijo sonriendo.

— Gra-gracias, pero mejor te espero aquí, que no quiero entretenerme, y como nos liemos a hablar…

Suspiré internamente por mi rapidez de reflejos encontrando una excusa totalmente creíble.

— Voy a buscar el bolso —dijo con una carcajada—, que no sé dónde lo he dejado.

En cuanto mi amiga me dejó a solas en la puerta, en el recibidor apareció Fer, que me miró de arriba abajo con una amplia sonrisa.

Con solo verle, mi corazón se aceleró, y una sensación de vacío se adueñó de la parte más baja de mi abdomen.

— Me parece que lo que venías a buscar para llevarte a la boca no era un cigarro, ¿no? —susurró, fijando su mirada en mi apretado escote.

Un suspiro se me escapó, sintiendo cómo se me subían los colores y se me humedecía la entrepierna.

El joven me guiñó un ojo con complicidad y desapareció en el interior antes del regreso de su madre.

— Aquí tienes —me dijo mi amiga, ofreciéndome un paquete de tabaco—. Quedan tres, aunque no son mentolados como los que tú fumas.

— Bueno, no importa —contesté—. Te cojo uno para quitarme el mono.

— No, mujer, cógete el paquete, que tengo otro sin abrir, y así tienes para toda la tarde si te vuelve a dar…

— Gracias, Pilar, eres un cielo —acepté el ofrecimiento para no desbaratar mi excusa—. Me voy a seguir trabajando… ¿Tomamos ese café mañana?, ¿te pasas por mi casa cuando vengas de trabajar?

— Claro, guapa, eso está hecho.

Cuando volví a casa noté que me temblaban las piernas. Guardé para “emergencias” el paquete de tabaco que tan amablemente me había dado mi vecina, y salí a la terraza a fumar uno de mis cigarrillos para calmarme.

Después, me di una ducha fría, la segunda del día. El acaloramiento por la sorpresa, la vergüenza pasada, el haber estado en la terraza en la hora más cálida del día y, sobre todo, el comentario que había hecho Fernando al verme, requerían que bajase inmediatamente mi temperatura corporal.

No había hecho más que salir de la ducha, cuando escuché el timbre. Me puse el albornoz, sujetándolo con una mano, y me dispuse a abrir con la seguridad de que mi vecina venía con la buena intención de que me tomase un pequeño descanso del trabajo.

— Pilar, de verdad que te lo agradezco… —comencé a decir, girando la puerta.

No pude terminar la frase, pues a quien encontré en el umbral de mi hogar fue a su hijo.

— Pilar ya está roncando en su merecida siesta —dijo, dando un paso para entrar y cerrar la puerta tras de sí—. Te traigo lo que de verdad habías ido a buscar a mi casa…

De la impresión, la mano que sujetaba el albornoz lo soltó como si tuviera vida propia, abriéndose la prenda en una inconsciente, o tal vez no, invitación a contemplar parte de mi cuerpo desnudo.

— Joder, qué pibón eres, Mayca —comentó, embebiéndose de la piel que había quedado al descubierto—. Y está claro que sabes lo que quieres… Esa debe ser la diferencia entre una chica y una mujer de verdad.

Recompuesta y retomando la determinación que apenas media hora atrás me había hecho llamar a su timbre, mis ojos se fijaron en el buen bulto que marcaban los pantalones cortos del joven.

— A lo mejor demasiada mujer para ti —le reté, dejando caer la única prenda que me cubría, mostrándole completamente el cuerpo que en los últimos años había trabajado y que ahora orgullosamente lucía, aún más lozano que en las tres décadas anteriores.

El paquete del muchacho aumentó su volumen ante mi mirada, apreciándose enorme, alimentando mi ego, y haciéndose irresistible.

— Uff, Mayca, no sabes lo que dices —replicó, quitándose la camiseta para deleitarme con su fuerte torso—. Eres la tía que más morbo me ha dado siempre, y nunca he estado con ninguna mujer de treinta y algunos…

— Cuarenta y dos —le corregí, halagada y con orgullo.

— Pues estás como para reventarte a pollazos…

— Mmm, no sé, por lo que he oído esta mañana, eres más de crías flacuchas —le recriminé, evidenciando inconscientemente mis celos—. Tu madre está pagando a Dana para que limpie, no para cepillarse a su hijo…

— Vaya, estás celosa, ¿eh? —observó, con una sonrisa de medio lado.

— ¿Yo? —pregunté, ofendida por haberme delatado—. Soy una mujer casada, ¿recuerdas? —continué, poniendo mis brazos sobre las caderas en actitud firme, y a la vez, con una pose que remarcaba mi silueta y ensalzaba mis pechos—. No tengo ninguna razón para estar celosa por lo que hagas o dejes de hacer con la asistenta...

— Querrías haber estado en su lugar, ¿eh? Necesitas una buena dosis de rabo, y es lo que viniste a buscar hace un rato a mi casa…

— ¿Serás creído? —le espeté con rabia por acertar de pleno—. Seguro que ya no podrías hacer nada conmigo, después de haber oído cómo se lo dabas todo a la rumana esa… No me interesa comprobarlo.

— Claro, y por eso estás desnuda y no dejas de clavar esos ojazos verdes en mi paquete —contestó, recolocándose el enorme bulto y haciéndome morderme el labio inconscientemente—. Dana no ha sido más que un aperitivo, un entrenamiento para darte a ti, y ahora, lo que te mereces…

— ¡No eres más que un chulo prepotente!

— Y lo que te pone eso… Casi tanto como esto…

Ante mi atenta mirada, Fer, con un solo movimiento, se bajó el pantalón y el bóxer deshaciéndose de las prendas. Su tremenda verga se presentó ante mí, tan larga y gruesa, tan hermosa y apetecible, que me relamí sintiendo el vacío en mi bajo abdomen como un hueco en el espacio-tiempo, a la vez que la lubricación se evidenciaba visiblemente en mi lampiña vulva.

— Joder… —se me escapó. Nunca dejaría de asombrarme.

— Vamos, que lo estás deseando, vuelve a probarla, golosa…

Sin saber cómo, mi vecino ya me había tomado por la nuca, metiendo sus dedos entre mis negros cabellos aún mojados por la ducha, incitándome a agacharme sobre su exultante erección. No necesitó hacer fuerza. Deseosa, me dejé llevar para acabar poniéndome de rodillas, tratando de empuñar el grueso músculo con mi mano derecha, mientras la izquierda se aferraba a uno de sus duros glúteos.

Saqué la lengua para lamer el suave glande redondeado, y éste se arrastró por ella, con un ligero empuje de la mano que tenía sobre la cabeza, para dirigirse al interior de mi boca. Mi labio superior rodeó la testa del cetro, y el húmedo músculo se retrajo hacia el interior, acariciándola, para que fuese acogida por el mullido labio inferior. Succioné con ambos pétalos, acompañando el avance de la pétrea carne que invadía mi boca hasta alcanzarme la garganta y que, inmediatamente, se retiraba con un movimiento pélvico, dejando el balano rodeado por mis labios.

Con la verga así sujeta, miré fijamente a Fer, quien contemplaba mi rostro con un gesto de satisfacción.

— Así, solo un poquito —susurró—,  lo justo para quitarte el ansia... Estás preciosa. Esa mirada tuya, con mi polla entre tus labios y los carrillos hundidos, ganaría millones de likes en cualquier web porno.

Un ronroneo surgió de mí, y volví a succionar chupando la mitad de la vara, degustando el salado sabor de su piel, calibrando su grosor y testando su consistencia, hasta que el informático me la sacó completamente de la boca con un característico sonido de succión.

— ¡Joder, cómo la chupas, Mayca!, pero ya es suficiente, que nos viciamos los dos y te lleno la boquita de leche…

— Me encantaría tomarme otra vez toda tu lechecita caliente —contesté, lujuriosa y llevada por la gula, sabiendo que yo misma podría alcanzar un orgasmo al sentir su potente corrida en mi paladar.

— Es muy tentador —concedió, tomándome de la barbilla para obligarme a incorporarme—, pero ahora lo que quiero es follarte bien follada.

No pude reprimirme y, poniéndome de puntillas y abrazándole por el cuello, me lancé a sus labios, pegando mi ardiente cuerpo al suyo, aplastando mis tetas contra sus fuertes pectorales y sintiendo toda la longitud de su virilidad incrustándose a lo largo de mi abdomen.

Fernando recibió mis labios chocando contra los suyos para, inmediatamente, abrir su boca y hacerme sentir cómo su escurridiza lengua se colaba entre mis sensibles pétalos, invadiendo la cavidad para enroscarse con el músculo que anhelaba acariciarla en húmeda danza.

Sus manos atenazaron mis nalgas con fuerza, estrujando mis firmes glúteos con sus dedos como garras, mientras me derretía besándome con una pasión que hacía años que no sentía en mi marido. Hasta que tuve que separarme de él para poder recobrar un poco de aliento mientras me chupaba el carnoso labio inferior.

— Vamos a la cama —susurré jadeando—. A ver si das tanto como alardeas…

— ¿Notas hasta dónde te llega mi polla, tal y como me la has puesto? —preguntó, estrechándome más contra su cuerpo.

— Uff, sí, casi a las costillas…

— Pues imagínate todo esto dentro de ti, abriéndote en canal. Y no serán dos minutos, no… Voy a follarte hasta que empapes toda tu cama de matrimonio como nunca lo has hecho.

Suspiré profundamente ante tal perspectiva, sintiendo cómo mis pezones punzaban su piel y mi coñito lloraba de alegría humedeciendo mis muslos.

Dándome un estimulante azote, el joven me incitó a dirigirme al dormitorio, aunque a través del espejo del pasillo comprobé que no me seguía.

— ¿No vienes? —le pregunté, girándome.

— Por supuesto, solo estoy disfrutando de cómo meneas ese culazo…

Se me escapó una carcajada de satisfacción y reanudé el camino al dormitorio, aunque más lentamente, marcando aún más el contoneo de caderas.

Al llegar a los pies de la cama, expectante y excitada como nunca, el tiempo que el chico tardó en aparecer me pareció una eternidad. «¿Se ha arrepentido y me va a dejar así?», me pregunté con impaciencia.

A los pocos segundos, mi fruto de deseo hizo su triunfal entrada en el ruedo que a ambos nos daría una tarde de gloria. Luciendo su espléndida desnudez para mi deleite visual, con su amenazante pica en ristre ya enfundada con un preservativo, lista para realizar la faena, avanzó hacia mí con paso decidido y sus ojos avellana refulgiendo, hasta tomarme por el talle y pegar su cuerpo al mío, instalando su poderosa arma entre mis muslos para que mi vulva besase la longitud de su tronco, embadurnándolo con su jugo, mientras me hacía sentir cómo la punta de semejante instrumento se abría paso instalándose entre mis cachetes.

«¡Joder, podría clavármela por el culo desde delante!».

Aprovechando mi boca abierta por el asombro de semejante constatación, sus labios se apropiaron de los míos, y su lengua invadió mi cavidad acariciando la mía para fundirnos en un tórrido beso con el que mi hizo suya, deslizando su enhiesta vara por mi coño, perineo y nalgas.

Una de sus manos subió hasta mis pechos, masajeándolos enérgicamente, estimulándolos de tal manera que el placer me obligó a arquear la espalda, ofreciéndoselos para que su boca descendiese por mi cuello y atrapase un pezón. Sin detener el maravilloso tratamiento al seno izquierdo, sus labios succionaron mi pezón derecho, haciéndolo vibrar con la lengua para terminar engullendo cuanto volumen mamario le cupo en la boca.

Jadeando, borracha por las sensaciones que recorrían todo mi cuerpo, me entregué a él, consciente de que lo único que impedía que cayese de espaldas era su brazo izquierdo rodeando mi cintura, además de la dura barra de carne sobre la que montaba, que se deslizaba atrás y adelante en húmeda frotación de mis zonas más erógenas.

Sin dejar de devorarme las tetas como si tuviera hambre atrasada, pasando de una a otra para succionar y presionar con los labios, amamantándose con la generosidad de mi busto, lamiendo y rozando los pezones con los dientes para ponérmelos como pitones, su mano bajó hasta mi culo, acariciándolo y atenazando un glúteo para acabar tomándome del muslo y subirlo hasta que mi pierna se abrazó a su cintura.

Sentí cómo Fer  flexionaba sus rodillas, y cómo el glande que se insertaba en mi raja trasera hacía el recorrido inverso, incidiendo directamente entre mis lubricados labios mayores. Estos rodearon la gruesa cabeza, adaptándose a su contorno, y permitieron que el empuje de la misma los franqueara, dilatándome y haciéndome gemir, disfrutando de cómo esa dura polla se me clavaba en el coño con inaudita facilidad.

— ¡Dios, qué gusto! —exclamé complacida.

— Me tenías tantas ganas que te entra sola… —afirmó el chico, fijando su mirada en la mía.

— Umm, sí, no puedo negarlo… Aunque sé que eres capaz de tirarte a cualquier niñata que se te ponga por delante…—manifesté, aún con rencor.

— Ya te lo he dicho, Mayca, eso no son más que entrenamientos para prepararme para ti. Tú eres mi musa, a la que siempre he deseado follarme. Pero estás casada, y eres una mujer madura, casi inalcanzable… Ahora que te tengo para mí, me voy a resarcir de todas las pajas que me he hecho en tu nombre.

Su virilidad se deslizó hacia fuera haciéndome suspirar, e inmediatamente, un nuevo empuje, clavándome los dedos en el muslo, me arrancó otro gemido al sentir la verga abriéndose paso por mi vagina otra vez.

— Mmm… A ti te da igual que esté casada o que tenga edad como para ser tu madre. Has ido a por mí en cuanto has tenido una oportunidad…  ¡Cómo me pones!, aunque seas un cabrón. A ver si puedes follarte a una mujer de verdad como te follas a tus amiguitas —volví a provocarle.

Su respuesta consistió en una sonrisa de autosuficiencia, que hubiera sido bravucona de no ser porque su polla se clavó un poco más en mí, dándome un placer difícil de asimilar, y que constataba que era más que capaz de cumplir cada una de sus fanfarronadas.

Con varios mete y saca seguidos, incitándome a botar sobre su estaca, me hizo proferir los primeros grititos de gozo. Su verga era la más gruesa que me había calzado, y estimulaba las paredes de mi vagina con un maravilloso cosquilleo.

— Te gusta, ¿eh? —preguntó en un susurro.

— Oh, sí, me encanta… No pares, ¡dame más! —pedí con lujuria.

— Más te voy a dar…

Inclinándose hacia delante, me hizo caer de espaldas sobre la cama, dejándome abierta, contemplando su magnífica planta de joven deidad esculpida en mármol. Se puso sobre mí y, manteniendo sus brazos estirados, bajó la pelvis hasta que la punta de su enfundado estoque volvió a acariciar mi vulva, frotando los empapados labios e incidiendo contra mi clítoris de forma enloquecedoramente placentera, obligándome a gemir deseosa de volver a sentirlo dentro.

— ¡Métemela, por Dios! La necesito entera otra vez… —supliqué.

— ¿Entera otra vez? —preguntó divertido, colocando su balano entre mis gruesos y acogedores labios anhelantes—. Aún no te la he metido entera…

— ¡¿Cómo?! —exclamé, loca de excitación.

Su cadera, experimentada por el variado entrenamiento con veinteañeras, encontró el ángulo correcto y, con un empujón, sentí cómo el ariete se abría paso por mis carnes, dilatándome por dentro hasta donde había llegado anteriormente, sin detener su repentino avance horadándome, y alcanzando el límite cuando su pelvis chocó bruscamente con la mía en una profunda y violenta penetración.

— ¡Aaaahhh…! —grité sorprendida por el súbito e incontenible placer que estalló en mi interior.

Como si fuera un grano de maíz expuesto al fuego, mi orgasmo explotó desgarrándome desde dentro, haciéndome convulsionar en un éxtasis que mi amante disfrutó dejando su taladro dentro, deleitándose con cómo mis músculos lo estrujaban con todas sus fuerzas durante unos segundos que me parecieron horas.

Cuando volví a la realidad, respirando agitadamente, me descubrí sujetándome de los antebrazos de mi vecino, quien había grabado en sus retinas cada mínimo gesto de mi rostro en pleno delirio orgásmico.

— Pura poesía —me dijo.

— ¿El qué…? —pregunté, aún aturdida.

— Tu preciosa cara en pleno orgasmo.

— Vaya… si hasta vas a ser sensible, y todo… —comenté con sorpresa.

— Sí, pero a ti lo que te pone es que sea un chulo, ¿verdad? Quieres emociones fuertes.  Eres una auténtica zorra cachonda, solo he tenido que meterte la polla a fondo una vez para que te corras…

— Uhm, sí…—confirmé, volviendo a sentir el cosquilleo que me producía esa actitud.

— Bueno, pues vamos a ver otra vez esa preciosa cara que pones…

— ¿Qué?, ¿es que tú no te has corrido? —pregunté inocentemente, a pesar de que seguía ensartada por su polla, dura como el acero.

— Te he dicho que te voy a dar lo que te mereces, y pienso cumplirlo —sentenció, haciéndome sentir cómo su glande se deslizaba hacia atrás recorriendo mi conducto.

— Uummm…

Con una potente acometida pélvica, el ariete volvió a abrirse paso dentro de mí, expandiendo mis paredes internas hasta sentir que hacía tope bruscamente contra mi matriz, simultáneamente a un choque de pubis que propagó ondas sísmicas por toda mi geografía femenina.

— ¡Aaahh! —grité envuelta por el placer de tan repentina y, sobre todo, profunda penetración.

— Uf, Mayca, qué coño tan estrechito y tragón tienes… Te la voy a clavar a fondo…

— ¡Oh, Dios, sí! ¡Clávamela así, hasta el fondo! —le pedí, llevada por la lascivia de comprobar, empíricamente, que la generosa dotación del joven me daba un gusto mucho mayor que la mediocridad de mi marido.

Mis manos fueron directas a agarrar los pétreos glúteos de ese David de Miguel Ángel, espoleándole para que volviera a arremeterme de la misma manera.

Una nueva retirada que me deleitó con el arrastre de su gruesa cabeza entre mis mojadas paredes estrechándose, a la vez que su culo se levantaba, y otra pasional estocada contra mi matriz haciendo vibrar mi clítoris con el choque pélvico, me arrancaron un indecoroso gemido.

Sonriendo al comprobar su efecto sobre mí, Fernando repitió el movimiento, sacando más rápidamente su miembro de mi interior y volviendo a ensartarme violentamente, provocando un temblor en todo mi cuerpo y otro agudo gemido con el que mi garganta me desconcertó.

Mi amante comenzó a marcar un rítmico bombeo, convirtiendo su verga en un pistón hidráulico que salía y entraba en mi encharcado coñito con un continuo martilleo en la boca de mi útero, y una sucesión de impactos púbicos en la vulva que transformaron mi clítoris en un diamante vibratorio. Los incontenibles gemidos escapaban de entre mis labios con cada una de las gloriosas acometidas, expresando un estado de enajenación como jamás había experimentado.

Nunca me había considerado una mujer escandalosa en la cama. Gemía cuando la cosa me gustaba, pero siempre con la boca cerrada, en un discreto tono bajo. Solo en el momento del orgasmo, cuando el verdadero placer me embargaba, no podía evitar lanzar un grito triunfal. Sin embargo, con mi vecino, no podía dejar de gemir y jadear como una puta viciosa. La intensidad con que me follaba, con un miembro de un tamaño que me hacía sentirme más llena de macho de lo que nunca había estado, me obligaba a respirar con la boca abierta, escapándose el aire bruscamente de mis pulmones para pasar a través de mis cuerdas vocales en tensión por tanto placer.

El orgasmo alcanzado con su primera incursión a lo más hondo de mis entrañas, había quedado ya muy atrás, y una nueva excitación y goce se iban acrecentando en mí a golpe de cadera.

Aferrada a su exquisito culo, contraído por la forma de embestirme sin descanso, y borracha por las sensaciones que esa juvenil herramienta de placer me proporcionaba taladrándome, me embebí de la escrutadora mirada de fuego de Fer, quien, desde las alturas, observaba cada uno de mis gestos sin perder detalle de cómo mis pechos se mecían violentamente por la potencia de sus arremetidas.

Sobrecogida por mis propios y agudos jadeos, que aunque me mordía el labio inferior no podía reprimir, agradecí mentalmente al cornudo de mi marido que, tres años atrás, hubiese fijado la cama a la pared para no escandalizar a todos los vecinos con un retumbar que delataría el vigoroso sexo que estaba teniendo lugar en mi dormitorio en ausencia de mi esposo.

«¡Mierda!, pero no puedo parar de gemir como una actriz porno…»

— Para, Fer… para… —conseguí susurrar, entrecortada por jadeos—. Nos va a oír tu madre…

— Mi madre está en su cama, a tres habitaciones de aquí —contestó dándome, para mi delirio, aún más fuerte—. Y está roncando como una bendita, así que no se entera de nada… Joder, es que de verdad que estás para reventarte a pollazos…

— Oh, oh, oh, ooohh… —asentí.

Iba a volver a correrme en cualquier momento, estaba al borde, y ese cambio de ritmo me iba a precipitar. Sin embargo, el chico, a pesar de que se le veía disfrutando de lo lindo al acuchillarme con su bayoneta sin compasión, parecía tener un aguante sin medida, y no desfallecía en su empeño por rellenarme con su carne.

A punto del colapso, me maravillé de cómo, en una postura tan tradicional, mi amante se mantenía erguido sobre mí, sin aplastarme como hacía Agustín al ponerse encima. Me dejaba libre de movimientos y me regalaba la vista con su fuerte pecho y plano abdomen en plena tensión, marcando todos sus músculos de forma más que estimulante para cualquier mirada femenina.

Recorrí su ancha espalda con mis manos, y aproveché la ventaja que me ofrecía su aguante para acariciar sus pectorales y delinear sus abdominales, hasta que, de repente, uno de sus arreones clavándome la polla en el útero, abriéndome las entrañas y restallando contra mi clítoris, provocó mi catarsis.

— ¡Aah, aaah, aaahhh…! —grité descontrolada, disfrutando de un intenso orgasmo.

Mi interior se convirtió en las calderas del infierno, y miles de incandescentes bengalas fueron propulsadas a cada fibra de mi anatomía. Las musculosas paredes de mi vagina oprimieron con poderosas contracciones al magnífico invasor, exprimiéndolo para ahogarlo, ayudadas de una cálida corriente de flujo.

Mi espalda se arqueó de forma imposible, despegando las lumbares del lecho para elevarme hacia el autor de semejante placer, quien aprovechando el alzamiento de mis montañas, las atrapó en sendos bocados con los que terminó de rematarme.

Tras unos segundos completamente clavada en la verga de ese apolíneo joven que devoraba mis tetas, llevándome a su olimpo, caí satisfecha y derrotada sobre la cama con un largo suspiro.

— ¡Joder, qué bueno! —expresé, fijando mis verdes ojos en los del atractivo informático, a la vez que recobraba el aliento.

— Sin duda—asintió—. Por un momento he pensado que me arrancabas la polla… Y estabas preciosa… Vamos a ver si te corres otra vez.

— ¡¿Qué?! —pregunté con incredulidad, sintiendo que mi libido aún no había tocado suelo y que esa propuesta la hacía repuntar.

Dándome un beso con el que su lengua acalló cualquier nueva pregunta, consiguiendo relanzar mi excitación, Fer salió de mí, dejándome el coño encharcado, completamente abierto y con la sensación de vació más intensa que hasta entonces había sentido. Se levantó succionándome el labio, y se sentó sobre sus talones.

Muda de asombro, contemplé su insolente verga completamente erecta, apuntando hacia el techo.

«¿Cómo ha podido meterme todo eso? ¡Y sigue teniéndola dura!»

El condón brillaba lubricado por mis fluidos, que ahora escurrían por el largo tronco hasta humedecerle el par de buenas pelotas que adornaban tan deliciosa herramienta.

«Si todavía no se ha corrido, las tiene que tener a punto de reventar… ¡Le he exprimido con todas mis fuerzas!»

Con pasmosa tranquilidad, sonriéndome con chulería, me agarró de las caderas, atrayéndome hacia él y levantándome para que mi culo se apoyase sobre sus muslos. Acto seguido, tomó mi pierna derecha, llevándola sobre su torso para colocarme el tobillo sobre su hombro, y repitió la operación con la pierna izquierda.

Con solo la mitad de mi espalda apoyada en la cama, y la gravedad actuando sobre mis pechos para que se movieran fluidamente hacia mis clavículas, me excité aún más, alcanzando el nivel de minutos antes de cada uno de mis orgasmos. Nunca me habían follado en esa postura, así que la perspectiva superó cualquier fantasía previa a aquel encuentro.

— Mayca, estás chorreando —observó, acariciando la entrada a mis placeres  para llevarse la mano a la boca y probar mis juguitos—. Ya te has corrido dos veces y sigues queriendo más… Eres aún más viciosa de lo que me imaginaba, y estás demasiado buena como para no estar dándote rabo hasta el final… Porque es lo que quieres, ¿no? ¡Venga, pídemelo!

— Fer, no me dejes así —pedí, sintiendo ya la necesidad—. ¡Dame tu rabo hasta el final!

Cogiendo su monolito con una mano, lo orientó hasta instalar su testa entre mis mojados pliegues. Apenas tuvo que moverse para hacerme sentir cómo el glande volvía a forzar mi entrada, penetrándome suavemente hasta que mi almeja pudo mantener sujeta la lanza por sí sola.

— Uff.. —suspiré, complacida.

A continuación, y tras comprobar la perfecta alineación de nuestros sexos, Fernando me cogió por las caderas y, dando un tirón para atraerme hacia su pelvis, me clavó su lanza de acero con una salvaje y profunda penetración que me dejó sin aliento.

— ¡Ah! —apenas pude emitir una interjección con toda la boca abierta.

La punta de su polla se incrustó en lo más hondo de mí, haciéndome sentir la bravura de su empuje como si me atravesara para salírseme por la boca. Y el colmo de la deliciosa novedad, fue sentir los hinchados testículos golpeándome en el perineo.

Disfrutando de mi cara de sorpresa por la nueva sensación, y habiendo tomado la medida de cómo deberían ser sus movimientos, mi amante comenzó a follarme sin compasión, tirando una y otra vez de mis caderas para ensartarme con su asta en un frenético ritmo, buscando un apoteósico final.

La inédita postura para mí era increíblemente placentera. Sentía todo el miembro del macho, todo su grosor y longitud, llenándome con oleadas de calor, dilatación y presión en mi abdomen, taladrándome hasta la matriz con un fluido deslizamiento que me obligaba a gritar como si me estuvieran matando. Y es que el hecho de estar con mis tobillos sobre sus hombros, hacía que mi conchita estuviese más cerrada y apretada, lo que se traducía en una sensación aún más intensa para ambos.

Mi culo rebotaba, una y otra vez, contra el pubis y muslos del joven, sonando como un toque de palmas de ritmo flamenco, y el constante golpeteo de las pelotas en la sensible piel que separaba mis dos agujeritos, constituía un inusitado aderezo a la ya, de por sí, exquisita follada que me estaba dando.

Entre incontrolables gemidos convertidos en aullidos, no podía dejar de admirar la belleza de ese joven cuerpo masculino regalándome toda su potencia, destacando el excitante espectáculo de sus abdominales contrayéndose rítmicamente con cada acometida.

Con los dientes apretados y entre gruñidos, Fer estaba entregado a su propio disfrute, haciéndome gozar con él. Tenía la vista fija en mis tetas, cuyo volumen se mecía adelante y atrás, con el vigoroso manejo de mi anatomía, como dos generosos postres de gelatina servidos por un camarero cojo. Y supe que, ahora sí, se correría conmigo.

Sin embargo, la primera en rasgarse por dentro entre gritos de júbilo fui yo, ensalzándose mis orgásmicas sensaciones por unas penetraciones aún más salvajes ante la inminencia del clímax masculino. El mío, tercero y último de la tarde, me sobrevino con una intensidad tan devastadora, que convirtió mi cuerpo en la zona cero de un ataque nuclear.

Cada una de mis células vibró de puro placer. Mi vagina se convirtió en una prensa para el cilindro de carne que la atravesaba, con unas contracciones que me hicieron temblar. Y el gusto de sentir como si me orinase a presión, con un abundante chorro de cálido flujo de corrida femenina completa, me dejó sin aire en el aullido final.

— ¡Auuuhhh…!

Disfrutando de mí, catapultado por mi orgasmo exprimiéndole, mi semental rugió con su propia catarsis, dándome unas brutales embestidas que, lubricadas con mi eyaculación femenina, sonaron a delirante chapoteo. Hasta que el último empujón me confirmó que ya había descargado toda su furia en mi interior.

Abriéndome más de piernas para reclinarse sobre mí, el campeón me dio un profundo beso, y se retiró sacándome ese productor de orgasmos que ya comenzaba a flaquear.

Sus ingles y muslos estaban mojados por mi corrida, pero sin darle ninguna importancia, se quitó el condón bien cargado de semen para dejarlo sobre la cama.

Yo no pude ni moverme, me había dejado más satisfecha de lo que había estado nunca, y totalmente destrozada. La hora que mi vecino se había pasado follándome, con los únicos recesos del cambio de postura para regalarme tres espectaculares y agotadores orgasmos, hicieron que mis cuarenta y dos años cayeran sobre mí de golpe.

— Mayca, eres un auténtico polvazo —me dijo.

— Y tú un chulazo que ha cumplido lo que prometía —contesté, sonriéndole.

— Bueno, ahora debería volver a casa antes de que se despierte la bella roncante y me vea llegar oliendo a mujer cachonda —bromeó, devolviéndome la sonrisa.

— Sí, creo que los dos vamos a necesitar una ducha… Mi albornoz se ha quedado a la entrada, con tu ropa.

— ¡Ja, ja! Ya sabes dónde estoy para darte cuando quieras lo que no tienes en casa. ¡Hasta la próxima, preciosa!

Con ganas de fumarme el más relajante “cigarrito de después” de toda mi vida, y la más refrescante ducha de la historia, Fernando me dejó a solas. Estaba agotada y profundamente satisfecha, con el coño, muslos, y culo mojados sobre la cama también húmeda, oliendo a hembra en celo, y sobre la que también reposaba un largo preservativo usado, con una buena ración de leche de hombre en su interior.

«Si hay una próxima, será él quien acabe sin poder moverse», me propuse.

CONTINUARÁ…