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La profesora

en Confesiones

Mi nombre es Matías, tengo veintidós años y estudio derecho. Me gusta mi carrera, tanto así que la profesora de derecho civil me nombró su ayudante. En mi país, los ayudantes de los profesores son alumnos muy reconocidos, y tienen como labor corregir pruebas, ayudar a preparar clases, etc. 

 Ese día, la profesora me llamó a su oficina. Tenía que traerle una pila de pruebas corregidas. Yo las tenía, como buen alumno que era. Fui. 

 Confieso que desde hace tiempo que esa mujer me ponía, y mucho. Era joven, de no más de treinta y ocho o cuarenta años, tenía buenas tetas, a pesar de ser delgada, y una mirada un tanto seductora. Pero la relación entre nosotros nunca traspasó lo meramente profesional, una relación alumno - profesora. 

 Ese día hacía calor, más que de costumbre. “Calentamiento global”, pensé, mientras que me quitaba la chaqueta. Subí las escaleras, era en el cuarto piso, llegué transpirado y jadeando un poco. Abrí la puerta de la oficina y entré. 

— Se pide permiso — dijo ella, sin quitar la vista del computador. 

—Lo...lo siento — jadeé. Maldije para mis adentros. Debí haber hecho una pausa, respirar antes de entrar. Ella me miró. 

—Estás cansado. ¿No te viniste por el ascensor? 

—Estaba averiado. Lo siento. 

—No digas lo siento, Matías. Ven. Entra. Yo, la verdad, también estoy cansada, y hace un calor de mierda. 

 Me llamó la atención. Nunca le había escuchado ese tipo de vocabulario. Ella siguió. 

—Y además, tengo una tortícolis espantosa, un dolor de espalda que nadie me lo quita. Iría al quiropráctico, pero no hay tiempo... y que yo sepa, nadie conocido es capaz de darme un masaje. 

No lo dudé. Mi respuesta fue inmediata.

 

— Yo doy buenos masajes. 

La profesora alzó la vista. 

—¿Tú?

Me encogí de hombros, como diciendo que sí, pero ella negó con la cabeza. 

—No, Matías, no sería apropiado. 

—¿Por qué no? No será más que un masaje. 

Lo dudó. Pero finalmente, me dejó. Yo me acerqué a su espalda, que tenía cubierta con una blusa blanca. 

—Tendrá que quitarse esto, profesora. 

—¿Sí? ¿Realmente es necesario?

—Así es. 

 Comenzó a desabrochársela, hasta quitársela por completo. Unos sostenes de satén sostenían sus pechos gordos y turgentes, que se bamboleaban un tanto en una copa que no los contenía tan bien. 

Sentí algo moverse en mi entrepierna. Lo ignoré, y me dirigí a su espalda. Pulsé con los dedos los nudos que tenía, y comencé a masajear primero lentamente, y luego cada vez más rápido. La profesora comenzó a gemir. Sentí mi pene erguirse, y apretar contra el pantalón. De nuevo, no le hice caso, pero pronto empezó a ser demasiado. Necesitaba hacer algo, mi excitación era mucha. 

 Mientras masajeaba el cuello, con ella de ojos cerrados y totalmente entregada al masaje, empecé a acariciar su clavícula y así bajar hasta los senos. Ella no hizo como si lo notara. Los toqué, mientras me contenía de no eyacular. Pasé mis dedos por los pezones, y los apreté. 

—M...Matías — dijo con una voz gutural. 

—¿Sí?— susurré. 

—Haz lo que quieras. 

Asentí. Me puse frente a ella, mientras me miraba con lujuria. Su vista bajó a mi pantalón, y yo me lo desabroché, sacando el pene erectísimo que tenía. Llevé mis manos al pene, y comencé a masturbarme lentamente, frente a ella. A llevar la piel del prepucio hacia atrás y adelante, mientras me acercaba más y más. Finalmente, cuando mi pene estuvo a al altura de sus pechos, lo introduje entre ambos. Los sentí apretar mi miembro, calentarlo. La miré a los ojos. 

Eyaculé.