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LA HERENCIA (Capítulo 4)

en Sexo con maduras

-Buenos días, ¿Un cortadito, como de costumbre?; me preguntó Antonio nada más verme entrar por la puerta.

-Buenos días. Sí, por favor. Respondí mientras tomaba asiento en uno de los taburetes.

Siendo Domingo no se veían por allí las caras habituales de por la semana. Tan solo Alfredo, que se afanaba en sacarle premio a la máquina tragaperras; un par de hombres que no conocí entonando la mañana copa de coñac en mano, y en una esquina, algo apartada, Ella, así, sin nombre, porque todavía no habia conseguido averiguar como se llamaba, dando cuenta de un desayuno completo: zumo, tostadas y café doble.

Me puse a ojear el periódico, pero no podía dejar de pensar si hoy coincidiríamos en la cala. Me di cuenta de que sí, que me apetecía verla allí de nuevo. No sabría decir exactamente el porqué, si por poder refrescar así la imagen de su cuerpo en mi retina, o porque simplemente comenzaba a resultarme agradable su presencia. Sabía que ella me había visto. Ella sabía que yo la había visto a ella. Seguí leyendo el periódico.

Al rato entraron por la puerta un par de hombres que nunca habia visto. Por el trato cordial con Antonio y los otros parroquianos intuí que eran habituales, pero lo cierto es que no parecían vecinos de la propia aldea. Nada más ponerse a hablar entre ellos, entendí que eran hijos de un par de lugareños. Que ahora vivían algo alejados de la aldea, pero supuse que siendo Domingo, habrian venido a pasar el día con sus padres o similar.

Sin intentar disimularlo demasiado, comprobé como uno de ellos, el más echado para adelante, hacía gestos a Antonio como preguntándole que quien era yo, o que hacia por allí. Algo le debió contestar porque inmediatamente se acercó a mi.

-Vaya, así que tú eres el hijo de Ángeles; me espetó sin más ni más al tiempo que me extendía su mano.

-Pues sí, ¿y Vd. es...?; contesté un tanto friamente mientras por educación no pude evitar estrechar su mano.

-Soy Julián; se presentó, esforzándose por hablarme en castellano viendo yo claramente que no era costumbre en él.

-Roberto; encantado. Sentencié como esperando que me aclarase un poco más.

-Vaya hombre... no sabes cuanto lamento tu pérdida; comenzaba a hacerme gracia ese castellano con tanto deje norteño, acentuado aún si cabe porque pecaba de esa incomprensible manía de hablar muy alto, como si yo estuviese sordo, igual que cuando a un turista inglés se le pretende decir algo en un idioma distinto del suyo, sin darse cuenta de que el problema no es que no te oiga, sino que no te entiende.

-Gracias. Respondí un tanto abrumado.

Sin terminar de soltarme la mano, comenzó a contarme que ella y mi madre habían sido amigos de jovenes. Medio en broma, que incluso él había intentado pretenderla, pero que ella solo tenía ojos para Andrés, mi padre, y casi sin darme cuenta lo tenía ahí ya pegado, sin saber muy bien como desprenderme de él, recreándome multidud de anécdotas de cuando ambos eran jovenes. Me percaté de que la enigmática mujer nos observaba. Era obvio que nuestra conversación habia captado su atención.

Yo intentaba cortar el rollo con aquel hombre, no por descortesía pero estaba sacando a la luz demasiada información personal, que justo en aquel sitio, en aquel lugar, no me apetecía compartir con nadie.

Comenzó a preguntarme por mi vida en Madrid, que si estaba casado, ya os imagináis.. todas esas cosas que a mi en absoluto me apetecía relevar. Me preguntó de una manera un tanto descarada sobre mis intenciones de futuro sobre la casa de mis abuelos, sobre que pensaba hacer con ella, sobre si era cierto eso que se había oido por el pueblo de que tiempo atrás habíamos estado en pleitos porque la querían derruir al amparo de la Ley de Costas que se habia aprobado por aquella época, etc...

De una manera lo más sintetizada posible, procurando poner fin a aquel incómodo interrogatorio, procurando no parecer un maleducado ante aquella gente que en el fondo les reconozco no lo hacian por maldad, le expliqué que sí, que era cierto lo del pleito, pero que finalmente mi madre había ganado el juicio y se había sentenciado que dado que la casa habia sido construida hacia tanto tiempo, de aquella que no había permisos urbanísticos ni nada que se le pareciese, no era aplicable el criterio que esgrimía la administración y que con la sentencia en la mano, la casa quedó perfectamente legalizada. Cierto es que a día de hoy seria impensable pensar poder construir así tan cerca de la costa, en lo que hoy era terreno rústico de especial protección ambiental, pero afortunadamente la ley había estado de nuestro lado, y podríamos conservar, de manera perfectamente legal, aquella privilegiada propiedad. Pensando que tal vez estuviese interesado en ella, ya le adelanté que nunca darían permiso para ampliarla, pero sí para todas aquellas actuaciones de conservación y mantenimiento.

-¿Y luego tienes interés por venderla?. Comencé a ver que tal vez aquello fuese oportunidad.

-Pues lo cierto es que no lo sé. Estoy pensándomelo, nada más. No quise entrar en más detalles.

-Bueno, pues si en algún momento te decides, no dudes en hablar conmigo. Soy el hijo de Herminia, los de esa casa amarilla que se ve antes del cruce de la general. Cualquiera de por aquí, Antonio mismamente, te sabrá dar más señas.

-No lo dude; si en algún momento me decidó así lo haré. Me despidé cortesmente agradeciéndome el convite al café.

Saliendo por la puerta, me percaté de que Ella -ya comenzaba a ser costumbre llamarla así- no nos habia quitado ojo.

Dejé algo adelantada la preparación del almuerzo, y como todavía hacia algo de fresco para salir a nadar, preferi salir a pasear por aquellos senderos. Toda la zona estaba atravesada por enreveradas veredas que conectaban distintas puntas de aquella accidentada orografía. Una ruta peatonal, por entre unos molinos de piedra, conducía a distintos miradores, y apartándose un poco más, se llegaba a la ensenada donde mi madre había querido descansar eternamente. Los primeros días evité volver allí, pero al final había conseguido poder sentarme en aquellas mismas rocas, y que el recuerdo de sus cenizas escapando océano adentro no me doliesen de una manera tan desgarradora, sino que en cierto modo, aquel recuerdo me reconfortase. Como si estando allí, no estuviese solo.

Caminé un buen trecho, deambulando por todos aquellos recovecos. El sol comenzaba a calentar así que me saqué la sudadera, me la até a la cintura, e imprimiendo a mi andaina un ritmo más bien acelerado inicié el camino de regreso.

Al poco rato, una voz detrás mía reclamó mi atención.

-¡Hola!.. ¿Me disculpas un momento?; me giré. Era ella, mi enigmática "vecina" que venía tambien paseando por una vereda perpendicular a la mía, y poco antes de la intersección, al percatarse de mi presencia, se había apresurado para darme alcance.

-Hola; simplemente contesté paralizado por la sorpresa.

-Disculpa que te aborde así, pero...; no sabía muy bien por donde empezar.

Supongo que te das cuenta de quien soy. Aparentaba un cierto nerviosismo.

-Sí,claro. Coincidimos en la playa. Fue lo primero que asocié a su recuerdo. Pude decirle cualquier otra cosa, que sabía que estaba hospedada en la de Antonio, o que la había visto por la aldea, pero no.. justamente fui a mentar el momento presumiblemente más embarazoso. Yo también me reconocí un tanto nervioso.

-Sí,exacto; me sonrió. Sonrisa que yo interpreté como algo parecido a "...es que pensé que tal vez al verme tan vestida no me reconocieses...", aunque desde luego no lo era. Continuó:

-Por cierto, disculpa mis malos modales, no me he presentado. Me llamo Carmen. ¡Vaya, Carmen; pensé para mis adentros, nunca lo hubiese imaginado!.

-Roberto, es un placer. Sentencié extendiéndole mi mano. Mano que estrechó así timidamente, como hacen mayormemente las mujeres, y provocándose una de esas incómodas situaciones en las que uno no sabe muy bien sin añadir un par de besos a la presentación, o si por el contrario no resulta oportuno. Se ve que ella dudó, se ve que yo dudé, y de un modo un tanto timorato, nos acercamos el uno a la mejilla del otro, pareciendo incluso aparecer por allí una ligera ola de rubor, acrecentada tal vez al percatarse de fruto de la caminata, estaba -al igual que yo- algo sudorosa.

Verás, es que no he podido evitar oir tu conversación esta mañana con aquel señor, en la de Antonio -yo asentí intrigado, como pidiendo que continuae hablando- y entonces comprendí que tu eras el propietario de aquella casita en lo alto del acantilado, junto a la playa.

-Sí bueno... llamarle playa a aquello tal vez sea mucho llamar, y llamarle "casa", pues bueno.. tal vez también; bromeé intentando romper el hielo.

-Sí tienes razón, pero en fin... por entendernos más bien. Y continuó hablando.

Me contó que siempre se había sentido fascinada por aquella casa, y que al conocer por fin a su propietario, y al habernos oido hablar de la posibilidad de que tal vez la vendiese, no pudo evitar presentárseme. Yo le repetí más o menos lo mismo que había dicho antes al hombre de bar, que todavia no estaba del todo convencido, que no tenía claro cual podría ser su precio de venta, y aunque lo cierto que ella tampoco es que estuviese manifestándome claramente su interés por comprarla, simplemente comenzamos a charlar.

Casi sin darnos cuenta, retomamos el paso, y casi involuntariamente, estábamos paseando juntos charlando cada vez más distendidamente. En aquella hora que más o menos tardamos en llegar a la aldea, tuve oportunidad de conocer muchísimas cosas sobre ella, y en cierto modo, ella también de mi.

Descubrí algo que me dejó totalmente descolocado. Me dijo que era castellana, concretamente de Astorga y que ¡desde hacía algunos años!, frecuentaba de cuando en cuando aquella aldea. Por su forma de hablar intuí que había ciertos detalles que prefería no revelarme, pero la cuestión era que conocía aquel enclave mucho antes que yo. Que en cierto modo, el intruso era yo. Que en cierto modo, aquella "era su cala" y que había sido yo el que había venido a invadir su espacio. En aquel entonces no le dije nada, pero comprendí un poco mejor su desairada reacción de aquel primer día.

Una hora da para mucha charla. En absoluto era una mujer reservada o esquiva tal y como a primera impresión me había parecido. Era muy sociable, de conversación amena y fluida, inteligente, realmente encantadora en el trato. Sí notaba que había "algo" en ella que prefería no exteriorizar. Sus palabras eran cuidadosas, en ocasiones revelaban cierta información genérica, pero evitando profundizar en detalles más personales. Por ejemplo, me reconoció que aquellos acantilados, que aquella insignificante aldea tenían para ella -y cito textualmente- un enorme valor sentimental. No me quiso explicar más. Yo tampoco quise preguntar más.

Viajaba hasta allí 2 o 3 veces al año -tampoco me quiso concretar más- y paraba siempre en la de Antonio. En ningún momento desveló detalles excesivamente personales, no llegué a saber si tenía marido, hijos, a que se dedicaba, el porqué de aquellos frecuentes viajes. Por momentos, su tono se volvía más bucólico, como si a medida que me hablaba recordase cosas que preferia guardarse para sí.

Yo también le hablé de mi, cuidándome tambien de dar más información de la estricamente necesaria. Porque ya sabía que me había oido hablar de ello, le reconocí que efectivamente acababa de heredar la casa tras el reciente fallecimiento de mi madre. -Lo siento-; me interrumpieron sus palabras. -Gracias-; proseguí. Le aclaré que había llegado allí para interesarme por el estado de la propiedad, y poco más. No era oportuno explayarme en aquello que empezaba a ser un viaje de autodescubrimiento, ni en la desazón que por algún extraño motivo me impedía volver a Madrid y me mantenía atado a aquella aldea, cada día un poco más.

Le hice saber que no tenía una fecha de partida concreta, que probablemente me quedaría algunas semanas más, o que tal vez volviese un poco más entrado el verano. Y así, poco a poco, de una manera imprevista, congeniando, cayéndonos bien, llegamos de nuevo a la aldea, a la puerta del Hostal.

-Bueno; te agradezco la compañía durante el paseo. Supongo que volveremos a vernos. Yo también voy a seguir por aquí al menos un par de días más.

-¡Por favor!. ¡No hay nada que agradecer!. ¡En tal caso las gracias debería dártelas yo a ti, Carmen!; enfatizé su nombre para hacerla saber que me había quedado con él, no como esas veces en las que ni prestas atención cuando te presentan a alguien que no te interesa demasiado conocer,y te marchas tal y como llegaste. ¡Ha sido un placer!.

-¡Igualmente!; y ahora ya sí de una manera mucho más resolutiva, a iniciativa suya, nos despedimos con otro par de besos. ¡Hasta luego!; fueron sus últimas palabras, como si diese por hecho que más tarde, tal vez en la playa, volveríamos a coincidir.

 

Almorzé en la terracita trasera accesible desde el salón. Sin duda aquel era el lugar más privilegiado de la comarca. Divisando el océnano, disfrutando de aquel primaveral día, vigilando la pequeña cala por si acaso aparecía Carmen. Ahora ya era capaz de ponerle nombre.

Mientras esperaba que el café se temperase, volví a fantasear con ella. Comencé a imaginar que la veía llegar desde la distancia, dispuesta a disfrutar de su rutina playera. Desvistiéndose ante mi, sin complejos ni prejuicios, mostrándome su exhuberante cuerpo, tan natural, tan alejado de estereotipos, tan distinto a lo que siempre me habría resultado atractivo.

Mi corazón comenzaba a palpitar preso de la excitación. Deslice mi mano por dentro del elástico del ligero pantalón corto que vestía, una desgastada y holgada bermuda de algodón que solía ponerme para andar por casa. Mi polla comenzaba a mostrarse inquieta.

Me la saqué por la pernera, por la misma abertura de la pierna derecha, arremangando la tela hasta bien arriba del muslo, hasta la ingle. Era una manera un tanto peculiar de dejarme el miembro desnudo, pero últimamente me estaba aficionando a variar mis comportamientos onanísticos.

Tal vez fruto de esas -en mayor o menor medida según el día, tampoco había una pauta definida- dificultades eréctiles, había comenzado a encontrar el placer de modos bastante alternativos. En lugar de las pajas rápidas, directas, centradas en alcanzar el orgasmo a las que estaba acostumbrado, últimamente empezaba a masturbarme de maneras, digamos, más sensitivas. No sabría muy bien como definirlo.

Mientras comprobaba que el café seguía algo caliente para mi gusto, me recreaba cubriendo y descubriendo mi capullo con el prepucio. Dejando que las gotillas de liquido preseminal me lubricasen concienzudamente. Cuando la erección comenzaba a ser prominente, nunca tanto como yo hubiese querido -cierto era- pero suficiente para continuar hasta correrme, paraba. Volvía a saborear el café, desconectaba, e intentaba relajarme, notando como la erección perdía fuerza, dejando la verga así al aire, sintiendo en ella la brisa del mar.

Saqué un cubito de hielo del vaso del que habia bebido, y comenzé a juguetear con él. Atrapando en mi mano el hielo y retomando la paja, sintiendo como el agua derretida se deslizaba entre mis dedos, mojándome la pierna, impregnándome de placer.

Permanecí un buen rato allí sentado, alargando la sobremesa, dedicándome toda suerte de caricias, arrimándome peligrosamente al momento de la eyaculación, para de repente parar al borde del precipicio y retroceder el camino andado. Tentado estuve a ponerle fin y dejar que mi polla explotase, cuando -ahora sí, y no era mi imaginación- a lo lejos, observé que Carmen se dirigía vereda abajo hacia la playa.

Me recreeé en ella. Parando totalmente con mis caricias puen sabía que no de hacerlo no aguantaría mucho más. Intentando distinguir, desde lo lejos, si efectivamente la realidad era tal y como ya la imaginaba. Lamenté que todavía no me hubiesen llegado los prismáticos recién comprados en Amazon.

Ahí estaba, como era costumbre en ella, con su silla de playa y su bolsa de rafia. Extendiendo sus cosas sobre la arena, en una posición intermedia entre las dos esquinas que en días pasados habíamos estado compartiendo. Como queriendo estar cerca de cualquier de ellas, por si acaso yo aparecía por allí.

De pie delante de su silla, distinguí como se desprendía de la ropa. Un short, negro o azul marino, no podía distinguirlo con precisión, y una camiseta roja que guardó dentro de la bolsa. No traía puesto el top del biquini. Tan solo el tanga de licra azul turquesa que ya le conocía. Intenté interpretar el significado que podía dársele a su comportamiento. Seguramente todo fuese fruto de mi imaginación, pero quise pensar que ella suponía más que probable que coincidiésemos allí. Aún así, ya ni tan siquiera se habría preocupado de bajar con un biquini más decoroso. Cierto era que resultaría absurdo. ¿Porqué habría de cambiar nada?... ¿Qué diferencia debería haber entre ser dos absolutos desconocidos a dos personas que simplemente habían conversado un rato?. Pensé que si ya ni tan siquiera se había puesto nada debajo de la camiseta, no era por nada en particular, sino simplemente por comodidad. ¿Porqué habriá de hacerlo, si tenía intención de tomar el sol en topless despues?.

Y en ese instante, tal vez por azar o tal vez porque esa fue su intención, se percató de que yo estaba allí arriba, en mi terraza. Sabiendo que al estar yo sentado, detrás de la mesa, resultaría imposible que adivinase que estaba haciendo no me sobresalté. Parece que tardó un par de segundos en cofirmar si efectivamente era yo o no lo era, pero pensaría... ¿Quién si no?, y con un amplio movimiento de brazo me saludó. De un lado al otro, 2 o 3 veces.

Me levanté, cayéndose en ese momento la pernera de la bermuda recogida en el muslo, cubriendo nuevamente mi desnudez, quedando mi semi-erección protegida bajo la fina tela. Avancé un par de pasos para que me viese mejor, y le devolví el saludo alzando mi brazo. Supuse que me habría sonreído, yo asi lo hice, y sin más, ví como se sentaba en su silla a disfrutar de aquellos rayos de sol.

Que iba a bajar a su encuentro era más que obvio. Pensé que sería conveniente descargarme antes de ello, para aliviar la tensión que había estado acumulando, pero preferí no hacerlo. Me excitaba la idea de estar a su lado en aquel estado. Con las feromonas a tope. Con la líbido supurándome por cada poro de la piel. Trabajándome aquel orgasmo a fuego lento, confiado en que aquella espera bien valdría la pena.

Tentado estuve a bajar ya, sin ni tan siquiera recoger la mesa, pero no quería parecer impaciente. No quería transmitir la imagen de que había bajado porque con su saludo fuese como si ella me lo hubiese pedido. No quería que se sintiese en ese compromiso. Tras poco más de un cuarto de hora, que me pareció eterno, salí a su encuentro. Volví a plantearme si ahora, resultaria inapropiado no llevar el bañador, temiendo que ella se sintiese más violenta, temiendo que fuese peor ponérmelo que no hacerlo. Al final pensé que no sería yo el que juzgase nada. Ambos teníamos plena libertad para sentirnos cómodos o no, y que cada uno actuase según mejor le pareciese.

Al llegar a su lado me tranquilizó comprobar como ella tampoco se habia cubierto. Tal vez porqué no tuviese con qué, o tal vez porque ni tan siquiera se lo hubiese planteado por ridículo.

-Muy buenas de nuevo; saludé dando por hecho que esperaba ser saludada.

-Hola Roberto; respondió como queriéndome hacer saber que ella también se había quedado con mi nombre.

Al haberse situado ella, como quien dice, en mitad del minúsculo arenal, me colocase donde me colocase, quedaría razonablemente cerca de ella. Como si a propósito ella lo hubiese provocado, dando por hecho que ahora ya no debíamos comportarnos como dos extraños. Extendí mi toalla a su lado derecho, a un par de pasos de su posición, y mientras ella comenzaba a conversar, yo comencé a desvestirme, allí de pie, temiendo tal vez su reacción.

No tardé ni 10 segundos. Primero me despojé de la camiseta, y antes de que ella terminase su frase, ya me habia sacado el pantalón. Podría haberme sentado en la toalla primeramente, como si así el streaptase fuese más comedido, pero seguramente hubiese resultado una impostura total. Al menos a mi me hubiese parecido un parecer de lo más afeminado.

Me tranquilizó su aparente falta de sobresalto al quedar allí de pie, con la polla medio morcillona, a escasa distancia de ella. Seguía hablándome como si nada. Me hubiese parecido comprensible algo así como un cómico chascarrillo a fin de romper el hielo ante aquello que otros considerarían una incómoda situación, pero no, en absoluto, su actitud reflejaba una total ausencia de prejuicios. Cierto era que ya estaría cansada de verme desnudo, pero aún así, me sentí extremamdamente cómodo. Sentí que ella también lo estaba.

En absoluto me apresuré a tumbarme sobre la toalla, como intentando minimizar la contundencia de mi pose. Me giré hacia el mar, avanzando un par de pasos, dándole la espalda y allí de pie, sintiéndome en paz conmigo mismo, tal y como hacía mucho tiempo no me sentía, alcé los brazos y me desperecé, como un deportista estira la espalda antes de competir, y liberado, volví a la toalla para compartir la tarde con mi nueva amiga.

Pasamos una tarde fabulosa, en la misma línea de sintonía que habíamos encontrado aquella mañana. Recién conocidos, pero como si ya fuesemos amigos desde hacía años. Charlamos de muchísimas cosas, alguna que otra de lo más supérflua pero por momentos ahondando en aspectos que solo compartes con aquellos que encuentras una gran sintonía. Respetándonos mutúamente lo suficiente como para no preguntar sobre cuestiones que claramente el otro no había querido sacar a la luz. Deduje por ejemplo que era madre, pero no sabía cuantos hijos tenía, sus nombres, o si eran chicos o chicas. Supe que era funcionaria en excedencia, pero no exactamente a que se dedicaba. Más o menos a ella le pasaba lo mismo conmigo. Supe -bueno, ya lo sabía desde aquella misma mañana, pero nuevamente me lo volvió a comentar- que vivia en Astorga y que de cuando en cuando se dejaba caer por aquella aldea, pero nuevamente se cuidó de explicarme mucho más. Tal vez si le hubiese preguntado abiertamente no hubiese tenido reparos en responderme, pero no me pareció apropiado ni relevante.

Yo por mi parte le profundizé un poco en el motivo que me habia llevado allí; le reconocí que estaba en una etapa de mi vida un tanto confusa, así en términos generales, sin entrar en muchos detalles, y que tal vez por eso todavia no tenía muy claro si terminaría o no vendiendo la casa. Noté que me comprendía perfectamente. Como si ella también llevase a cuestas su propio nubarrón. Como si dos perros abandonados se encuentran en mitad de ninguna parte y deciden hacerse compañía un rato, a fin de soportar mejor la continuidad del camino.

Entre momentos más espontáneos, y algunos otros más introspectivos, charlamos largo y tendido sobre muchos y muy diversos temas. Llegamos incluso a meternos juntos en el mar, no vayáis a pensar en la típica escena de dos recién enamorados jugueteando a salpicarse entre las olas, ¡en absoluto!. Nada en ella transmitía el más mínimo doble sentido ni el más mínimo coqueteo. De eso estaba totalmente seguro. Reconociéndome no ser demasiado buena nadadora, rechazó mi invitación a pegarnos una larga travesía hasta la playa vecina. Dado que su compañía era de lo más grata, yo tampoco me animé. Tiempo tendría de salir a nadar.

Al salir del agua, coincidimos en que aquel habría sido el último chapuzón del día. Ya la tarde estaba más avanzada y pronto refrescaría obligándonos a recoger. Quedaba un pequeño rato más de sol, el necesario para terminar de secarnos, y dedicarnos un poco más a aquella agradable conversación.

Allí de pie, uno al lado del otro, nos secábamos con nuestras respectivas toallas. Yo tan solo me sequé el exceso de agua, quedando rápidamente reclinado en mi toalla y dejando que al aire hiciese el resto, pero ella parecía mucho más cuidadosa, como si no quisiese dejar en sí el más mínimo resto de humedad. Se secaba concienzudamente la espalda, el cuello, las orejas. Dedicó un buen rato a secarse complementamente el torso, cuidando de pasar bien la toalla por debajo de aquellos voluptuosos pechos, y recorriendo la delicada piel que quedaba plegada en aquellos incipientes michelines. Me agradó ver como se comportaba con total naturalidad.

Tras secarse las piernas, de manera totalmente inesperada para mi, no dudó en despojarse de la única prenda que hasta aquel entonces siempre había conservado. Sin el más mínimo reparo, se sacó el tanguita, permitiéndome ver el último reducto de su anatomía que me quedaba por descubrir. Mi corazón comenzó a palpitar, notando en mi una suerte de frío sudor. Noté en mi polla ese incipiente cosquilleo que premonizaba el despertar de la erección. Deseé ser capaz de controlarla, intenté pensar en cualquier otra cosa. Tentado estuve a con cualquier tipo de excusa ausentarme, volverme al agua, o fingiendo pretender darle algo más de intimidad, girarme hacia el otro lado dándole la espalda. Rápidamente pensé que resultaria entre absurdo y ofensivo incluso. Si ella se había sentido libre de desnudarse ante mi, habia aceptado mi desnudez sin reparo alguno, ¿porqué no iba yo a hacer lo mismo con ella?. Así que relativamente con cierta suerte, consegui mantener el tipo, y haciendo gala de un prodigioso autocontrol mental, pude evitar que mi rabo diese inequívocas muestras de excitación. Aún así, cierto es que aumentó sensiblemente su volumen, y estaba convencido de que Carmen se habia percatado de ello.

Estrujó la escueta prenda entre sus manos dejando caer al suelo el agua que retenía. Lo extendió sobre una roca para que se secase. Continuó secándose concienzudamente con la toalla, acariciándose el sexo con ella, deslizándosela después entre las nalgas. Entre movimiento y movimiento, paso adelante paso atrás, pude distinguir perfectamente la forma de su sexo. Tenia un pubis carnoso, rellenito, algo así como sutilmente protegido por la relativa fladicez de su vientre. Recuerdo que la primera vez que imaginé como luciría su sexo, pensé en que una mujer de su edad estaría lejos de la moda que todas las chicas de mi generación profesan, y conservaria su vello púbico. Recuerdo que inmediatamente después, pensé todo lo contrario, y dado lo habitual que en ella resultaba el uso de esos escuetos tangas, seguramente lo tendría perfectamente depilado. Recordé también que un día, cuando salía del agua, hasta me había percatado de la sutil línea que su vulva dibujaba sobre la licra mojada. Por fin salí de dudas. Me gustó comprobar como se situaba en un término medio. Lucía una vulva perfectamente rasurada, con unos labios prietos, mullidos, que cerraban tras de sí su íntima flor. Personalmente me gustaban más esas vaginas, que delimitan una rajita perfecta, una exquisita sonrisa vertical, en lugar de aquellas otras cuyos labios menores se abren paso hasta llegar a resultar visibles a primera vista. Justo coronando la cima, extendiéndose sobre el pubis, como si fuese una alfombra que invita a entrar a la cavidad -limpíese los zapatos, por favor- una sutil franja vertical de moreno vello. Un rectángulito, perfectamente delimitado, de pelillos cortos, perfectamente rebajados, que parecía señalar el camino hasta el preciado tesoro. Comprobé el acentuado contraste en el tono de su piel. Lucía un uniforme bronceado, roto tan solo por la pálida silueta que el tanga había dibujado en ella. Me resultaba tremendamente excitante esa sensual huella, recorriendo sus caderas, deslizándose sobre su pubis, perdiéndose entre sus nalgas.

Procuraba seguirle la conversación, sin tampoco preocuparme demasiado por si se percataba de que me había fijado en su último reducto de intimidad. No resultaba lógico continuar hablándole intentando al tiempo desviar la mirada. Se que ella tampoco lo esperaba. Se secó bien por entre las piernas, deseando yo ser toalla en aquel preciso instante. Primero por delante, deslizando cuidadosamente el tejido entre sus labios, y después por detrás, recorriendo eficazcmente la redondez de sus nalgas, sin dejar de incidir justo el la piel que pliega bajo los glúteos, y sin dejar de retirar cualquier mínima húmedad que pudiese quedar entre sus nalgas.

Dejó la toalla tirada en el suelo, se dispuso a ordenar el resto de pertenencias que por allí tenía desperdigadas, totalmente desnuda ante mi, permitiéndome deleitar la vista en su exhuberante anatomía. Por un momento, al darme la espalda y agacharse para buscar algo en su bolsa, no pudo evitar mostrar una vista perfecta de su carnoso e imberbe sexo que parecía pedirme a gritos ser comido. Entre aquellos muslos prietos, su fabulosa hendidura vertical, amenazando con abrirse si estiraba un poco más el paso, insinuando el camino hacía la entrada al placer. Deseé que se inclinase un poco más, forzando más la postura, provocando que sus nalgas se separasen un poco hasta permitirme distinguir, con total nitidez, su preciada puerta trasera. Deseé poder levantarme para acercarme a ella, tomándola por detrás, abriendo con mis manos su culo, hundir en su agujerito mi lengua, impregnarla con mis lametones hasta que ella, presa del deseo, me rogase que la follase duro.

Sacó de su bolsa un tanga seco, de algodón, gris, de los de vestir normalmente, no de los que se usan específicamente para el baño. Se lo vistió y tomando nuevamente acomodo en su silla, como si de algún modo quisiese justificarse, como queriendo sacarme de un desconcierto que no era tal, me dijo:

-No sabes tú lo que daría por poder andar así en pelota picada, como tú, que vas todo el día con la chorra al aire. Me hizo gracia el uso de esa palabra.

Y haciendo un gesto con la cabeza, como asintiendo, señalando mi polla, como diciéndome "mira, de eso te hablo" dirigió su mirada directamente hacia ella. Supuse que se habría percatado de lo húmedo que lucía mi capullo, totalmente ajeno al control con el que llevaba un buen rato pretendiendo mantener controlada la erección. No me importó. Sé que no le importaba. En cierto modo me gustó tomar esa plena consciencia, constatar el inequívoco reconocimiento, de que había mirado para ella.

-Nadie te lo impide; contesté atropelladamente, casi a punto de enredarme con mis propias palabras. ¿Sería posible que me estuviese poniendo nerviso?.

-No, si no lo digo por eso. Como si hubiese interpretado que con mi respuesta le estaba aclarando que en abosluto me hubiese molestado que se hubiese quedado así. Era obvio, pero igual ella no me había entendido del todo.

-Es que me supera el que se me metan arenillas en el chumino. Nuevamente me hizo gracia el término elegido para referirse a su vagina.

Tengo un coño un tanto delicado -ahora había usado otro sustantivo- y si permanezco mucho tiempo con el húmedo o lo dejo así, como quien dice desprotegido, después se me pone sensible, me pica o me duele. ¡Ya lo entenderías si fueses mujer, y de mi edad!.

-¿De tu edad, dices?.. Con lo bien que llevas tú tus... ¿35?, le solté en tono claramente jocoso esperando que ella terminase revelándome su verdadera edad.

-¡Qué tonto eres!; continuó la broma sin contestarme del modo que yo hubiese querido.

De un modo totalmente natural, como si fuese algo de lo más trivial que se comenta de buenas a primeras con cualquiera, me insistió en que efectivamente -intuí yo, aún sin citarlo textualmente, que con la llegada de la menopausia. ¿Pero cual era su verdadera edad?- llevaba algún tiempo experiementando esas ligeras molestias. Como queriendo dejarme claro que si se había abstenido de mostrarse totalmente desnuda, no era por pudor o por incomodidad a mi lado. Muy frugalmente me reconoció que llevaba algún tiempo pasando por una situación personal un tanto dificil, y que probablemente, su cuerpo se había revelando sintomatizando alguna que otra alteración.

-¡Que me vas a contar!; respondí yo arrepintiéndome de haber dicho esas palabras nada más terminar de pronunciarlas.

Temí que me terminase preguntando abiertamente por el significado de aquella mi respuesta. No lo hizo. Sin entrar tampco en muchos detalles, lo cierto es que por un momentó la noté con la guardia algo más baja, como asustándose a si misma de estar abriéndo ante mi una puerta que llevaba mucho tiempo cerrada. Como si el recuerdo que en aquel preciso instante afloraba en ella comenzase a quemarle por dentro.

Siguió manteniendo una mínima cautela en su discurso, y yo evitando preguntar sobre cosas que veía claramente ella no quería hablar. Como queriendo corresponder a su esfuerzo por sincerarse, yo también le insinué que tampoco estaba pasando por mi mejor momento. Ella también supo leer entre líneas y no quiso ir más allá de hasta donde yo le permitía ir.

Poco a poco, como intentando salir de aquella atmósfera de introspeccion en la que parecía que habiámos ido entrando, no sé si más bien por ella o por mi, fuimos girando la conversación hacia otros derroteros más superficiales, hasta terminar volviendo a hablar sobre la casa que a ella tanto le fascinaba, y que yo tal vez tuviese interés en vender. Me preguntó por su historia, por su distribución, si tenía o no mucho terreno, por el estado general del interior, etc...

-¿Y porqué no te pasas y la ves personalmente?; le ofrecí con total sinceridad.

-¿No te importaría?; dudó por instante. Como dándome a entener que su interés era más bien una fantasía, alejada en cierto modo de la posibilidad real de querer comprarla. Como intentando que no me hiciese demasiadas ilusiones.

-¡En absluto!; será un placer.

-¿Y cuando te va bien?.

-Pues hoy mismo, ahora, ¿para que esperar?.

-¡Oye!, ¡pues no te voy a decir que no, ¿eh?!. Recogemos, me subo al hostal a pegarme una ducha y en un rato me tienes allí. ¿Te parece?.

-Perfecto. No tardes mucho, que si oscurece no podrás ver bien el estado real, el cobertizo o el jardin.