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La Feria I

en Control Mental

La Feria I

Durante su juventud, Carlos y su hermana Cristina pasaban todos los veranos en la costa coincidiendo con las fiestas del pueblo en el que veraneaban. No era un pueblo muy grande, pero, durante la verbena, la población se multiplicaba y el pueblo entero era un desmadre.

Ambos hermanos se pasaban las vacaciones básicamente emborrachándose con los amigos y pasando las resacas en sus preciosas playas. Aunque siempre sacaban tiempo para estar con la familia, ir a la playa y de excursión. Y algo que hacían todos los años es ir a pasear por la feria del pueblo, dónde siempre había paraditas, atracciones e incluso algún espectáculo.

A veces iban con amigos, a veces solos, pero era algo que siempre hacían juntos, como hermanos. Fue durante uno de esos veranos cuando, paseando por la feria, dieron con la caseta del hipnotizador. A Cristina no le hacía gracia, dijo que le parecía una estupidez. Pero, por aquel entonces, Carlos estaba fascinado por la magia y terminó por convencer a su hermana para entrar a ver el espectáculo.

Se trataba de una carpa más bien cutre, con una tarima de madera y unas cuantas sillas esparcidas enfrente. No habría más de treinta personas viendo el espectáculo que se limitaba a un supuesto hipnotizador, con un atuendo extraño, que agitaba un péndulo mientras recitaba la clásica retaíla; “los ojos te pesan… etc”. Todo aderezado con un llamativo juego de luces.

Carlos enseguida pensó que se trataba de un tópico y empezó a aburrirse. Al menos hasta que percibió que su hermana empezaba a comportarse de forma extraña. Al principio creyó que Cristina simplemente estaba muy concentrada en el espectáculo, pero le habló y no contestaba.

Miró a su alrededor y enseguida descubrió que había otras personas mirando absortas al hipnotizador, con la misma mirada que su hermana. Eso hizo que empezara a tomarse aquel espectáculo en serio. Aunque a él no le causaba el mismo efecto que a su hermana.

El punto álgido empezó cuando el hipnotizador pidió que se acercaran los “voluntarios” y cuatro personas se pusieron en pie, caminado como zombis hasta el escenario y se colocaron en fila, mirando al público, de espaldas al hipnotizador. Cristina estaba entre ellas. Había otro chico de su edad, una chica más joven y un señor de unos cincuenta años.

No se puede decir que fuera un gran espectáculo. El mago se limitó a hacer preguntas `personales, aunque no demasiado embarazosas. Y, después, les fue despertando para jugar con sus sensaciones. Primero les hizo pasar mucho frío, después calor. Les hizo creer estar borrachos o en situaciones de peligro. Después de cada demostración, les volvía a dormir usando como gatillo la palabra “Asmodea”.

Al final del espectáculo, el mago les preguntó con quién habían venido y les pidió que nos convencieran para subir al escenario. Cristina se limitó a ir dónde el estaba y llevarle a rastras sujetándole del brazo, lo mismo que habría hecho estando despierta. Otros fueron más amables.

De un modo u otro, todos fueron subiendo al escenario. La chica más joven había venido con su padre, el chico con su novia y el hombre mayor con su mujer. Uno por uno, el hipnotizador, les fue poniendo en situaciones algo embarazosas y bastante surrealistas. Fue la mejor parte del espectáculo, aunque también pasaron bastante vergüenza.

A la chica más joven, que se llamaba Jenifer, la indujeron a comportarse con su padre como cuando era una niña pequeña. Fue un momento entrañable y bastante divertido.

Peor lo pasó el chico, a quién le hicieron pensar que era una stripper quién tenía sentada en su regazo, mientras su novia le miraba entre el público. Era divertido ver los apuros del muchacho. Aunque, por suerte, el mago detuvo el experimento a tiempo antes de que hiciera nada que le pudiera dejar en evidencia. Pues era su novia quién se sentaba sobre él.

Por último, le tocó al señor (llamémosle Antonio). A él le hicieron ver una enorme y horrible verruga en la cara de su mujer. Fue conmovedor ver su esfuerzo por fingir que nada pasaba a pesar del horror que le producía aquella visión. Fue un enorme alivió para él despertar y descubrir que nada le sucedía al rostro de su amada.

Cuando les tocó a Carlos y a Cristina, fue lo más embarazoso de la noche. Pues le hizo creer a Cristina que Carlos era su novio y llevaba días sin querer besarla. La conversación fue de lo más surrealista, con su hermana suplicando un beso y Carlos negándose y poniéndole las excusas más peregrinas. Hasta que su hermana trató de besarle de improviso y Carlos, literalmente, tuvo que esquivarla antes de que el mago volviera a dormirla.

Una vez hubo terminado con ellos, el mago les despidió a todos con un aplauso y un agradecimiento.  Entonces salieron de la carpa. Carlos estaba un poco mosqueado por la vergüenza que había pasado, así que no dijo nada por un largo tiempo. Su hermana parecía confundida y también se mantuvo en silencio. Siguieron caminando callados por el largo y solitario paseo que conducía a su casa. Rodeados por la noche y el bosque.

Cuando al fin se dispuso a comentar lo que había pasado, Carlos se sorprendió al comprobar que su hermana no recordaba nada de lo que había pasado durante el espectáculo. Trató de explicárselo, pero Cristina le trataba como si se lo estuviera inventando. Aunque no sabía explicar el por qué no recordaba nada. Lo achacaba todo al alcohol. Al final de la discusión Carlos le susurro a su hermana la palabra gatillo que había usado el mago durante la sesión.

-“Asmodea”.

Su intención era tratar de hacerla recordar lo que había pasado y no esperaba producir en ella ninguna reacción. Pero, para su sorpresa, al oír aquella palabra, Cristina volvió a entrar en trance adoptando una postura parecida a la que le había visto unos momentos atrás, con el cuerpo erguido, la mirada perdida en el infinito y los brazos rectos en paralelo al cuerpo.

Aquella no era la primera vez que Carlos veía a su hermana con deseo. Era un secreto que nunca le había contado a nadie, pero, desde su más tierna adolescencia, había deseado a su hermana mayor. A sus diecinueve años, Cristina tenía todo lo que un chico podría desear. Era guapa, lista y muy simpática. Con los ojos grandes y azules, cara de niña y un cuerpo perfecto. No era muy alta, pero estaba delgada y bien proporcionada. Sus pechos no eran muy grandes, pero se marcaban firmes y redondos bajo la camiseta, enfundados aún en el bikini. Aunque lo que a Carlos más le gustaba era el culito en forma de manzana que lucía en su apretado pantalón.

Carlos estuvo unos segundos contemplando a su hermana con ojos de deseo. Varias ideas cruzaron por su mente. Entre ellas, aprovechar para manosearla o volver a hacerla creer que era su novio, como había sucedido en el espectáculo. Pero enseguida descartó esa idea. Quería demasiado a su hermana como para abusar de ella. En lugar de eso, la despertó y siguió andando el resto del camino sin decir ni una palabra, como si nada hubiera pasado.

Las cosas siguieron como hasta entonces habían transcurrido. A Carlos le gustaba ir a la playa con las amigas de su hermana. Sobre todo, porque algunas de ellas hacían toples. Al principio aquello había sido un problema, hasta que Carlos descubrió que podía disimular sus erecciones colocándose un slip debajo del traje de baño. Con lo que, a partir de entonces, pudo disfrutar disimuladamente de la visión de aquellas bellezas semidesnudas sin miedo a que nadie notara su excitación.

Siempre sospechó que, cuando él no estaba, su hermana también hacia toples. Aunque entendía perfectamente que, estando el delante, se cortara de hacerlo. Aquello no le molestaba. El problema fue que a su hermana si parecía molestarle que sus amigas lo hicieran estando él y empezó a decirles que se cortaran. La situación llegó a un límite y una noche, en su casa, tuvieron una discusión.

-          ¡Eres un guarro! ¡Tú lo único que quieres es verles las tetas a mis amigas!

Cristina parecía un toro cuando se enfadaba, era muy directa y no se andaba con tonterías. Además, tenía razón y Carlos lo sabía. Ya no sabía que hacer ni decir cuando de repente, casi sin pensar, interrumpió el sermón de su hermana y pronunció la palabra gatillo.

-          ¡Asmodea!

Casi le supo mal al volver a ver a su hermana paralizada, a su entera voluntad. Pero tenía claro que no iba a hacerle nada malo, sólo quería resolver aquella situación. Empezó con algunas preguntas, tomándoselo casi como si fuera un experimento.

-          ¿Por qué no quieres que tus amigas hagan toples conmigo?

Cristina parecía seguir en trance mientras escuchaba las preguntas de su hermano. Su voz sonaba monótona y tranquila cuando contestó.

-          No me gusta como las miras. Además, me pongo celosa.

-          ¿Estás celosa de tu propio hermano? – Carlos no cabía en su asombro.

-          Sí, no se por qué. – Su hermana seguía respondiendo sin traslucir ninguna emoción.

-          ¿Te gustaría que fuera a ti a quién mirara? – El chico preguntó a pesar de no estar seguro de querer oír la respuesta.

-          No lo sé, tal vez. – Fue la primera vez que Carlos dudó de que su hermana estuviera realmente en trance. Tal vez estuviera fingiendo, así que decidió indagar.

-          ¿Y por qué nunca haces toples delante de mí? – Ahora sí quería oír la respuesta.

-          No lo sé, creo que me daría mucha vergüenza. – Tampoco entonces fue capaz de ver en ella ninguna emoción.

-          A partir de ahora harás toples siempre que estés conmigo y no te importará que tus amigas lo hagan también. Tampoco tendrás ningún problema con que las miré ni te dará vergüenza que te mire a ti. – Carlos pensó que sonaba como un auténtico experto mientras le daba instrucciones a su propia hermana. Aunque aun seguía sin estar convencido de si ella estaba fingiendo o había entrado en un trance real.

-          Sí, lo he entendido. Ya no me importa hacer toples. – Si Cristina estaba fingiendo, realmente lo hacía muy bien. Y, en caso de ser así, Carlos no estaba seguro de hasta dónde estaría dispuesta a llevar ese juego.

-          Ahora despertaras y no recordaras nuestra conversación, aunque sí seguirás las instrucciones que te he dado. – Carlos contó hasta tres, dispuesto a ver hacía dónde le conducía la situación. En cualquier caso, saldría ganando.

No pasaron muchos días antes de que Carlos volviera a coincidir con su hermana en la playa. No puede decirse que se la encontrara por casualidad, pero se lo hizo venir para que lo pareciera. Nadie sospechó.

Cuando llegó encontró a su hermana haciendo toples, como tantas otras veces, sólo que esta vez no se cubrió y pareció no sorprenderse al verle llegar. Sus amigas, siguiendo su ejemplo, también permanecieron con las tetas al aire. Así que Carlos estuvo deleitándose con sus curvas tratando de ser discreto al mirarlas, en especial con su hermana.

Así transcurrieron los días. Cristina se mostraba tan desinhibida cuando su hermano estaba con ellas que alguna de sus amigas llegó a preguntarle el por qué de su cambio de actitud. Ella se limitó a responder con normalidad, ignorando el auténtico motivo de aquellos cambios.

-          ¡Ya es mayorcito! No pasa nada. No creo que se asuste por ver un par de tetas. – Parecía segura en su respuesta y Carlos, al oírlo, empezó a convencerse de que su hermana no estaba fingiendo. Aunque decidió dejar las cosas como estaban.

El verano transcurrió sin más incidentes, aunque fue uno de los mejores veranos que Carlos podía recordar. Terminó siendo uno más del grupo su hermana, con lo que estaba siempre rodeado por aquellas ninfas. Ya no volvieron a mostrar pudor y hacían topless con tanta normalidad que Carlos llegó a memorizar la forma de los pechos de cada una de las amigas de su hermana. Y hasta tuvo sexo con una de ellas, Bea. Con quién, ese mismo verano, perdió su virginidad. Aunque, por algún motivo, no podía dejar de mirarle los pechos a Cristina.

No volvió a pensar en aquel asunto de la hipnosis hasta bien entrado el curso siguiente. Ya se acercaba el invierno y el metro de la ciudad estaba abarrotado. Hacía meses que habían terminado las vacaciones. Su hermana le acompañaba en autobús al instituto, como muchas mañanas, ya que estaba de camino a la universidad en la que había empezado a estudiar.

Con los empujones de la gente y el traqueteo del bus, los pechos de Cristina no paraban de rozarse con el brazo de su hermano. Carlos se estaba deleitando con el roce y se dio cuenta de que su hermana no llevaba sujetador. Podía sentir sus pechos moverse libremente debajo de toda aquella tela. Estaba alcanzando el nirvana cuando Cristina se apartó bruscamente interrumpiendo aquel roce inapropiado. Carlos trató desesperadamente de retomar el contacto, pero solo conseguía hacerla enojar.

Fue entonces cuando, preso de una pataleta infantil, recordó el incidente de ese mismo verano y se decidió a utilizarlo en su favor. Fue entonces cuando, cediendo a su propio egoísmo, con voz mezquina susurro a su hermana en el oído la palabra fatal.

-          Asmodea.

Era imposible que nadie a su alrededor supiera lo que estaba pasando, pero para Carlos fue evidente que sus palabras habían tenido el efecto deseado. Su hermana volvía a tener el cuerpo erguido y la mirada perdida, no era la primera vez.

-          A partir de ahora tendrás el impulso de rozarme con tus pechos siempre que estemos pegados. Para ti será un gesto cariñoso, nada más. Ahora despertaras y no recordaras lo que hemos hablado, pero cumplirás con mis instrucciones. – Carlos hablaba en susurros, pendiente de que nadie más que su hermana pudiera escuchar lo que estaba diciendo. Se sintió mal por lo que acababa de hacer, pero eso no le detuvo.

El resto de viaje lo pasó deleitándose con el suave tacto de los pechitos de su hermana rozando su brazo y su espalda. Llegó a percibir como sus pezones empezaban a reaccionar poniéndose duros, aunque, bajo tanta tela, no podía estar seguro. No cesaba de repetirse que aquello no tenía ninguna maldad, que era algo cariñoso, pero su pujante erección evidenciaba su propio autoengaño.

Cristina parecía no darle mucha importancia a lo que estaba pasando, aunque permanecía en silencio y evitaba el contacto visual. Y su cuerpo no paraba de encontrarse con el suyo, rozándose disimuladamente, pero sin ningún pudor.

Cuando llegaron a su estación, le dolía la entrepierna de tan dura como tenía la poya. Se despidió de su hermana con un beso en la mejilla, como tantas otras mañanas. Pero esta vez tuvo que hacerse una paja en los lavabos de su instituto antes de entrar a clase.