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Una pizca de sal (I)

en Grandes Series

El piso de mi abuela está en un quinto sin ascensor. Por lo que los días cálidos de Mayo, cuando ya están a punto de terminar las clases, llego jadeando y empapado de sudor a su puerta. Una visión en las antípodas de la que ofrece Marta, la vecina del sexto, cuando al cruzarnos en el descansillo solo lleva un piso cuesta abajo cargado en sus pies. Hoy no es distinto. De pie sobre el peldaño anterior al rellano, puedo estudiarla.

 

Subiendo lentamente la mirada, descubro unas piernas largas y trabajadas por el running. Y siempre me ha vuelto loco el lunar incrustado en la parte inferior de la rodilla, que parece estar esperando un beso tierno, cariñoso. Sigo examinándola desde mi posición, y siguiendo su vestido verde llego a la siguiente parada: el generoso escote. Marta tiene la mejor piel que he visto en mi vida, y con diferencia. Es de tez bronceada, uniforme, un poco gastada por el paso de los años, y manchada de pecas. Y en el escote se comienzan a observar las primeras arrugas, en parte provocadas por el peso de sus senos, voluminosos. Calculé: debe gastar una 100. Y todo en un instante. Doy el último paso y me subo al rellano donde se encuentra ella. Sonrío, hola, con la tranquilidad que me caracteriza. Poso mi mano sobre su hombro mientras agacho un poco la cabeza para besarnos dos veces, una en cada mejilla, a forma de saludo. Hola, ella siempre es más efusiva.

 

Me puedo maravillar con su cuerpo atlético, pero su rostro me enamora. Si la piel está manchada de pecas, la cara parece el cielo de verano. Y la larga maraña de cabellos rojizos, rizados, solo acentúa más el aspecto fogoso que provoca tantos y tantos suspiros en el barrio. Y los míos tienen una mención especial.

 

- ¿Ya estás libre por hoy? - se refiere a la universidad -. ¿O das clases esta tarde?

 

- No, hoy no.

 

- Ah, sí, que hoy es jueves – sabe mis horarios de memoria -. ¿Y qué haces esta tarde?

 

- Pues… Tengo que estudiar… Y… - titubeé, provocando una sonrisa en sus labios -. Tengo una cita. Con Laura.

 

- Al final te has decidido – puedo observar su cara de sorpresa -. No, si al final se nos ha espabilado, el niño – ríe, pero no puede evitar fruncir el ceño. No me lo puedo creer: Marta se ha puesto celosa -. Pues nada, guapo, yo bajo a comprar algunas cosas – y se aleja por las escaleras con su particular andar, moviendo el trasero de manera exagerada, de un lado a otro.

 

Me muerdo los labios observando ese culo que desafía las leyes de la gravedad. Busco a tientas las llaves en mi mochila, y ella me mira de reojo. El corazón me da un vuelco: ¡Me ha visto con toda mi cara de salido! Sonríe pícara y sigue bajando. Yo, más confuso que un pulpo en un garaje, entro en el apartamento, donde mi abuela me recibe con una sonrisa. Pero no puedo olvidar lo sucedido en el rellano.

 

 

 

La tarde sigue su curso monótona, sin menor sobresalto que el ruido de las máquinas, que trabajan fuera, reparando la calzada. Y el ocasional bullicio de los bares. Yo no me puedo concentrar en la faena, pienso en la cita con Laura hoy a las ocho, pero también en Marta, y la sonrisa pícara que me ha regalado hoy. Y la de ayer. Pequeñas piezas de un rompecabezas que no cobran sentido hasta que tienes muchas y encajan. Me levanto de mi escritorio y aunque aún es pronto, comienzo a arreglarme.

 

Me visto con mi camisa kaki de abercrombie, y unos tejanos azul marino. Estoy nervioso frente al espejo, peinando mi rebelde barba rubia. No tengo mucho más cabello con el que preocuparme, siempre me rapo al uno en la cabeza: mi barba es más larga que mi pelo. Mi tez es bastante pálida, así que las pecas en el rostro destacan más que en otras personas. Finalmente acerco mi cara al espejo y me miro directamente a mis grandes ojos azules, tengo un aspecto nórdico, soy guapo, me repito. A pesar de todo, siempre guardo humildad. Pero para lo que estoy a punto de intentar no necesito humildad, sino confianza.

 

- ¿Ya te vas? ¿No habías quedado a las ocho? - mi abuela me mira desde la puerta –. Aún son las cinco.

 

- Lo sé, yaya, pero es que al final hemos quedado más temprano – miento fatal, pero ella finge creérselo. Le doy un beso -. No llegaré hasta después de cenar.

 

- Tranquilo, tú coge unas llaves y pasalo bien.

 

 

 

Nada más cerrar la puerta, miro las escaleras que conducen al portal. Trago saliva. Aún estoy a tiempo de abandonar la idea. Pero yo no soy ningún cobarde. Me dirijo hacia arriba un piso y pico el timbre. Me espero unos segundos que parecen horas y luego escucho la cerradura. Marta me recibe con el mismo vestido que llevaba hacía unas horas.

 

- Mírate – sonríe -. Hoy follas fijo.

 

Solo necesito un instante para comprender que no me va a salir ni una palabra. El camino de la voz está cerrado y he de abrirme paso por otra vía. Doy un paso hacia delante, tomo el rostro de Marta entre mis manos, y beso esos labios que tan loco me han tenido durante años.

 

La mujer pasa los brazos por detrás de los hombros y me abraza fuerte, implicándose en el beso. Su lengua se cuela en mi boca, y ahí da rienda suela al salvajismo más animal. Cierro la puerta de un puntapié y camino sin separarnos ni un milímetro, aumentando nuestra pasión a cada paso, hasta empotrar el cuerpo de Marta contra la pared de su recibidor. Agarro su cintura con mi mano izquierda, y ella la toma llevándola más abajo, invitándome a palpar sus nalgas. Están firmes y duras.

 

Su labio inferior es ahora presa de mis mordiscos, algunos controlados. No todos. Ya agarro fuerte su culo, con ambas manos, y aprieto mi paquete entre sus piernas, para que note el bulto. ¿Por qué seguimos con ropa? Encajo mis manos en los tirantes de su vestido, y lo bajo violentamente, dejando sus senos al descubierto. Le miro a los ojos, los suyos son avellana, el color de su piel. Sin embargo, los pezones tienen un tono rosado, y una aureola grande.

 

Sostengo esos pechos magníficos entre mis manos, y juego con ellos. Los sopeso, los amaso, los beso y, al fin, muerdo los pezones, provocando un grito, que se torna en gemido, y, poco después, me suplica más. Mientras mis dientes siguen haciendo de las suyas en el derecho, mi mano derecha pellizca al izquierdo.

 

A Marta no le importa que se le caiga la baba, y busca a tientas – ciega por el placer – la cremallera de mi bragueta. No tarda ni un segundo en bajarla cuando lo consigue, y menos en sacar mi dura verga al aire. No puede rodear el tronco con una sola mano.

 

- ¿Y este pollón, dónde lo tenías guardado? - me masturba -.

 

Mi rostro adquiere un tono rojizo, por el placer. Ella toma ahora el control de la situación, encarados, damos una vuelta de ciento ochenta grados, y ahora es mi espalda la que reposa contra la pared. Me observa de la misma forma que este mediodía. Se agacha hasta que puede mirar mi pene de frente, sin soltarlo, y sin pensarlo, se abalanza a él con la boca abierta. Introduce hasta la mitad del tronco en su boca, y lame mi prepucio amoratado, mezclando su saliva con mi presemen. Es la mamada más experta que nadie me ha propinado nunca, y mis gemidos alcanzan un volumen jamás oído. Estoy más cachondo que nunca y necesito más. Agarro a Marta del cabello con una mano, y me incorporo. Con la otra mano mantengo abierta su boca. Cruzamos miradas.

 

- Te voy a follar la boca, perra.

 

La noto salivar más y embisto su boca con furia, introduciendo de un golpe todo mi tronco, hasta la garganta. A ella se le escapan lágrimas, corriéndole el maquillaje, pero me agarra las nalgas y aprieta aún más su boca contra mí. Después de una docena de embestidas, retiro la verga, llena de saliva. Y levanto a Marta del suelo.

 

La desnudo completamente, y ella hace lo propio conmigo. La dejo sentada sobre la mesa más cercana, con las piernas abiertas. De rodillas, me acomodo y lanzo a lamer su vagina. Me agarra la cabeza y grita: más, más. Introduzco dos dedos en su vagina y la masturbo rápido, a la vez que aprisiono el clítoris entre mis labios y succiono.

 

- Estás muy mojada… - tan solo mi comentario provoca otro gemido. Se corre por primera vez en mi boca, y yo bebo todo el líquido que me da, sin cesar de masturbarla -.

 

- ¡Follame! - suplica -.

 

Me incorporo y agarro su cuello, la beso mientras introduzco todo mi pene en su interior. Articula una mueca de dolor, pero me mira lasciva, sigue… sigue…

 

La empotro una y otra vez contra la mesa, cogiéndole el cuello con una mano, la nalga izquierda con la otra. La humedad de su coño calienta mi verga. Se corre otra vez.

 

- AAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHHHH

 

Y ese gemido hace temblar su apartamento. La suelto, retiro mi miembro, y vuelvo a masturbar a Marta deprisa, sigue corriéndose, ahora expulsa por su vagina un pequeño chorro de líquido transparente, que encharca el suelo.

 

- Te gusta mirarme el culo, eh, cada día – toma aire -. ¿Por qué no me lo rompes?

 

Mi miembro está rojo, quiere estallar de una vez. Yo ni pienso ya. Agarro a Marta y la tiro al suelo. Ella se coloca a cuatro patas y levanta el culo, mostrándome su ano. Me tiro de rodillas al suelo, y hago que lama mi dedo índice. Masturbo su ano con ese mismo dedo, cada vez más profundo, hasta que logro dilatarlo lo suficiente. Escupo en él y me levanto, agarro ambas nalgas, tan duras, e inserto toda mi polla en su interior.

 

- ¡JODER! - exclama ella -. ¡DAME DURO! ¡DAME DURO!

 

Y yo le doy placer con cada embestida, cada una más profunda que la anterior. Ella grita, llora, se remueve en el suelo, y yo agarro su cabello para montarla mejor. Azoto sus nalgas con la otra mano y, finalmente, me corro en su interior. Embisto un par de veces más, y la abrazo. Susurro en su oído:

 

- Eres mi puta, dilo.

 

- Soy tu puta.

 

Mi corazón late fuerte. Me acurruco junto a ella y siento su respiración.

 

- Llegarás tarde a tu cita…

 

Lo había olvidado. Laura. Me levanto, me visto como puedo y abrazo otra vez a Marta antes de salir. Ella me sonríe, dando rienda suelta a mi sentimiento de culpabilidad.

 

Bajando por las escaleras me encuentro de frente a mi abuela, que sube.

 

 

TO BE CONTINUED