miprimita.com

El chef

en Sexo con maduros

El mundo de la cocina profesional es tremendamente exigente.

Desde soportar los olores que queda en la ropa, la fritanga, el sudor, lugares ruidosos, compañeros vedettes, prima donna que se creen los creadores de la pólvora. Gritos, insultos, menosprecios, reclamos, injusticias, malos sueldos, una lista infinita de sufrimientos. Pero la pasión por la comida, por la confección, la creación es algo que alivia estos trastornos.

Conocer a chefs a los que admiras es tocar la mano de un bajista de rock, o besar en la boca a los Sabinas que nos regala la poesía.

Conocer un chef de renombre, con la pasión infinita por los aromas, las texturas, las explosiones de sabores en la boca y explosiones de colores en los ojos, es otro nivel de abstracción.

Yo tenía 20 años, él un reconocido chef de 54, en esa época. Yo enorme, un mujerón, con agilidad y plasticidad en un cuerpo opulento; él un diminuto hombre de 1,65, contextura mediana, algo de pancita, piernas muy delgadas pero fibrosas, lo menos atractivo y lejos de mi gusto posible. Su barba abundante y blanca era lo único que me gustaba.

Como premio por asistencia y desempeño me enviaron a un curso que él dictaba. Era comida ecléctica, o fusión o simplemente sin rótulo. Solo técnicas y creación.

Me acomodé en las últimas filas no solo porque soy tímida, sino porque generalmente los profesores tienden a mirar hacia atrás y dirigirse a los del final para estar seguros que todos los oyen. No era muy grande el lugar, por lo que él se paseaba entre los bancos donde impartía la teoría; las últimas horas eran para la práctica. La primera vez que pasó por mi lado inconscientemente aspiré hondo, quizás intentando adivinar qué había cocinado, o simplemente como defecto profesional; su aroma era limpio, ropa limpia, él limpio.  Cerré los ojos dejando que me invadiera esa novedad. De ahí en más lo miré distinto, quizás por estar sentada me sentí diminuta y no me espantó que él fuera tan pequeño. Sus manos eran limpias, uñas cortas, rosadas contrastando con su piel caramelo. Sus ojos redondos, oscuros, vivaces, con párpados pesados y arrugas que le quedaban muy bien. Su hermosa barba no podía ocultar sus carnosos labios. Sus dientes, las pocas veces que sonreían, deslumbraban por su tamaño y blancura.

Cuando explicaba el proceso de creación, la necesidad de texturas, color y sabor, abría los brazos, se perdía en ademanes, su mirada vagaba por recuerdos sabrosos. Era un espectáculo de pasión.

En las prácticas, donde todos estábamos parados, sentía cuando se acercaba, mi espalda se erizaba provocando un escalofrío que marcaba mis pezones y mi respiración se agitaba. Tenía una voz profunda y me daba sugerencias acertadas, prácticas. No sé en qué momento tuvimos el primer roce. No sé si él se dio cuenta del impacto que me produjo. De ahí en más imagino que mi aroma de hembra en celo le llegó a su subconsciente.

Era un hombre muy respetuoso y cuidadoso, se dirigía a todos con una distancia prudente de profesor- alumno; pero conmigo bajaba la voz, su respiración también tomó otro ritmo. Si no estaba en mi estación, parecía que se dirigía a ella; parecía que constantemente buscaba una excusa para pasear cerca de mí.

Un día me animé a quedarme después de clase y después de todas las preguntas que los demás tenían, solo para asegurarme que no estaba divagando en mis fantasías.

Le consulté algo infantil, básico, no se me ocurría nada inteligente que captara su atención, pero eso funcionó para reafirmar que él también estaba feliz de verme a solas.

El curso se dictaba en una casona vieja, los administrativos se retiraban a una hora prudente y el chef (dueño del lugar) era el que cerraba al final. Seguimos conversando de banalidades hasta que se detuvo el bullicio de gente yéndose.

No quería tomar la iniciativa, además de tímida, entiendo que no todos los hombres se sienten cómodos con mujeres de mi tamaño.

Sonreí como para despedirme, él me miró con esos misteriosos ojos y me preguntó si no quería cenar con él, que me preparaba alguna tontería rápida y me dejaba libre. Encantada le contesté que jamás podría hacer una tontería en la cocina, y que sería un honor acompañarlo.

Se puso el delantal, lo abrazó a su cintura y comenzó su danza, se concentraba en su tarea y a la vez, como buen pedagogo, me contaba la historia de algún ingrediente o cuándo y cómo lo descubrió. No salía de mi éxtasis, sentía como mi cuerpo reaccionaba a todos sus movimientos, al principio me puse frente a él, cuando me hizo probar algo, aproveché para dar vuelta y situarme a su lado; le pasaba algunos utensilios, cuidaba alguna cocción, varias veces nuestras manos se tocaron, las primeras me retiré rápidamente por vergüenza y por temor a demostrar lo caliente que estaba, al final, cada vez me acercaba más a él, hasta el punto que me quedé quieta, como estorbando y tuvo que tocarme de lleno para apagar una hornalla. Creo que fue el instante en que los dos nos olimos.

Apagó la hornalla, dejó el repasador y la cuchara de madera, se puso detrás de mí y apoyó su nariz en mi cuello, sus manos describieron un camino de mi abdomen hasta el nacimiento de mi busto, lo pesó, lo volvió a pesar, sentí su respiración entrecortada, levantó mi blusa por delante, con habilidad desprendió mi corpiño y liberó mis grandes pechos. Seguía sopesándolos, como no creyendo lo que tenía en sus manos, me besaba el cuello y la espalda, me sacó definitivamente la blusa y me hizo girar suavemente. Su barba jugaba con mis pezones que estaban erectos hacía rato, sus labios comenzaron a rozarlos y tomó uno de ellos y acercó su nariz, como olfateando la madurez de una fruta, su lengua comenzó a lamerlos, succionarlos, mordisquearlos. Yo no podía ni quería hacer nada, quería ser el ingrediente que él manejara y transformara a su antojo. Solo emitía pequeños gemidos, como el de un buen crocante o me hacía agua como un jugoso fruto. Solo estaba allí, apoyada en la mesa de trabajo, esperando que él hiciera su magia.

Creo que me trató con el mismo respeto y pasión que a sus ingredientes, inspeccionó cada centímetro de mi cuerpo, palpando, apretando, olfateando profunda y satisfactoriamente.

Cuando ya había recorrido lo que tenía entre manos, quise seguir su ejemplo, y él lo entendió porque fue su turno de quedarse quieto.

Besé sus ojos, saboreé sus orejas, pasé la lengua por sus labios, olí su barba, volví una y mil veces a esos voluptuosos labios, lo besé de todas las formas que conozco, con timidez, con pasión, con lascivia, con amor. Su saliva era exquisita, casi gusto a ananá, su carne era dulce, su aroma a chocolate y café. Deshice el moño de su delantal, prolijamente lo dejé sobre la silla, desabotoné su chaqueta, botón por botón, mirándolo, sonriendo y totalmente arrebatada de pasión. Metí mis manos bajo su ropa y acaricié sus pectorales. Ya no fui tan prolija, porque me urgía llegar a su pantalón. Ya había sentido su tamaño, de ahí mi urgencia. Estaba duro, listo para mí.

Bajé, me arrodillé ante mi héroe y tomé su sexo para mi propio placer. Lamí, olí, saboreé, miré, comí, comí y cómo me comí esa exquisita verga.

Llegó el  momento que juntos debíamos terminar ese manjar. Con sus manos acompañaba mi cabeza, en un momento, tomó mi rostro y me penetró hasta hacerme sentir ahogada de placer. Me hizo parar, me giró violentamente y me empujó contra la mesada, levantó mi pollera y ni siquiera me bajó la bombacha, solo tironeó y me penetró como un animal. Esos segundos de violencia, de cocción fuerte produjeron toda la explosión que buscábamos. Él estaba al límite, yo lo había pasado dos veces ya. Con fuerza, casi lastimándome, tomó mis caderas y me penetró aún más profundo, emitió un sonido grave, profundo, cavernoso  y explotó, pequeñas convulsiones me avisaron que su leche estaba dentro mío y cayó extenuado sobre mi espalda.

Estuvimos así unos momentos, con pena sentí que se desprendía de mi vagina su increíble miembro. Me abrazó, me hizo incorporar y me besó.

Nos acomodamos la ropa, comimos la comida fría, pero todo el resto estaba caliente.

Cada vez que lo veo en TV o paso por su restaurante o por la casona, me entran unas tremendas ganas de coger.