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Marie en el castillo (II)

en Sadomaso

Al día siguiente permitieron que Marie descansara. Durmió durante toda la mañana, y se levantó sólo para tomar el almuerzo, que le fue servido en su misma celda. Luego volvieron a encadenarla a su cama.

Por la noche Marie fue destinada al servicio de un joven ruso llamado Igor. Zoraida, la celadora, la condujo, completamente desnuda, con las manos atadas a la espalda, tirando de la cadena atada al collar, a presencia del ruso. Todas las mujeres permanecían desnudas a partir de la puesta del sol: sólo llevaban los zapatos de alto tacón y los arneses en el cuello, las muñecas y los tobillos. Zoraida la obligó a arrodillarse frente a la butaca que ocupaba el amo que se le había asignado para aquella noche, con las piernas abiertas y la vista baja. Aunque Marie no se atrevió a mirar de frente al hombre, creyó adivinar en su rostro una cierta turbación. Zoraida entregó a Igor la cadena que sujetaba el cuello de Marie y se retiró lentamente, contorneando las caderas. El muchacho no pronunció ninguna palabra; se limitó a dejar sobre la mesilla que había junto a la butaca el periódico que leía y a tomar el extremo de la cadena, que quedó colgando ligeramente entre la muñeca de Igor y el cuello de la muchacha. A partir de aquel momento, se dedicó exclusivamente, siempre sin decir palabra, a observar a Marie, que permanecía ante él abierta y con la vista baja. Era evidente que aquella sumisión le complacía.

Al cabo de un rato que a Marie le pareció interminable, el muchacho habló:

-Acércate -dijo a Marie.

Ésta, sumisa, levantó el culo para obedecer la orden. Siempre con la vista baja y desplazándose sobre sus rodillas avanzó hacia el joven. Entonces, el ruso le pasó el dedo índice entre la piel y el collar y le levantó la cabeza. Marie tuvo que ladear la cabeza para no verle la cara, pues las esclavas tenían prohibido mirar al rostro de los hombres. En unos términos que hicieron sentir a Marie más vergüenza que nunca, ordenó:

-Ahora, putita, abrirás mi bragueta y te introducirás todo mi sexo en la boca. Lo lamerás y lo chuparás lentamente, procurando que goce, pero sin llegar a correrme. Eres demasiado puta y fácil para merecer que derrame mi semen en tu garganta.

Marie, obediente y roja de vergüenza, cumplió la orden. El pene del ruso creció en su boca hasta el extremo que Marie creía que iba a ahogarla. El hombre se complació en la boca de Marie largo rato. Cuando por fin parecía que iba a llegar al orgasmo, se retiró bruscamente. Entonces dijo a Marie:

-Lo has hecho bien, putezuela, por esto voy a premiarte. Permitiré que tragues mi esperma, aunque, como te he dicho, no me derramaré en tu boca.

Entonces indicó con un gesto a Zoraida, que permanecía cerca de la escena, que desatara las manos de Marie.

-Ahora -añadió Igor- tomarás mi pene con las manos y lo acariciarás hasta que me derrame.

Así lo hizo Marie, lentamente, tal como le habían enseñado a hacerlo. Las manos suaves y expertas de Marie hicieron gemir al muchacho, de cuyo pene partió un chorro de esperma que se derramó sobre el frío suelo de mármol.

-Ha llegado tu turno, ramera -dijo Igor-: quiero que te pongas de cuatro patas y que pases la lengua por el suelo hasta que no quede ni una gota de mi leche. ¡Obedece!

Marie, más avergonzada que nunca, pero con una sumisión de la que ni ella misma se hubiera creído capaz, apoyó las manos en el suelo y se inclinó para cumplir la orden. Cuando estaba a punto de alcanzar con la lengua el semen derramado, notó un fuerte tirón en el cuello: era Igor, que tiraba de la cadena y la obligaba a incorporarse de nuevo.

-Espera, pequeña -dijo-, esto sería demasiado fácil para ti. Además, creo que a alguno de mis compañeros le complacerá ver cómo te humillo.

Los demás hombres de la estancia, que habían seguido con detalle la escena sin decir nada, se acercaron, conduciendo cada uno de ellos una esclava totalmente desnuda sujeta por una cadena. Obligaron a las muchachas a arrodillarse a sus pies al tiempo que ellos permanecían de pie alrededor de Igor y Marie. Entonces él le tomó las manos y se las unió a la espalda sujetas por las anillas de los brazaletes. La empujó bruscamente por la espalda y la obligó a inclinarse de nuevo hacia delante. Esta vez, sin la ayuda de las manos, a Marie le resultaba prácticamente imposible mantener el equilibrio. Sin embargo Igor, que se había levantado, puso una pierna a cada lado de su cuerpo procurando así que el cuerpo de Marie no se inclinara hacia un lado.

Cuando la lengua de Marie estaba a punto de alcanzar su objetivo, Igor frenó su movimiento con la cadena. Entonces volvió a hablar:

-No quiero que uses la lengua. Abre la boca y utiliza sólo los labios, pero sin cerrar la boca. Quiero ver los hilos del semen prendidos entre el suelo y tu boca.

Mientras Igor hablaba, otro de los hombres obligó a la muchacha que se encontraba detrás de ella a introducir todo su dedo índice en el culo de Marie.

En esta posición, y ante la mirada divertida de los hombres, que bebían o fumaban mirando el espectáculo, Marie estuvo subiendo y bajando la boca sobre el esperma derramado de su amo, siempre con movimiento que Igor controlaba, con evidente placer, por medio de la cadena.

Cuando el suelo estuvo completamente limpio, Marie fue obligada a incorporarse. La otra esclava, la que le había mantenido el dedo en el culo mientras duraba la humillación, fue obligada a besarla y a limpiar con su boca los restos de esperma que había alrededor de los labios de Marie.

Entonces hicieron descender una cadena del techo y ataron en ella las manos de las dos muchachas, por encima de la cabeza. La otra esclava, que era rubia y delgada, tenía una estatura parecida a la de Marie, de manera que, atadas frente a frente, con los cuerpos en contacto, tenían sus sexos, sus pechos y sus bocas a la misma altura.

A una señal de uno de los amos, una esclava trajo una bandeja en la que había un consolador de doble punta, como los que suelen usar las lesbianas. Obligaron a las mujeres a separar las piernas y les introdujeron el consolador en el sexo. Luego trajeron unas correas de cuero y las ataron fuertemente por la cintura y por encima de las rodillas, de modo que el consolador no pudiera desprenderse.

Dos de los amos se acercaron a la pared y escogieron sendos látigos de los que estaban allí colgados. Se colocaron detrás de cada una de las dos muchachas y les pasaron suavemente el látigo por la espalda, sin golpearlas todavía, como si se tratara de un anuncio del suplicio que se avecinaba. Los otros amos se acomodaron en sus butacas. Encendieron cigarrillos y llenaron copas. Las esclavas que les acompañaban volvieron a arrodillarse a sus pies, frente a ellos, siempre con la vista baja, dando la espalda a las mujeres que iban a ser azotadas.

Los hombres que tenían los látigos azotaban duramente la espalda, el trasero y las nalgas de las muchachas. Lo hacían alternativamente. Cuando uno bajaba el látigo, el otro pegaba. Cada vez que sonaba el cuero sobre la piel, la convulsión de los cuerpos hacía que el consolador penetrara más fuertemente, de modo que los gritos de dolor se mezclaban con los gemidos de placer, siendo imposible distinguir unos de otros. Durante aquel suplicio, las mujeres sintieron varios orgasmos. Cuando los hombres creían identificar como de placer el grito de la muchacha a la cual azotaban, aumentaban la intensidad de sus latigazos. El sudor y las lágrimas de ambos cuerpos se entremezclaban. Cada una compartía el placer y el dolor de la otra.

Cuando terminaron el castigo decidieron dejarlas en esta postura, aunque aflojaron ligeramente la cadena que pendía del techo. En esta posición, los cuerpos agotados tuvieron tendencia a inclinarse hacia atrás, doblándose por la cintura. Entonces vino la segunda parte del suplicio, que Marie ignoraba.

Trajeron dos tiras de goma de unos pocos centímetros en los extremos de las cuales había unas pinzas parecidas a las que se usan para colgar los trapos de cocina. Tomaron la primera y, con una pinza cogieron el pezón derecho de Marie, mientras unían el otro extremo al pezón izquierdo de su compañera de suplicio. El otro amo, situado al otro lado, hizo la misma operación con los otros pechos. Cuando la pinza les comprimió el pezón, ninguna de las mujeres gritó, a pesar del doloroso mordisco. Los hombres se separaron y fueron a unirse con los demás.

Siguió un rato de silencio, roto solamente por los gritos de las dos muchachas cuando, vencida alguna de ellas por el cansancio, doblaba su cintura hacia atrás. Entonces la goma se tensaba y el grito de ambas era simultáneo.

Autora: Marta Lamo

E-mail: MartaLamo@hotmail.com

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