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Marie en el castillo (I)

en Sadomaso

Cuando Marie ya había perdido la cuenta de los días que llevaba en su encierro, encontrándose atada a la cama, con los brazos y las piernas abiertos, notó que alguien le quitaba la venda. Enseguida pudo distinguir que se trataba de Pierre, el hombre que se había encargado de llevarla al castillo. Éste le rozó los labios y le sonrió, pero sin decirle palabra. Luego ordenó con un gesto a la otra esclava (se trataba de Jossianne, la pelirroja), que acariciara con la boca el sexo de Marie. El hombre permaneció de pie, contemplando a las dos mujeres. Marie sentía una excitante mezcla de vergüenza y de orgullo al ver que el hombre se dignaba a contemplarla. Cuando Marie se encontraba al borde del orgasmo, Pierre ordenó a Jossianne que se apartara. Entonces habló a Marie, que aparecía ante el hombre con las piernas atadas y separadas y el sexo excitado bien visible:

–Bien, pequeña, esta tarde serás presentada a tus amos y empezarás a servir como esclava del castillo. Ahora te prepararán.

A una llamada del hombre entró una de las celadoras, a la que Marie no había visto nunca. Era una muchacha joven, que sobrepasaría en poco los veinte años. Era alta e increíblemente esbelta. Vestía completamente de negro: botas de finos tacones que le llegaban hasta la rodilla, medias muy transparentes, una minifalda muy ajustada y cazadora de cuero abierta por delante, debajo de la cual había sólo un breve sostén totalmente transparente. Llevaba en la mano una fusta forrada de cuero también negro. Tenía la piel morena y un rostro realmente hermoso. Ojos grandes y labios carnosos. Llevaba los labios y los grandes ojos pintados. Una larga y voluptuosa cabellera peinada a grandes rizos le caía hasta la mitad de la espalda. Miró a Marie y, sin abrir la boca, le sonrió sin decirle palabra.

Cuando Pierre hubo salido de la estancia, la celadora indicó a Jossianne que desatara a Marie.

–Levántate, putezuela –ordenó.

Marie, ruborizada, pues le sorprendía este tipo de lenguaje en una mujer tan joven y hermosa, obedeció la orden. La celadora se acercó a ella y le oprimió un pezón con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda, tan fuerte que hizo gemir a Marie. Mientras tanto, con la otra mano deslizaba la fusta, arriba y abajo, por lahendedura del sexo de Marie.

–Me llamo Zoraida, y seré la encargada de tu vigilancia mientras estés en el castillo. Además de azotarte cuando los amos te impongan algún castigo, seré la encargada de castigar todas tus faltas y de ordenarte lo que debes hacer, aparte de tus amos, claro está. Espero que pronto aprendas a temer mi látigo. Ahora, dame tu lengua.

Marie, obediente, ofreció su boca a Zoraida, que ésta estuvo succionando largamente, hasta dejar a Marie casi extasiada, sin dejar por ello de oprimirle el pezón, cada vez con más crueldad, y de pasarle la fusta por la raja del sexo.

Cuando Zoraida se separó de ella, se dirigió a Jossianne:

–Ponte el faldón –ordenó.

Cuando la muchacha se hubo colocado aquella prenda, la única que se permitía llevar a las esclavas del castillo, Zoraida le ordenó bañar a Marie. Al entrar ésta en la bañera, que se encontraba a nivel del suelo, pudo notar lo fría que era el agua.

También comprendió que estaba así preparada intencionadamente, pues todavía había restos de cubitos de hielo flotando en la superficie. Marie retrocedió al primer contacto. Sin embargo, Zoraida ordenó enérgica:

–Métete dentro, putita; esto es sólo para que te vayas acostumbrando. Estos pequeños suplicios no te faltarán mientras permanezcas aquí: sirven para recordarte continuamente tu condición de esclava; sin embargo, no son nada comparados con los tormentos que te impondrán tus amos, ya sea para castigar tus faltas, por insignificantes que éstas sean, ya para complacerse viéndote gritar, llorar y debatirte inútilmente bajo el látigo.

Marie obedeció. Gritó y se debatió mientras Jossianne fregaba todo su cuerpo con el agua helada, tanto que Zoraida decidió no reanudar el baño sino después de atarle las manos a la espalda.

Cuando por fin, tiritando, Marie pudo salir del baño, fue cubierta con una gran toalla que trajo Jossianne. Una vez seca, todavía con piel de gallina, fue sentada delante de un espejo, con las piernas abiertas y fue peinada y maquillada. Las encargadas de hacerlo fueron dos esclavas que acudieron a la llamada de Zoraida después que ésta hubo despedido a Jossianne. Le pintaron los labios y los ojos, así como las uñas de los pies y de las manos. Luego fue rociada con abundante perfume. Le pintaron el sexo y la punta de los pechos con una rara sustancia que le producía un picor que la excitaba constantemente, de manera que tanto sus pezones como su clítoris se mantenían siempre erectos. Además, Marie tenía prohibido tocar su cuerpo, por lo que constantemente estaba deseando que alguien, hombre o mujer, la acariciara. Cuando esto ocurría, su sexo se humedecía casi instantáneamente, haciendo indisimulables sus deseos de ser penetrada. Esta circunstancia, aunque excitaba también a los hombres, era a menudo un motivo de burla y humillación a Marie por parte de éstos.

En estas circunstancias, Zoraida condujo a Marie, que sólo llevaba sus sandalias de tacón alto, totalmente desnuda, al salón donde los amos aguardaban. La celadora sostenía con una mano la cadena sujeta al collar de Marie. Dos de las esclavas las seguían a unos metros de distancia por el ancho pasillo flanqueado de columnas. Antes de llegar a la estancia, las muchachas se adelantaron y, cada una por su lado, apartaron el grueso cortinaje rojo que daba acceso al salón, manteniéndolo alzado mientras Zoraida y Marie entraban al lugar donde ésta iba a ser presentada.

Marie sentía miedo, pero a la vez estaba ansiosa por ver los rostros de aquellos hombres de los que había aceptado ser esclava y que ya la habían violado repetidas veces, aunque ignoraba quiénes habían sido y cuántas veces la había penetrado cada uno.

La sala era circular y se hallaba rodeada de columnas semejantes a las de los pasillos. Marie observó que de algunas de ellas pendían ganchos y cadenas, seguramente destinados a atar a las muchachas para azotarlas o, simplemente, para mantenerlas así expuestas a la vista de todos. En medio de la sala había una especie de pista circular en el centro de la cual pendían, del techo, unas brillantes cadenas que podían alcanzarse solamente con levantar los brazos. Ocho hombres se hallaban sentados en butacones de estilo clásico colocados alrededor de la pista central, y cada uno de ellos tenía una muchacha arrodillada a sus pies, inmóvil y con la vista baja.

Las esclavas llevaban como única pieza de vestido un largo faldón que les llegaba de las caderas a los pies. El faldón era ancho y vaporoso, de modo que resultaba muy fácil levantarlo para ofrecer el coño o el culo cuando algún hombre lo exigía.

Además, al andar, las formas de las mujeres quedaban totalmente resaltadas bajo la fina tela. Por cierto, Marie había observado que todas las mujeres del castillo, al andar, contorneaban las caderas de un modo que resultaba provocativo. Supuso que era una norma de la casa y que ella también sería instruida en ello. Todas las muchachas llevaban alrededor del cuello una gargantilla de cuero con ribetes metálicos de la cual, en su parte anterior, pendía una anilla de acero que servía para sujetar la cadena. También, igual que Marie, llevaban pulseras y tobilleras de cuero, igualmente con una anilla parecida a la del cuello y que servía para atarlas cuando se las castigaba o, simplemente para mantenerlas inmóviles, ya atadas a la cama ya atadas a alguna de las columnas, a la vista de todos.

Marie fue conducida al centro del salón, donde Zoraida la obligó a alzar los brazos por encima de la cabeza y se los ató a la cadena. Los hombres, mientras tanto, parecían indiferentes, fumando o leyendo. Cuando Zoraida hubo terminado la operación, le dio una palmada en las nalgas:

–Abre las piernas –ordenó.

Como ella vacilara, Zoraida volvió a golpearla, esta vez entre los muslos y con la fusta. Sólo entonces, cuando Marie gritó, los hombres parecieron ocuparse de ella.

Uno de ellos se le acercó por detrás y le pasó una mano por los muslos y por la entrepierna, mientras con la otra le oprimía un pecho.

–Va caliente la putita –comentó al mismo tiempo que le introducía dos dedos en el coño entreabierto–. Seria una lástima que se perdieran sus jugos. Ven aquí, Marianne...

La aludida era una muchacha rubia de pelo corto, alta y esbelta, de piel muy blanca. La chica, que permanecía arrodillada ante el sillón que momentos antes ocupaba el hombre, se levantó y obedeció a orden. Entonces él ordenó a Marianne:

–Levántate la falda por detrás, que te veamos el culo.

La esclava, siempre con la vista baja y en silencio, obedeció la orden. Entonces el hombre, en los términos más brutales, le ordenó arrodillarse y acariciar con la lengua el sexo de Marie. Mientras Marianne cumplía la orden, los demás hombres se acercaron a presenciar el espectáculo. Cada vez que Marie, roja de vergüenza, gemía ante la acometida de los labios de Marianne, ésta recibía un golpe de fusta en el trasero, de modo que los gemidos de una se mezclaban con los lamentos de dolor de la otra. Cuando Marie estaba al borde del orgasmo se obligó a Marianne a suspender la caricia y a retirarse. Entonces, uno de los hombres habló a Marie:

–A partir de ahora has dejado de pertenecerte. Serás nuestra esclava y estarás a nuestro servicio para darnos placer y para satisfacer nuestras exigencias. En la comunidad hay un rígido reglamento que castiga las mas mínimas faltas. Estarás siempre pendiente de cumplir con tu obligación, que es la de servir a tus amos y entregarte totalmente a ellos. No te anunciaremos el reglamento: lo aprenderás a medida que recibas castigos por tus faltas, aunque algunas reglas ya las conoces: tienes prohibido tocar tu cuerpo, que ahora nos pertenece a nosotros y que sólo nosotros podemos tocar, penetrar, acariciar o maltratar, así como las celadoras. También sabes que debes guardar silencio. A nosotros no debes hablarnos más que cuando te lo ordenemos, y nunca podrás comunicarte con las otras esclavas. Cuando debas decir algo, te arrodillarás ante tu celadora y cruzarás las manos sobre el pecho, aunque sin tocarlo, para que ella sepa que necesitas hablar. En todo caso, ella nos comunicara tus palabras, y si nosotros no las consideramos lo bastante justificadas serás azotada de inmediato. Las otras reglas las irás aprendiendo a medida que te castiguemos por incumplirlas. Y no pienses que solamente serás azotada por las faltas que cometas: cualquiera de nosotros, tus amos, tiene derecho a maltratarte en cualquier lugar y momento, y del modo que desee solamente para su propio placer o bien para recordarte tu condición de esclava. Ahora te ataremos las manos a la espalda, te arrodillarás ante cada uno de nosotros y, en prueba de tu sumisión acariciarás nuestra verga con la boca hasta tragar todo nuestro semen. Luego, aquellos que lo deseen te penetraran. Cuando todos se hayan complacido te azotaremos hasta que las marcas del látigo queden marcadas en tu piel.

Marie, roja de vergüenza y, al mismo tiempo, presa de una indescriptible excitación, no acababa de hacerse cargo de la situación. Ansiaba tanto como temía la humillación y la tortura a que iba a ser sometida.

A una señal del hombre, Zoraida le desató los brazos, que tenía atados por encima de su cabeza, y se los unió a la espalda mediante las anillas incorporadas a las pulseras. Luego la obligó a arrodillarse. Una de las esclavas había desabrochado a uno de los hombres que se hallaban de pie frente a ella y le había sacado el pene. Zoraida cogió a Marie por el cuello y la obligo a inclinar la cabeza hacia delante, hasta introducirse aquella verga en la boca. Marie notó como aquel miembro se endurecía y le llegaba a la garganta hasta casi ahogarla. Zoraida no dejaba de empujar el cuello de Marie hacia delante y hacia atrás, mientras con la fusta la golpeaba casi suavemente en las nalgas. Sólo cuando el hombre se corrió en la boca de Marie, Zoraida incrementó la intensidad de sus golpes. Marie noto el caliente líquido pasar a través de su garganta. No la dejaron descansar. Inmediatamente otro de los hombres ocupó su lugar. Mientras succionaba un miembro tras otro Marie oía los comentarios burlones de los hombres, al tiempo que sentía en sus nalgas los golpes de la fusta de Zoraida. Aquellos azotes eran para ella como una liberación que le permitía sustraerse a la enorme vergüenza que sentía. Sin embargo, y no sabía por qué, sentía la necesidad de ser humillada constantemente.

Cuando los ocho hombres se hubieron derramado en la garganta de Marie, ésta, con las mandíbulas doloridas y las nalgas ardiendo a causa del castigo con la fusta, fue obligada a tenderse en suelo, después de que volvieran a vendarle los ojos. Cuatro vergas se derramaron de nuevo en ella, esta vez en el coño. La quinta se abrió paso por el culo, después de haber dado la vuelta bruscamente al cuerpo de Marie, que se apoyaba, con las piernas abiertas y los brazos completamente extendidos, directamente en el frío suelo. Marie aguantó aquella posesión sin decir palabra, lo que sin duda no gustó a sus amos, que deseaban oírla gritar, tal como Marie dedujo de las palabras que, sin ningún pudor, pronunciaban ante ella.

Cuando el último hombre terminó la obligaron a arrodillarse y a permanecer en esta postura, con los ojos todavía vendados. Oyó las risas de Zoraida y de uno de los hombres. Cuando uno de los amos le quitó la venda vio como Zoraida, que se había desnudado y permanecía sólo con las botas y las medias negras, estaba copulando con el hombre que momentos antes le había hablado tan duramente. De verdad, Zoraida, tan joven y bella, estaba arrebatadora, sentada sobre las piernas del hombre con los muslos abiertos, la cabeza inclinada hacia atrás, ofreciendo los senos, y los cabellos cayendo en cascada por la espalda. A cada movimiento del hombre, que asía a Zoraida fuertemente por las caderas, ésta no ahorraba gritos de placer. Cuando ambos hubieron llegado al orgasmo, se levantaron y se dirigieron hacia Marie, que permanecía arrodillada. Zoraida se colocó de pie frente a ella, con las piernas bien abiertas, ofreciendo su sexo a la cara de Marie.

Marie no esperó ninguna orden. Lamió con fruición el sexo de Zoraida, en el que se entremezclaban sus jugos con el esperma del hombre. Cuando Zoraida hubo llegado a su segundo orgasmo se separó de Marie y dio unas palmadas. Una de las esclavas apareció inmediatamente portando en una bandeja un látigo largo y grueso. Marie fue obligada a incorporarse y se le ataron los brazos nuevamente a la cadena que pendía del techo. Le inclinaron la cabeza hacia atrás y tensaron la cadena hasta que Marie quedó casi suspendida en el aire, tocando el suelo apenas con las puntas de los dedos. Entonces Zoraida se echó hacia atrás para coger impulso y Marie sintió el primer latigazo en las nalgas. El suplicio de Marie duró hasta que los hombres decidieron que su cuerpo había quedado bien marcado. Marie se retorcía de dolor, gritaba, suplicaba, lloraba, pero tanto Zoraida como los hombres parecían indiferentes a sus súplicas y a sus lamentos. Cuando decidieron que el castigo era suficiente, no desataron a Marie, sino que se marcharon todos y la dejaron a oscuras, sola, encadenada y llorando, sin poder tocar su cuerpo dolorido.

Toda la noche permaneció Marie en esta postura, acompañada sólo del crepitar de los leños en el fuego. Cuando éstos se consumieron, la oscuridad fue total y Marie sintió frío.