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Elena (VIII: Una velada íntima II)

en Orgías

Una velada íntima, con poca gente, es siempre más agradable que las fiestas tumultuosas con un montón de personas deambulando por la casa, bebiendo demasiado y organizando ruido.

Esta prometía ser tranquila. Poder charlar sin levantar el tono de voz más de lo necesario, sin meter la boca en el oído del interlocutor y terminar con ronquera era algo que siempre se agradecía. En lugar de bacalao o tecno, música new age sin más pretensiones que crear un ambiente agradable.

La casa donde se celebraba el encuentro era muy grande. En la planta baja un enorme salón con chimenea, cocina, cuarto de baño y dos habitaciones que hacían funciones de sala de estar y biblioteca-despacho. En la planta alta varios dormitorios, cuartos de baño y una pequeña buhardilla con un gran ventanal en el techo, muy sugerente para observar estrellas o ver amanecer desde un cómodo sofá.

En el sótano una bodega con hileras de botellas de buen vino que hablaban de los gustos caros y exquisitos de la dueña, una gran mesa de madera con bancos rústicos alrededor y una zona de juegos con diana de dardos, mesa de billar y un equipo de música con plato para los viejos discos de vinilo. Todo insonorizado.

En el exterior una galería, porche y jardines con piscina climatizada. En un extremo de la arboleda, casi oculto de las miradas desde la casa, un pequeño pabellón de madera acristalado a modo de invernadero y trastero.

Perfecto para pasar largas temporadas de relax sin preocuparse de lo que ocurre en el mundo. Un auténtico refugio autosuficiente.

La dueña de aquella casa era una mujer madura, conocida de Elena desde hacía poco tiempo. Se habían encontrado en una representación de teatro clásico en unos festivales de verano. Tenían butacas contiguas y al terminar el espectáculo comentaron sobre él. La charla continuó con unas copas por delante hasta altas horas de la noche.

Al salir y tomar un taxi la mujer invitó a Elena a una última copa en su casa. Elena aceptó y fue cuando conoció la espléndida propiedad de su anfitriona. Ésta la acompañó a una de las habitaciones de la planta superior preparada para los invitados ocasionales. Cuando estaba saliendo de la ducha envuelta en una toalla escuchó un leve toque en la puerta. Abrió y encontró a su anfitriona con una bata de seda y una bandeja con una botella de champán y algunas cosas para picar.

La conversación se hizo más personal. La mujer contó a Elena cómo había estado casada con un industrial dueño de importantes empresas del sector químico y farmacéutico. Esto le permitió construir la casa donde se encontraban que venía a ser su refugio mientras su marido estaba en interminables reuniones de trabajo, viajes de negocios y veladas con socios y "azafatas" de compañía.

Después de años de matrimonio la relación se enfrió y ella no aguantó más junto aun hombre que no sólo estaba entregado a su trabajo casi por completo sino que además, en sus escasos ratos libres, manifestaba su predilección por el sexo masculino trayendo a casa a varios amigos y subordinados de la empresa que ascendían de forma meteórica tras algunos fines de semana de visitas y "cenas de trabajo" en el chalet. Ella nunca asistía a estas reuniones. No es que su marido le lo prohibiera. Simplemente le insinuaba que serían muy aburridas, que tratarían cuestiones de empresa y macroeconomía, temas muy tediosos para los no iniciados.

Poco sospechaba el marido el buen uso que había hecho ella de la opción "monitor" de la webcam instalada encima del ordenador del despacho. Era un sencillo software que permitía grabaciones con la pequeña cámara y que se activaban con un sensor de movimiento incluido en la misma. "Perfecto para vigilancia en su negocio u oficina", según el manual de instrucciones. Pero en este caso, tras varios megas de anodinas imágenes pudo contemplar una vista cercana y muy reveladora de su propio marido hincado de rodillas ante un joven economista recién contratado al que estaba haciendo una mamada de ensueño. Ella no hubiera puesto más reparo a las tendencias bisexuales de su esposo. Pero siempre que ella recibiera en la cama una atención semejante. Estaba dispuesta incluso a compartirle en un trío o un intercambio, pero no a quedarse aparcada como un coche averiado y tener que recurrir sistemáticamente a sus consoladores o al recurso de la infidelidad.

Una tarde se hartó y planteó al marido una separación rápida, cubriendo las formas para no rebajar su estatus en la empresa y ante sus amigos y que le permitiera a ella disponer de holgura económica de por vida. El marido aceptó sin preguntar más.

Fue entonces cuando se mudó a la casa donde se encontraban. Comenzó una nueva vida, discreta, refinada pero sin excesivos lujos ni ostentación. Hizo un viaje al extranjero de seis meses, a la vuelta del cual no volvió apenas a frecuentar los que hasta entonces habían sido sus círculos habituales.

De ningún modo estaba dispuesta a "rehacer" su vida en la forma en que la gente solía entenderlo después de una separación, es decir, buscando desesperadamente una pareja con la que reproducir el modelo anterior y los mismos errores que llevaran a la ruptura. Se mantuvo alejada de los oportunistas que siempre habían deseado meterla en su cama mientras estaba casada y que ahora intentaron darle un revolcón con la pretensión de acompañarla en "estos momentos difíciles que estarás pasando...".

Se planteó el asunto su abstinencia sexual de un modo pragmático. Y la resolución para acaba con ella fue acudir a servicios profesionales y perfectamente asépticos. Podía pagarse perfectamente cada quince días una noche entera con un joven siempre distinto, experimentado, de higiene garantizada, discreción y resultados altamente satisfactorios.

La agencia de "modelos" le proporcionaba información documentada de los posibles compañeros. Prácticamente elegía sobre catálogo, con fotos a todo color y descripciones de carácter, gustos y habilidades de cada uno de los acompañantes. Hecha la elección efectuaba una llamada para concertar la cita y se preparaba para una velada en la que ella era la reina, el centro único de atención y en la que se lanzaba a tope a satisfacer su ansia de sexo y todas las fantasías que quisiera cumplir.

Tener una polla mercenaria en su boca, su culo o su coño, o varias simultáneamente, no le causaba ningún pesar, al contrario. Las exprimía con la autoridad de la clienta que exige un rendimiento acorde al dinero invertido y la seguridad del momento único con un profesional que controla y sabe como satisfacer los gustos del que paga.

Pero un día decidió cambiar el menú. Y eligió a una mujer. Cuando sonó el timbre y abrió la puerta supo instintivamente que la noche sería inolvidable. Había elegido a una morena, delgada, de pecho pequeño, casi infantil y pelo negro muy largo, más allá de la cintura. Mientras le servía una copa a su chica de compañía valoraba positivamente su gusto sobrio en el vestir. Un traje de chaqueta gris oscuro con falda de tubo que alargaba aún más sus piernas rematadas con unos zapatos de altísimo tacón de aguja y enfundadas en medias de color humo. La melena brillaba con tonos azulados, suelta, casi agresiva, enmarcando una cara enigmática y seria. Pero cuando sonreía sus dientes blancos y uniformes iluminaban su gesto y transmitía una sensación de tranquilidad y relax.

Conectaron muy bien, charlando y apurando una botella de vino blanco. Ella no estaba en absoluto nerviosa. Paladeaba el vino y se recreaba en la situación y el momento, esperando tranquilamente a que su acompañante tomara la iniciativa. No se consideraba lesbiana, pero era consciente del atractivo casi primario de la mujer que estaba sentada frente a ella, con las piernas cruzadas, mostrando unos muslos finos y fuertes, dejando oscilar cadenciosamente uno de sus zapatos, medio quitado, sujeto con la punta del pie en un gesto casual.

No se preocupaba por lo que vería un hombre en ella para desearla sino en que su tanga estaba húmedo hace rato por la promesa del placer que daría y recibiría de ella. A través de la pequeña prenda podía casi sentir un intercambio de energía, sutil, osmótico, con la belleza morena. En un momento se concentró en lo que se antojaba un juego infantil: comunicarse con la mujer desde su centro, desde su sexo, desde su coño húmedo. Y lo que parecía imposible, absurdo, se produjo. La mujer calló un instante, sonrió y dejó la copa en la mesa junto al sofá. Se levantó lentamente y comenzó a desabrochar su chaqueta, mirando fijamente a su anfitriona como diciendo, "voy a cumplir la orden que no has pronunciado pero que ha llegado a mí con toda claridad...".

La chaqueta quedó sobre los cojines del sofá. Siguió el mismo camino la camisa de seda y la falda de tubo. Se quitó los zapatos y se acercó a ella de puntillas, oscilando sus caderas hasta pararse delante.

Un pequeño top de piel de ángel marcaba sus curvas y sus senos breves mucho mejor que si hubiera estado desnuda. El elegante brillo de la tela y la sensación de tacto sedoso invitaban a dejarla puesta más que a despojarla de ella. Unas braguitas amplias, como pantaloncitos, del mismo material pero muy altas en los laterales. Unas medias con liga y un elaborado diseño de blonda, llegaban hasta medio muslo.

Y un aroma tenue que llegaba desde su cuerpo embriagando los sentidos, saltando las últimas barreras mentales, atrayendo, inclinando a la caricia y al contacto de las pieles.

Ella misma tomó su camisola desde abajo, con sus largos dedos, y fue subiéndola hasta sacarla por la cabeza. Los pequeños pezones apuntaban a la anfitriona con insolencia. Los pechos apenas sobresalían, como los de un muchacho, pero esa apariencia andrógina era una mera fachada. El cuerpo entero proclamaba con rotundidad una feminidad exótica y salvaje.

La anfitriona tomó la cinturilla de las bragas y las bajó muy lentamente. Aprovechó para sentir levemente el roce con la parte alta del muslo y las medias. La mujer apenas se movió. Se limitó a levantar los pies alternativamente para permitirle deshacerse de la prenda íntima.

Ante la señora aparecía un cuerpo magnífico, como un junco, tremendamente sensual. El coñito, depilado cuidadosamente, hacía un mohín vertical con inesperadamente gruesos labios en un cuerpo tan delgado. La mujer los separó con sus manos mientras colocaba las rodillas en el sofá, a cada lado de la anfitriona, dejando su intimidad a la altura de su boca.

Miró directamente a sus ojos, brillantes de deseo, sin perder su enigmática sonrisa. Agitó levemente su cabeza, como sacudida por una corriente, coincidiendo con una caricia furtiva sobre su clítoris. Su melena se desparramó silenciosamente sobre sus hombros y cayó hacia delante, ocultando en parte sus senos.

La anfitriona tomo las nalgas de la chica con sus manos, ahuecando las palmas y recibiendo su carne. El tacto era delicioso. Como delicioso fue el coñito de la chica cuando por fin unió sus labios a la sedosa vulva y su lengua comenzó a explorar los caminos de Lesbos...

(continuará..., supongo yo ;-))) kage@ole.com