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Elena (VII: Una velada íntima I)

en Orgías

La forma en que la tela se ceñía a las caderas de Elena era absolutamente perfecta. El vestido era escotado por delante dejando ver buena parte de sus senos. Una cadena plana plateada era el único complemento. No necesitaba sujetador. Sus pechos eran firmes y peleaban con éxito contra la gravedad. Sus pezones, oscuros y grandes, se marcaban en la fina tela. De hecho el roce más leve hacía que su protuberancia fuera evidente para cualquiera, pero más aún para Elena que recibía la caricia del tejido como unos pequeños dedos invisibles pero siempre presentes.

Por detrás el escote era tan bajo que la mujer se planteaba si llevar un tanga mínimo o incluso prescindir completamente de ropa interior. Cualquier braga asomaría por el escote de la espalda. Incluso un tanga sería visible. Esto podía añadir un elemento de morbo. Una mirada furtiva y el descubrimiento de la cinturilla del tanga y la evidencia de la tira internándose entre sus nalgas, con un gracioso lacito y una pequeña perla en el centro, eran una invitación a perderse por su piel.

No llevar ropa interior era excitante. Cuando vestía faldas cortas sin llevar bragas Elena sentía la tentación de abrir levemente las piernas y mostrar su intimidad a los curiosos que hubieran reparado en su entrada en cualquier local, un restaurante, el metro, si estaba sentada, o unas escaleras mecánicas en los grandes almacenes. Indefectiblemente provocaba movimientos de manos masculinas hacia sus entrepiernas, para recolocar y disimular las pollas que comenzaban a erguirse, como siguiendo una melodía inaudible que las hiciese bailar en los pantalones. Y su coñito depilado era el flautista de Hamelin responsable del cortejo de miradas masculinas que seguían sus movimientos.

En un encuentro con un hombre éste podía acceder a sus labios y nalgas con facilidad. La cara de sorpresa al comprobar que efectivamente nada se interponía a la exploración era muy divertida y añadía calor al momento en que ella se dejaba recorrer a la vez que iniciaba sus propias pesquisas por el pantalón de su acompañante.

Después de un buen polvo la sensación del semen goteando, escurriendo silenciosa y lentamente fuera de su coño o su ano era de los mejores afrodisíacos que conocía. Era la prolongación del coito, el recuerdo revivido del encuentro con su amante. La caricia de las gotitas blanquecinas en sus labios, mezcladas con su propio flujo hacía que la piel se volviera más sensible. El reguero en los muslos era una caricia cálida que mantenía su excitación por un largo periodo. Nadie era consciente de lo que Elena experimentaba en ese instante. Podía estar comprando el periódico o pidiendo un café en un bar. Sólo ella sabía que el néctar salía de su coñito mientras todos estaban ajenos a sus pensamientos y sensaciones. A veces se sentaba en una mesa algo apartada y mientras ojeaba las noticias llevaba sus dedos bajo su falda, mojaba las yemas y se las acercaba a los labios. Sentía el inconfundible olor del sexo y degustaba con la punta de la lengua ese néctar divino. Cerraba los ojos y recordaba los embites de cadera de su amante y los suyos propias. Los gemidos creciendo en su pecho y llenando la habitación. Las palabras entrecortadas pidiendo más ardor y las de su hombre enardecido, perdiendo el control y gruñendo al descargarse en su cálido y húmedo nido.

Luego apuraba su café y se marchaba, dejando en el local una presencia etérea, intangible que hacía removerse a la comunidad masculina que pronunciaba por lo bajo frases apreciativas y a menudo bastante obscenas sobre lo que harían si tuvieran oportunidad de pasar cinco minutos con ella.

Pero ella elegía sus amantes con cuidado exquisito. El ser sexualmente muy activa no significaba que se fuera indiscriminadamente a la cama con cualquier tipo. Prefería usar sus juguetes, regalo de sus amantes o comprados por ella misma como conocedora y buena cliente de las sex shops de la ciudad, antes que hacer un regalo inmerecido a un amante torpe. Despreciaba las medidas y la mera fogosidad porque solían llevar a los hombres a una estúpida egolatría de su verga, resultando una erupción instantánea que no podía prolongar el encuentro y atender a sus prolongadas necesidades a lo largo de una velada.

Situaba en primer lugar la imaginación, la capacidad de crear morbo y deseo y, desde luego, el descaro y un cierto cinismo al abordar el sexo, pero sin caer en la grosería y la vulgaridad. Provocarle una excitación irresistible, llevarla y mantenerla al borde de un orgasmo solo con una mirada, una insinuación, una alusión velada, un leve roce era el arte de los auténticos maestros del sexo que ella buscaba. Dilatar el encuentro, tensar la situación, como el arquero lleva la cuerda hasta sus labios y siente el tacto del empenaje de la flecha mientras su mirada recorre el camino hasta el blanco y demora el instante del disparo, saber adivinar el ritmo y la intensidad adecuados, el momento de la ternura y el de la pasión, llegando a la crueldad y la dominación si era preciso, eran cualidades imprescindibles para enardecerla y llevarla a una excitación que se mantenía durante horas y que exigía experiencia y firmeza en su amante para sacar de ella una cadena interminable de orgasmos y deseo.

Consideró un tanga particularmente escandaloso. Llevarlo puesto y que a los diez o quince pasos los labios de su coñito abrazaran la tela y la engulleran, en vez de ser contenidos por ésta, era todo uno. A partir de ese momento estar de pie o andando por los jardines donde se celebraría la fiesta sería una pura y prolongada masturbación. Más aún. Su imaginación, siempre activa y perversa le había dictado hace tiempo la ocurrencia de hacer un pequeño nudo en la tira trasera, que quedaba a la altura de su ano. Así su entrada oscura era excitada por el "garbancito" de lycra. Al sentarse sobre él jugaba a introducirlo en su ano lo que requería lentos movimientos laterales de sus caderas y relajar y abrir su culito. Y si al fin conseguía atrapar al esquivo bultito, apretaba su esfínter para retenerlo en su interior y se ponía a caminar, estimulándose y moviéndose de la misma forma que lo contraía al tener un orgasmo.

Se puso el tanga y abrió los muslos para ajustárselo en la entrepierna y sus nalgas. Sus labios vaginales estaban muy suaves después de afeitarlos y aplicarles cuidadosamente crema. Su tacto era muy agradable. Al colocar las costuras del tanga a ambos lados aprovechó para pasar por ellos el dorso de sus dedos. Estaban levemente hinchados por efecto de la depilación pero sobre todo porque cuando comenzaba a excitarse se crecían y se abultaban mientras un tenue flujo los iba perlando.

Apagó la luz desde el interruptor en la cabecera de la cama. Se recostó en las almohadas y remangó el vestido hasta la cintura. Separó las piernas y quedó tumbada, abierta, frente a los espejos del armario, cuidando de no rasgar la colcha con los finos tacones de sus zapatos.

Puso sus manos como un cuenco sobre su coñito y se concentró en la percepción de la humedad y el calor que emanaba y que podía sentirse a través de la tela del tanga. Sus dedos, sólo las yemas, comenzaron a presionar circularmente, de dentro a fuera, con suavidad, hasta que alcanzó a oír el sonido característico de los labios que se separan, cubiertos de espeso flujo femenino. Sus caderas comenzaron a moverse muy despacio, separándose unos centímetros de la cama, manteniendo la tensión un instante y volviendo a caer. Incrementó la presión evitando adrede el contacto con su clítoris. Tocarlo y dispararse en un orgasmo hubiera sido obvio pero precisamente quería prolongar el momento. Masajeó los labios con más intensidad, separándolos y volviéndolos a unir en una lenta cadencia. Su cuerpo estaba respondiendo con un ligero temblor que agitó sus pechos y le arrancó un ahogado gemido.

Sentía el calor en sus mejillas, en toda su cara, expandiéndose como una marea roja y la excitación que se adueñaba de su voluntad dictó las órdenes a partir de entonces. Una mano palpó la entrada de su escote y liberó uno de sus pechos para atrapar a continuación un pezón soliviantado y retorcerlo con furia. Su otra mano se cerró sobre la entrepierna del tanga dando un fuerte tirón hacia arriba. La prenda entera se incrustó entre sus labios empapados. Y siguió tironeando, frotando las costuras y la lycra sobre su clítoris, adelantando las caderas para abrirse más a la invasión de su coño y como guinda, sintiendo el nudo trasero pasar por su ano, que reclamaba una lengua o un dedo que se internara en él. Una polla hubiera sido ya el paraíso.

Un gemido ronco, entrecortado, llenaba la habitación, parecería la agonía de un enfermo si no hubiera sido porque Elena estaba espléndidamente abierta encima de la cama y en vez de perderse y extinguirse crecía en fuerza y pasión mientras sentía que un orgasmo se acercaba y amenazaba con vaciar sus pulmones en un último espasmo de placer.

De repente su cuerpo se arqueó, se tensó hasta casi doler, y el orgasmo explotó en su vientre mientras un grito corto y agudo anunció que acababa. Su piel percibía el aire alrededor y respiraba por cada poro. Sus dientes apretados, la cara mostrando la tensión del disparo, y sus ojos fuertemente cerrados.

Luego sólo quedó un rumor como de olas en sus oídos mientras sus miembros se aflojaban y se volvía consciente de una fina capa de sudor en sus labios y frente y la respiración, todavía agitada, recuperaba lentamente el compás perdido durante el orgasmo.

Se hizo un ovillo en la cama, abrazándose ella misma y llevando las rodillas al pecho, en posición fetal. Y así quedó largo, disfrutando el hormigueo en su cuerpo y una cierta sensación de flotar...

(continuará..., supongo yo ;-))) kage@ole.com