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María José

en Grandes Relatos

Como todos los días, María José se levanta muy temprano para iniciar con sus labores. Atraviesa los grandes corredores de azaleas moviéndose con energía, zambullendo su enorme trasero coquetamente, mientras canta las cumbias de moda, esas que solo se escuchan en San Antero.

Antonio, que trabaja en el Ingenio, se esconde tras las palmeras del patio para verla. La sola presencia de María José provoca en él tal excitación que le es imposible controlarse. Ella aparenta no saberlo, pero también disfruta viéndolo por el espejo que hay en una de las columnas del corredor. Le encanta ver su torso desnudo y la desesperación de sus manos tratando de encontrar alivio en su rígido miembro.

Después del ritual matutino. Antonio entra a la cocina con los encargos de la patrona. María José lo mira indiscretamente como queriendo decir que lo sabe todo. Se suelta su rizado y largo cabello y humedece sus rosados labios para provocarlo. El se sonroja y prefiere no mirarla más. Se despide y antes de salir corriendo le dice que volverá mañana.

María José no concilia el sueño desde hace dos años. Desea vivir esa pasión hasta lo más profundo de su ser. Dando vueltas en la cama, recuerda la noche en que compartió por primera vez su cuerpo. Ella está segura que el hombre que irrumpió en su hamaca tiempo atrás es Antonio. Parece que este le confesó todo al padre Tiberio, quien le impuso abstinencia total por un tiempo largo.

El tiempo llegó a su fin. Como todas las mañanas María José atravesó los corredores de azaleas, moviendo pesadamente su enorme trasero y cantando con voz ronca las cumbias de antaño. La única gran diferencia de este nuevo día, es que Antonio la espera en la puerta de la iglesia, metido en un ataúd. Según el médico forense murió por excesos de tipo sexual. La pobre María José ya no tiene lágrimas para él, se le acabaron hace tiempo, durante una noche de las tantas noches de insomnio que pasó anhelando sus besos y su cuerpo.

Diana Esmeral.