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El Orfanato de San Elias (01: La Posguerra)

en Grandes Series

La posguerra española fue una dura época para las niñas pequeñas, sobre todo para las que no teníamos padres. Mis recuerdos de la infancia no alcanzan más allá de unos rostros sonrientes y unos besos cariñosos. Después, vino un estruendo enorme acompañado de gritos, carreras y un crujido en mi cerebro precursor de una angustiosa oscuridad. Semanas de lloros en el hospital, mal alimentada y desesperada, hasta que, por fin, un rostro amable y enérgico a la vez, me vino a sacar de todo aquello.

Mi tía Marta, era una cincuentona todavía de buen ver. Solterona por esos avatares de la vida que ahora no vienen a cuento, de generosos pechos y amplias caderas, que conservaba todavía una buena figura camuflada a duras penas por el luto riguroso. Tenía un rostro bonito, pero triste y adusto, que no sonreía por nada en el mundo, ni para complacer a su sobrina en sus infantiles juegos. Católica fervorosa y beata como ninguna, me dio una rigurosa educación plagada de rezos, rosarios y visitas a la Iglesia. Como tantas otras niñas, no fui apenas a la escuela del pueblo; pero fue una decisión llena de sentido común, ya que mi tía era maestra y se dedicó con un entusiasmo fervoroso a enseñarme a leer y a escribir. Me adoctrinó en el catecismo y en el espíritu del glorioso alzamiento nacional, amén de tocar de pasada algo de cuentas y de álgebra.

Debía yo tener unos diez años cuando murieron mis padres en la guerra. Entre hospitales, rezos y rosarios, me planté en los doce sin saber más de la vida que algún otro comentario que oía en la plaza del pueblo, en los ratos de juegos que podía compartir con los otros niños bajo la vigilante mirada de la tiesa de mi tía. Empecé, por aquel entonces, a desarrollarme de manera desmedida para las niñas de mi edad. Por lo menos eso creía yo, un poco por comparación, y otro poco por las extrañas miradas que me dedicaban ya, la mayoría de los hombres del pueblo, cuando corría por la plaza jugando al pilla-pilla y otros juegos infantiles.

Y es que mis pechos estaban ya más crecidos que los de la mayoría de las mujeres hechas y derechas del vecindario, y mis sujetadores infantiles no estaban diseñados para controlar tanta abundancia.

La verdad es que estaba acostumbrada a que los mayores me dijeran lo guapa que era y lindezas similares. Nunca le di mayor importancia porque pensaba que se lo decían a todas las niñas. Cuando pasé a ser el centro de atención de los jovencitos del pueblo lo achaqué, como era natural, a ese malsano instinto animal y lujurioso de que tanto me había advertido mi tía. Los chicos se interesaban más en mí que en el resto de mis compañeras porque tenía más de todo: era más alta, tenía más caderas, las tetas muchísimo mayores, y mi cuerpo, en general, había ya perdido esas delgadeces de la adolescencia que algunas se empeñan en perpetuar casi de por vida.

Durante los últimos meses mi cuerpo había sufrido todas esas transformaciones bajo la atenta y preocupada mirada de mi tía. Poco sabía yo de cuerpos de mujeres y, por supuesto, nada del de los hombres. Nunca había visto a mi tía desnuda por mucho que hubiéramos compartido el hogar familiar sin ninguna otra compañía. Ella sí que estaba al tanto del mío, ya que desde que me recogió en su casa se había empeñado en bañarme dos veces por semana y los domingos para ir a misa.

Teníamos una enorme bañera de porcelana que mi tía se encargaba de llenar hasta arriba de agua que calentaba con el contenido de una olla de agua hirviendo. Hacia el final de la tarde me llamaba para el baño de rigor. Me ayudaba a desvestirme y, ya desnuda, me hacía colocarme de pie en la bañera. Ella entonces se despojaba de su vestido para no estropeárselo de las salpicaduras, y se quedaba en corpiño y enaguas. Eso fue una suerte, ya que me permitía apreciar las formas del cuerpo de mi tía y compararlas con el mío, consolándome de esta manera, ya que pude apreciar que todo lo que crecía en el mío se parecía a lo que tenía ella. Mi tía me enjabonaba lentamente y a conciencia, mientras me preguntaba si rezaba y si no cometía pecados, yo siempre le respondía a todo que sí. Dejaba después que me frotara con sus manos por todo mi cuerpo para sacarme el jabón. Me envolvía en una toalla y me mandaba a mi habitación. El mundo no estaba para despilfarros, y ella aprovechaba para bañarse a su vez en la misma bañera que yo había utilizado.

En los últimos meses el rito se había modificado algo. Ya he mencionado que mis pechos estaban creciendo mucho, mis caderas aumentaban también considerablemente y empezaba a mostrar un leve vello púbico que coronaba graciosamente mi entrepierna. Mi tía se concentraba ahora más y más en frotarme las tetas y la vagina. Decía que eso no podía ser, que sólo tenía doce años y que no era normal tal desarrollo. Con todos esos tocamientos mis pezones se ponían siempre duros y alcanzaban un tamaño considerable. Aquello debía de ser la imagen más soñada del más vil de los pederastas, ya que no dejaba de ser yo una niña de dulces facciones, ojos azules y pelo negro todavía peinado en largas trenzas, con unas enormes tetas coronadas de unos pezones erectos a más no poder. A todo esto mi tía no dejaba de abrir los ojos y manosearme más todavía, rezando muchas veces al mismo tiempo, para que ese desarrollo se detuviera y pidiendo por mí a lo más alto, porque yo no había hecho nada malo y no me merecía tales desgracias.

Fue para mí una época de confusión y desasosiego. Recuerdo que mi cuerpo empezaba a manifestar una serie de sensaciones hasta ahora desconocidas para mí. No puedo precisar bien si llegue a sentir verdadero placer en la bañera. Lo que sí recuerdo son momentos de jadeos y de mucha turbación mientras mi tía me frotaba el clítoris con una esponja vieja, al tiempo que me aclaraba con la otra mano los pezones trémulos y a punto de estallar, aunque ya hubieran dejado de tener jabón hacía tiempo.

Ahora recordando aquella imagen, estoy convencida de que mi tía no era lesbiana ni nada parecido. No era más que una mujer reprimida por sus propios fantasmas y que veía en mi cuerpo el suyo propio, cuarenta años más joven. Una tarde de ese verano y después de haber pasado una mañana de perros, antes de la merienda, observé horrorizada como mis bragas estaban manchadas de algo parecido a sangre y que, además, la cosa parecía grave porque un leve chorro bajaba ya por mis piernas.

Fue uno de los momentos más horribles de mi vida. Eran los albores de la España franquista, mi tía era una mojigata, y ninguna de mis compañeras de juegos, mucho más niñas que yo en todos los aspectos, me habían avisado. Mis lloros se oyeron por toda la casa y mi tía acudió presurosa.

- ¡Ya sabía yo que esto tenía que pasar!. ¡Dios mío, qué hemos hecho nosotras para merecer tal castigo!

Aquellas palabras fueron las definitivas y caí desmayada al suelo. Me veía ya condenada a todos los infiernos, muerta y desangrada, por culpa de mis espantosos pecados que hacían que mi cuerpo sufriera estos castigos.

Mi tía que era, ante todo, una buena mujer se comportó bien aquella noche. Recuerdo que desperté tumbada en la cama de su habitación con una toalla húmeda en la sien. Me había cambiado las bragas y la falda, y me había colocada una compresa que, como mínimo, me daba una sensación de cierta seguridad. Recuerdo que, entre lloros, me acarició los cabellos y me dijo que toda la culpa era suya, que tenía que haberme avisado antes, que eso le pasa a todas las mujeres y que no es ningún castigo. Es un mensaje que nos manda el cielo para que sepamos que ya podemos engendrar hijos en nuestras entrañas. Cosa que, lejos de ser mala, es una bendición que nos manda el Señor. Yo balbucía todo el tiempo y no hacía más que repetir que era mentira, que a ella no le pasaba nada de eso, que ya me había advertido en la bañera de mis abundancias, y era porque yo era mala, y Dios me castigaba de esa manera.

- No, Anita no - que así me llamo yo por cierto -, perdona por todo lo que te he dicho pero no es cierto - dijo mi tía apesadumbrada -. Lo que te ha pasado es el período, y sí que es cierto que a mí no me pasa; pero es que a las mujeres mayores se les quita y eso significa que ya no podremos tener hijos nunca más. No te preocupes, cariño, que tú aún tienes toda la vida por delante - la lágrima que cayó por su mejilla fue lo que me convenció de que todo lo que decía podía ser cierto -. - Sí tía, pero entonces, lo de mi cuerpo sigue sin ser normal. Ninguna niña es como yo. Ninguna tiene tantos bultos ni tantos pelitos. - Sí hija, eso es verdad, y es posible que no los tengan nunca: pero eso es porque nuestra familia, tu madre, en paz descanse, y yo somos así, estamos más desarrolladas de lo normal. Entonces me dio un dulce beso y levantándose de la cama empezó lentamente a desnudarse.

Yo ya sabía por lo que había podido entrever que mi tía era también de generosas medidas, aunque hasta ahora no le había dado importancia porque su corpiño apretado y su faja, como los que llevaban todas las mujeres de su edad, ocultaba mucho. Abrí los ojos desorbitadamente cuando mi tía desabrochó su corpiño y me mostró unas enormes tetas casi el doble que las mías, aunque bastante más caídas, coronadas por unos estupendos pezones. Después se despojó de su falda y enaguas, y pude ver también su pubis cubierto de un vello fuerte, negro y rizado. Se quedó, de esta manera, delante de mí tal como llegó al mundo. Comprobé que sus proporciones eran muy diferentes al del resto de las mujeres del pueblo. Su cuerpo aunque algo entrado en carnes era precioso y opulento, y su rostro ahora sonrojado del todo por la situación era hermoso. Entonces acercándose me dijo:

- ¿Ves cariño, como nos parecemos? . Aunque tú - me dijo con una pícara sonrisa- eres mucho más guapa de lo que yo he sido nunca. Y, además, - añadió mientras acariciaba con sus manos uno de mis pechos- tienes tantas tetas como yo tenía a los dieciséis.

Algo cambió en mi tía a partir de aquel día. Ya no me bañaba. Decidió que ya era mayor para hacerlo sola. Aunque, alguna vez, venía antes de tiempo y me miraba, respirando entrecortadamente, mientras esperaba que yo acabara de secarme, para luego pasar a desnudarse en mi presencia para no perder tiempo y poderse bañar ella.

Yo estaba un poco liada con esto de las desnudeces de mi tía hasta que un día, cuando era su turno, me acerqué a la habitación del baño. Quería comprobar si ella se frotaba también la entrepierna como me hacía a mí antes. No las tenía todas conmigo y pensaba si no sería pecado todo eso de espiar al prójimo, cuando oí una respiración alta y jadeante que salía del cuarto. Me asomé intrigada. Mi tía estaba sentada fuera de la bañera con el cuerpo aún mojado y observé estupefacta como se acariciaba una y otra vez el clítoris, con las piernas totalmente abiertas. Su respiración subía en intensidad y sus tetas se bamboleaban del esfuerzo de un lado a otro. Tenía los labios entreabiertos, las aletas de la nariz palpitantes y parecía pasárselo de muerte. Empezó ponerse tensa y todo su cuerpo se puso en tensión, y mientras sus pezones parecían estar a punto de reventar, emitió un grito ahogado mientras su cuerpo entero se convulsionaba.

Creo que fue la mayor masturbación que he tenido el placer de observar en mi vida. Ni yo misma he conseguido nunca algo similar. Yo tenía los ojos abiertos como platos, y mi corazón latía precipitadamente. Volví corriendo a mi habitación. Me desnudé y me miré en el espejo. Con casi trece años tenía un cuerpo impresionante. Mis tetas, los últimos meses habían aumentado pero muchísimo más lentamente, empezaban a luchar contra la ley de la gravedad aunque sin perder la batalla. Giré despacio observando mi cuerpo en el espejo y tomando conciencia por primera vez de él. Tenía la piel algo oscura y sin manchas, lo cual le daba una apariencia satinada y suave, mis piernas eran esbeltas y bien proporcionadas, mi culo redondo, grande y respingón, mi vientre plano y mi cintura estrecha. Cuando levantaba la mirada aparecían mis pechos enhiestos y generosos. Mis pezones continuaban sonrosados y erectos, desde que viera la masturbación de mi tía. Pasé mis manos por ellos pellizcándolos. Un estallido de placer recorrió mi cuerpo y noté una humedad en mi vagina. Bajé la mano hacía mi clítoris, estaba mojado. Me tumbé en la cama desnuda y ronroneando, y abriendo las piernas empecé a masturbarse como había visto hacer a mi tía. Oleadas de placer me recorrieron el cuerpo y, mientras mis dedos frotaban el clítoris, algo subía y subía en mi interior. No podía sacar de mi mente la imagen de mi tía abierta de piernas y ahíta de sexo. Noté, que iba a pasar algo y una oleada de placer estalló en mi cerebro, mientras notaba como mi vagina se llenaba de flujos. Me corrí por primera vez en mi vida y fue maravilloso.