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El Orfanato de San Elias (02: Don Antonio)

en Grandes Series

Recuerdo aquel verano como agotador. Mi desarrollo corporal se relajó algo, pero no engañaba a nadie. Empecé a vestir diferente. Dejé las faldas cortas de niña. No podía continuar con ellas, las mujeres del pueblo me criticaban y los hombres se ponían nerviosos. Usaba blusones anchos para disimular mis tetas y no me arreglaba nada. Conseguí calmar a los más mayores, pero los más jóvenes estaban como en celo. Me llamaban cosas y tuve alguna que otra mala experiencia. Alguno me acorraló y los más osados intentaron meterme mano. La verdad es que se asustaban rápido y algún que otro manoseo no me produjo otra cosa que asco. Pero la cosa se fue tranquilizando. Yo seguía disfrutando de mi cuerpo a solas. A veces observaba a mi tía, a escondidas, como se masturbaba en la bañera y yo también lo hacía, mirándola

A ella se la veía más animada. Había empezado a vestirse mejor y a arreglarse. Su expresión se había dulcificado, y aún era una mujer muy atractiva. Pero su nueva imagen le trajo problemas. Mi tía Marta no se tomó demasiado a mal que el grupo del rosario la dejara de lado, y no la invitaran a las meriendas en casa de la mujer del sacristán. Ella se cuidaba cada vez más, vestía con faldas modernas ajustadas y dejó el luto definitivamente. Fue curioso como un poco de dieta, alguna visita a la peluquería y un leve maquillaje, la convirtieron en una mujer cañón. Los cambios, sin embargo, sólo lo fueron en apariencia. Marta seguía siendo una fervorosa creyente que siempre me llevaba del brazo a la misa del domingo y que no se saltaba ni un día el rosario de rigor.

Por otro lado, yo era bastante feliz. Mi nueva afición a la masturbación me hacía conseguir una media de dos o tres orgasmos diarios. Nunca creí que eso fuera pecado ya que mi tía, la mejor referencia de las virtudes cristianas, lo hacía también de vez en cuando. Mi otra afición era espiar a hurtadillas todo lo que podía. No tenía muchas otras distracciones. Los chicos de mi edad tenían serias dificultades de comunicación conmigo ya que se limitaban a fijar su mirada en mis pechos, en mis piernas o en cualquier rendija de mi anatomía que conseguían entrever, a pesar de mis ropas de camuflaje. Las chicas eran otro cantar, creo que me veían como a una extraterrestre y la envidia que les suscitaba, no les daba otra alternativa que despreciarme. Por eso, a falta de otro entretenimiento, solía espiar a mi tía cuando atendía a las pocas visitas que se dignaban a aparecer por nuestro hogar. Quizá no fuera buena idea que aquella tarde la estuviera espiando. Había recibido la visita del padre Damián, nuestro confesor ya que, como llevaba unos días de gripe y pretendía asistir a la misa del domingo, debía ser confesada para poder tomar la eucaristía.

Sólo con el paso del tiempo le he dado valor a la figura del padre Damián. Era un buen hombre, sencillo, amigo de las largas charlas y del vino tinto. Este último defectillo le hacía el blanco de las críticas de la mayoría de las beatas del lugar. Había sido nuestro confesor de toda la vida y mi tía, que no era nada tonta, lo tenía en la estima que merecía. Fue el padre Damián nuestro único valedor cuando las mujeres del pueblo le iban con chismes y mentiras. Las despachaba con viento fresco y les decía que la naturaleza era la única responsable de nuestras virtudes corporales y que, en todo caso, el pecado estaba en otro sitio que en nuestros cuerpos. Aquella tarde, como he dicho, no pude evitar espiarles. No sabía que iba a presenciar una confesión. Si lo hubiera sabido nunca hubiera vulnerado el sagrado secreto. Yo simplemente observaba al capellán de nariz colorada, por los tientos que le debía de haber dado al tintorro en la taberna, como, sentado al borde de la cama donde reposaba mi tía, charlaba animosamente con ella. Al cabo de un tiempo oí la voz velada de mi tía.

- Ave María Purísima - el padre Damián automáticamente besó la estola y se la puso alrededor del cuello -. Padre, hace una semana y media que no me confieso. - - Sin pecado concebida, poco tiempo te habrá dado para pecar, hija. Dime, de todas maneras, tus faltas, que Dios lo perdona todo. Me quedé paralizada. Esas frases de rigor ya las había oído antes en mis propias confesiones. ¡Yo no podía oír eso!. Decidí que era demasiado tarde. Si me movía ahora me podían descubrir, ya que el capellán había variado su posición con respecto a la rendija de la puerta.

- Lo de siempre padre, la carne. No sé qué me pasa, de un tiempo a esta parte casi no me puedo controlar. Sin ir más lejos, desde que estoy enferma me he masturbado un par de veces.

Yo no podía dar crédito a lo que oía. ¡Eso era un pecado y,... de la carne!. Nunca lo hubiera dicho. Yo nunca lo había confesado por desconocimiento. Debía de estar en pecado mortal. Tuve un impulso de salir corriendo a la Iglesia donde, con suerte, podría encontrar al coadjutor para una confesión rápida.

- Marta, Marta - dijo el padre sonriendo beatíficamente -, ¿qué vamos a hacer contigo?. Ya te he dicho que no es bueno que la mujer esté sola, que necesitas un compañero. Búscalo, y mientras no te lo dé Dios, castidad, Marta, castidad. Por todos los Santos, cuando te entren ganas reza, que el cielo te ayudará. Venga, cuatro padrenuestros y tres avemarías, te espero mañana en misa. - - Si es que, padre, -mi tía se resistía en acabar tan pronto - tengo muchos calores por todo el cuerpo.

Para dar más énfasis a sus afirmaciones, mi tía se destapó, despojándose del cobertor y mostrándose al padre Damián en camisón. Recordemos que era la posguerra, y que incluso había maridos que no habían llegado a ver a sus propias mujeres de esa guisa. El sacerdote tuvo, de esta manera, una visión reservada a muy pocos: mi tía Marta mostraba toda su opulencia apenas cubierta por una camisón semitransparente, sin las ataduras del corpiño y la faja. La parte inferior del camisón - supongo que por las agitaciones de la propia confesión -, se le había enrollado hasta los mulos, mostrado la totalidad de sus macizas piernas. Si darse cuenta de la situación mi tía, empeñada en explicarle al padre Damián, siguió con su apasionada confesión.

- Se me calienta todo el cuerpo y entonces me arden los pechos, - decía apretándoselos e intentando abarcarlos con las manos, tarea imposible ante tanta abundancia -. Después me arde aquí, dijo llevándose las manos al sexo y abriendo simultáneamente las piernas, simulando la postura que yo tanto conocía de sus masturbaciones. - - Dios mío, Dios mío - empezó a articular el sacerdote, mientras miraba embobado esa imagen de hembra exuberante medio desnuda y en plena explicación lujuriosa -, tápese hija mía, tápese, que soy un cura de pueblo y no estoy acostumbrada a estas visiones. Mal está que a ti te arda el cuerpo; pero peor será que por ello me tenga que condenar yo al infierno - balbució precipitadamente, mientras que, sin apartar la mirada de esas carnes colosales, comenzó su rápida retahíla -. "Ego te absolvo in nomine pater,...".

Con la cara contraída salió de la habitación de mi tía, haciendo la señal de la cruz desde la puerta. Mi tía no entendía nada. Yo, la verdad sea dicha, que la única conclusión que saqué de todo aquello era que debía de confesar mis pecados y, a partir de aquel momento, relaté siempre al bueno del padre Damián mis toqueteos y mis orgasmos, con todo detalle. El buen sacerdote sufría en silencio aquella sinceridad perdonándome siempre, dándome penitencias fáciles y aprovechando para soltarme alguna frase de buen humor o de sentido común, de las que hacía alarde a pesar de lo sufrido de la situación

Con el ánimo de seguir los consejos del cura mi tía empezó a fijarse en el sexo opuesto. No tenía muchas oportunidades en un pueblo pequeño y con pocos hombres libres. Hasta que apareció en nuestras vidas el señor Antonio. El señor Antonio era un vecino que se había quedado viudo hacía unos años. Debía rondar por los sesenta y cinco años. Estaba bastante estropeado. Había que reconocer que su anatomía dejaba bastante que desear: era más bajo que mi tía, gordo y sudoroso. Su rostro tampoco era nada atractivo, llevaba el poco cabello que le quedaba sin arreglar y sus ojos estaban censurados por unas enormes gafas de concha con cristales gruesos. Tenía un carácter taciturno y de pocas palabras, pero era el único hombre del pueblo que, a veces, se paraba a hablar con nosotras. Al resto no se lo permitían sus respectivas mujeres, para las que debíamos ser, en aquella época, algo así como la encarnación del pecado. Los cambios en el estilo de mi tía, no fueron acicate para nuestro vecino. Su nuevo empaque acaparaba tanto la atención de los hombres que casi se habían olvidado de mí, escondida en mi nueva imagen de patito feo. Antonio, empezó a desengañarse de ella: aquel cuerpazo no podía ser para él.

Marta, sin embargo, parecía tener las cosas claras. Lo invitó una tarde a tomar café. Se vistió de manera provocativa. Se puso una falda con raja y unas medias, de manera que enseñaba casi toda la pierna. Llevaba una blusa ajustada con un escote enorme, yo nunca se la había visto antes. El señor Antonio casi no podía articular palabra mientras ella cruzaba las piernas una y otra vez, inclinándose sin motivo para mostrarle el escote. Antonio no podía desviar la mirada de esas tetas tan gordas que, sin corpiño, le debían parecer una visión celestial. Yo no hacía más que observar impresionada un bulto que le iba creciendo en la bragueta a ese señor. Rodeada de tal sensualidad me costaba seguir la conversación, porque había empezado a mojarme toda. Por aquella época yo me masturbaba unas dos veces por día así que, de repente, empecé a tener unas ganas locas de tocarme un poquito. Les dije que estaba cansada, que me iba a dormir y me retiré.

Antes de irme a mi habitación y como ya era habitual en mí, me quedé a espiar. Mi tía ya se había acercado al señor Antonio, apoyándose descaradamente en él con sus senos y caderas, como si fuera algo casual. Él ya no podía disimular el grandioso bulto que tenía en el pantalón, más que nada porque mi tía se lo miraba fijamente. Mi tía Marta levantó la mirada del bulto para fijarla en los ojos vidriosos del pobre hombre y, muy despacio, le cogió la mano y la introdujo en su fabuloso escote. Antonio excitado, a más no poder, empezó a respirar fuertemente. Mi tía cerró los ojos y echando la espalda hacia atrás, se abrió toda la blusa, mostrándole unas tetas monumentales. El señor Antonio se abalanzó sobre esos globos, hinchados por la excitación y por la postura, y dirigió ansiosamente su boca a los pezones y los chupó con deleite, mientras intentaba amasar con sus manos los enormes pechos. Mi tía puso los ojos en blanco y se dejó hacer. El hombre empezó a acariciarle las piernas subiendo poco a poco, mientras no soltaba de su boca el voluminoso pezón. Ella saboreó un rato el momento y luego optó por ponerse en pie delante de él, y desnudarse por completo. Antonio abrió los ojos ante la visión, a pocos centímetros de su cara, de un pubis impresionante cubierto por una pelambrera de vello rizado y oloroso. Enloquecido y poniendo las manos sobre las también voluminosas nalgas de mi tía, la atrajo hacia sí, y hundió su lengua en la vulva chorreante que le ofrecía, chupando como un poseso. Marta gritó y creó que se corrió inmediatamente, estaba excitadísima. El señor Antonio estaba todo colorado y hacía unos ruidos raros con la boca. Se calló cuando mi tía lo atrajo hacía ella, poniéndolo de pie y acariciándole la entrepierna. Hábilmente le abrió la cremallera y sacó algo fuera. Era la primera vez que yo veía algo así. El señor Antonio tenía un pene enorme - eso me pareció entonces, aunque debía ser más bien normalito -, estaba todo rojo y mi tía lo empezó a acariciar con dulzura una y otra vez. Su mano se cerraba suavemente entorno al miembro y la movía con un ritmo lento, mientras observaba extasiada como aumentaba de tamaño.

Yo no me podía aguantar más. Me fijaba en sus caras de placer y no podía apartar la mirada de ese miembro viril tan apreciado por mi tía. Introduje los dedos por mis braguitas y me masturbé observando el espectáculo. Antonio que gemía sin parar, sacó fuerzas de flaqueza y dándole la vuelta a mi tía, la dobló contra la mesa y la penetró por detrás como hacen los animales. Empezó a dar embestidas fuertes mientras intentaba aferrar a mi tía por las tetas. Ella gritaba como una cerda, sin preocuparse de que la pudiera oír nadie. Yo ya estaba a punto de llegar. Movía enloquecidamente los dedos sobre mi clítoris. En un momento, Antonio dio un grito, y se corrió precipitadamente dentro de mi tía. Ella empezó a convulsionarse en silencio, pero con movimientos bruscos, diferente de como se corría cuando se masturbaba. Yo a todo esto, había tenido mi primer doble orgasmo y con un hilillo de saliva, rezumando por la comisura de mi boca, me precipité corriendo a mi habitación.

Antonio y mi tía siguieron protagonizando escenas similares. El pobre Antonio ponía, a veces, caras de no entender como tenía tanta suerte de disfrutar de todo eso. Y lo cierto, es que siempre que los espié, desnudos a los dos, estaba claro que ella era una estupenda hembra, y él un viejo gordo y baboso. Pero a mi tía le excitaba. Cuando mi tía se la chupaba con fruición yo les observaba a hurtadillas, y me calentaba mucho viendo al señor Antonio correrse. Descubrí de esa manera que no necesariamente el sexo y la belleza física están relacionados.

Me acostumbré a tener al señor Antonio por la casa y como no lo veía como una amenaza, porque mi tía lo dejaba totalmente satisfecho y agotado, no me preocupaba mucho esconder mi cuerpo delante de él. Una tarde mientras leía en el sofá descubrí que me miraba las piernas embelesado. Mi primera reacción fue taparme, pero algo en la expresión de su cara hizo que me excitara. Despacito y como si no me diera cuenta las fui abriendo, hasta que él pudo vérmelas enteras y parte de mis braguitas. Observé de reojo como se le hinchaba el bulto del pantalón. A mi mente llegó con rapidez la imagen de ese pene, que se ponía erecto en mi presencia, dentro de la boca de mi tía. Empecé a acalorarme, me levanté de un salto, me metí en el baño y me masturbé furiosamente.

Yo era entonces muy pequeña, trece años nada más. Aunque me excitara el señor Antonio y lo hubiera visto desnudo y haciéndole de todo a mi tía, no me cabía en la cabeza que pudiera poner sus manos sobre mí. Lo veía pecado, aunque no sabía muy bien por qué. Pero tenía que inventar algo para calmar mis sofocos. Tuve una idea genial.

Por aquel entonces nos estaban instalando una ducha en casa. En el pueblo no acababa de cuajar todavía ese invento moderno y poca gente lo usaba. En nuestra casa se había habilitado una pequeña habitación como cuarto de baño secundario que contenía la ducha, un pequeño lavamanos y un espejo enorme que lo coronaba. La puerta no tenía pestillo. Aquella tarde no me vestí como un patito feo. Esperé al señor Antonio en el sillón de costumbre, para iniciar nuestro ritual de las piernas, aunque esta vez llevaba una minifalda y unas bragas negras que le había cogido prestadas a mi tía. Me puse una camiseta ajustada sin sujetador y lo esperé. Antonio cuando llegó tomó su posición estratégica de siempre delante de mí. Se quedó atónito mirándome, quizás viéndome por primera vez. Observó los bultos que formaban mis pechos dentro de la camiseta, y como yo estaba ansiosa, la marca que hacían mis pezones excitados. Iniciamos el rito de: yo abriéndome de piernas como quien no quiere la cosa y él babeando, mirándome, y a punto de reventar el pantalón. Empezó a respirar agitadamente y temiendo que se corriera allí mismo y estropear el invento, me levanté de un salto y le dije que me iba a duchar. Entré en la ducha y esperé, escuchando los ruidos de la casa. Como había previsto unos pasos furtivos se acercaron a la puerta del cuarto de baño. Desde la rendija entreabierta se observaba el espejo que, a su vez, daba una imagen completa de todo mi cuerpo. Hay que recordar que yo era una experta espía y tenía todos los ángulos de la casa estudiados. Excitadísima por sentirme observada empecé a desnudarme lentamente. La camiseta salió sola y mis tetas cayeron bamboleándose con todo su esplendor, oí un gemido apagado tras la puerta, probablemente él no se esperaba eso. Después, me acabé de desnudar y, ahogando mis ansias, me observé ante el espejo sabiendo que él también me veía. Admiré mi cuerpo cada vez más opulento, acaricié un poco mis pezones y me metí en la ducha sin cerrar la cortina. De la rendija de la puerta venía un ruidito como de vaivén, imaginé que el señor Antonio se estaba masturbando en mi honor. Abrí el agua y me enjaboné lentamente, me paraba en los pezones, iba muy despacio en la vulva, me giré y me enjaboné el culo pasando la esponja poco a poco por la raja. Era consciente en todo momento que Antonio me miraba, que no se perdía detalle, porque aumentaba el ritmo de los ruidos. Eso acabó con todos mis pundonores, un calor se concentró en mi clítoris, nadie se había masturbando antes mirándome. Me giré de cara hacia el espejo, levanté una pierna apoyándola en el lavamanos, y ofreciéndole una imagen de mi sexo abierto, me masturbé yo también, feliz y dudando si el señor Antonio podría soportar tal exhibición.

Antonio soportó esas exhibiciones unos seis meses. La cantidad de veces que copuló con mi tía de manera bestial, sus gritos ya se oían en la calle, y todas las pajas que se hizo a mi salud, acabaron con la suya. Las últimas veces que los espié habría jurado que cada vez que mi tía se la chupaba, algo también le chupaba del alma, porque su expresión se fue haciendo cada vez más lánguida. Antonio murió con mi tía sentada encima cabalgándole como una cosaca, jamás vi a nadie morir tan feliz, ni disfrutar tanto de su última corrida.

La desgracia y lo que nos sorprendió a todos fue que mi tía, una mujer esplendorosa y, al parecer, en su mejor apogeo sexual, murió también al cabo de un mes embargada por la pena.