Entre ir a la montaña o la playa, aquél verano decidimos lo segundo. Estábamos en crisis sentimental. Demasiados años ya que nos conocíamos y pocas aventuras que contarnos. Al azar, entre la chica de la agencia de viajes y mis dudas, optamos por una playa al sur de España, más concreto en Almería, donde la luz, espacios naturales y belleza eran pregonados por todos los dípticos de publicidad que se encontraban en las revistas de viajes.
En aquella época ejercía de maestra de escuela en Vigo, un colegio lindante con
la calle Pizarro del que recuerdo tantas historias que algún día tendré que
ponerme a relatarlas para evitar el olvido. Tomamos el tren en la estación de
Renfe, dejando primero el auto aparcado en la calle de Urzaiz, donde degustamos
un gratificante desayuno, y al que dejamos con la premisa de no tener que tomar
un taxi cuando volviéramos.. Amenazan huelga y no nos apetecía nada pensar en la
vuelta a casa con esos problemas.
El viaje en tren fue de lo más aburrido. No había forma de animarnos. Cada uno
en sus pensamientos, individuales, comedidos, ninguno daba su brazo a torcer, lo
que prometía unas vacaciones de lo más tristes. Viendo como estaba de humor mi
marido, me fui al vagón - bar y entablé conversación con un muchacho, decía
llamarse Emilio, a saber si es verdad, nunca le vi su carné de identidad. Me
comentaba este Emilio que en sus viajes siempre iba con lo puesto y una mochila.
No necesitaba nada más. Hoy día, en todos los camping, se podían encontrar
cubiertas todas las necesidades sin más. Ligero de equipaje me comentó durante
todo el trayecto aventuras que, tal y como las iba desarrollando, desee hacerlas
mías allí mismo.
¡Estos jóvenes sabían vivir!. No cabe duda. Nosotros habíamos olvidado los
sueños, los incentivos que mueven el mundo.. las ganas por el descubrimiento, la
flor que emerge de la tierra y la adorna, la cubre y la fertiliza.. Estábamos
muertos en vida. Al parar el tren en Jaén se bajó deseándonos un buen viaje con
un beso en la mejilla que me pareció de lo más inocente y maravilloso.
Animada por la larguísima charla, pasé al vagón litera, desperté a mi amor con
besitos y me tumbé a su lado. Mecánicamente me echó la mano por el hombro y
siguió durmiendo.. me quedé dormida yo también hasta que avisaron
insistentemente que habíamos llegado a la estación de Almería, última parada.
Bajamos con todos los bultos, demasiados trastos. Recordé a Emilio y su poco
equipaje dándole una vez más la razón.. ¿qué vacaciones eran esas con tanta
maleta?. Ni que fuéramos al polo norte, protesté.
Pero Ramón no podía salir de viaje sin sus libros, su portátil, sus cintas
grabadoras, los trajes de verano, camisas, camisetas.. argumentaba que sin sus
cosas no se sentiría a sus anchas.. Mi equipaje era más reducido. Odiaba los
ordenadores, así que sólo llevaba un buen libro, "Qué me querés, amor", de
Manuel Rivas, imprescindible para un alma como la mía, sedienta de aventuras y
cariño y dos vestidos. Si necesitaba algo más, echaría mano de las camisetas de
mi marido, seguro que me las dejaba sin protestar con tal de que le dejara en
paz.
El hotel se encontraba en la localidad de San José, junto al bar Tío Pepe,
espacioso, muchas vistas y aparente comodidad. Lo dejé todo encima de la cama y
bajé por las escaleras que conducían a la playa. Quería sentir el agua bajo mis
pies. Andar por la orilla. La visión era preciosa. Estaba anocheciendo. Las
olas, suavemente rozaban la arena, la acariciaban y hablaban quedo.. me contaban
que otras veces, allá a lo lejos, en la isla de Alborán, habitaron sirenas de
verdad que animaban a los pescadores con sus cantos y les traían toda clase de
suerte en la pesca. A cambio, los marineros no pescaban los hijos de aquellas
aguas claras que estaban en vías de extinción.. Habían llegado a un mutuo
acuerdo. Y así pasaron los años, los siglos... donde aún hoy se mantiene el
compromiso dando lugar a una fauna y flora marítima catalogada como una de las
mejores en su especie de todo el mediterráneo.
La mar cubrió mis pies descalzos, acarició con su espuma la huella de mis dedos,
abrazó mis tobillos y me deslicé suavemente hacia dentro... a lo lejos, muy a lo
lejos, dejé de dar pié, pero me mecían las olas, no había miedo a la noche donde
un agua tan clara refleja las estrellas como guiños de niños que cantan en la
escuela.. No quería salir. Me sentía cobijada, fresca mi piel, dueña de mundos
desconocidos. Allá a lo lejos, se vio venir un catamarán que yo imaginé dominado
por bellísimos sueños.
Nadé un poco más y salí a toda prisa porque Ramón no paraba de llamarme desde la
ventana y con sus gritos iba a dar lugar a que vinieran todos los vecinos a ver
qué pasaba. Subí las escaleras a toda prisa. Estaba llegando al primer piso, a
la altura de la terraza del bar, cuando una voz ronca, fuerte, me saludó con un
"buenas noches" que paró mi acelero en seco. ¡Perdón!. Llevo prisa. Buenas
noches.
Algo de él se quedó en mi cerebro porque a la mañana siguiente, bajábamos los
dos, portátil en mano, pareo y bañadores, cuando nos tendió la mano
presentándose con muchísima educación, invitándonos a pasar a su apartamento. Un
buen desayuno antes de bajar a la playa sería muy apropiado. Es una playa
bastante espaciosa, no habrá problemas para poner las toallas cómodamente.
Pasamos al interior de la casa, donde en la parte posterior había una azotea en
la que él había hecho construir una bañera gigante con agua de mar.
Sentí curiosidad. Pedí acercarme a verla mejor. Efectivamente, había un decorado
a base de piedra y lasca por donde corría un agua limpia, tumultuosa, formando
espuma hasta cubrir del todo una bañera que invitaba al descanso.. ¡qué
original!. Nunca había visto nada igual. Más tarde, cuando haya anochecido, nos
dijo nuestro amable vecino, podemos darnos un baño, si os apetece, claro.
Por un momento Ramón dejó su portátil y se aproximó a tocar el agua, que estaba a una temperatura muy agradable al tacto, con bastante espuma, con ojos incrédulos por el sitio y el espacio. Muy bien construida. ¿Ha sido idea suya?. Acertó a preguntar. Si. Por supuesto. Todo es decoración mía. Están invitados.
Al acabar de tomar el café, cremoso, muy cremoso, hicimos intención de bajar a la playa, pero Pedro, que así se llamaba nuestro amable anfitrión, comentó que tenía un todo terreno, si queríamos, nos llevaría a otra playa, un poco más lejos, donde podríamos descansar sin la compañía de tanta gente, más tranquila y acogedora, si cabe, que ésta. Ah, ¿pero todavía se puede mejorar?. Esta es bellísima. Lo comprobé anoche. El agua está limpia, su arena es cálida. Se está muy bien. Añadí.
Espera y me comentas cuando lleguemos. Compruébalo tú misma, añadió Pedro
satisfecho. Tomamos el camino de la playa. Me puse en el asiento de atrás, en el
centro, quería ver a ambos lados todo lo que la vista podía abarcar. Fue un
gesto, pero como un imán mis ojos se cruzaron en el espejo retrovisor con
su mirada. Quedé atrapada. ¿Cómo se podían reflejar mis ojos en unos ojos tan
negros?. No lo sé. Nunca lo supe, pero allí estaba yo. Mirándome en ellos.
Llegamos hasta donde el vehículo podía acceder, donde un indicador prohibía
seguir a dos ruedas para conservar el medio ambiente. Nos pusimos a caminar
despacio, saboreando la brisa que llegaba al alma, olor a algas frescas, mar
abierto, dunas que cobijan sueños de largo. La otra noche hizo mucho viento,
comentó Pedro. Tened cuidado con las dunas, algunas os pueden enterrar.. están
falsamente en alto de la misma intensidad.
"Dune.. me acordé de la película de arrakis, los hijos de Dune.. qué belleza. En
cualquier momento podían aparecer de entre sus entrañas los gusanos buscadores
de agua". Sentí un inmenso placer acompañado de un escalofrío. Dejé todo cerca
de la orilla y me tumbé entre unos juncos de mar que hacían una ligera sombra
sobre una duna. Estaba caliente la arena, suave, finísima. Sentí como me
traspasaba el calor la piel, como me embriagaba en una borrachera de la que no
hacía falta beber alcohol. ¿Quieres compartirlo?. Ramón me estaba acercando un
cigarrillo al que le dí una calada suave, profunda.. hummmm.. sabe muy bien..
buena hierba. Rió y se fue a donde estaba Pedro. Los dos, a los pocos minutos
reían a carcajadas. Quise acompañarlos pero me sentía relajada, amada por aquel
espacio infinito, cielo azul, esparto, mar sereno... sonidos que me hundían en
un sopor apetecible y único.
A lo lejos, a la derecha, unas pitas miraban osadas al cielo, erguidas, vigilantes de nuestros cuerpos, nuestra desnudez. Con paso pausado me acerqué al agua. La necesitaba. Los chicos debieron sentir lo mismo porque no había puesto aún los pies en aquella agua tan transparente cuando sentí las manos de Ramón en mis hombros, acariciadoras, sugerentes. ¿Qué había pasado?. Todo estaba cambiando. Nuestros cuerpos se adueñaron de un paisaje. Vibraban al compás de las olas sobre la arena. Roca de siglos dormida en formas infinitas que no paraban de erosionar. Pedro se puso delante mía y me besó la boca al tiempo que a Ramón lo tenía detrás tomándome la espalda, pasándome unos dedos suaves, tan finos que parecían de mujer. Siempre fue muy precavido con sus manos, su piel.. cosa que agradecía por el placer que me estaban dando.
Nos quedamos los tres, fijos los cuerpos, inmóviles, entre el mar y la tierra un buen rato, sintiendo nuestros corazones, acariciándonos. De pronto Pedro, empezó a rodearme en un abrazo y me condujo hacia el agua, lo suficiente para cubrir nuestros cuerpos, sentado, me tomó sobre él acoplándose nuestros cuerpos. Ramón quiso participar de ese momento besándonos, acariciándonos, mientras sus manos, fuertes, de dedos tan suaves, me sujetaban y balanceaban al compás del canto de las sirenas imaginarias.
Nos dejamos caer de espaldas en la arena. Sus manos seguían
llevando mi movimiento, ahora mis pies se apoyaban sobre la arena dejando
arriba, osado, impúdico, mis glúteos hacia la cara de Ramón que sintió al verlo
deseos incontrolados de poseerlo. Me lamió la entrada al firmamento, acarició
con sus manos mis pantorrillas, las caderas, metió su lengua salvajemente por
entre mis muslos ya abiertos de par en par que se deslizaban arriba y abajo sin
parar. Me rozó su miembro pidiendo un momento de cese del continúo movimiento
para metérmela sin demora. Me deseaba. Quería formar parte de nosotros dos. Le
pedí que se diera prisa, con sumo tacto y cuidado pues estaba a punto de llegar
a lo más alto. Toda mojada como estaba no le fué difícil penetrar mi cuerpo
hasta lo más hondo. Grité de placer. Gritamos a la vez. Pedro dijo que la podía
sentir dentro de mí, cercana a la suya. Yo gritaba que se movieran al mismo
compás, despacio. Besé, mordí más bien, los labios que me ofrecían, sentí
abrirse mis entrañas como se debe de sentir la tierra cuando cruje sin remedio
por la fuerza de un volcán y extasiada me dejé llevar por las sirenas y su
canto.
Ramón se dejó caer sobre la arena. No sentía fuerzas para moverse. Pedro me
servía de aposento, cama de piel y músculo bien trazado que me abrazaba sin
descanso. Así dormimos un buen rato. Gozosos de haber gozado tanto. Una ligera
brisa empezó a levantar la fina arena. Era la señal de la huída tierra adentro.
La marea subía sin descanso dando lugar a otros seres, cangrejos, lapas..., se
adueñaran de sus rocas y nosotros, con ojos de mar y luz, nos fuimos andando por
entre las pitas, las chumberas hasta el todo terreno que fué vigilante de un
amor de verano que nunca olvidaremos.
Quedamos a las nueve. Pedro nos hizo recordar que teníamos cena y baño en su
azotea. Lo miré y rocé con mi lengua mis labios salados. Sólo faltaban tres
horas. Echaría una siesta para estar en forma. Deseaba ese baño tanto como el de
la mañana. Me gustaba su pelo blanco, barba blanca, que indicaba el camino hacia
un cuello esbelto de un cuerpo grandote donde los músculos de antaño recordaban
que había pasado por muchos gimnasios. Barriguilla poco prominente, vicios de
bebida fresquita, tapeo, buen vino de la tierra que formaba con su cintura un
atractivo inusual en un hombre de sus años.
Llegó la hora. Me unté con perfume de violetas, puse un poco de canela en polvo
alrededor de la entrada a mi vagina.. monte de venus, ombligo. Quería estar muy
atractiva para lo que se avecinaba en un rato. Ramón no quiso desentonar, y como
un verdadero dandi, se acicaló con su camiseta sport blanca que resaltaba su
bronceado de piscina de ciudad, hombre que no tiene preocupaciones ni excesivos
gastos.
Nos abrió la puerta vestido con una chilaba azul turquesa, descalzo, .. nos dimos un beso en la boca antes de entrar en la casa, ya preparada para la ocasión. Cenamos a base de marisco, muchas gambas, cigalas, y una sorpresa, navajas traídas a propósito del mar báltico aliñadas con mucho limón. Con gula, saboreando cada trago, mordisco, rechupeteandonos los dedos hasta agotar el manjar expuesto con tanto esmero y lujo de detalles. Bebimos mucho vino, para después, dejar de lado, hacia el final de la cena, donde brindamos con un champán seco, burbujeante, que aún siento en mi paladar nada más pensarlo.