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Qué bonito

en Fantasías Eróticas

Nadie lo sabe. Nadie lo sabrá jamás.

Nadie sabe ni puede imaginarse, ni en sus mejores sueños, la tremenda felicidad que me abruma en estos momentos. Desde el primer día. Desde que la vi en el tren aquella mañana, supe que, tarde o temprano, me llegaría esta felicidad.

Y ahora, aquí me tenéis. Cinco años después, rebosante en mi propio júbilo. Tengo que contárselo a alguien. Y ese alguien, eres tú. Te ha "tocao".

Era una fría mañana de febrero. De hace un lustro. Subí al tren –como cada día– para irme a Valencia, a estudiar. Subí con Sebastián, mi compañero en las ondas. Y digo en las ondas porque ambos (gracias a él) hacíamos y hacemos un programa en la radio los jueves por la noche. Radio carchofa es la emisora y "El pegaso plateado" el programa. En él hablamos de música, deportes y de la actualidad más joven. Pero eso no es lo que quiero contarte. Eso tal vez te lo contaré otro día. A lo que iba.

Nos sentamos como siempre en el primer vagón, al lado de la puerta. Entonces la vimos; allí estaba ella con una parafernalia enorme. Ven Maite, ven – dijo Sebastián instándola a que se acercara a nosotros.

Acto seguido se personó ante Sebastián y yo: metro sesenta bien puesto, pelirrojo anaranjado en pelo corto peinado hacia atrás, cara redonda (como a mí más me gusta) y ese cuadrado de madera enorme que portaba con ella que no dejaba ver nada más. Tras dejar ese gran utensilio –como pudo– se sentó enfrente de nosotros. Ahora si la vi bien por encima de la novela que, por esos días, me estaba leyendo; pantalones vaqueros desgastados grisáceos, botas de tacón mediano color ocre y un jersey azul de Agatha Ruiz de la Prada a juego con un bolso amarillo con una vistosa flor rosa de la misma diseñadora. Cuando se quitó las gafas de sol, vi mejor su tez. Redonda, perfecta. Con una nariz también redonda que hacía una muy buena conjunción con el resto de su rostro. Ojos marrones oscuro y un poco achinados. Labios carnosos, sin pintar –genial– que dejaban ver al hablar, su blanca y cuadrada dentadura.

Raudamente introduje el libro que tenía entre manos en la mochila para unirme a la charla. Resultó que la chica me conocía al ser la hermana de un antiguo compañero de instituto además de que, los jueves que podía, nos escuchaba en la radio. Me sorprendí bastante, la verdad. Seguimos platicando de esto y de lo otro y descubrí que ese enorme tablero que llevaba era una serie de bocetos que empleaba en sus clases. Estudiaba arte en una academia especializada para así aspirar a la carrera universitaria de Bellas Artes. Me resultó una chica muy simpática y abierta. El viaje –que dura una hora– ese día se me hizo muy corto. Tras llegar a la estación, cada uno nos fuimos por nuestro lado para llegar a nuestros destinos.

Unos días más tarde, otra vez en el tren con Sebastián, comenté lo que me había parecido su amiga. Una chica bastante guapa además de simpática. Luego vino la clásica pregunta que todo hombre –depredador en este caso– hace: ¿está libre? La respuesta fue la menos deseada: no. Pero bueno, no importaba. Lo importante es que había conocido a una chica muy buena en muchos aspectos.

Fue pasando el tiempo y había días en los que Maite y yo coincidíamos en el tren para ir a Valencia. Nos sentábamos juntos, por supuesto. Entablábamos conversación acerca de nuestros estudios, de los trabajos que nos iban saliendo y de todo en general. Se me hacían unos viajes muy agradables. Llegó el buen tiempo y ambos seguíamos yendo a
Valencia. Esta vez ella iba más fresca. Iba conforme lo que daba el tiempo. Unas sandalias marrones, una falda vaquera y una camiseta rosa, verbigracia. En general una ropa que sin ser llamativa resaltaba perfectamente el encanto de su pequeño pero compacto cuerpo. Yo, jovialmente y como el que no quiere la cosa, le dejaba caer lo buena que estaba –y sigue estando, por cierto– ganando a cambio una amplia sonrisa que dejaba ver esa blanca y rectísima dentadura. En el fondo, le gustaba. Ahora sé que le gustaba.

Un día, recibió una llamada perdida. Después de mirar su móvil y ponerlo de nuevo en el interior de su bolso (esta vez era marrón y grande), le pedí que me diera su teléfono. Me preguntó que para que lo quería y la respuesta fue simple y, a la vez, verdadera: porque no tengo casi chicas apuntadas en la agenda del teléfono móvil. Con otra de sus amplias y radiantes sonrisas, me dio su número de teléfono. Decir me queda que no la llamé nunca hasta que llegó el día.

El día en que, en el tren, comentando de nuevo las novedades, me dijo que había cortado con su novio. Estaba normal, como siempre. Pero yo la notaba distante. Como dolida. Es normal que después de cortar con una persona con la que has pasado los últimos meses de tu vida, esté uno dolido. Lo entendí perfectamente. Por eso le ofrecí mi apoyo para lo que quisiera. Se mostró agradecida aunque esta vez solo conseguí ver un esbozo de sonrisa en sus labios sin pintar. Yo estaría ahí para lo que ella quisiera. Y no tardó en quererme. Una tarde, pasando un trabajo a ordenador, me llama para tomar un café. Acepto de buena gana pues hace tiempo que no la veía además de que el trabajo era un peñazo del copón. Me pongo un pantalón corto, me calzo las chanclas con pasador de velcro y cojo la riñonera con el teléfono, llaves y demás enseres.

Nos dimos dos besos en las mejillas. No eran los primeros ya que en un par más de ocasiones nos habíamos besado al estar tiempo sin vernos. Pero estos besos fueron especiales; noté algo que todavía, a día de hoy, me sigue produciendo ese escalofrío a través del cuerpo. Estábamos como dos semanas sin coincidir. Nos sentamos y pedimos dos horchatas bien frías. Empezamos a hablar de nosotros; si seguíamos estudiando, que tal la vida, etc. Y al rato, se levanta y se acerca a mí. El primer contacto. Fue rápido y lento a la vez. Rápido porque no me lo esperaba y lento porque se veía a la legua lo que se proponía. Que labios tan suaves. Siempre untados con esa suavina transparente que les da más volumen, más claror... Subí al séptimo cielo rápidamente, saludé a unos cuantos arcángeles que por allí había y bajé de nuevo a la silla en la que estaba apostado. Lo agradable es que, allí seguía ella: sus labios en los míos. No fue un sueño. Fue una rareza. La cogí de los hombros y la separé hacia atrás un poco. Extrañado le pregunté que a qué se debía eso. Me dijo que yo era el único chico con el que hablaba con naturalidad, con el único con el que realmente se sentía a gusto, protegida.

En serio, tenías que haberle visto la cara. Me lo dijo con una franqueza que me dejó temblando en la silla. Esa profundidad en sus ojos, esos labios carnosos y humedecidos por la suavina, esa tez redonda perfecta... Se me vino el mundo encima. Pero entonces se lo dije. Le dije que si era así como se sentía, me gustaría salir con ella. La amplia sonrisa que me dedicaba en el tren volvió a ser la misma de siempre. Eso hizo que yo mismo dedujera la respuesta rápidamente. Pagamos las consumiciones y nos fuimos. Fui a mi casa a por el coche y me la llevé a un mirador precioso que tenemos en el pueblo. Allí, con la música de la kiss fm de fondo, comenzamos a besarnos. Sus labios eran celestiales. Nunca había visto unos labios tan suaves. Era una sensación muy agradable. Era como pasar los labios por la nata de un pastel. Sus pequeñas manos me abrazaban con fuerza haciéndome sentir ese escalofrío tan doloroso y a la vez placentero. Los pelillos del cuello se me erizaban también produciéndome pequeños tirones. Estaba muy bien. Ella debería estar en un estado similar, pues a medida que mis manos se movían por su espalda, la notaba tensa. Fue un rato maravilloso. Lo peor es que la hora y poco que estuvimos, nos parecieron menos de un instante. Estábamos tan a gusto que no nos hubiera importado quedarnos así un rato más. Pero había que irse. Era tarde. Quedamos en mantener esto en un secreto de momento. Con un tórrido beso nos despedimos cuando la dejé en su calle y yo me fui a mi casa.

Los días de ese verano iban pasando deprisa y cada vez quedábamos más veces y para más rato. Nunca olvidaré esas tardes soleadas de julio en las que nos íbamos al mirador a observar las montañas que había enfrente. Un par de tardes, con lienzo, caballete y paleta en mano, Maite se puso a pintar la maravillosa vista que se producía al impactar los rayos de sol en una laguna que había entre las montañas que se divisaban desde aquel punto. La gracilidad con la que movía su mano derecha a través del lienzo y esa espalda escotada, hicieron que el segundo día me abalanzara sobre ella y sobre su perfecto y bronceado cuello para besarlo con ahínco. Primero pareció molestarle que por el gesto se cayera el caballete, el lienzo y la paleta al suelo. Pero cuando vio la cara de no-he-roto-un-plato-en-la-vida que puse y escuchó el perdona, hay cosas que no se pueden evitar, se le quitó el cabreo y fue ella la que me llevó por el fresco césped dando vueltas hasta que mi mano acabó en el cuadro que estaba pintando. Aun tiene ese cuadro en la pared de enfrente de su cama. De manera que, cada día que se levanta, lo ve y con una jovial sonrisa recuerda aquella espléndida tarde en el mirador.

Y por fin, cuando ya llevábamos un mes y poco saliendo acordamos hacerlo. Las cosas de palacio, van despacio. Y así fue. No queríamos ninguno de los dos que todo se precipitara por una tontería. Por eso no teníamos ninguna prisa en llegar a la meta. Estábamos tan plácidamente como estuvimos esos 40 días que, no hacía falta siquiera llegar al punto máximo de una relación. Lo nuestro empezó como una amistad de tren que dio paso a un amor verdadero. Nada de aquí te cojo aquí te mato. Fueron unas semanas muy bonitas, con todo el esplendor de la palabra. Así que al llegar de la cena, fuimos a su habitación, donde yo no había estado todavía, y con la luz que entraba de una farola que tenía justo debajo de su ventana y el plic-plic de las gotas cuando impactaban en el asfalto, los coches e incluso los árboles que había cerca de su habitación, comenzamos a quitarnos la ropa. Era finales de agosto. Hacía buena temperatura y por la tarde había empezado a llover. Maite se quitó la camisa de tirantes que llevaba pasándose un tirante por encima del hombro y sacando su brazo a través de él. Se vislumbraba un poco su sujetador blanco. Yo me estaba quitando la camisa. Entonces sucedió...

...sonó el despertador y tuve que levantarme. Las ocho y cinco. Arriba. Lástima no poder quedarme en la cama un rato más.

Ahora mírame, son las 18.34 y aquí me tienes. Escribiendo lo que se me ocurrió anoche mientras conciliaba el sueño. Cuando vea a la chica que me ha inspirado este relato se lo daré a leer. A ver que le parece.