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Poderes inestables

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"PODERES INESTABLES"

"Quizá comenzaste a darte cuenta que soy la mujer más

importante de tu vida. Decidiste quedarte en silencio

para que yo te dicte mis palabras".

(La muerte a Oliverio Fernández.)

 

Esta mañana, con la tontería que me ha entrado ahora con eso de trasnochar, casi me dejo el pellejo para coger el autobús, y encima me lo encontré hasta el culo de gente, como dicen mis alumnos. De milagro una estudiante de mi clase sobre la "Introducción al aprendizaje y conducta en los niños menores de 6 años" me ha reconocido y me ha cedido su asiento, cerca de la ventana. Me senté con la esperanza de que la promesa del paisaje que se extendía a través de la ventana hiciera el trayecto algo más ameno de lo habitual. Con el maletín sobre las rodillas, miré la vasta extensión de tierra que se abría ante mí a través del cristal. Vi lo de siempre: el paseo, cuerpos atléticos haciendo ejercicios matutinos, algún que otro perro, pero ninguno solo (en esta ciudad la perrera tiene muy buena fama) y todos los personajes y lugares que, con irreparable exactitud horaria, desfilan ante mi día tras día. Son en definitiva zombies urbanos, justo de mi misma especie, la del "Homo urbanus Inalambricus". También los que van en el autobús pertenecen a mi misma secta social, por lo que no suelo fijarme en ellos. Pero hoy lo he hecho y me sentía extraño, avergonzado por continuar con una vida precaria de estudiante, incluso al estar a punto de conseguir una cátedra.

La chica del asiento, de pié a unos pocos metros de mi, me observaba con cara de curiosidad. Parecía cansada del vaivén del viaje (del centro-ciudad a la Universidad hay apenas 5 kms.) y tal vez se arrepentía de haberme dejado su lugar. Puede que lo hiciera por respeto... o por lástima porque me consideró un viejo incapaz de comprar un buen coche y que se ve obligado a viajar en autobús. Supongo que resulta grotesco el hecho de que un profesor titular universitario utilice el medio de transporte estudiantil para ir a dar clase a la universidad.

Es el por qué de las miradas burlonas. Pero esto es lo que hay.

Me gustaría ver dentro de algunos años a los que condenan mi vida, los justos para que lleguen a mi edad, ver... ver hasta dónde han conseguido llegar, tan seguros se les ve ahora. Poder decirles: " ¡Malditos, ya danzaréis al son que a la vida le dé por tararear... y no creáis que serán ritmos afro-cubanos precisamente, sino marchas húngaras!!!!! ".

Pero no.

Mejor no advertirles de nada ni hacerles partícipes de las tragedias venideras.

Sólo dejarles pasar, cederles el paso, dejar que se lancen de cabeza al abismo de la existencia... incluso con reverencias, haciendo que ellos mismos crean que esa incierta niebla de tonos plateados que es el éxito no se va a disipar jamás sobre sus estériles cabezas.

Todo esto me recuerda a Cristina, una de las mejores alumnas de la promoción 79-84 de la carrera de mi docencia. Aquella chica era especial, única en nuestra especie. Vivía la psiquiatría casi con la misma ansia y ferocidad con que la vivía yo. Comenzó a asistir a mis consultas - con el único fin de "aprender directamente de un profesional" -, justo después de decidirme a impartir clases en la universidad y conseguir la beca de investigación. Nos habíamos cruzado por primera vez durante un Congreso en la universidad. Yo era el encargado de dar una serie de conferencias sobre las actitudes psicópatas de algunos individuos condicionados en el campo de la necesidad. Llegué nervioso, era de las pocas veces que le hablaba a un público tan joven. Intenté visualizar a toda la sala, y de entre la masa, la descubrí, con aquellos aires de existencialista radical de los que por aquel entonces le gustaba presumir, con su figura negra resaltando sobre el fondo gris de la multitud. Fue entonces cuando sentí que sólo hablaba para ella, que sólo tenía ojos para ella, y que yo podía ver a través de los suyos, viéndome a mí mismo allí plantado y escudado tras un atril de madera. Me imagino que estas cosas a veces ocurren. Sin embargo parecía inevitable.

Sentí que aquel ser me pertenecía en toda su totalidad.

Que SIEMPRE me había pertenecido.

Pero fue un sentimiento momentáneo, que no duró más allá de las dos horas de conferencia. Así que cuando a los cinco meses ella se presentó en mi consulta ni siquiera pude reconocer su cara, pero sí su vestimenta, que me produjo un ligero malestar. Malestar de extrañeza, de miedo ante la no comprensión de lo desconocido. De ella.

Pasaron los meses, intenté compaginar mis trabajos de investigación con la docencia, y comencé a dar clases. Ella terminó sus primeros cursos de psicología, y al tercero, se convirtió en mi alumna. Era brillante y yo no tardé en hacérselo comprender. Las continuas visitas se fueron convirtiendo poco a poco en eternas charlas en algún recóndito café o en algún parque perdido de la ciudad. Después todo ocurrió muy deprisa. La bancarrota del "Banco Cristina" donde estaban todos mis ingresos vitales no tardó en llegar: fue decisión suya, no mía, no tengo culpa de lo que vino después. Al poco tiempo me vi solo, en la calle, con sobredosis de la peor de las soledades , de bar en bar, de cama en cama.

Supongo que lo que me hizo sentir mal esta mañana en el autobús durante los 35 minutos de trayecto fue acordarme de aquellos años sin Cristina. Me sentí ridículo en aquel rectángulo de controlada existencia que se movía, que me trasladaba junto con otros casi setenta entes soñolientos.

Después de escrutar aquellos rostros sentí que la necesitaba, que tenía que volver a verla, a acariciar su rostro, a notar el tacto de su piel, a sentir la catarata de su risa. Solo eso. Nada más.

Cristina, Cristina, Cristina.

Cristina paseando por la orilla del Volga en pleno invierno del 83, agarrada a mí, helada de frío. Sólo me bastó un cálido abrazo para que ella me regalara su sonrisa. Su sempiterna sonrisa gogoliana destacando por encima de la oscura vestimenta. Tan oscura como su alma pero menos que mis pensamientos.

Cristina sobre un puente de Venecia, llorando ante alguna madonna de Tintoretto. Yo, a unos metros, observando su inocente devoción artística.

Cristina jugando a las cartas con los amigos, en la casa de alguno de ellos.

Cristina disimulando y negando lo innegable.

Cristina en la soledad de una habitación de hotel de carretera la primera noche que decidimos pasarla juntos. Soy un romántico en decadencia, fue difícil encontrar el lugar.

Cristina aferrada a mi mano por alguna playa desierta de la costa levantina o Cristina en la sala de espera del hospital cuando lo de mi operación o Cristina cantando el "I´ve been thinking about you" de los Londonbeat cuando se marchó a hacer su tesis a México.

No aguantó ni dos meses en otro país. Una de sus cartas era sólo una cita de Laurence Durrell: "UNA CIUDAD SE VUELVE UN MUNDO CUANDO AMAMOS A UNO DE SUS HABITANTES". Después como postdata me decía que quería volver a su mundo.

Bonita forma de decirme que me quería y que me echaba de menos.

Aquella fue su última carta: al día siguiente me llamó por teléfono para quedar esa misma noche. Ya estaba en el mundo de su ciudad.

" – Buenas tardes, qué va a ser?

Dame una pizza individual para llevar.

Querrá decir una pizza normal, vamos, que no sea de tamaño familiar.

Mira, guapa, dame la que te dé la gana, pero no me hagas perder el tiempo, quieres?

Bueno, no se ponga así, yo... Ahora mismo se la sirvo...y disculpe, no era mi intención...

... "

 

Caminé hacia mi apartamento, atravesando las calles de la misma ciudad que me dio a Cristina y que me la arrebató. A estas horas la gente anda deprisa hacia sus refugios para alimentarse, descansar un poco y volver a por su carroña diaria...¡Ay, Cristina¡ ¡Si supieras lo harto que estoy de ver la tiranía del rostro humano reflejada tan continuamente en el cristal de los escaparates¡ ¡Lo que te echo de menos¡ ¡Qué ganas de llegar a casa¡.

Por fin, a eso de las tres y media conseguí llegar a mi portal. A la altura del tercer piso me encontré con mi casera espetándome la misma cantinela de principios de mes: "Avercuándomepagaelvecinosequejaporquediceque nosepuedevivirconelhedorquesaledesushabitaciónes queustedmuchocatedráticoperosustedunguarroyaver cuandomepagaporquelepongodepatitasenlacallequemenuda soyyoAH¡ylimpieustedsucasaquehuelehombrequelosdemás inquilinossemevienenquejandohombreporDios¡"

Que le page dice. Para la mierda que me pone de comida ya le vale, pero ya da lo mismo, no bajaré más, ya no estoy solo, y a los invitados hay que darles de lo bueno, lo mejor.

Lo cierto es que cuando entré en mi casa el olor casi me hizo retroceder. Realmente huele mal, si, pero es el olor de sus vísceras y no puedo deshacerme de ellas como si las de un pollo o un conejo se tratasen. Las tengo metidas en una bolsa de plástico del supermercado en uno de los armarios de la cocina, justamente el que está encima de la lavadora, al lado del frigorífico. Como en el salón para así poder ver la tele, por lo que apenas me molesta el olor. Guardo todas sus entrañas excepto el corazón y los riñones, que prefiero conservar en su cuerpo.

Dejé la caja de la pizza encima de la mesa de la cocina, me dirigí al dormitorio y abrí el armario.

Allí estaba. Cristina. MI Cristina.

Jugando al escondite como siempre.

Me incliné sobre ella y rocé el gélido tacto de sus labios con los míos. Le pregunté si tenía hambre pero no obtuve respuesta. No me importó: estaría enfadada conmigo por haberla dejado encerrada en el armario. Cosas de enamorados. La miré a los ojos y debo admitir que me inquietaron, pero estoy seguro de que es cuestión de acostumbrarse a esa mirada. Aquellos hermosos ojos marrones que me habían hecho comprender tantas cosas y que tanto amor me habían profesado hacía tan sólo dos años, ahora me observaban distantes, ausentes, fríos, brillantes ojos de maniquí.

Resultó encantador ver en su cara a la Muerte reflejada en forma de sorpresa y angustia a medida que le apretaba el cuello con los dedos bien ajustados a la yugular. Luego fue sólo cuestión de macerar su dulce cuerpo en natrón durante cincuenta días, lavarlo e introducirle en las cavidades viscerales aromas y resinas, bálsamos y perfumes caros. Su cara la impregné de aceites aromáticos que previamente había restregado por su sexo.

Cristina momificada como si se tratase de una paloma común disecada en cualquier salón de España.

La saqué despacio y la tumbé en la cama. Me desnudé y me senté junto a ella. ¡Parece mentira que hace apenas unos dos meses yo aún estaba extrayendo sus entrañas en el cuarto de baño de mi habitación y sometiéndola a baños de mirra y aceites de cedro¡¡

Creo que aún no he limpiado la sangre coagulada del suelo.

Mañana. Hoy ya no me levanto. Sería descortés abandonar a mi amada la primera noche del reencuentro.

 

OCTUBRE 1998.

CONCHI SARMIENTO VÁZQUEZ.