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Nancy

en Sexo Anal

En verdad me extrañaba mucho que ese día Nancy me hubiera invitado a su casa. Me había llevado con la excusa de tener que hacer un trabajo de un seminario (era fin de curso) que presentaríamos próximamente. Apenas llevábamos unos meses de conocernos, ya que ella estudiaba en las mañanas y yo en la tarde, así que conversábamos poco.

Entramos a la sala de su casa. Me senté en una silla que me ofreció. Después de darme un poco de agua que le había pedido, se sentó mi lado. Mientras, yo esperaba que me diera el libro de Computación para comenzar a desarrollar el tema. Pero lo que me dio fue algo muy diferente, algo mucho mejor.

Sus manos traviesas, sin avisarme, desabrocharon mi pantalón y tomando mi verga por la base del tronco y, sin decirme ni media palabra, lo metió dentro de su boca apresándolo con delirio con sus labios; mi instrumento se acoplaba de forma magnífica entre su lengua y su paladar, deslizándose de manera deliciosa de afuera a adentro y viceversa. Era obvio que Nancy era una experta en esta faena pues sabía con exactitud cuáles eran los puntos del órgano que debía mamar y lamer para producir más placer.

En tanto hacía esto, y sin despegar un segundo su boca de mi falo, empezó a quitarse la ropa. Su blusa rayada en negro y blanco, muy pegada a su cuerpo, sus pantalones de mezclilla ajustados, su tanga y su brassier, ambos blancas, cayeron al suelo rápidamente, quedando ante mí su hermosa figura. Nancy era una hembra formidable, a pesar de su baja estatura, ya que apenas mide un metro cincuenta y cinco centímetros; pero tiene un cuerpecito de lo más delicioso. Era blanca, muy blanca. Tiene el pelo castaño y los ojos color café. Lo primero que llamaba la atención en ella, eran sus muslos muy bien formados, y luego sus pechos redondos, tentadores y erguidos, adornados por dos pezones sonrosados, erguidos y desafiantes. Tenía nalgas bonitas, sí, pero no tanto como para restar interés a las otras partes de su cuerpo.

Tan deslumbrado estaba yo en las caricias que, cuando volví en mí de repente, Nancy se trepaba sobre mí, abriendo sus piernas y absorbiendo mi instrumento con su vulva. La verga se hundió con toda libertad en la hendidura roja y lubricada por la excitación. Nancy gimió con un quejido casi apagado. En esta pose le resultó muy fácil colocar sus pechos cerca de mi boca, tanto que pude apoderarme de ellos, uno a la vez, con apenas inclinar décimas de centímetro hacia adelante la cabeza. Ello le produjo algo así como una descarga eléctrica en todo el cuerpo porque comenzó a revolverse como una serpiente herida. Mientras, sus manos blancas se aferraban de mi cabeza en un desesperado intento por no irse de espaldas.

En realidad, en esos momentos yo no necesitaba hacer nada para procurarle placer a la chica. Nancy se estaba encargando de todo: era ella quien agitaba sus caderas en un intento de llevar el órgano carnoso hasta lo más hondo de su pelvis; era ella quien aplastaba sus pechos contra mi boca para que fueran mordidos por mis dientes, para que mis labios los mamaran y chuparan, incluso ella misma se acariciaba el cuerpo cuando sentía que el placer aminoraba o quería procurarse uno extra.

-"Llévame a mi cama", me dijo.

Así, en la misma posición en la que estábamos, ella prensando mis caderas con sus piernas hermosas y resplandecientes y sus brazos enredados a mi cuello, y yo, asiéndola con firmeza de sus nalgas, nos levantamos y me encaminé al cuarto que me señaló.

El cuarto de Nancy tenía muy poco de particular. Una mesa de noche, un librero, una silla, una ventana con vista al jardín y, en el centro, una mullida cama de doble colchón y sábanas blancas. La recosté en ella y, al hacerlo, mi pene se salió de la tibia cavidad. Momento que aproveché para echarle un vistazo a todo aquel conjunto divino de curvas nacaradas.

Ella se impacientó y me dijo:

-"Por favor, no me dejes así. Ven, apúrate y cójeme..."

No esperé una segunda invitación. Mi cuerpo se acopló de nuevo perfectamente a la anatomía de la chica, enterrándole mi virilidad hasta arrinconar todos sus quejidos en el fondo de su vagina. Se movía demasiado, aunque la aferrara firmemente por las caderas, así que la tomé de donde pudiera controlarle mejor, con vigor y firmeza la sujeté por los pechos que, al ser presionados con fuerza, trataron de escurrirse entre mis dedos. Además, no por ello dejó de moverse como estaba haciéndolo, así que no me quedó otro remedio que apretarlos más. Aunque ella bramara por el dolor.

Mientras mi verga se sumergía una y otra vez en la abertura húmeda y caliente de Nancy, ésta gemía y revolvía la cabeza entre los cabellos sobre las sábanas blancas de su cama. Yo no sabía si era por el placer de la penetración o por el dolor que mis manos le producían al triturar sus senos. De pronto, retiró mis manos de sus globos pectorales, se liberó del instrumento que por dentro la estaba destrozando, lo cogió en una mano y, llevándoselo a la boca, lo empapó en saliva, se puso en cuatro puntos mostrándome las nalgas blancas y ampliadas por la posición, empapó también su ano con saliva y me dijo:

-"¡Por detrás, métemelo por detrás!"

Se dice que cuando una mujer se pone a gatas por iniciativa propia, está dispuesta a que hagas con ella todas las barbaridades que se te ocurran y, precisamente, a eso me estaba invitando Nancy. ¿Cómo podía resistir semejante ofrecimiento al ver aquellas caderas blancas e impecables y aquel diminuto orificio café oscuro que parecía palpitar como pidiendo que lo desgarrasen con una salvaje irrupción?

Nancy seguía a gatas, esperando mi embestida. Son pocas las mujeres que disfrutan el sexo anal sin prejuicios, con tanta naturalidad que lo disfrutan mucho más que el sexo que la mayoría de personas llama "normal". Nancy es una de ellas. Es una de las chicas que piensa que mientras una cavidad tenga capacidad para envolver a un órgano y esto le produzca placer, no es moralmente reprochable. Posé la cabeza de mi miembro sobre su hoyito y mi pene, chorreante de saliva, se puso más grueso y duro al contacto. Fui empujándolo despacio dentro de su culo mientras Nancy encorvaba la espalda hacia atrás a medida que mi verga mordía sus entrañas y se adentraba en ellas. Una vez que lo había metido hasta la raíz, la rodeé por detrás con mis brazos, aferrando de nuevo con fuerza sus pechos firmes, blanquitos y delicados, y le pregunté:

-"¿Lista?"

-"¡Ay, sí, sí!, ¡Dale, cójeme ya, culéame!"

Y, al mismo tiempo que estrujaba sus pechos con mis manos, mi pene entraba y salía tempestuosamente una y otra vez de su cavidad anal. En tanto yo hacía esto, Nancy pujaba apretando y aflojando el ano con una contracción tan deliciosa que parecía que me estaba succionando el miembro. Parecía no importar cuánto yo tratase de desgarrarle los intestinos, pues con cada acometida, aunque Nancy se descomponía en gritos desesperados, su recto se reordenaba con una pasmosa elasticidad a la forma de mi verga. En cierto momento sentí mis genitales a punto de reventar y supe que iba a terminar. Lo saqué de su ano y empecé a exprimirlo. Ella dijo desesperadamente:

-"¡En mi boca! ¡Termina en mi boca!"

Así que, empujándola con brutalidad, casi como un guiñapo, a la cama, bocarriba, trepé a horcajadas sentándome sobre sus pechos, comprimiéndolos debajo de mí, y ordeñé mi verga sobre su rostro. Ella abrió los labios en espera del aguacero caliente que le salpicó el rostro y el pecho. La mayor parte de mi semen cayó dentro de su boca y, con sus dedos, recogió lo que impregnaba su cara y sus pechos llevándoselo a los labios. Lo relamió y lo saboreó, deleitándose. El líquido espeso se adhería con relativa facilidad a sus labios, su nariz respingadita y sus mejillas, y se escurría entre sus labios.

Luego, algo desfallecido, me recosté sobre la cama, con el pene aún erguido como un obelisco, y Nancy se precipitó sobre él y lo chupó cuanto pudo por si algo del fluido había quedado. Pensé que había quedado saciada, pero cinco minutos después comenzó a estirarse y a revolverse como una loca y, poniéndose a gatas de nuevo, me dijo:

-"Otra vez. ¡Cójeme de nuevo por el culo, hasta que me salga por la garganta!"

 

 

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