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Sara (04: El primer castigo)

en Sadomaso

Mientras Juan recorría con la mirada su colección, vio en el espejo que ocupaba todo el frente del armario cómo Sara aguardaba su castigo. Apenas ocupaba sitio en el centro de la cama, pensó, era pequeña de verdad. Verla en aquella postura, apoyada en rodillas y manos, con la cabeza baja, esperando pacientemente a que su Amo decidiera castigarla por sus errores le produjo emociones encontradas.

Por un lado, una ternura inmensa ocupaba el centro de su pecho; quería a esa mujer, era la que ocupaba sus pensamientos y la que conseguía que una especie de vértigo le asaltara cada vez que se perdía en sus ojos, Por otro, esas mismas emociones le enfurecían; jamás una mujer había conseguido que se sintiera perdido en su presencia. Él era el Amo, el Dueño, el que conseguía lo que quería y cuando quería de sus putas, sin dejarse llevar por ningún sentimiento de ternura o amor hacia ellas, ninguna emoción que hiciera que fuese menos duro o dominante. Naturalmente cuidaba de ellas, intentaba que se sintieran a gusto siendo sometidas, pero no permitía que se metieran en su corazón. Sara lo había hecho desde el principio y por esta razón Juan había decidido que sería su puta más obediente, su mejor obra. Sería con ella más implacable y duro de lo que lo había sido con ninguna de sus zorras anteriores.

Dando un suspiro, cerró la puerta del armario y se volvió hacia la cama. Sara no había movido ni un músculo en todo ese tiempo, pero un leve temblor recorría su piel. Se notaba que temía lo que pudiera ocurrir a continuación, pero su determinación la llevaba a obedecer cualquier orden que recibiera. Juan sonrió ante su valentía y dándole un fuerte azote en el culo, reclamó su atención.

Muy bien, putita. Viendo tu piel tan blanca, tan virgen, he decidido que no voy a usar ningún instrumento para castigarte. Para comenzar tu entrenamiento usaré solamente mis manos. No creas que por ello los golpes te dolerán menos, tengo la suficiente experiencia para azotar duro y durante mucho tiempo. La dureza ya la has comprobado en tu cara ¿verdad? Ahora la notarás en tu cuerpo. Pero para hacerlo más interesante, voy a taparte los ojos. Así no sabrás dónde va dirigido el golpe y no podrás anticiparlo.

Abrió uno de los cajones de la cómoda que había a los pies de la cama y sacó un antifaz negro. Acercándose a Sara, se lo colocó y se aseguró que su visión fuera nula. Después, la colocó al borde del colchón, con los pies colgando por fuera de la cama y poniéndose a un lado, anunció:

Bueno, Sara. Durante este mes has cometidos muchos errores, leves pero errores al fin y al cabo. Y yo no perdono ni un solo error. Además, has sido muy arrogante y deslenguada... ¿recuerdas la cena? Presumiste un poco en aquella ocasión y a no me gustan las zorritas presumidas que no saben guardarse sus secretos. Voy a castigar todas esas faltas, con dureza y largura. No podrás cambiar de postura mientras no te lo ordene aunque, como ya te he dicho, por ser la primera vez, podrás gritar. Tranquila, nadie oirá tus gritos, esta habitación está insonorizada.

Justo al terminar de pronunciar esta frase, Sara notó el primer golpe. Empezó por azotar su culo, primero la nalga derecha, luego la izquierda, con golpes secos y fuertes, espaciándolos para darle tiempo a sentir el dolor pero sin ritmo determinado. Los 10 primeros le dolieron muchísimo, la hicieron sentir humillada, vejada y por ello mismo, Sara decidió no gritar, no emitir ni un solo sonido que mostrara cuánto le estaba doliendo y lo humillada que se sentía. Pensó que Juan se limitaría a azotarla hasta que su culo se pusiera rojo y que luego daría por terminado el castigo, peor no fue así.

Los golpes continuaron; Juan cada vez la azotaba con más dureza y el tiempo entre azotes se acortaba. El culo de Sara tenía ya un color rojo vivísimo y los golpes caían sobre zonas que ya habían sido castigadas, aumentando el dolor. Llegó un momento en que Sara ya no pudo aguantar más y comenzó a gritar y a suplicar que parara, que le estaba haciendo mucho daño. Pero no sirvió de nada; Juan no detuvo el castigo, al contrario inició una tanda de azotes aún más seguidos, tanto que Sara casi no tenía tiempo de respirar. Cuando sus gritos eran ya uno solo, Juan se detuvo.

¿Te has gustado, zorrita? Creo que sí, has gritado y suplicado que dejara de castigarte, pero no te has movido. ¿Tenías miedo de perderte algún azote?

Sara no podía responder, bastante tenía con recuperar el aliento y sorber los mocos provocados por sus lágrimas. El antifaz estaba empapado de ellas y su cara roja y mojada. Sentía como si su culo, ya grande, hubiera aumentado al doble de su tamaño y parecía que su corazón se hubiera trasladado allí, por las palpitaciones que sentía. A la humillación que sentía al imaginar el estado de su culo, añadía la burla que había oído en las palabras de Juan. Pero el maldito tenía razón, no se había movido de la postura que le indicó.

Sara empezaba a dudar de su propia cordura. ¿Cómo podía dejar que la tratara así y no rebelarse? Ella siempre había sido una mujer independiente, muy segura de sus actos y opiniones y jamás había dejado que nadie se le impusiera. Si ahora estaba dejando que Juan hiciera con ella lo que quisiera, ¿se habría vuelto loca de repente? Sara sabía de sobra la respuesta; loca no, no estaba loca. Simplemente había encontrado la horma de su zapato, el hombre capaz de dominar su espíritu rebelde con una sola mirada y al que estaba dispuesta a conceder cualquier capricho que tuviera, fuera doloroso para ella o no.

Ajeno a los pensamientos de Sara, Juan acarició el culo de su esclava. Tenía un bonito color rojo y estaba muy caliente. Incluso en algunas zonas se veían aún sus dedos marcados; pero no era suficiente. Cierto que Sara había llorado, gritado y suplicado. Pero Juan quería oír su voz ronca de tanto gritar, sentir su cansancio por el castigo, llevarla hasta el límite y cuando estuviera allí, recogerla en sus brazos. Y Sara aún estaba lejos de ese punto.

Bien, mi esclava novata. Esta ha sido la introducción a tu castigo, ahora empieza la segunda parte... y esta sí que te va a doler de verdad. Abre bien las piernas, puta, quiero ver tu coño y tu culo en primer plano. Y quiero tener espacio suficiente para mover las manos...

Con un golpe en el interior de los muslos de Sara, Juan le indicó que abriera aún más sus piernas. Esta obedeció hasta que dio muestras de no poder abrirlas más. La postura dejó a Juan una panorámica inmejorable: el coño de Sara aparecía entre sus muslos como una fruta madura... y un poco peluda, la verdad. Menos mal que ese problema iba a tener arreglo muy pronto. Aún así, vio que sus labios mayores eran grandes y carnosos y ocultaban completamente los menores y el clítoris. Le gustaban esa clase de coños, parecía una hucha que guardaba un tesoro. Iba a disfrutar abriendo y lastimando esa "hucha".

Por encima del coño, apenas se veía el agujero del culo. Juan apartó un poco con su mano ambos globos y examinó el ano de Sara. Una sonrisa apareció en su rostro, el agujero era muy pequeño y fruncido, iba a ser una auténtica delicia abrirlo. Pero lo primero era lo primero, había que seguir con el castigo, llevar a Sara al punto más bajo de humillación y dolor que pudiera conseguir en una primera sesión.

Sin aviso previo, empezó a golpear justo en el coño de Sara y encima de su ano. Ya al primer golpe, el grito de Sara fue ensordecedor. Juan sabía que allí los golpes eran mucho más dolorosos que en el culo, pero no por ello fue menos duro. Siguió golpeando hasta que Sara dejó de gritar y empezó a emitir gemidos de dolor. Su garganta ya no era capaz de más, le dolía del esfuerzo realizado y ya sólo podía gemir. Bien, eso indicaba que su zorrita estaba llegando al fondo de su dolor y humillación... al menos por aquella noche.

Siguió con golpes en la parte interior de los muslos, donde sabía que el dolor era muy intenso. Sara ya no podía gritar, así que sólo emitía gemidos acompañados de jadeos. Su respiración era muy agitada y en su espalda se habían formado gotas de sudor. La parte visible de su cara mostraba un color tan rojo como su culo o sus genitales, tanto debido a los bofetones previos como a la agitación. También estaba mojada, claro que tanto podía ser sudor como lágrimas. No había dejado de llorar casi desde el principio del castigo.

Bien, zorrita mía, ¿crees que ya es suficiente? Duele ¿verdad? Ve acostumbrándote al dolor, vas a sentir mucho más de lo que estás sintiendo hoy. Pero llegará un día que el mismo dolor te producirá placer, un placer que no has conocido nunca, un placer total.

Mientras le hablaba iba acariciando todas las zonas que había azotado con tanta saña. Al llegar al coño, como sin intención, metió dos dedos dentro de su agujero. Una sonrisa perversa iluminó la cara de Juan. ¡Qué sorpresa... y qué placer! Empujando sus dedos con fuerza dentro de Sara le contó su descubrimiento:

¡Vaya, vaya, Sara! No sabía que te gustaban estos jueguecitos. ¿Sabes cómo tienes el coño? Está chorreando y arde de lo caliente que estás. Veo que vas a ser una esclava perfecta. Te va a costar tiempo y esfuerzo, dolor y lágrimas, pero acabarás siendo la zorra más puta que he tenido jamás.

El rubor de Sara llegó a su punto máximo al oír las palabras de su Amo. Estaba muy cansada, dolorida, humillada... No podía creer que hubiera aguantado el duro castigo que Juan le había administrado sin mover su cuerpo, ella nunca había sigo golpeada de esa forma. Ahora que Juan había dejado de golpearla, su cerebro iba registrando lo que había ocurrido y asumiendo que realmente deseaba ese castigo, no tanto porque le gustara ser azotada como porque significaba complacer a Juan.

Se dio cuenta también de que en su interior ya le llamaba Amo. Y cuando oyó su informe de que se había excitado con la paliza, no le extrañó. A medida que el castigo avanzaba, que el dolor llenaba toda su capacidad de percepción, también supo que la excitaba. Se sentía el instrumento de placer de su Amo y si este deseaba azotarla y humillarla, ella no iba a mover ni un músculo para impedírselo. El placer de su Amo era su placer.

Juan siguió acariciando el cuerpo de su esclava. Realmente el castigo había sido duro, la piel de Sara estaba muy caliente... pero él también. Ver como se plegaba a su capricho había conseguido que su polla alcanzara una erección como pocas veces había tenido. Tenía que poner remedio a su calentura ¿no? Se colocó ante su cara y le dijo:

Mira putita, mira cómo me has puesto la polla. Tendremos que darle lo que pide ¿no crees? Habitualmente no suelo follarme a mis putas en la primera sesión, pero contigo voy a hacer una excepción, sobre todo porque durante todo el mes que viene, no voy a poder disfrutar de tu cuerpo. No te muevas de esa posición, perra... o lo lamentarás.

Juan se colocó ante el culo levantado de Sara. Gracias a la que tenía sobre la cama y a la poca altura de la perra, sus dos agujeros estaban al alcance perfecto de su polla. Situó su capullo en la entrada del coño y sin aviso ni más preámbulos, metió la polla en el coño de Sara de un solo golpe, hasta el fondo.

Sara gritó, no esperaba una penetración tan brusca. No es que su agujero fuera virgen, había disfrutado mucho de él. Pero a pesar de que sus jugos empapaban su canal, la verga de Juan era la más grande que había entrado nunca por allí y jamás la había penetrado de un solo golpe hasta notar los huevos golpear su coño. Notó la brusca dilatación y también un placer inmenso, placer que fue aumentando según Juan iniciaba un vaivén brutal. Sacaba y metía su polla al completo, sólo el glande permanecía siempre dentro del coño de Sara; el resto de la polla entraba y salía como un pistón enorme, con embestidas fuertes y profundas.

Juan sentía un placer tremendo, los gritos y jadeos de Sara acompañaban una de las mejores folladas de coño de su vida. A la vez, iba dilatando un poco el ojete de Sara; sólo un poco, lo justo para no desgarrarlo cuando entrara por allí. Dudaba que la perra ni tan siquiera se diera cuenta de que su dedo estaba curioseando en la entrada de su culo, bastante tenía con aguantar sus embestidas... y disfrutarlas, los gritos no eran de dolor, precisamente.

Cuando consideró que el ano estaba lo suficientemente dilatado, paró el bombeo en el coño y con un simple movimiento, situó el capullo en la entrada del ano y, como cuando violó el coño de la perra, se lo metió entero de un solo envite. El grito desgarrador de Sara fue como música en sus oídos.

¡¡¡NOOOOOOO... POR AHÍ NOOOO... AMO, POR FAVOR, ES DEMASIADO ESTRECHOOO... !!!

¡¡¡ Calla cerda!!! Meteré mi polla por donde me apetezca y cuando me apetezca. Y si te duele, te aguantas y te callas. Te permití gritar, pero sólo durante el castigo. Ahora aguantarás sin una palabra más, sólo quiero oír tus jadeos de perra en celo ¿entendido?

Sara no podía creer que un dolor así pudiera aguantarlo una persona pero ella lo estaba haciendo. Si le hubieran dicho que la estaban atravesando con un hierro candente, no le hubiera extrañado. Notó la embestida brutal del pene de Juan desde el primer milímetro hasta el último. El cambio de agujero fue tan repentino, que su cerebro no tuvo tiempo de asimilarlo. Pasó del placer al dolor en un solo segundo. ¡Y qué dolor! Al que le estaba produciendo el empalamiento de su ano, había que añadir el de sus muslos, culo y coño, a los que las embestidas de Juan y sus manos al agarrarse a ella para darle aún con más saña, no dejaban descansar. Sentía la piel extremadamente sensible.

Para más humillación, el cambio de Juan se produjo justo antes de que Sara pudiera correrse; casi había llegado al orgasmo cuando sacó su enorme polla de su coño para enterrarla en sus entrañas y la dejó vacía, tremendamente frustrada y a continuación, dolorida como no lo había estado en su vida. Sara no sabía cuando iba a acabar aquella tortura, pero tampoco se atrevía a suplicar de nuevo; sospechaba que sus ruegos no iban a ser atendidos.

Juan siguió bombeando en el culo de Sara hasta que notó que estaba a punto de correrse. La enculada había sido la más salvaje que practicara nunca y el estrecho conducto le había dado tanto placer que no pudo contener su orgasmo tanto como hubiera querido. Con un profundo gemido, dio un último envite en el culo de Sara y agarrando fuertemente sus rojos cachetes, la llenó de leche, tanta que se derramó fuera del cuerpo que tan a conciencia había usado.

Cuando terminó, volvió a situarse frente a la cabeza de Sara y cogiéndola sin ninguna delicadeza por el pelo, llevó su boca hasta la polla que aún conservaba su dureza.

Chupa, perra, limpia la polla de tu Amo hasta que no quede en ella ni el más pequeño rastro...

Sara metió la polla pringosa en su boca y fue lamiendo y chupando hasta que su Amo consideró que estaba limpia. Notó un sabor amargo, pero indefinido. Supuso que sería una mezcla de sus propios jugos, la leche de su Amo y el contenido de sus intestinos. Esto último hizo que una arcada subiera hasta su garganta, pero un cachete malintencionado de su Amo, la hizo olvidar el asco y acabar su trabajo.

Cuando terminó, Juan la puso boca arriba sobre la cama y le quitó el antifaz. Los ojos de Sara estaban empañados por las lágrimas y tenían una mirada confusa y derrotada. Mostraban la confusión de su dueña, que ya no estaba segura ni de quién era. Al cruzarse con los de Juan, una chispa de furia comenzó a formarse en ellos. ¿Por qué la había tratado asÍ, con tanta crueldad? Juan advirtió el principio de rebelión y se apresuró a atajarlo. Era divertido ver que Sara no había perdido su vena guerrera, pero no podía permitir que la dirigiera contra él.

No, Sara, ni se te ocurra hacer lo que estás pensando o te ataré a la cama y te amordazaré para no oírte. Sé que estás furiosa, dolorida y frustrada porque no he dejado que te corrieras. Pero es que sólo te correrás cuando yo lo decida, ni antes ni después. Tú sólo estás para darme placer a mí, a tu Amo. Tu placer dependerá de si yo estoy de humor para conceder que lo obtengas o no. Y esa mirada que acabas de dirigirme ha inclinado la balanza hacia el NO. Hoy no te correrás Sara, ni tampoco podrás masturbarte hasta que yo te lo permita. Y para asegurarme de ello, ataré tus manos a la cabecera de la cama. Así dormirás hoy, a mi lado.

Acompañando la explicación con hechos, Juan sacó unas esposas acolchadas del armario y ató las manos de Sara. Luego, descolgando una cadena disimulada en el cabecero de la cama, unió esta a las esposas, dejando a Sara en una posición cómoda para dormir, pero que no la permitía llegar hasta su pubis. Cansado y satisfecho, se tumbó a su lado y tapándolos a ambos con el edredón, apagó la luz y con un beso, deseó un dulce descanso a su esclava:

Duerme, Sara. No dejes que todas las preguntas que tienes en tu cabecita, todos los reproches, te impidan dormir. Estoy cansado y tú también, así que lo mejor es que durmamos y mañana te lo explicaré todo, despacio y en detalle. Dulces sueños, Sara...