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Un perfecto caballero

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Un perfecto caballero

1.

Sir Bartholomew Lewis Montague-Sanclair -conocido por el apodo de "Bart" entre los asiduos a los círculos más corruptos y depravados de Londres-, contempló con ojos ardientes y enloquecidos por la más cruel lascivia al pequeño lustrabotas que, aún bajo los efectos del narcótico que le había suministrado su incalificable lacayo Harpagón, estaba tendido, como muerto, y completamente desnudo, sobre su enorme cama, insólitamente redonda y estratégicamente mullida, la cual presidía socarronamente sus habitaciones privadas, en su confortable mansión del selecto barrio de Belgravia. El rojo cobertor -rojo sangre, hiriente casi a la vista- parecía resaltar la sonrosada carne infantil desnuda.

El chiquillo, que tendría apenas unos doce años, era delgado pero esbelto y proporcionado; su largo y rubio cabello se derramaba en fluidas ondas sobre un cojín; sus rasgos finos y delicados parecían esculpidos en mármol y sólo un leve rubor coloreaba sus tersas mejillas. Ni la menor sombra de vello ensombrecía el delicioso cuerpecillo; sus muslos, largos y delicadamente musculados, confluían con voluptuosas curvas hacia el centro de su ser, incentivando los malsanos deseos de Sir Bartholomew, o Bart, según su noume de guerre.

Sir Bart habíase encontrado con el doncel en plena Grosvenor; más exactamente, lo había rozado con su precioso tilbury cuando el niño cruzaba la calle. Mostrando su ejemplar educación y su lógica preocupación por sus semejantes menos afortunados, el propio Sir Bart había descendido presuroso del coche, antes que su propio lacayo, para acercarse al cuerpecillo inmóvil y, haciendo gala de su natural simpatía y su innata autoridad, lo había levantado en sus fuertes brazos, avisando a los curiosos que presenciaban el incidente, que él mismo se ocuparía de llevar al accidentado al médico. Mientras lo colocaba con delicadeza en el sillón acojinado del tilbury, Sir Bart, con preocupada y misericordiosa expresión, no se privó de acariciar subrepticiamente las piernas desnudas del chiquillo desmayado, ni de magrear discretamente sus rozagantes nalgas, que parecían comprimidas por sus ceñidos y pobretones pantaloncillos.

"¡Ah, Sir Bart tiene un corazón de oro...!", aseguraban algunos viandantes que lo conocían. Aunque de nombre, ciertamente, y no por sus secretas perversiones.

2.

El atildado y apuesto caballero con "corazón de oro" contemplaba ahora aviesamente al delicioso muchachito inconciente, mientras su poderoso miembro viril se encabritaba bajo su bragueta (abotonada, como corresponde a un verdadero gentleman), y pensaba en cómo dispondría de él. Detrás suyo Harpagón, su lacayo de absoluta confianza, esperaba las disposiciones de su amo.

En ese momento, el chiquillo rebuyó y, con un "¡oh!" sofocado, recuperó la conciencia, sorprendido de encontrarse en un lujoso aposento, absolutamente desnudo, ante la mirada de un caballero y un criado. Sus candorosos e inmensos ojos verdes se abrieron, perplejos, y un rubor precioso coloreó sus mejillas al constatar su indecente atuendo.

-¿Qué...? ¿Cómo llegué aquí....? ¿Quién es usted...? -preguntó, atónito, mientras trataba de cubrir su deliciosa piel.

Sir Bart se acercó y se sentó en el borde del enorme lecho.

-Tranquilízate, muchacho. Sólo ha sido un infortunado accidente. ¿Recuerdas que te atropellé con mi tilbury cuando cruzabas Grosvenor...? Pues te desmayaste por el golpe, y ahora estás en mi casa... Porque pienso ocuparme de tí... ¿Me entiendes...? -aseguró el gentleman, mientras, con mano cariñosa, acariciaba los cabellos y la barbilla del niño.

-¡Oh, sí...! -repuso éste- Ahora lo recuerdo... Pero, ¿por qué estoy desnudo...? -Y se volvió a ruborizar, turbado, porque el imponente caballero acariciaba ahora sus brazos y había puesto una cálida mano sobre su muslo. Pero hubiese sido incorrecto rechazarlo, ¿verdad...?

-Tus ropas estaban sucias y estropeadas -explicó Sir Bart, sin aclarar que, cuando en pleno viaje el chiquillo había amagado con despertar, Harpagón le había hecho ingerir un trago de cierto licor sazonado con láudano, ante la mirada complacida de su amo, que magreaba a discreción el joven cuerpecillo- Te las hemos quitado para que las limpien y remienden. Nada debes temer: estás en la casa de un caballero que cuidará de tí como corresponde -agregó, acariciando las suaves piernas del muchachito.

-Ohhh... -el chiquillo apenas pudo contener un jadeo sofocado, pero no se atrevía a hurtarse de la inquisitiva mano de su protector- Debo... debo volver a mi casa... yo... -musitó, confuso.

-Nada de eso -repuso, enérgico, Sir Bart- ¿Qué clase de caballero sería yo si te permitiera volver en tu lamentable estado? Primero, te darás un baño, y luego comerás conmigo... -Su tono, inobjetable, cortó cualquier otra posibilidad.

-Harpagón, ve con... ¿Cómo te llamas, niño...?

-Tom, señor, Tom Smith.

-Pues ve con Tom y vigila que se de un buen baño. Luego me reuniré con ustedes.

3.

Quieras que no, el pobre Tom, desnudo como estaba, fue conducido por Harpagón -un cuarentón alto como una torre y flaco como una vara, de inescrutable expresión en su rostro afilado- hasta un aposento de baño como jamás había visto en su vida. Una enorme y lujosa bañera de mármol estaba llena ya con agua de la que salía vapor, y un aroma tenue y delicado, pero insistente, a sales aromáticas, llenaba su naricilla. Toallas tibias y esponjosas lo esperaban. Tan atónito estaba que hasta se olvidó de su indecorosa desnudez. Pero la mano de Harpagón sobre su hombro lo volvió a la realidad.

-Bien, Tom -le dijo el criado- ¿Por qué no entras a la bañera...?

El niño así lo hizo, gozando con el contacto del agua hirviente. La espuma perfumada desbordaba. Pero apenas pudo contener una exclamación cuando vio que Harpagón se arrodillaba junto al artefacto y, esponja en mano, comenzaba a restregarlo con inusitada suavidad y delicadeza. Esto lo perturbó.

-Yo... yo puedo sólo, señor... -balbució.

Pero la suave esponja recorría sus hombros, su cuello, sus brazos, su delicado torso, sus pezones minúsculos y rosados, su vientre plano y terso y... comenzaba a bajar hasta sus piernas. El rostro de Harpagón estaba muy cerca del suyo y los ardientes ojos del lacayo de Sir Bart estaban fijos en las expresiones del chiquillo. ¡Oh, cómo disfrutaba de su trabajo con Sir Bart...! El impecable caballero conocía los bueyes con los que araba, sin duda alguna, y permitía siempre que participara en sus tropelías: "La primera sangre para el fiel sirviente", le decía siempre, riendo.

Más que restregarlo, el lacayo parecía acariciarlo. Tom tragó saliva cuando el hombre deslizó la esponja entre sus piernas y se concentró en sus genitales. Sintió un calor extraño que le recorría el cuerpo y, para su horrorizada vergüenza, no pudo evitar que su pequeño miembro comenzara a endurecerse bajo el influjo del acariciante elemento. Sin embargo, el hombre mantenía una imperturbable expresión. Sus rostros estaban ya muy juntos y sus alientos se entremezclaban.

-Yo... yo puedo hacerlo, señor... -volvió a musitar Tom, pero sabía que era en vano.

El hombre lo hizo volver y apoyarse sobre sus manos y rodillas sobre el pulido fondo de la bañera. Tom sintió, ya con su pene completamente erecto y latiendo descontroladamente, con el rostro enrojecido de vergüenza, que la esponja se deslizaba por la delicada raja que separaba sus pimpantes nalgas. Estos movimientos le produjeron sensaciones tan irrefrenables que no pudo evitar curvar espasmódicamente la espalda, acompañándolos. Sus testículos parecían pequeñas piedras y su pene chocaba contra su vientre. Cada tanto, con premeditada lentitud, la esponja descendía hasta su verga palpitante y la envolvía por completo, en un apretón que le hacía latir el corazón aceleradamente. Intensos y placenteros cosquilleos se derramaban por su todo su cuerpo en oleadas eléctricas.

Apenas supo que el hombre lo había puesto de pie y, horrorizado, trató de cubrir su erección, pero Harpagón lo hizo girar contra la salvadora pared azulejada en intenso azul y aferró su miembro palpitante mientras deslizaba la esponja humeante por la separación de su trasero. El chiquillo, sintiendo que la cabeza le daba vueltas, se apoyó contra la pared y gimió: sin preámbulo, un dedo inquisidor se deslizó por su esfínter; Harpagón comenzó a masturbar el miembro infantil con deliciosos y sabios movimientos.

Tom gemía; no podía evitarlo. El hombre metía y sacaba el dedo de su ano mientras refregaba su miembro erecto con su otra mano. Aquello era como los jugueteos que practicaba en soledad, pero nunca pensó que sería tan placentero con un hombre...

Esto lo hizo recapacitar bruscamente y, lanzando una exclamación ahogada, trató de zafarse, pero ya era tarde: un placer intenso e irrefrenable lo hizo contorsionarse contra la pared de azulejos y, sin poder hacer nada para evitarlo, sintió que se corría en sacudidas bruscas, lanzando una serie de pueriles grititos y, al mismo tiempo, una larga serie de densos chorros de semen que se deslizaron por la pared, luego de chocar contra ella con un audible ruido restallante.

Casi sin sentido, sintió que por su acalorado rostro corrían lágrimas de vergüenza, y no tuvo fuerzas para evitar que el hombre depositara un húmedo y cálido beso en sus labios inertes, mientras lo tomaba en brazos, envuelto en una vaporosa toalla tibia.

4.

Sir Bart, desde un escondrijo secreto, observaba por una mirilla oculta el orgasmo del niño. Harpagón sabía hacer que los muchachitos se corrieran, no había duda. Pero él se reservaba lo mejor: el trasero del chiquillo sería suyo. Después lo devolvería a su casa con un soberano de oro en el bolsillo, y convertido en un maricón completo. Sin duda, iba a ser muy popular entre los muchachos de su miserable barriada, ese Tom Smith...

Volvió a guardar su imponente verga. El mismo se había corrido como un poseso, masturbándose mientras contemplaba la seducción de ese delicioso muchachito a manos de su perverso sirviente.

5.

Cuando Tom abrió los ojos, se sorprendió de encontrarse aún desnudo, sobre la cama de Sir Bart, pero muy limpio y perfumado. Recordó el incidente del baño, con vergüenza, pero no pudo impedir que una sensación de malsana excitación se apoderara de él. Su miembro estaba nuevamente duro y, sin poder evitarlo, se lo aferró. Suspiró. Ese dedo en su culo... Curioso, deslizó su mano libre entre sus nalgas y jugueteó con su rosada aberturita, cuando se percató que Sir Bart estaba de pie ante él, vestido con una bata que se abría sobre su pecho velludo y musculoso, y lo miraba sonriendo.

El chiquillo gimió, angustiado, y trató de tapar su cuerpo. El hombre se sentó junto a él.

-Vamos, vamos, no debes avergonzarte: jugar con nuestro propio cuerpo no está mal... ¿O acaso me negarás que ya lo has hecho...? -le preguntó.

Tom, que sin duda avanzaba a pasos acelerados, intuyó que el episodio con el flaco sirviente hacía sido una especie de prólogo, y comprendió que el caballero se traía algo entre manos.

-Oh, no... Bueno, quiero decir, sí... A veces -balbuceó, ruborizado, pero expectante. El caballero, como anteriormente, acariciaba sus cabellos y exploraba sus muslos. Apartó las manos del niño y contempló extasiado la palpitante erección del pene infantil.

-¡Vaya, vaya! -exclamó- ¡Pero mira cómo estás ya, pequeño bribón...! Debo ponerte en mi regazo y darte tu merecido, ya que tu comportamiento es francamente inadecuado...

Con sus fuertes brazos alzó al niño, estrechándolo contra su musculoso torso, y manoseando sus nalgas, entre las que se acomodó, con cierta naturalidad proveniente de la práctica, el bulto que conformaba su propia erección, aunque todavía oculta por el faldón de su bata de seda.

Dejó caer una lluvia de besos húmedos sobre las mejillas, los labios y el cuello satinado del chiquillo, que no sólo no lo rechazó, sino que parecía ofrecerse, mientras musitaba junto a su orejita, luego de lamerla, provocándole escalofríos:

-Voy a azotar un poco tu delicioso trasero, pequeño, porque sabés que te lo mereces, ¿verdad...? -y le apretó un diminuto pezoncillo con el pulgar y el índice.

-Yo... Ohhh... No me azote... No me azote... muy fuerte, señor, por favor... Ahhh -gimió el niño, ciñendo con sus brazos el cuello del hombre.

-Claro que no... Sólo lo suficiente para que sepas quién manda aquí... -Nuevos besos y tórridos magreos; el pene del niño, erecto al máximo, se restregaba contra el velludo vientre del caballero -Eres un niño encantador al aceptar tan dulcemente tu necesario castigo... -musitó Sir Bart, para separar luego, con su sabia lengua, los labios del niño que, encantado con la novedad, se unió al hombre en un apasionado beso, tan dulce y profundo, al ritmo de sus lenguas entrelazadas, que sintieron ambos que perdían la cabeza.

Sir Bart tendió al niño sobre su regazo y se quitó la bata, revelando la enormidad de su pene erecto.

-¡Ahora, bribón, verás lo que es bueno! -advirtió, con acento severo. Y comenzó a descargar una serie de palmetadas que hicieron restallar las nalgas del chiquillo que, contorsioándose sobre los musculosos y velludos muslos del caballero, comenzó gimiendo y sollozando pero, paulatinamente, el dolor que sentía fue transformándose en un delicioso y ardiente calor que se desparramaba desde sus enrojecidas nalgas por todo su cuerpo. Su pene palpitaba, aprisionado entre los muslos de Sir Bart, y gimió, pero no de dolor...

-¡Anda! ¡Pero si te estás corriendo, marranito mío...! -exclamó el caballero, mientras el semen del niño goteaba entre sus muslos. Y redobló sus bofetones mientras el chiquillo, gritando de placer, rendía un nuevo tributo a Venus.

Tomó al niño en sus brazos, de frente a él, y vió que éste se ruborizaba al ver su descomunal verga erecta.

-¿Alguna vez habías visto alguna así...? -le preguntó, insinuante. El niño negó con la cabeza, ruborizado.

-¿Quieres tocarla...?

Tom, con sus dos manos, apenas podía rodear la imponente tranca aunque, demostrando un inusual progreso, sin hesitar comenzó a masturbar al caballero, que respondió con gemidos de placer.

-¿Lo hago bien, señor...? -preguntó Tom, sonriendo lascivamente, mientras restregaba con entusiasmo juvenil el descomunal aparato, ya humedecido por la secreción de fluidos. Como toda respuesta, recibió, de improviso, una impresionante salva de ardiente semen, que empapó su pecho.

-¡Ven a mis brazos, precioso niño...! ¡Me has causado un extraordinario placer...! -exclamó Sir Bart. Tras una interminable sesión de lascivos besos de lengua, el hombre y el niño, ya recuperados, se tendieron, abrazados, en la enorme cama redonda.

Sir Bart, gentilmente, separó los deliciosos muslos del ya avezado muchachito y, sin más preámbulos, tomó en su golosa boca el miembro infantil, aplicándole una mamada sensacional, fruto de su gran experiencia en esas lides. Tom se retorcía y gemía, presa de un placer inenarrable y, cuando Sir Bart, luego de lubricarlo con abundante saliva, le deslizó un dedo por el ano, se corrió por tercera vez en lo que iba del día, chillando como un poseso mientras se chupaba el pulgar.

Tom, encantado por esta nueva lección, no puso reparos para demostrar cuánto había aprendido y nada tuvo que insistirle Sir Bart para que el niño abriera al límite su boquita y apresara cuanto pudiera del monstruoso glande del hombre. Lamió y succionó el pene del caballero y se lo introdujo en la boca hasta la garganta y, cuando Sir Bart, tirándose de los cabellos por el descontrolado placer que experimentaba, comenzó a eyacular densos y copiosos chorros de semen, casi se ahoga.

Nueva sesión de besos incandescentes y magreos lujuriosos; el niño, pervertido ya por el seductor hasta la misma médula de su esencia, experimentaba con infantil deleite y lasciva inocencia los más diversos tocamientos al formidable arma de Sir Bart, hasta que esta volvió a ponerse nuevamente en posición de batalla.

El momento supremo había llegado.

5.

Sir Bart untó su miembro con una loción lubricante y, colocando al niño boca abajo, con un cojín bajo su vientre, comenzó por lamer a fondo la deliciosa aberturita rosada del pequeño, deslizando una mano entre sus piernas para masturbarlo. Con su lengua exploró los delicados pliegues del ano infantil, y con sus dedos lo fue dilatando con sabia paciencia y con dulce prudencia. Con el mismo lubricante, untó la virgnal cavidad.

-Ahora, pequeño puerco, vas a sentir mi chafalote hasta el fondo; te dolerá al principio, pero luego sólo sentirás placer -advirtió, colocándose en posición, con la punta del glande apuntada ya al orificio del niño.

Cuando su verga comenzó a penetrarlo, el niño lanzó un chillido; pero, al curvar involuntariamente sus nalgas, permitió que el glande entrara en su totalidad. El dolor era espantoso, pero Sir Bart, sin dejar de masturbarlo, se quedó quieto unos segundos mientras el esfínter comenzaba a ceder bajo sus apremios. El enorme pene del caballero fue entrando lentamente, cada vez, hasta el fondo. El pequeño sentía que sus entrañas iban a explotar, pero, curiosamente, el dolor se iba haciendo más soportable y, además, los continuos tocamientos del caballero surtían su efecto y su miembro reaccionaba, en tanto el placer comenzaba a derramarse en oleadas por su cuerpo.

-Hasta el fondo, marranito, estoy hasta el fondo... ¡Ohhh, qué trasero más delicioso...! ¡Es el mejor que he tenido hasta ahora...! -aulló Sir Bart, presa de un placer delirante.

Tom no pudo dejar de experimentar una leve oleada de celos: ¿No era el único...? Debía haberlo sospechado pero, igualmente... El curso de sus pensamientos se vió interrumpido, de todos modos. El hombre ahora comenzó a bombear; cada vez más rápido, cada vez más profundo, cada vez más fuerte... Ambos gemían y jadeaban, presa de sensaciones increíbles. El glande de Sir Bart comenzó a operar, premeditadamente, contra la próstata infantil, a la que visitaba durante su frenético recorrido por el esfínter del niño y, en consecuencia, éste comenzó a chillar, poseído por un frenesí erótico que se acrecentaba cada vez que el glande masajeaba el sensible punto.

¡Perversa broma del Creador de Todo! ¡Para encontrar el punto erótico más sensible del hombre... o de un niño... hay que recorrer el camino por la dirección contraria...!

Como quiera que sea, un nuevo maricón acababa de ser creado por Sir Bart: Tom Smith, lanzando una serie de femeniles grititos, se corrió sin necesidad de tocarse, mientras el hombre le hundía hasta el fondo su tremebundo instrumento y, a su vez, lanzaba una serie de imprecaciones y maldiciones mientras se corría a borbotones en el virginal trasero.

-¡Ahhh! ¡Ahhh! ¡Ahhh! ¡Me muero...! ¡Mamá, me muero...! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

-¡Mierda en el nombre de D...! ¡Y de los santos...! ¡Me corro, me corro! ¡Marranito mío, háces que me corraaa...!

6.

"Realmente, esta casa sabe cómo hacer un buen brandy", pensaba más tarde, sentado en una cómoda poltrona tapizada en cuero, en su estudio privado, Sir Bart. Una copa adecuadamente entibiada por Harpagón, y un cigarro, le ayudaban a relajarse convenientemente luego de sus inenarrables tropelías.

Tom había sido despedido hacía unas horas, con el trasero exánime y los bolsillos llenos, y Sir Bart, aliviado de una buena cantidad de esperma, había tomado un baño reparador, mientras rememoraba, con una semisonrisa de incadescente perversidad, los sucesos de aquel día. "Un buen día, sin duda. Este ha sido un buen día", pensó el augusto caballero, mientras miraba, con aire meditativo, cómo ascendían las volutas de humo de su cigarro.

"Y mañana tal vez sea mejor", reflexionó. Hizo sonar la campanilla para que Harpagón le escanciara más brandy.

Sir Bartholomew Lewis Montague-Sanclair, un perfecto caballero.

(N. del A.: ¿Deséis más aventuras de Sir Bart...? No dejéis de hacérmelo saber... marranitos míos...)